Germinal: Parte V: Capítulo IV

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Germinal de Émile Zola
Quinta parte: Capítulo IV

Y la muchedumbre de huelguistas invadió la llanura, blanca de escarcha a la pálida luz de aquel sol de invierno, y se alejó desbordándose por la carretera a través de los sembrados de remolacha. Esteban había tomado el mando. Sin que nadie se detuviera, daba sus órdenes, organizando la marcha. Juan galopaba a la vanguardia, haciendo sonar la bocina. Luego, en las primeras filas, caminaban las mujeres, algunas armadas con palos; la mujer de Maheu, con una expresión salvaje en los ojos, miraba como buscando la prometida tierra de la justicia; la Quemada, la de Levaque, la Mouquette, alargando el paso cuanto podían, bajo sus andrajos, como soldados que parten para la guerra. En caso de tener un mal encuentro, verían si los gendarmes osaban hacer fuego contra las mujeres. Luego seguían los hombres en una confusión indescriptible, armados de barras de hierro y palos, dominados todos por el hacha de Levaque, cuyo acero brillaba a los rayos del sol.

En el centro, Esteban no perdía de vista a Chaval, a quien obligaba a caminar delante de él; mientras Maheu, detrás, con aire sombrío, lanzaba miradas a Catalina, la única mujer que iba entre aquellos hombres, obstinada en trotar junto a su querido, para evitar que nadie le hiciese daño. Cabezas desgreñadas se sacudían en el aire; no se oía más que el pisar de los zuecos, como el rumor de un rebaño en marcha, dominado por los estridentes sonidos de la bocina de Juan.

Pero de pronto se levantó otro grito: -¡Pan!, ¡pan!, ¡pan!

Eran las doce del día; el hambre de aquellas seis semanas de huelga se despertaba en los estómagos vacíos, aguijoneada por aquel paseo de muchos kilómetros. Los mendrugos de pan y las pocas castañas que llevaba la Mouquette se habían acabado hacía tiempo; y los estómagos chillaban, y aquel sufrimiento se mezclaba a la rabia que sentían contra los traidores.

-¡A las minas! ¡Ya no se trabaja! ¡Pan! -gritaban todos.

Esteban, que no había querido comer nada antes de salir de casa, notaba en el pecho una sensación insoportable. No se quejaba; pero maquinalmente cogía cada dos minutos su cantimplora, y se echaba un trago, creyendo necesitarlo para sostenerse y llegar hasta el fin. Sus mejillas iban encendiéndose, y sus ojos despedían chispas. Pero no había perdido aún la cabeza, y deseaba evitar desastres.

Al llegar al camino de Joiselle, un minero de Vandame, que se había unido a los huelguistas para vengarse de su amo, quiso dirigir a la gente hacia la derecha, gritando:

¡A Gastón-María! ¡Hay que detener la bomba! ¡Es preciso que las aguas inunden todas las minas!

Las turbas, entusiasmadas, tomaban ya el camino indicado, a pesar de las protestas de Esteban, que les suplicaba no fueran a Gastón-María. ¿A qué destruir las galerías? Aquello sublevaba su corazón de obrero, a pesar de sus resentimientos. Maheu también encontraba injusto tal proceder. Pero el minero de Vandame seguía gritando, y fue necesario que Esteban gritase más, diciendo:

-¡A Mirou! ¡Allí hay traidores trabajando! ¡A Mirou!

Con un gesto enérgico detuvo a la muchedumbre, la hizo tomar el camino de la izquierda, mientras Juan, poniéndose nuevamente a la cabeza de todos, hacía sonar más fuerte la bocina. Gastón-María estaba salvada por aquella vez.

Y los cuatro kilómetros que les separaba de Mirou fueron recorridos en media hora, casi a la carrera, a través de la interminable llanura. El canal, como si fuera una ancha cinta de hielo, la cortaba por aquel sitio. Sólo los árboles, despojados de sus hojas, convertidos por la helada en gigantescos candelabros, rompían la uniformidad de aquel paisaje, perdiéndose allá en el horizonte; una ondulación de¡ terreno ocultaba a Montsou y a Marchiennes.

