Germinal: Parte V: Capítulo V
El señor Hennebeau se había asomado a la ventana de su despacho para ver salir el carruaje que llevaba a su mujer a Marchiennes, pasando antes por casa de Grégoire y de Deneulin, donde debía recoger a Cecilia, Lucía y la hermana de ésta. Con la vista siguió un momento a Négrel, cuyo caballo trotaba a la portezuela del coche, y luego fue tranquilamente a sentarse a su mesa de despacho. Cuando su mujer y su sobrino se ausentaban, la casa parecía desierta. Precisamente aquel día el cochero guiaba el carruaje de la señora; Rosa, la doncella, tenía permiso para salir hasta las cinco de la tarde, y no quedaban en la casa más que Hipólito, el ayuda de cámara, que estaba limpiando perezosamente las habitaciones, y la cocinera, a vueltas, desde el amanecer, con sus guisados y con sus cacerolas, y entregada a los preparativos de la comida que daban aquella tarde los señores a sus amigos. Así, que el señor Hennebeau se prometía trabajar mucho, y aprovechar el tiempo, en medio de aquel silencio y aquella tranquilidad.
A eso de las nueve, aun cuando le habían dado orden de no recibir a nadie, Hipólito se permitió anunciar a Dansaert, quien debía de tener noticias graves que comunicarle al director. Entonces supo éste la reunión celebrada la víspera en el bosque de Vandame; y los pormenores eran tales, que escuchaba al capataz con una ligera sonrisa pensando en los amores de éste con la mujer de Pierron, tan públicos, que dos o tres anónimos por semana llegaban a sus manos, denunciándole los excesos del capataz mayor; evidentemente el marido había hablado, y aquella policía olía a policía de alcoba. Aprovechó la ocasión para indicarle que lo sabía todo, y que se contentaba con recomendarle la mayor prudencia, a fin de evitar un escándalo que le obligase a tomar alguna determinación desagradable. Dansaert, asustado al verse descubierto, seguía dando noticias y negando torpemente, mientras su descomunal nariz confesaba el crimen poniéndose muy colorada. Por lo demás, no insistió mucho en sus negativas, satisfecho de salir del paso a tan poca costa, porque, de ordinario, el director se mostraba de una severidad implacable cuando algún empleado se permitía el lujo de galantear a alguna mujer guapa de la familia de un minero. Continuó la conversación acerca de la huelga y ambos interlocutores convinieron en que la reunión de la víspera no pasaba de ser una nueva fanfarronada sin serias consecuencias. De todos modos, creía que los barrios de obreros no se mezclarían en la cuestión, aquel día por lo menos, a causa de la impresión que en ellos habría producido el paseo militar de por la mañana.
No obstante, cuando el señor Hennebeau se vio nuevamente solo, estuvo a punto de poner un telegrama al gobernador, mas el temor de dar inútilmente aquella prueba de inquietud le contuvo. Ya no se perdonaba su falta de previsión, diciendo en todas partes y escribiendo a los señores de la Compañía que la huelga no podía durar arriba de un par de semanas. Con gran sorpresa suya duraba ya más de dos meses, lo cual le desesperaba, porque se veía cada vez más comprometido, cada vez más en peligro de perder la confianza de sus superiores, cada vez más en la necesidad de dar un golpe de efecto. Había pedido instrucciones a sus jefes para el caso de un alboroto en regla y esperaba la respuesta en el correo de aquel día. Pensaba que cuando llegase éste sería tiempo de expedir telegramas para que las minas fuesen ocupadas militarmente, si tal era la opinión de aquellos caballeros. Según él, semejante medida produciría, sin duda, una colisión sangrienta, la responsabilidad de la cual le abrumaba de tal modo que le hacía perder su habitual energía.
Hasta las once trabajó tranquilamente, sin que en la casa, desierta y silenciosa, se oyese más ruido que el de la escoba de Hipólito, que allá, en el otro extremo de la casa, debía estar limpiando alguna habitación. Luego recibió dos despachos: el primero anunciándole que los huelguistas de Montsou habían invadido Juan-Bart; y el segundo, dándole cuenta de los destrozos ocasionados por ellos en aquella mina. ¿Por qué habrían ido a la de Deneulin, en vez de pagarla con una cualquiera de la Compañía? Pero, en fin, después de todo, tal noticia no era para disgustarle, pues contribuiría a que se realizasen los planes que de antiguo tenía la Sociedad de Montsou acerca de las minas de Vandame.
