Germinal: Parte V: Capítulo III

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Germinal de Émile Zola
Quinta parte: Capítulo III

Aquel día, desde antes de amanecer, un estremecimiento extraño había agitado los barrios de los obreros; un estremecimiento que no tardó en propasarse por los caminos, a través del campo. Pero no habían podido salir todos juntos como convinieran la noche antes, porque temprano circularon rumores de que los dragones y los gendarmes de caballería recorrían las carreteras y todos los caminos en previsión de algún desorden. Decíase que aquellas fuerzas habían llegado a Douai la noche antes, y se acusaba a Rasseneur de haber delatado a los amigos, una muchacha juraba y perjuraba que había visto pasar a un criado del señor Hennebeau con un telegrama de la estación inmediata. Los mineros apretaban los puños y espiaban la llegada de los soldados a través de las persianas de sus ventanas y a la indecisa claridad del amanecer.

A eso de las siete y media, al salir el sol, circuló otra noticia tranquilizadora para los impacientes. Aquello era una falsa alarma, un simple paseo militar, como otros que se habían producido por orden del gobernador de Lille desde la declaración de la huelga. Los huelguistas odiaban a la referida autoridad, a quien acusaban de haberlos engañado con la promesa de una intervención conciliadora, intervención que se había reducido a mandar cada ocho días destacamentos de tropas que desfilaban por Montsou para mantenerlos en orden. Así es que cuando vieron que los dragones y gendarmes tomaban tranquilamente el camino de Marchiennes, contentos con haber hecho sonar los cascos de sus caballos por el endurecido suelo de Montsou, se burlaron de las ocurrencias del gobernador y de sus soldados, que se marchaban precisamente cuando se iba a armar la gorda. Hasta las nueve tuvieron paciencia, paseándose tranquilamente por delante de sus casas, haciendo tiempo para que desaparecieran los soldados. Los burgueses de Montsou dormían todavía con la cabeza reclinada en sus almohadas de pluma. En la dirección se acababa de ver salir a la señora Hennebeau en carruaje, dejando a su marido, sin duda dedicado al trabajo, porque el caserón, silencioso y sombrío, no daba señales de vida. Ninguna mina se hallaba ocupada militarmente; aquello había sido la fatal imprevisión en el momento del peligro, la torpeza natural en todas las catástrofes, la falta que todos los gobiernos pueden cometer cuando se necesita apreciar los hechos tal y como son, sin fiarse de las apariencias.

Y apenas dieron las nueve, los carboneros tomaron el camino de Vandame, para acudir a la cita que se habían dado la noche antes en el bosque.

Desde luego comprendió Esteban que en Juan-Bart no se hallarían los tres mil compañeros que se habían comprometido a asistir. Muchos habían creído que se aplazaba la manifestación, y era demasiado tarde para enviar contraorden, pues los que se hallaban en camino echarían tal vez a perder la cosa, si no iba él a ponerse al frente; un centenar de obreros, que habían salido de sus casas antes de amanecer, estaban escondidos en el bosque, aguardando la llegada de los demás para incorporarse a la manifestación. Souvarine, con quien Esteban consultó, se encogió de hombros: diez hombres resueltos servían más que una turba desorganizada; después de decir esto, se concentró de nuevo en el libro que estaba leyendo, y se negó a acompañar a su amigo. Todo aquello, decía el ruso, amenazaba acabar con sensiblerías, cuando nada más fácil que terminar la cuestión prendiendo fuego a Montsou por los cuatro costados. Sin embargo, prometió a Esteban ir a reunirse con él, si la cosa iba de veras. Cuando éste bajaba del cuarto de su amigo, vio a Rasseneur sentado junto a la chimenea, muy pálido, mientras su mujer, siempre vestida de negro, le interpelaba duramente.

Maheu opinó que debía cumplirse la palabra. La cita era cosa sagrada. No obstante, la noche había calmado la fiebre que agitaba a todos, y Maheu, temeroso de que cometieran atropellos, dijo que su deber era acudir a Juan-Bart para evitarlos. Su mujer asentía con movimientos de cabeza. Esteban repetía con complacencia que era necesario actuar revolucionariamente, sin preocuparse por la vida de unos cuantos. Antes de salir se negó a comer la ración de pan que habían guardado días antes con una botella de ginebra; pero, en cambio, se bebió tres copas de licor, una tras de otra, para quitarse el frío, y después se llevó consigo una cantimplora llena del mismo líquido. Alicia se quedó al cuidado de los niños. El viejo Buenamuerte, con las piernas doloridas de haber andado mucho la víspera, se quedó en la cama.