Al llegar a la mina, vieron a un capataz que, subido a la barandilla del taller de cernir, los estaba esperando. Todos reconocieron al tío Quandieu, el decano de los capataces de Montsou, un viejo con el pelo completamente blanco, que lo menos tenía setenta años de edad, y que era un verdadero milagro de salud y de robustez en aquel pueblo de mineros.

-¿Qué diablos venís a hacer aquí, canallas? -exclamó.

La turba se detuvo. No se trataba de un amo, sino de un compañero, y el respeto los detenía delante de aquel obrero viejo.

-Hay gente trabajando abajo -dijo Esteban-. ¡Mandadles salir!

-Sí, hay gente abajo -replicó el tío Quandieu-; habrá unos cincuenta o sesenta; los demás han tenido miedo de vosotros, que sois unos granujas. Pero os prevengo que no subirá ninguno o que habréis de veros las caras conmigo.

Hubo un griterío confuso; los hombres empujaban, y las mujeres avanzaron unos cuantos pasos. El capataz bajó rápidamente de su atalaya, y se colocó ante la puerta.

Entonces Maheu quiso intervenir.

-Viejo, estamos en nuestro derecho; ¿cómo hemos de conseguir que la huelga sea general, sino obligando a todos a que no trabajen?

El viejo guardó un momento de silencio. Evidentemente su ignorancia en materia de coaliciones igualaba a la del otro minero. Pero al fin respondió:

-Yo no digo que no estéis en vuestro derecho. Pero yo no entiendo más que de cumplir la consigna. Estoy solo aquí. La gente ha bajado hasta las tres, y hasta las tres estará abajo.

Las últimas palabras fueron ahogadas por el clamor de la turba. Le amenazaban con los puños; las mujeres le aturdían, y sentía ya su aliento en la cara. Pero el viejo se las mantenía firmes, con la cabeza erguida, luciendo sus bigotes y cabellos blancos como la nieve, y el coraje fortalecía de tal modo su voz, que se le oyó decir con claridad, a pesar del tumulto:

-¡Rayos y truenos! ¡Por aquí no se pasa! Tan cierto como ése es el sol, que prefiero me matéis a que toquéis a los cables. ¡Y no empujéis, porque me tiro de cabeza al pozo delante de vosotros!

Hubo un estremecimiento extraño en la turba. Todos se detuvieron y retrocedieron conmovidos. El viejo continuó diciendo:

-¿Quién es el canalla que no comprende esto? Yo no soy más que un obrero como vosotros. ¡Me han dicho que vigile, y vigilo! ¡Se acabó!

Y su inteligencia no iba más allá. Así comprendía sus deberes el tío Quandieu, acostumbrado a la obediencia militar. Sus compañeros le miraban conmovidos, oyendo allá en lo recóndito de su alma el eco de lo que les decía aquella obediencia de soldado, aquella fraternidad y aquella resignación en el peligro. El viejo creyó que todavía vacilaban, y repitió con energía:

-¡Me tiro al pozo delante de vosotros!

Una gran sacudida estremeció a aquella muchedumbre. Todos habían vuelto las espaldas, y corrían nuevamente por el camino de la derecha, como almas que lleva el diablo, y gritando con todas sus fuerzas:

-¡A La Magdalena! ¡A Crevecoeur! ¡Que no se trabaje más! ¡Pan, pan!

Pero hacia el centro de la masa se produjo un remolino. Decían que Chaval había intentado aprovechar aquel incidente para escaparse. Esteban acababa de cogerlo por un brazo, y le amenazaba con romperle el esternón si intentaba hacerles una mala partida. Y el otro, procurando desasirse, protestaba con rabia:

-¿A qué viene todo eso? ¿No hay ya libertad? Estoy helado con esta ropa, y tengo necesidad de lavarme y el traje de trabajo. ¡Dejadme!