Y a las doce almorzó, solo en el magnífico comedor, servido en silencio por su criado, a quien no oía siquiera andar porque estaba en zapatillas. La soledad aumentaba las preocupaciones, que, sin saber por qué, le atormentaban aquella mañana, cuando un capataz que llegaba sin aliento, entró a darle parte de que los huelguistas se dirigían a Mirou. Casi enseguida, hallándose tomando café, un telegrama le anunció que estaban amenazadas también La Magdalena y Crevecoeur. Entonces su perplejidad fue extraordinaria. El correo no llegaba hasta las dos; ¿debería pedir el auxilio de las tropas sin aguardar la respuesta del Consejo de Administración? ¿No sería mejor tener un poco de paciencia, y obrar de acuerdo con las instrucciones que recibiese? Volvió a su despacho, y quiso leer una comunicación que por encargo suyo debía haber dirigido Négrel el día antes al Gobernador. Pero no pudo encontrarla, y suponiendo que acaso el joven la había dejado en su cuarto, donde algunas noches trabajaba antes de acostarse, subió a la habitación de su sobrino, con ánimo de buscar aquel papel.
Al entrar en ella, el señor Hennebeau tuvo una sorpresa: el cuarto no estaba arreglado todavía, sin duda por olvido o por pereza de Hipólito que, a causa de la salida de la criada, tenía la obligación aquel día de limpiar toda la casa. Reinaba en la habitación ese colorcito de toda una noche durante la cual no había sido apagada la estufa, y se notaba un olor de perfume fortísimo, que supuso salía de la cubeta de las aguas de lavarse, que estaba todavía allí. La habitación se hallaba en el mayor desorden: ropa por todas partes, toallas húmedas echadas en los respaldos de las sillas, la cama deshecha, y una sábana caída, arrastrando por la alfombra. En el primer momento no tuvo para todo aquello más que una mirada indiferente y distraída; y dirigiéndose a una mesita que había delante del balcón, y que estaba llena de papeles, empezó a buscar el borrador que necesitaba. Por dos veces miró uno a uno todos los papeles: decididamente no estaba allí. ¿Dónde diablos lo había metido aquel cabeza de chorlito?
Y cuando el señor Hennebeau buscaba con la vista en cada uno de los muebles, vio en la deshecha cama un objeto extraño que brillaba y que le llamó la atención. Maquinalmente se aproximó a él, y extendió la mano. Era un frasquito de oro, que se hallaba entre dos pliegues de la arrugada sábana. Enseguida advirtió que era el frasquito de éter de la señora de Hennebeau, quien jamás se separaba de él. Pero aún no comprendía d qué modo aquel objeto podía haber ido a parar a la cama de Pablo. D-, pronto se puso pálido como un muerto: adivinó que su mujer había dormido allí.
-Usted perdone -,murmuró la voz de Hipólito, que se asomaba a la puerta-; he visto subir al señor.
El criado entró, y quedó consternado al ver el desorden que reinaba en el cuarto.
-¡Dios mío, es verdad que no había arreglado aún la habitación del señorito Pablo! ¡Es claro!, ¡como Rosa se ha ido, dejándolo todo a cargo mío!...
El señor de Hennebeau, que había escondido el frasquito en una mano, lo estrujaba Curiosamente.
-¿Qué quieres?
-Señor, otro hombre que desea verle... Viene de Crevecoeur, y trae una carta.
-Bueno; déjame. Dile que espere.
¡Su mujer había dormido allí! Después de correr el cerrojo por dentro, abrió la mano, y contempló el frasquito, que había dejado impresa su huella en la carne. De pronto lo comprendió todo, se lo explicó todo; tal infamia venía ocurriendo hacía meses en su casa. Recordó su antigua sospecha, el crujir de puertas y el ruido de pasos por la mullida alfombra. Sí, ¡eran los de su mujer, que subía a dormir allí!
Caído sobre una silla cerca de la cama, que contemplaba con expresión de idiota, permaneció mucho rato como anonadado. Un ruido le sacó de su ensimismamiento: llamaban a la puerta. Era Hipólito otra vez.
-¡Señor!... ¡Ah!, el señor ha cerrado... -¿Qué hay?
-Parece que la cosa urge, y que los obreros lo destrozan todo. Abajo hay otros dos hombres esperando. También han llegado varios telegramas.