Por prudencia no salieron todos a la vez. Juan hacía tiempo que había desaparecido. Maheu y su mujer salieron juntos, dirigiéndose a Montsou dando un rodeo, mientras Esteban se encaminaba al bosque, donde se reuniría con los compañeros, que estaban esperando. En el camino se encontró con un grupo de mujeres, entre las cuales se hallaba la Quemada y la mujer de Levaque: por el camino iban comiendo castañas que llevaba la Mouquette, y devoraban hasta las cáscaras, a fin de llenarse el estómago de cualquier cosa y engañar el hambre. Pero en el bosque no encontró a nadie, porque los compañeros suyos habían salido ya para Juan-Bart. Echó a correr, y llegó a la mina precisamente cuando un grupo de unos cien hombres penetraba en ella. Por todas partes desembocaban mineros; los Maheu por el camino real, las mujeres a campo traviesa, todos a la desbandada, sin jefes, sin armas, yendo a parar a aquel sitio como agua desbordada que sigue los declives de un mismo terreno. Esteban vio a Juan, que estaba subido en una ventana, colocado allí como quien se dispone a ver un espectáculo. Corrió con más fuerza, y fue uno de los primeros en entrar. En aquel momento el grupo de manifestantes se componía de unas trescientas personas.

Cuando Deneulin apareció en lo alto de la escalera que conducía a las oficinas, hubo un instante de vacilación.

-¿Qué queréis? -preguntó aquél con voz de trueno.

Después de haber visto desaparecer el carruaje de la señora de Hennebeau, donde iban sus hijas, volvió a la mina, acometido de cierta vaga inquietud. Lo halló todo en buen orden; el descenso de obreros se había producido sin novedad, y Deneulin charlaba tranquilamente con el capataz mayor cuando le advirtieron que se acercaban los huelguistas.

Rápidamente se apostó detrás de una ventana del taller de cernir; y al ver aquellas turbas que invadían su propiedad, tuvo enseguida la evidencia de que sería impotente para evitar los desastres que iban a ocurrir. ¿Cómo defender aquellos edificios abiertos a los cuatro vientos? Apenas podría agrupar en torno suyo una veintena de obreros. Estaba perdido.

-¿Qué queréis? -repitió, lívido de cólera y haciendo un esfuerzo para afrontar valerosamente el desastre.

Un sordo rumor se elevó de entre la muchedumbre, y hubo grandes empujones. Esteban se destacó del grupo, diciendo:

-Señor, no venimos a hacer mal ninguno. Pero es preciso que no se trabaje en ninguna parte.

Deneulin, sin andarse por las ramas, lo trató sencillamente de imbécil.

-¿Creéis que no me hacéis daño si se declara la huelga aquí? Pues es lo mismo que si me pegarais un tiro a traición. Sí; mis obreros están abajo, y no saldrán sin que antes me hayáis asesinado.

La rudeza de este lenguaje produjo murmullos amenazadores en las turbas. Maheu tuvo que contener a Levaque, que se precipitaba amenazador, mientras Esteban seguía parlamentando para convencer al señor Deneulin de la razón de sus procedimientos revolucionarios. Pero éste contestaba, hablando del derecho a la libertad del trabajo.

Además, se negaba a discutir tales tonterías, porque él era el amo en su casa. El único remordimiento que tenía era haberse negado a que le dejaran allí unos cuantos gendarmes para barrer a la canalla y echarla de su casa.

-Es culpa mía y no debo quejarme. Me sucede lo que merezco. Con la gente de vuestra especie, no hay más razón que la de la fuerza. Eso es lo mismo que cuando el Gobierno piensa en aplacaros con concesiones. Lo echaréis abajo cuando os haya dado él mismo armas para hacerlo.

-Le ruego, señor Deneulin, que dé orden para que suban sus obreros, pues si no, no respondo de poder dominar a mis compañeros. Puede usted evitar una gran desgracia -dijo Esteban bajando la voz, tembloroso, y conteniéndose apenas.

- ¡Iros al diablo, granujas! ¿Qué tengo yo que ver con vosotros? No sois de mis minas, y no tenéis nada que discutir ni tratar conmigo. Los que corretean así los campos para saquear las casas, no son más que un atajo de bandidos.