Y, en efecto, iba tiritando, a pesar del copioso sudor que inundaba todo su cuerpo.

-Anda, o seremos nosotros los que te lavemos. ¿Por qué nos has engañado miserablemente?

La carrera continuaba veloz. Esteban acabó por volverse hacia Catalina, que seguía corriendo al lado de ellos. Le desesperaba verla cerca de sí, tiritando también y fatigada, envuelta en su andrajoso traje de hombre.

-¡Tú puedes marcharte! -le dijo al fin.

Catalina hizo como que no oía. Su mirada, al cruzarse con la de Esteban, había tenido cierta expresión de elocuente reproche. Pero no se detenía. ¿Por qué deseaba que abandonase a su querido? Chaval no era nada amable ciertamente; la maltrataba y la pegaba con frecuencia; pero, al fin y al cabo, era su primer amante, el que la había poseído antes que nadie; mejor dicho, el único que la había poseído, y se enfurecía al verle acometido por tres mil personas. Si no por cariño, por orgullo al menos quería defenderle.

-¡Vete! -repitió Maheu con violencia.

Aquella orden de su padre la detuvo un instante. Estaba temblorosa; las lágrimas arrasaban sus ojos; pero a pesar del miedo y del respeto, después de un momento de vacilación, siguió corriendo al lado de Chaval. Entonces la dejaron.

Los huelguistas recorrieron el camino de Joiselle, siguieron un momento el de Cron, y enseguida tomaron la dirección de Cougny. Por aquella parte se destacaban en el horizonte varias altas chimeneas de distintas fábricas, cobertizos con toldos, y talleres hechos de ladrillos a un lado y otro del camino. Pasaron junto a las casitas bajas de dos barrios obreros, el de los Ciento Ochenta primero, y luego el de los Setenta y Seis, y de cada uno de ellos, al oír los estridentes sonidos de la bocina y el salvaje clamor de la multitud, salieron familias enteras, hombres, mujeres, chiquillos, para agregarse a sus compañeros.

Cuando llegaron a la vista de La Magdalena, iban seguramente unas mil quinientas personas. La marea agitada de los huelguistas invadió la plataforma antes de penetrar en los edificios de la mina.

En aquel momento serían las dos de la tarde. Pero los capataces, al saber lo que pasaba habían apresurado la subida de los trabajadores; y al llegar los huelguistas no quedaban en el fondo más que una veintena de mineros, que estaban para subir ya en el ascensor. Todos ellos tuvieron que huir, perseguidos a pedradas por los manifestantes. Dos fueron heridos; otro dejó entre las uñas de la turba la ropa que llevaba, hecha jirones. Aquel ensañamiento contra los hombres salvó el material, y nadie tocó a los cables ni a las calderas. La ola de gente se alejaba, dirigiéndose a la mina más próxima.

Ésta, llamada Crevecoeur, distaría unos quinientos metros de La Magdalena. Allí también llegaron los huelguistas en el momento preciso de salir los trabajadores. Una muchacha fue cogida y azotada por las mujeres, que le desgarraron los pantalones y la blusa, exponiendo sus carnes a la vergüenza delante de los hombres, que reían como energúmenos. Los aprendices recibieron multitud de pescozones, y todos huyeron, llenos de cardenales y contusiones, y más de uno con la cara ensangrentada. Y en aquel acceso de febril ferocidad, que aumentaba por instantes, en medio de aquella largo tiempo contenida necesidad de venganza, cuya violencia hacía perder la cabeza a todos ellos, continuaban los gritos reclamando la muerte de los traidores, expresando el odio al trabajo mal retribuido y pidiendo pan desaforadamente. Empezaron a cortar los cables; pero la lima no mordía bien, y el procedimiento era muy lento, comparado con la impaciencia de todo el mundo, que ahora quería marchar hacia adelante sin detenerse un punto. En las calderas se rompió un grifo, en tanto que a fuerza de agua se apagaban los fuegos.