-¡Id al diablo!... ¡Ahora bajaré!
La idea de que Hipólito hubiese encontrado el frasquito de éter en aquel sitio, si hubiese hecho la cama por la mañana, le llenaba de espanto. Es verdad que aquel criado debía de saberlo todo; que veinte veces había encontrado aquella cama caliente todavía del adulterio: que habría visto cabellos de su mujer esparcidos por la almohada, y huellas abominables manchando las sábanas. Indudablemente insistía tanto en subir ahora por pura mala intención. Quizás alguna vez habría estado allí mirando por el agujero de la cerradura y complaciéndose al pensar en la deshonra de su amo.
El señor Hennebeau quedó inmóvil nuevamente. Se había vuelto a dejar caer sobre la silla, y no apartaba su mirada de aquella maldita cama. Todo su largo pasado de desventuras acudió a su mente; su matrimonio con aquella muchacha, su inmediata separación moral y material, los amantes que ella había tenido sin que él lo sospechase, el otro que le había tolerado durante diez años, como se tolera a una enferma un gusto inmundo. Luego recordaba su llegada a Montsou, su esperanza loca de verla, curada, los meses de languidez y aburrimiento en aquel destierro, y, por fin, la proximidad de la vejez que se la iba a devolver. Luego llegaba su sobrino, aquel Pablo de quien ella se convertía en madre cariñosa, al cual hablaba de su corazón muerto y enterrado en cenizas para siempre. Y él, marido imbécil, no preveía nada, adoraba a aquella mujer que era la suya, que otros hombres habían poseído, que solamente él no podía tocar, la adoraba con vergonzosa pasión, hasta el punto de caer de rodillas a sus pies, sólo porque le diese las sobras de los demás. ¡Y esas sobras se las daba ahora a su sobrino!
En aquel momento un campanillazo que sonó a lo lejos hizo estremecer al señor Hennebeau. Lo conoció enseguida: era la señal que según sus órdenes hacían siempre a la llegada del cartero. Se levantó, habló en voz alta, dejando escapar insultos groseros que a su pesar salían a borbotones por entre los apretados labios.
-¡Ah! ¡Qué me importan, qué me importan esos telegramas y esas cartas! -murmuró.
Un furor sordo le invadía, la necesidad de una cloaca donde hundir a talonazos tanta suciedad. Aquella mujer era una infame canalla, y buscaba palabrotas que dirigirle como para insultarla de un modo mortal. El recuerdo brusco de la boda que entre Pablo y Cecilia Grégoire perseguía ella con la sonrisa en los labios, acabó de exasperarle. De modo que en el fondo de aquella terrible sensualidad no había ni la excusa de la pasión, ni celos siquiera. No se trataba evidentemente más que de la necesidad de un hombre, de un recreo buscado como se busca un postre al que uno se acostumbra. Y Hennebeau la acusaba de todo, casi disculpaba al sobrino, en el cual había mordido ella, en aquel despertar de su apetito desenfrenado, como se muerde en una fruta verde robada en un camino. ¿A quién se comería, a dónde iría a parar cuando no encontrase sobrinos complacientes, lo bastante prácticos para aceptar de su familia mesa, cama y mujer?
Volvieron a llamar tímidamente a la puerta, y la voz de Hipólito se permitió decir por el agujero de la cerradura:
-Señor, el correo... Y también ha vuelto el señor Dansaert, quien asegura que andan matando gente por ahí.
-¡Ya voy, por Dios!
¿Qué haría? Echarlos a la calle cuando volviesen de Marchiennes, como se echa a dos bichos asquerosos que no quiere uno tener en su casa. Sí, decididamente los insultaría, prohibiéndoles penetrar más en la casa. El aire de aquel cuarto estaba emponzoñado por sus suspiros, por sus alientos confundidos; el olor sofocante que advirtiera al entrar, era el olor que exhalaba el cuerpo de su mujer, aficionada a los perfumes fuertes, que eran en ella otra necesidad carnal: y notaba el calor, el olor del adulterio vivo, que se delataba en todas partes, en las aguas del lavabo, en el desorden de la cama, en los muebles, en la habitación entera apestada de vicio. El furor de la impotencia le lanzó contra la cama, a la cual empezó a dar puñetazos con verdadero frenesí, ensañándose contra aquellas ropas arrugadas por una noche entera de amor.