Grandes gritos ahogaban su voz; las mujeres, sobre todo, le insultaban. Y él, empeñado en defenderse contra las turbas, encontraba cierto consuelo en hablar con aquella franqueza. Puesto que de todos modos estaba perdido, no quería acobardarse inútilmente. Pero el número de los manifestantes iba en aumento; ya había cerca de quinientos, y probablemente lo hubieran matado, si su capataz mayor no hubiera tirado de él violentamente, diciendo:

-¡Por Dios, señor! Esto va a ser una carnicería. ¿Por qué permitir que se mate la gente inútilmente?

Deneulin trataba de desasirse de manos de su subordinado, y protestaba con todas sus fuerzas, insultando a las turbas.

-¡Canallas, ladrones! ¡Ya nos veremos cuando dejéis de ser los más fuertes!

Se lo llevaron de allí, porque un formidable empujón de la muchedumbre había lanzado a los que estaban delante hasta los primeros escalones que conducían a las oficinas. Las mujeres eran las más furiosas y las que excitaban a los hombres. La puerta cedió de repente, porque estaba cerrada sólo con el picaporte. Pero la escalera era demasiado estrecha, y las turbas habrían tardado mucho en entrar por ella, si los de más atrás no hubieran decidido penetrar por las ventanas. Entonces la muchedumbre se desbordó por todas partes: por la barraca, por el taller de cernir, por el departamento de máquinas y el de calderas. En menos de cinco minutos se vieron dueños de toda la mina; recorrían todos los departamentos en medio de una barahúnda terrible de gestos y de gritos, celebrando la derrota que imponían a aquel capitalista, que había querido resistir su empuje.

Maheu, asustado del giro que iba tomando la cosa, entró uno de los primeros, diciendo a Esteban: -¡Es preciso que no maten a nadie!

Éste corría ya. Luego, cuando comprendió que el señor Deneulin se había refugiado en el cuarto de capataces, le contestó:

-¿Y qué? Si sucede algo, no será culpa nuestra. ¿Quién le manda ser tan animal?

Pero se sentía lleno de inquietud, porque estaba demasiado sereno para asentir a que se cometiese un crimen. Sufría también en su orgullo de jefe viendo que los manifestantes desconocían su autoridad, extralimitándose en el frío cumplimiento de la voluntad del pueblo, tal como él lo comprendía. En vano reclamaba sangre fría y tranquilidad, gritándoles que era necesario no dar la razón a sus enemigos con actos de destrucción inútil.

-¡A las calderas! -bramaba la Quemada-. ¡Apaguemos los fuegos!

Levaque, que había encontrado una lima, la agitaba a guisa de puñal, dominando el tumulto con voces terribles de:

-¡Cortemos los cables! ¡Cortemos los cables!

Todos repitieron los mismos gritos; menos Esteban y Maheu, que, aturdidos, seguían protestando y hablando en medio de aquel tumulto, sin lograr ser escuchados. Al fin el primero pudo decir:

-¿No sabéis que hay gente abajo, y que son camaradas nuestros?

El estrépito redobló; aquellas quinientas o seiscientas personas hablaban todas a la vez.

-¡Mejor! ¡No debían haber bajado! ¡Bien empleado les está a los traidores! ¡Sí, sí; que se queden ahí! ¡Además, tienen las escalas para subir!

Entonces comprendió Esteban que no había más remedio que ceder. Y temiendo un desastre mayor, se precipitó a la máquina, tratando de subir cuando menos los ascensores, para que, al ser cortados los cables, no se desprendieran aquéllos y aplastasen a la gente que había en el fondo. El maquinista había desaparecido, así como los demás obreros que trabajaban de día, y él mismo tuvo que hacer la maniobra que pensaba mandar, ayudado por Levaque y otros dos. Apenas vieron los ascensores descansando en los goznes, cuando se empezó a oír el chirriar de las limas cortando los cables. Hubo un momento de silencio; aquel ruido pareció llenar toda la mina; todos levantaban la cabeza, y escuchaban y miraban sobrecogidos de emoción. Maheu, en primera fila, se sentía invadido por una extraña furia, como si los dientes de la lima le arrancaran todos los miramientos, al cortar el cable de uno de aquellos pozos de miseria y de sufrimientos, donde no quería volver a bajar.

La Quemada había desaparecido por la escalera de la barraca sin dejar de gritar: -¡Hay que apagar los fuegos! ¡A las calderas! ¡A las calderas!