Entre los de afuera se hablaba de dirigirse a Santo Tomás. Esta mina era la mejor disciplinada, y en ella apenas se sentía la influencia de la huelga; lo menos setecientos hombres habían bajado a trabajar, y este hecho exasperaba a los huelguistas, que trataban de recibirlos a pedradas y silbidos. Pero corrieron rumores de que estaban en Santo Tomás los gendarmes aquellos de quienes se burlaban por la mañana. ¿Cómo se había sabido? Nadie podía decirlo, porque nadie lo había visto. Sin duda había llovido del cielo la noticia. Pero ello es que el miedo se apoderó de los huelguistas, y que se decidieron a encaminarse a Feutry-Cantel. Y de nuevo el vértigo se apoderó de ellos; todos se encontraron, sin saber cómo, en el camino haciendo sonar los zuecos sobre el pavimento, dándose empujones y prorrumpiendo en gritos violentos de: ¡A Feutry-Cantel! ¡A Feutry-Cantel! ¡Aún hay allí traidores, y les vamos a hacer saber lo que es bueno!

La mina en cuestión se hallaba a unos tres kilómetros de distancia, y medio oculta entre un pliegue del terreno en pleno valle del Scarpe. Ya se hallaban subiendo la cuesta que conduce en dura pendiente a Platieres, por el otro lado del camino de Beauguies, cuando una voz, no se sabe de quien, expresó la idea de que acaso los gendarmes se encontrarían en Feutry-Cantel. No fue necesario más para que de un extremo a otro de la columna de amotinados se diera como cosa segura aquella sospecha. Una vacilación general detuvo por un momento la marcha de la muchedumbre; el pánico se manifestaba en todos, y aún cuando algunos lo disimulaban, la inmensa mayoría de los revoltosos no se tomaba siquiera aquel trabajo. ¿Cómo no habían tropezado aún con un solo soldado? Su misma impunidad, bien pensado, era verdaderamente extraordinaria, los turbaba y les hacía pensar en la represión de sus excesos, que no podía tardar en llegar.

Sin que nadie supiera de dónde había salido, se oyó una orden nueva, en virtud de la cual las turbas se dirigieron a otra mina.

-¡A La Victoria! ¡A La Victoria!

¿No habría dragones ni gendarmes en La Victoria? Todos lo ignoraban, y, sin embargo, todos parecían tranquilos y satisfechos. Y dando doble derecha, como se dice en lenguaje militar, tomaron la dirección de Beaumont, y a campo traviesa se encaminaron a la carretera de Joiselle.

La vía férrea les cercaba el paso por lo cual la atravesaron derribando las barreras y las verjas, que quedaron destrozadas. Ya se iban acercando a Montsou; las ligeras ondulaciones del terrero desaparecían, ensanchándose los sembrados de remolachas, y allá a lo lejos se distinguían las ennegrecidas casas de Marchiennes.

Tenían que andar aún cinco kilómetros largos; pero tal era el entusiasmo de aquella muchedumbre tumultuaria, que nadie experimentaba cansancio, ni se acordaba de las vejigas y rasguños que se les hacían en los pies. La manifestación, engrosada a cada momento por nuevos obreros que habían salido tarde de sus casas, era ya muy numerosa. Cuando hubieron cruzado el canal por el puente Magache, y se presentaron a las puertas de La Victoria, los manifestantes eran más de dos mil.

Pero habían dado las tres, y los obreros, que salían de allí algo más temprano, pudieron escaparse a las iras de sus compañeros, los cuales no encontraron a nadie. El chasco se tradujo en vanas amenazas y en algunos ladrillazos dirigidos contra los obreros de por la tarde, que se encaminaban a su trabajo. En cinco minutos, la mina desierta quedó en poder de la partida que capitaneaba Esteban, y, para desahogar su furia, que no podía emplearse contra ningún traidor, la emprendieron con las cosas.