Pero de pronto le pareció oír a Hipólito, que subía de nuevo, y la vergüenza le contuvo. Aún permaneció allí un momento, enjugándose el sudor de la frente, procurando tranquilizarse, y hacer que le latiese con menos violencia el corazón. En pie, delante de un espejo, contemplaba su rostro tan descompuesto por el dolor y la ira, que él mismo no lo hubiese reconocido. Luego, cuando hubo logrado calmarse un poco por un esfuerzo supremo de la voluntad, bajó lentamente la escalera.
Abajo le esperaban cinco emisarios, sin contar a Dansaert. Todos le llevaban noticias de una gravedad terrible acerca del giro que iba tomando la huelga; y el capataz mayor le relató con muchos pormenores lo sucedido en Mirou, donde no se habían cometido excesos, gracias a la actitud del viejo Quandieu. El señor Hennebeau le escuchaba asintiendo con un movimiento de cabeza; pero no le comprendía, porque su espíritu todo se había quedado allá arriba, en la alcoba de su sobrino. Al cabo de un instante los despidió, diciéndoles que adoptaría las medidas necesarias. Cuando se vio solo, y de nuevo sentado ante la mesa de despacho, pareció ensimismarse, con la cabeza entre las manos, y tapándose los ojos. Como estaba allí el correo, se decidió a buscar la carta que estaba esperando, la respuesta del Consejo de Administración, cuyas letras parecieron danzar a su vista. Pero al fin pudo leer, no sin alguna dificultad, y creyó que aquellos señores deseaban una algarada: ciertamente no le decían que empeorase la situación; pero dejaban traslucir su parecer de que los disturbios y trastornos, cuanto más escandalosos, mejor acabarían con la huelga, provocando una represión enérgica. Desde aquel momento, ya no vaciló; envió telegramas a todas partes, al gobernador de Lille, al jefe de las tropas acantonadas en Douai, al comandante de la gendarmería de Marchiennes. Aquello era un consuelo, porque nada tenía que hacer más que encerrarse, para lo cual hizo circular el rumor de que estaba indispuesto. Y toda la tarde se escondió en su despacho, sin recibir a nadie, limitándose a leer los telegramas y las cartas que seguían llegando por docenas. Así fue como pudo seguir paso a paso los movimientos de los huelguistas, yendo desde La Magdalena a Crevecoeur, de Crevecoeur a La Victoria, de La Victoria a Gastón-María. Por otro lado, recibía noticias de¡ error de los gendarmes y dragones, los cuales, engañados por la gente del campo, iban siempre en dirección contraria a la que seguían los revoltosos. El señor Hennebeau, a quien tenía sin cuidado que se hundiese el mundo y que se matara la humanidad entera, había vuelto a dejar caer la cabeza entre las manos, abismado en el silencio profundo que reinaba en la desierta vivienda, donde sólo de cuando en cuando percibía el ruido que con las cacerolas hacía la cocinera, ocupadísima en preparar la comida para aquella tarde.
Ya el crepúsculo oscurecía la habitación; serían las cinco cuando un estruendo espantoso estremeció al señor Hennebeau, que continuaba con los codos encima de los papeles, silencioso, inmóvil, inerte. Creyó que llegaban ya los dos miserables. Pero el tumulto aumentaba; estalló una gritería espantosa, terrible, imponente, y en el instante en que se asomaba a la ventana, oyéronse gritos de:
-¡Pan, pan, pan!
Eran los huelguistas que invadían Montsou, mientras los gendarmes, creyendo en un ataque contra la Voreux, galopaban de espaldas adonde hacían falta, para ocupar militarmente la referida mina.
Precisamente a dos kilómetros de las primeras casas, un poco más allá del sitio donde cruzaban la carretera y el camino de Vandame, la señora de Hennebeau y las señoritas a quienes acompañaba, acababan de ver pasar las turbas de huelguistas amotinados. El día en Marchiennes había transcurrido alegremente; habían tenido un buen almuerzo en casa del director de la fábrica; luego una interesante visita a los talleres de una fábrica contigua, que les ocupó toda la tarde; y cuando al fin regresaban a su casa a la caída de la tarde de aquel sereno día de invierno, Cecilia había tenido el capricho de beber un vaso de leche al pasar por una casa de campo. Todos se apearon del carruaje; Négrel echó pie a tierra también, mientras la campesina, admirada de verse favorecida por aquellos señores, se apresuraba a servirlos, y decía que deseaba sacar un mantel limpio para ponerles la mesa. Pero como Lucía y Juana querían ver ordeñar la leche, fueron todos al establo con vasos, y se divirtieron mucho, llenando cada cual su vaso directamente de la ubre.