Varias mujeres la seguían. La de Maheu se apresuró, para evitar que lo rompieran todo, lo mismo que su marido había tratado de apaciguar a los hombres. Ella era la más serena; se podía reclamar lo que era justicia, sin estropear las cosas que no eran de uno. Cuando entró en el cuarto de las calderas, las mujeres estaban echando de allí a los dos fogoneros, y la Quemada, con una pala en la mano, en cuclillas delante de uno de los hornos, lo desocupaba violentamente, tirando la hulla incandescente sobre los ladrillos, donde seguía ardiendo y humeando. Había diez hornos para los cinco generadores. Las mujeres fueron poco a poco entusiasmándose: la de Levaque, manejando una pala con las dos manos; la Mouquette, alzándose las faldas hasta más arriba de las rodillas para no quemárselas; todas desgreñadas y sudorosas, semejando furias del averno bailando a los rojizos resplandores del carbón ardiendo. El montón de hulla incandescente iba aumentando, y caldeaba ya el techo de la espaciosa habitación.

-¡Basta ya! -gritó la mujer de Maheu-. Va a arder todo.

-¡Mejor! -respondió la Quemada-. Así acabaremos antes. ¡Bien decía yo que les haría pagar caro la muerte de mi marido!

En aquel momento se oyó la voz de Juan, el cual gritaba desde lo alto de las calderas: -¡Cuidado! ¡Yo apagaré! ¡Voy a soltarlo todo!

Había sido uno de los primeros en entrar; había pasado por entre las piernas de todos, y entusiasmado con aquel tumulto, buscaba el abrir los grifos de escape para que saliese el vapor. Las válvulas quedaron abiertas; las cinco calderas se desocuparon con silbidos espantosos de tempestad, y haciendo tal estrépito, que la sangre brotaba de los oídos. Todo había desaparecido en medio del vapor; el fuego del carbón palidecía; las mujeres no eran ya más que sombras confusas. Sólo se veía al chiquillo, allá en lo alto, detrás de los torbellinos de humo blanco, con aire satisfecho, la boca sonriente de complacencia, por haber desencadenado él solo aquel huracán.

Aquello duró cerca de un cuarto de hora. Unas mujeres echaron algunos cubos de agua sobre el montón de carbón para apagarlo; todo peligro de incendio había desaparecido. Pero la cólera de las turbas no se aplacaba; muy al contrario: se excitaba más y más con los primeros destrozos. Algunos hombres bajaban con martillos, después de haber cortado los cables; las mujeres también se armaban de barras de hierro, y se hablaba de romper los generadores, de destrozar las máquinas, de demoler toda la mina.

Esteban se apresuró a acudir, acompañado de Maheu. Él mismo se embriagaba, sintiéndose presa de aquella fiebre de venganza. Luchaba, sin embargo, gritaba que tuvieran prudencia, ya que los cables estaban cortados, los fuegos apagados y las calderas desocupadas, y, por lo tanto, que era imposible trabajar. Pero nadie le escuchaba, y ya iban a emprender nuevas hazañas, cuando empezaron a oírse gritos junto a una puertecilla que había a la parte de afuera donde desembocaba el pozo de las escalas.

-¡Mueran los traidores! -gritaban- ¡Canallas, cobardes, matadlos! ¡Mueran! ¡Mueran!

Era que empezaban a salir los mineros del fondo. Los primeros, deslumbrados por la luz del sol, permanecían inmóviles, parpadeando con fuerza. Luego desfilaron llenos de espanto, y trataron de ganar el campo y escaparse.

-¡Mueran los cobardes! ¡Mueran los falsos amigos!

Toda la partida de huelguistas había acudido al mismo sitio. En menos de tres minutos no quedó ni un solo hombre dentro del edificio: los quinientos de Montsou se colocaron en dos filas para obligar a los traidores de Vandame a que pasasen por allí. Y a cada minero que aparecía en la puerta del pozo, con el traje hecho jirones y lleno del barro negro del trabajo, redoblaban los gritos amenazadores y las bromas groseras de todo género. ¡Oh! Ése tiene tres pulgadas de piernas, y las posaderas enseguida; aquél tiene la nariz comida por las tías perdidas del Volcán; y ese otro tiene un ojo que le chorrea aceite y otro vinagre. Una mujer que salió, enormemente gorda, con el seno cayéndole sobre el vientre, levantó una gritería espantosa y una de esas risas que no pueden ser descritas. Todos querían tocarla; las bromas se iban plasmando, rayaban en la crueldad, y los puñetazos llovían, mientras continuaba el desfile de aquellos pobres diablos, temblorosos, callados, sufriendo las injurias, esperando los golpes con oblicuas miradas, felices y satisfechos si al fin se lograban ver a salvo, corriendo por el campo, fuera de la mina.

-¡Ah, demonios! ¿Cuántos hay ahí dentro? -preguntó Esteban.