Cierto rescoldo de venganza se avivaba en ellos; el deseo largo tiempo contenido de tomar su desquite contra el capital; tantos y tantos años de hambre y de sufrimiento, les inspiraban deseos de sangre y exterminio.

Esteban encontró detrás de un cobertizo algunos cargadores que estaban llenando un vagón de mineral. -¿Queréis largaros de ahí con mil diablos? -les gritó-. ¡No saldrá de aquí ni un pedazo de carbón!

Obedeciendo sus órdenes, acudió a aquel sitio un centenar de huelguistas y los cargadores no tuvieron sino el tiempo indispensable para huir. Unos desengancharon los caballos, que, espantados y fustigados por la multitud, salieron desbocados por aquellos campos, en tanto que otros volcaban el vagón y lo hacían pedazos.

Levaque se había precipitado, hacha en mano, para romper la máquina de extracción. Luego, variando de idea, pensó en destruir la vía férrea, y muy pronto todos sus compañeros se entregaron a aquella tarea con verdadero ensañamiento. Maheu, que se había apoderado de una barra de hierro, de la cual se servía contra los rieles como si fuera una palanqueta, no fue de los que menos coadyuvaron a aquella obra de destrucción.

Entre tanto, la Quemada, a la cabeza de las mujeres, invadía el departamento de las luces, el suelo del cual se vio muy pronto lleno de linternas destrozadas y de pedazos de cristal. La mujer de Maheu, fuera de sí, se ensañaba con tanta violencia como la de Levaque. Todas estaban manchadas de aceite, y la Mouquette se limpiaba las manos en las faldas, riendo de verse tan sucia. Juan, por bromear, le había echado encima todo el aceite de una alcuza.

Pero aquellos actos vengativos no daban de comer, no aplacaban el hambre. Los estómagos gritaban cada vez más desconsolados, y entre aquel vocerío de aquelarre dominaba el grito angustioso de:

-¡Pan, pan, pan!

Precisamente allí, en La Victoria, había una cantina establecida por un antiguo capataz, el cual, asustado sin duda, habría huido, porque el tenducho estaba cerrado. Cuando las mujeres salieron de la lampistería y los hombres creyeron haber destrozado bastante la vía férrea, pusieron sitio a la barraca que servía de cantina, cuyas endebles puertas cedieron muy pronto. Pero no encontraron allí pan; no vieron más que dos trozos de carne cruda y un saco de patatas. Mientras unos se apoderaban de aquellas provisiones, otros registraban hasta el último rincón de la barraca, y tropezaron con unos cuarenta o cincuenta tarros de ginebra, que desaparecieron como agua sorbida por la arena.

Esteban, que había acabado con el contenido de su cantimplora, la volvió a llenar. Poco a poco fueron invadiendo sus facciones los síntomas de la embriaguez mala, la embriaguez de los hambrientos. De pronto advirtió que Chaval, aprovechando el barullo, había desaparecido. Gritó desaforadamente; algunos amigos suyos echaron a correr, y el fugitivo fue encontrado con Catalina detrás de un montón de madera que había allí cerca.

-¡Ah, miserable canalla, temes comprometerte! -gritó Esteban-. ¡Tú eres quien anoche en el bosque pedía la huelga hasta de los maquinistas, para que se inundaran las minas cuando se detuvieran las bombas y ahora salimos con que te escondes para no secundar nuestros planes! Pues bien, canalla; vamos a ir otra vez a Gastón-María, y quiero que por tu propia mano rompas la bomba. ¡Y la romperás! ¡Yo te lo aseguro!

Estaba ebrio, y él mismo lanzaba a las turbas contra aquella bomba que algunas horas antes salvara de la destrucción.

-¡A Gastón-María! ¡A Gastón-María!!