La señora de Hennebeau, con aquel aire maternal que no abandonaba nunca, tocaba apenas con los labios el borde del vaso. De pronto un ruido extraño, un rugido de tempestad que sonaba en el campo, los puso en cuidado.
-¿Qué será eso? -dijeron.
El establo, que se hallaba fuera de la granja y casi a orillas de la carretera, tenía una puerta muy grande para carros. Las jóvenes sacaron por allí la cabeza, y se quedaron asombradas al ver, allá a lo lejos, por la izquierda, una muchedumbre compacta y agitada, que desembocaba por el camino de Vandame.
-¡Diablo! -murmuró Négrel, asomándose a su vez-. ¿Si acabará esta gente por enfadarse de verdad?-Probablemente son los carboneros que vuelven a pasar -dijo la mujer de la granja-. Ya van dos veces que los vemos. Parece que las cosas no van bien, y que son los amos de toda la comarca.
Hablaba con temerosa prudencia, observando en los rostros de aquellos señores el efecto de sus palabras; y cuando se dio cuenta del espanto de todos, la profunda ansiedad que les producía aquel encuentro, se apresuró a añadir:
-¡Qué canallas! ¡Qué infames!
Négrel, viendo que era demasiado tarde para tomar el carruaje otra vez y llegar a Montsou, dio orden al cochero de que metiese el coche en el corral de la granja, que era buen escondite, y él mismo ató allí su caballo, al cual tenía un chiquillo de la brida. Cuando volvió a reunirse con las señoras vio que su tía y las tres jóvenes, asustadísimas, se disponían a seguir a la mujer de la granja, quien les ofrecía esconderlas en su casa. Pero el ingeniero opinó que estaban allí más seguros, porque nadie había de irles a buscar a la cuadra. La puerta cochera sin embargo cerraba muy mal, y tenía tales rendijas, que desde dentro podía verse fácilmente cuanto ocurría en el camino.
-¡Vamos, valor! -dijo Pablo, tratando de echar a broma aventura tan desagradable-. ¡Venderemos cara la vida, si es necesario! -añadió sonriendo.
Pero la broma agrandó el miedo de las señoras. El estrépito y la gritería iban en aumento. Nada se veía aún; pero del camino vacío parecía soplar un viento de tempestad, semejante a esas ráfagas bruscas que preceden a las grandes tormentas.
-No, no quiero ver nada -dijo Cecilia, escondiéndose detrás de un montón de paja, y tapándose los ojos con las manos, como hacía para no ver los relámpagos en los días de tormenta.
La señora de Hennebeau, muy pálida, encolerizada contra aquellas gentes, que por segunda vez le echaban a perder un día de diversión, permanecía inmóvil, con cara adusta y expresiva mirada de cólera, mientras Lucía y Juana a pesar de su temblor aplicaban los ojos a las rendijas, deseosas de no perder nada del espectáculo que se preparaba.
Los rugidos de los amotinados crecían; Juan apareció delante de todos, imitando con la bocina extraños toques de corneta.
-Coged los pomitos de sales, que el pueblo huele bastante mal -murmuró Négrel, quien, a pesar de sus ideas republicanas, gustaba de bromear con las señoras a costa de la gente baja.
Pero aquel chiste suyo se perdió en el huracán de gestos y de gritos. Habían aparecido las mujeres, ¡cerca de mil mujeres!, con los cabellos desgreñados por la violencia de la carrera, enseñando la carne, mal tapada por sus andrajosas faldas. Algunas llevaban criaturas de pecho en brazos, y las levantaban en alto, agitándolas como si fuesen una bandera de duelo y de venganza. Otras, más jóvenes, blandían palos, mientras las más viejas, horribles de miseria y de cinismo, gritaban con tal furia, que las venas y los músculos del cuello se les señalaban como si fueran a romperse. Y detrás de ellas llegaron los hombres, dos mil locos furiosos, aprendices, cortadores de arcilla, cargadores; una masa compacta, movida por el mismo impulso, compuesta de individuos que se apiñaban de tal suerte, que no se distinguía ni los descoloridos calzones, ni las blusas desgarradas y sucias, confundidos con el color terroso del camino. Todos los ojos chispeaban, no se veían más que los negros agujeros de las bocas abiertas para entonar La Marsellesa, cuyas estrofas se perdían en un rugido colosal y confuso, acompañadas por el ruido acompasado que producían los zuecos en el endurecido suelo de la carretera. Por encima de las cabezas, entre el bosque de barras de hierro y de palos agitados Curiosamente, se distinguía un hacha; ésta, que era la única arma que llevaban, era como el estandarte de aquella horda salvaje, y presentaba, al destacarse sobre el fondo azul del cielo el perfil de la cuchilla de una guillotina.