Se admiraba de ver salir tanta gente, y se irritaba al pensar que no era cuestión de unos cuantos obreros, acosados por el hambre y aterrorizados por los capataces. De modo que lo habían engañado en la reunión del bosque, puesto que casi todos los de Juan-Bart estaban trabajando. Pero de pronto se le escapó un grito de despecho y se precipitó hacia Chaval, que salía del pozo.

-¡Rayos y truenos! ¿Para eso nos has hecho venir aquí?

De nuevo estallaron las imprecaciones, y hubo en las turbas un movimiento de avance, como para caer sobre el traidor. ¡Cómo! ¡Había jurado con ellos la noche antes, y ahora resultaba que estaba trabajando con los demás! ¡Luego se había burlado de la gente de un modo indigno!

-¡Tiradlo al pozo! ¡Tiradlo al pozo!

Chaval, blanco de terror, tartamudeaba, procurando explicarse. Pero Esteban le interrumpió, fuera de sí, participando del furor general:

-¡Has querido bajar! ¡Pues bajarás, canalla! ¡Vamos; en marcha, granuja!

Otro clamor general ahogó sus palabras. Catalina, a su vez, acababa de aparecer, deslumbrada por el resplandor del día y asustada de verse en las garras de aquellos salvajes. Y con las piernas destrozadas por aquella ascensión de doscientas escaleras, con las palmas de las manos ensangrentadas, empezaba a darse cuenta de lo que sucedía, cuando la Mouquette se acercó a ella con la mano levantada.

-¡Ah, bribona! ¡Tú también! ¡Tu madre muriéndose de hambre, y tú haciéndole traición por tu querido!

Maheu cogió aquel brazo, y evitó la bofetada. Pero zarandeaba a su hija y se enfurecía como su mujer, reprobando su conducta; uno y otra perdían la cabeza, y vociferaban más fuerte que los demás. La presencia de Catalina acabó por exasperar a Esteban, que repitió:

-¡En marcha! ¡A las otras minas! Y tú vienes con nosotros, grandísimo canalla.

Chaval apenas si tuvo tiempo de coger los zuecos en la barraca y echarse el abrigo de lana sobre los helados hombros, cuando se vio arrastrado, obligado a galopar en medio de los grupos. Y Catalina, aturdida, se ponía también los zuecos, se colocaba la chaqueta de hombre que le servía de abrigo, y echaba a correr detrás de su amante, no queriéndole abandonar, porque seguro que iban a asesinarle. Entonces, en dos minutos, Juan-Bart quedó desierto. Juan, que había encontrado una bocina, tocaba con ella, produciendo roncos sonidos, como si hubiera estado llamando a los bueyes. Las mujeres, la de Levaque, la Quemada y la Mouquette, se recogían las faldas, para correr mejor; mientras Levaque, con un hacha en la mano, maniobraba con ella como si fuese el bastón de un tambor mayor. Otros huelguistas iban llegando a cada momento; ya eran cerca de mil, sin orden ni concierto, sin jefe, apareciendo por los caminos como un torrente desbordado; como la vía de salida era muy estrecha, rompieron las empalizadas.

-¡A las minas! ¡Mueran los traidores! ¡No se trabaja más!

Y bruscamente Juan-Bart quedó sumido en un completo silencio. Ya no había nadie, ni un solo hombre.

Deneulin, que había salido del cuarto de los capataces prohibió que nadie le siguiese; pálido y tranquilo, visitaba la mina. Primero se detuvo en la boca del pozo, levantando los ojos para mirar los cables cortados; los cabos de acero pendían inútiles; la mordedura de la lima había dejado una herida fresca, que brillaba en la negrura del aceite de engrasar. Luego subió a la máquina, contempló largo rato sus piezas rotas, semejantes a las articulaciones de un miembro colosal atacado de repentina parálisis; tocó el metal, que ya estaba frío, y sintió un extraño estremecimiento, como si acabara de tocar un muerto. Luego bajó a las calderas, paseó lentamente por encima de los apagados carbones, y golpeó con el pie los generadores, que sonaban a hueco. ¡Aquello era la ruina! ¡Ya no había remedio! Aunque pudiera volver a encender los fuegos y arreglar los cables, ¿dónde iba a buscar gente? Quince días más de huelga, y tendría que declararse en quiebra.

Y ante la certeza de su desastre, ya no odiaba a los bandidos de Montsou, porque comprendía la existencia de cierta complicidad, de una falta general y secular. Los de Montsou eran unos brutos seguramente, pero brutos que no sabían leer y que se morían de hambre.