Todos, aclamándole frenéticamente, se precipitaron a obedecerle; mientras Chaval, cogido por los hombros, arrastrado, empujado con violencia, seguía pidiendo que le permitieran lavarse.

-¡Vete de aquí! -gritó Maheu a Catalina, que también había echado a correr junto a su amante.

Pero esta vez ni se detuvo siquiera: lanzó a su padre una mirada ardiente de reconvención, y siguió corriendo.

La partida de huelguistas se halló de nuevo en plena llanura. Desandaba lo andado aquella mañana. Eran ya las cuatro de la tarde, y el sol, que iba desapareciendo por el horizonte, alargaba las sombras de aquella horda de furiosos, dibujándolas en el endurecido suelo de la carretera. Dieron la vuelta al pueblo de Montsou, y aparecieron al otro lado del camino de Joiselle, pasando por delante de las tapias de la Piolaine. Precisamente acababan de salir de su casa los señores de Grégoire para hacer una visita al notario, antes de ir a comer en casa de los Hennebeau, donde debían reunirse con su hija Cecilia. La mansión de los Grégoire parecía completamente dormida. No se notaba en ella ni el más ligero movimiento: las ventanas estaban cerradas y de aquel silencio tranquilo se desprendía una impresión de bienestar: la sensación patriarcal de una buena cama, de una buena mesa, de una felicidad tranquila, en medio de las cuales se desenvolvía la vida de sus propietarios.

Los huelguistas, sin detenerse, dirigieron sombrías miradas al edificio, y empezaron a gritar de nuevo: -¡Pan, pan, pan!

Solamente los perros contestaron con sus feroces ladridos; detrás de una persiana se veía a la cocinera Melania y a la doncella Honorina, atraídas por aquel clamor, pálidas y sudorosas de miedo, al ver desfilar a aquellos salvajes. Una y otra se hincaron de rodillas y se creyeron muertas al oír el ruido de una piedra, una sola, que acababa de romper un cristal de la ventana contigua. Era una broma de Juan, que, habiendo hecho una honda con un pedazo de cuerda, quiso saludar al paso a los señores Grégoire. Enseguida empezó de nuevo a hacer ruido con su bocina mientras los huelguistas se alejaban rápidamente y sin dejar de gritar:

-¡Pan, pan, pan!

Llegaron a Gastón-Maria; iban más de dos mil quinientos, locos furiosos, que lo arrollaban todo a su paso con la terrible impetuosidad de un torrente desbordado. Los gendarmes habían pasado por allí una hora antes, y habían seguido su camino en dirección a Santo Tomás, con arreglo a las falsas noticias de los campesinos, sin tomar siquiera la precaución de dejar allí unos cuantos soldados para guardar la mina. En menos de un cuarto de hora los fuegos quedaron apagados, las calderas rotas, los departamentos todos saqueados sin piedad. Pero a lo que principalmente se amenazaba era a la bomba. No les bastaba que se detuviera al extinguirse el vapor, sino que se ensañaban contra ella como si fuese una persona viva a quien quisieran asesinar.

-¡Tú darás el primer golpe! -repetía Esteban, poniendo en manos de Chaval un martillo-. ¡Vamos! Para eso juraste con nosotros.

Chaval, temblando, retrocedía; y en la barahúnda que se produjo, se le cayó el martillo de las manos, mientras los demás, furiosos, sin esperar y sin contenerse, rompían la bomba a ladrillazos y a palos, con las barras de hierro, y con todo lo que encontraban a mano. Las piezas de acero y de cobre se dislocaban como miembros de un mismo cuerpo herido sin piedad, hasta que el agua se escapó de la caldera, y entonces los huelguistas salieron tumultuosamente de allí, atropellando a Esteban, que no soltaba a Chaval, y gritando como energúmenos.

-¡Muera el traidor! ¡Al pozo con él! ¡Al pozo!

El miserable, lívido de espanto, tartamudeaba explicaciones y súplicas, volviendo a cada instante, con la obstinación de la estupidez, a su tema de la necesidad de lavarse y cambiar de traje.