-¡Qué caras tan terribles! -balbuceó la señora de Hennebeau.
Négrel se esforzaba por sonreír todavía; pero el miedo se iba apoderando de él, y sólo pudo decir entre dientes:
-¡Qué el diablo me lleve, si conozco a uno solo de ellos! ¿De dónde saldrán esos bandidos?
Y, en efecto, el furor, la cólera y el hambre, aquellos dos meses de terribles sufrimientos y aquella vertiginosa carrera que duraba ya muchas horas, habían convertido los pacíficos semblantes de los mineros de Montsou en verdaderos hocicos de fiera. En aquel momento se ocultaba el sol, y sus últimos rayos, de un púrpura sombrío, parecieron ensangrentar la llanura.
-¡Oh! ¡Soberbio, magnífico! -dijeron a media voz Lucía y Juana, despierto su artístico entusiasmo ante la grandiosidad y el horror del cuadro.
Sin embargo, ambas temblaban, y habían retrocedido hasta colocarse junto a la señora de Hennebeau, que estaba apoyada en una cuba vacía. La idea de que bastaba una mirada por cualquier rendija de aquella puerta desvencijada para que las asesinasen, las tenía a todas sobrecogidas de espanto. Négrel, que era valiente, y de ordinario muy sereno, se sentía presa ahora de espanto, de uno de esos espantos indescriptibles que inspiran los peligros desconocidos. Cecilia, oculta tras un montón de paja, no se movía. Y las otras, a pesar de su deseo de apartar la vista del terrible cuadro, no lo lograban, sin embargo, y seguían mirando hacia la carretera.
Era aquello la sangrienta visión del movimiento revolucionario que acabaría con todos fatalmente cualquier noche de fines de este siglo. Sí; una noche el pueblo, harto de sufrir, desenfrenado, galoparía de aquel modo en horrible tumulto de aquelarre, recorriendo los caminos y las ciudades y bebería la sangre de los burgueses, paseando sus cabezas y robando el oro de sus arcas. Las mujeres chillarían como furias, los hombres abrirían sus bocas de lobo para devorarlo todo. Sí; se verían los mismos andrajos, el mismo ruido cadencioso e imponente de pisadas, el mismo estrépito horroroso cuando aquel bárbaro torrente desbordado barriese la sociedad actual. Las llamas de los incendios alumbrarían el mundo, en las ciudades no quedaría piedra sobre piedra, y volverían a la vida salvaje de los bosques, después de haberse hecho dueños del universo en una noche. No habría nada de lo que hay ahora, ni una sola fortuna, ni un solo prestigio de los que ahora nos gobiernan, ni un título que diese derecho a las actuales posesiones hasta que tal, vez apareciese una sociedad nueva. Sí; aquellas cosas que veían pasar por el camino, eran para ellas una profecía terrible.
De pronto, un grito inmenso dominó los acordes de La Marsellesa. -¡Pan, pan, pan! -aullaban tres mil voces a la vez.
Négrel se puso más pálido de lo que estaba; Lucía y Juana se abrazaron a la señora de Hennebeau, a quien apenas podían sostener sus piernas temblorosas. ¿Sería aquella la noche del derrumbamiento de la sociedad? Y lo que vieron en aquel instante acabó de horrorizarías. Ya habían pasado la mayor parte de la columna de revoltosos, y estaban pasando los rezagados. De pronto apareció la Mouquette. Se iba quedando atrás, porque se detenía a mirar por las ventanas y por las verjas de los jardines en las casas de los burgueses; y cuando descubría a uno de éstos, no pudiendo escupirle al rostro, le enseñaba lo que para ella era el colmo del desprecio.
Sin duda en aquel momento vería a alguno, porque, levantándose las faldas, y encorvándose hacia adelante, mostró la parte posterior de su cuerpo, completamente desnuda, a la luz de los últimos rayos del sol. Tal espectáculo, en aquellas circunstancias, no causaba risa, sino, al contrario, espanto.