-¡Espera un momento! -gritó la mujer de Levaque-. Si tanto lo necesitas, aquí tienes barreño.

Había, en efecto, allí al lado, un charco procedente de las aguas de una filtración, cubierto de espesa capa de hielo. Las turbas rompieron ésta, y obligaron a Chaval a meter la cabeza en aquel agua helada.

-¡Mete la cabeza! -repetía la Quemada-. ¡Maldita sea! ¡Si no la metes, te zambullimos! ¡Y ahora vas a beber ahí como los animales!

Tuvo que beber a cuatro patas. Todos se reían de un modo cruel. Una mujer le tiró de las orejas; otra le arrojó a la cara un puñado de estiércol, el traje que llevaba estaba hecho jirones, y el infeliz luchaba en vano por escapar de las garras de aquellos furiosos que lo iban a matar.

Maheu le había dado muchos empujones, y su mujer era de las que más se ensañaban contra él, desahogando así uno y otra el rencor que tenían: hasta la Mouquette, que de ordinario era buena, sobre todo con los que habían sido amantes suyos, se complacía en martirizarle, diciendo que no servía para nada, y amenazándole con desnudarlo con objeto de ver si todavía era hombre. Pero Esteban la obligó a callar.

-¡Basta! -dijo-. No hay necesidad de que todos le atormenten. Éste es un asunto que vamos a liquidar entre los dos.

Sus puños se cerraban con rabia, sus ojos se animaban con el furor del homicida, pues la embriaguez en él degeneraba siempre en la necesidad de matar a alguien.

-¿Qué, estás ya dispuesto? Uno de los dos debe morir. Dadle un cuchillo. Yo tengo el mío.

Catalina, sin fuerza ya, horrorizada, le miraba, recordando las confidencias que le hiciera en cierta ocasión a propósito de sus disposiciones de ánimo en cuanto bebía una copa de más. De pronto se abalanzó hacia él, y abofeteándole con ambas manos, le gritó indignada.

-¡Cobarde! ¡Cobarde! ¡Cobarde! ¿Ésas son tus valentías? ¿Quieres matarle ahora que ya no puede ni tenerse en pie?

Y volviéndose a su padre y a su madre, y a todos los demás:

-¡Sois unos cobardes! -exclamó-. Matadme a mí también. Si volvéis a tocarle, os escupo a la cara y os salto los ojos. ¡Cobardes!

Y colocándose delante de su querido lo defendía con su cuerpo, olvidando los golpes y los malos tratamientos, olvidando toda la vida de miseria que sufría, sin pensar más que en que le pertenecía, puesto que se había ido con él, y que, por lo tanto, sería vergonzoso permitir que le asesinasen.

Esteban se había puesto pálido al verse abofeteado por la muchacha. Primero, estuvo a punto de estrangularla. Luego, se pasó la mano por la frente; y como si de pronto hubiese rechazado la embriaguez que sufría, dijo a Chaval, en medio del profundo silencio que se produjo:

-Tiene razón; basta ya de ensañamiento. ¡Lárgate de aquí!

Sin aguardar a que se lo repitieran, Chaval emprendió la huida, y Catalina echó a correr detrás de él. La muchedumbre, conmovida, los vio desaparecer por un recodo del camino. Solamente la mujer de Maheu murmuraba:

-Habéis hecho mal en soltarlo, porque por supuesto cometerá alguna traición.

Pero los huelguistas habían emprendido de nuevo la marcha. Iban a dar las cinco; el sol, de un rojo de fuego, incendiaba toda la llanura; un buhonero que pasaba en aquel instante les dijo que los dragones bajaban por el camino de Crevecoeur.

Entonces se replegaron alrededor de Esteban, el cual hizo circular la orden de encaminarse a Montsou.

-¡A Montsou! -dijeron todos-. ¡A casa del director! ¡Pan, pan, pan!