Todo desapareció: los huelguistas avanzaban en dirección a Montsou. Entonces sacaron el carruaje del corral donde estaba escondido; pero el cochero no osaba asumir la responsabilidad de llevar a casa a las señoras sin que ocurriese una catástrofe si los huelguistas seguían ocupando la carretera. Y lo malo era que no había otro camino.
-Pues es preciso, sin embargo; nos marchamos, porque nos espera la comida -exclamó la señora de Hennebeau, fuera de sí, y exasperada por el miedo-. Esta canalla ha elegido para sus fecharías una tarde en que tenemos convidados. ¡Haga usted bien a esta gentuza!
Lucía y Juana estaban ocupadas de sacar de entre la paja a Cecilia, que, muerta de miedo, creía que los salvajes no habían acabado de pasar, y que insistía en no ver nada de aquello. Por fin, todos ocuparon sus sitios en el carruaje. Négrel montó a caballo, y tuvo la idea de que fuesen por las ruinas de Réquillart.
-Ve despacio -dijo al cochero-, que el camino está atroz. Si al llegar allí tropezamos con grupos que nos impidan tomar de nuevo el camino real, te detienes detrás de la mina antigua, y desde allí iremos hasta casa a pie, y entraremos por la puertecilla del jardín, mientras tú te llevas el coche y los caballos a cualquier posada.
Se pusieron en marcha. Los huelguistas llegaban en aquel momento a Montsou. Los habitantes del pueblecillo después de haber visto pasar varios destacamentos de dragones y gendarmes, estaban muy agitados y llenos de miedo. Circulaban de boca en boca historias espantosas, y se hablaba de pasquines, en los cuales se amenazaba con la muerte a todos los burgueses; aún cuando nadie los había visto ni leído, muchos citaban frases textuales de ellos. En casa del notario, sobre todo, el pánico estaba en su colmo, porque acababan de recibir, por correo, un anónimo, anunciándole que en su cueva había dispuesto un barril de pólvora para hacer volar la casa si no se ponía en favor del pueblo.
Precisamente los señores Grégoire, que habían prolongado su visita por hallarse en la casa al recibo del anónimo, lo discutían, lo analizaban, suponiendo que era una broma de cualquier mal intencionado cuando de pronto el espantoso vocerío de las turbas de mineros acabó de conmocionarlos a todos. El matrimonio Grégoire sonreía, se asomaba por detrás de los cristales del balcón levantando los visillos, negándose a creer en una desgracia, y persuadidos de que todo se arreglaría amistosamente. Acababan de dar las cinco, y tenían tiempo de esperar a que la calle estuviese despejada, para atravesarla hasta la acera de enfrente y entrar en casa del señor Hennebeau, donde los aguardaban a comer, y donde debían reunirse con Cecilia. Pero en todo Montsou no había nadie que participase de su confianza: las puertas y ventanas eran cerradas con violencia, y las gentes corrían fuera de sí en todas direcciones. Al otro lado de la calle vieron a Maigrat, que cerraba cuidadosamente su almacén, tan pálido y tan tembloroso que no hubiera podido hacerlo sin la ayuda de su mujer.
Las turbas acababan de detenerse frente a la casa del director, gritando con más fuerza que nunca:
-¡Pan, pan, pan!
El señor Hennebeau, en pie, detrás de la vidriera del balcón de su despacho, tuvo que retirarse cuando llegó Hipólito asustado a cerrar las maderas, por temor de que al verle rompieran a pedradas los cristales. Cerró de igual modo los balcones del piso bajo y después los del principal.
Maquinalmente, el señor Hennebeau, que lo quería ver todo, subió al segundo piso, al cuarto de Pablo: era el que estaba mejor situado, porque desde allí se descubría la carretera hasta los talleres de la Compañía y se colocó detrás de la persiana para dominar las turbas. Pero la vista de aquélla alcoba le hacía tanto daño, ahora que estaba arreglada y con la cama hecha, como cuando la visitara aquella mañana.
Toda su rabia de entonces, la terrible batalla librada en su interior durante la tarde entera, se convertía en un gran cansancio, en una fatiga abrumadora. Su corazón estaba ya como la alcoba, refrescado, en buen orden, barrido de las basuras de aquella mañana, vuelto a su corrección habitual. ¿A qué un escándalo? ¿Acaso había sucedido algo nuevo en su vida conyugal? La única novedad era que su mujer tenía un amante más; y, francamente, la circunstancia de que éste fuese su sobrino, apenas agravaba el hecho; tal vez, por el contrario, presentaba la ventaja de cubrir las apariencias. Tenía lástima de sí mismo al recuerdo de sus celos. ¡Qué ridiculez haber dado puñetazos a la cama! Puesto que había tolerado a otros antes, toleraría ahora a éste. Todo se reducía a un poco más de desprecio. Se hallaba emponzoñado por una amargura horrible: la inutilidad de todos sus esfuerzos, el eterno dolor de su existencia, la vergüenza de sí mismo al pensar que adoraba a una mujer que le abandonaba de tan indigna manera.
Al pie de los balcones los gritos redoblaron con violencia. -¡Pan, pan, pan!
-¡Imbéciles! -dijo el señor Hennebeau entre dientes y llevándose una mano al corazón.
Oía que le injuriaban porque tenía un gran sueldo, que le llamaban holgazán y canalla; que se hartaba de comida, mientras el obrero se moría de hambre. Las mujeres habían visto la cocina, y se desencadenó entre ellos una tempestad horrible de imprecaciones contra el faisán que estaba en el horno, contra las salsas, cuyo olor sabroso excitaba sus estómagos vacíos. ¡Ah!, ¡era preciso asesinar a los canallas de los burgueses, que se llenaban de champán y de trufas hasta reventar!
-¡Pan, pan, pan!
-¡Imbéciles! -repitió Hennebeau-. ¿Soy yo acaso dichoso?
Y sentía verdadera ira contra aquellos salvajes, que no comprendían sus sufrimientos. De buen grado les hubiese cedido su pingüe sueldo, por hacer la vida que ellos hacían con sus mujeres. ¡Que no pudiera sentarlos a su mesa, hacerlos comer faisán y trufas, en tanto que él se dedicaba a la conquista de alguna muchacha detrás de los trigos, sin ocuparse en si había tenido o no otros amantes antes! Lo hubiera dado todo: su bienestar, su lujo, su influencia como director, a cambio de pasar un día como el último de los infelices que tenía a sus órdenes, en completa libertad para abofetear a su mujer, y buscar placeres con la del vecino. Y deseaba también verse muerto de hambre, con el vientre vacío, con el estómago atormentado por los calambres; tal vez aquello mataría su eterno dolor. ¡Ah! ¡Vivir como una bestia, no poseer nada que fuese suyo, corretear por todas partes con cualquier minera, con la más fea, con la más sucia y ser capaz de contentarse con eso! ¿Qué más felicidad?
-¡Pan, pan, pan! -gritaban las turbas.
Entonces él se exaltó, y exclamó furioso, casi dominando el tumulto: -¡Pan! ¿Basta con eso, imbéciles?
Él tenía pan, y no por eso sufría menos. Su desdichada suerte conyugal, su vida de continuo dolor, se le subía a la garganta, como si fuesen a ahogarlo. No se adelantaba nada con sólo tener pan. ¿Quién sería el idiota que cifraba la dicha de este mundo en el reparto de la riqueza? Esos estúpidos revolucionarios podían demoler la sociedad, y fundar otra; pero no darían a la humanidad ni un solo goce más, ni le ahorrarían un solo pesar, asegurando a todos el pan. Por el contrario, aumentarían las desventuras de la tierra, y hasta harían rabiar a los perros de desesperación cuando los sacasen de la tranquila satisfacción del instinto, para lanzarlos al sufrimiento de las pasiones. No: la felicidad verdadera consistía en no ser y, ya que se fuese, en ser árbol o piedra; menos aún, grano de arena, que no se siente dolorido al ser pisado por la planta del hombre.
En aquella exasperación de su tormento las lágrimas arrasaban los ojos de Hennebeau y empezaban a resbalar por sus mejillas. El crepúsculo había ya envuelto en tinieblas la carretera, cuando multitud de piedras empezaron a ser lanzadas contra la fachada de la casa. Sin odio hacia aquellos seres hambrientos, rabioso solamente por la herida de su corazón, que manaba sangre, el infeliz seguía murmurando, mientras enjugaba sus lágrimas:
-¡Imbéciles! ¡Qué partida de idiotas!
Pero el grito de la muchedumbre hambrienta lo dominó todo con su aullido de tempestad.
-¡Pan! ¡Pan! ¡Pan!