Germinal: Parte VI: Capítulo I

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Germinal de Émile Zola
Sexta parte: Capítulo I

Transcurrió la primera quincena de febrero; un frío extraordinario y seco prolongaba el invierno sin compasión para los pobres. Varias autoridades, y entre ellas el gobernador de Lille y un juez especial, habían recorrido la comarca.

Y no bastando los gendarmes, se había mandado tropa a Montsou: un regimiento entero, que se acantonó en Beaugnies y en Marchiennes. Pequeños destacamentos guardaban las minas, y al lado de cada máquina había un centinela.

La casa del director, los talleres de la Compañía, y hasta las casas de algunos burgueses, se veían erizadas de bayonetas. Por los caminos no se oía más que el acompasado paso de las patrullas. En la plataforma de la Voreux se veía continuamente un centinela colocado allí como un vigía encargado de ver cuanto pasaba en la extensa llanura; y de dos en dos horas, como si se tratara de un país conquistado, se oían los "¡Alerta!" y los "¿Quién vive? ¡El santo y señal", de las rondas y rondines.

No se había empezado a trabajar en ninguna parte. Antes, al contrario, la huelga se había acentuado; en Crevecoeur, en La Magdalena y en Mirou, se habían suspendido los trabajos de extracción, lo mismo que en la Voreux. Y a La Victoria y a Feutry-Cantel cada vez iban menos mineros; a Santo Tomás no acudía ni la mitad de los obreros. La huelga se convirtió en un empeño mudo y obstinado, frente a aquel alarde de fuerza que exasperaba el orgullo del minero. Los barrios parecían desiertos en medio de los campos sembrados de remolacha. Ningún obrero se agitaba; apenas si se encontraba alguno que otro aislado, con la mirada aviesa y la cabeza baja ante los pantalones colorados de la infantería.

Y bajo la apariencia de aquella paz sombría, de aquella terquedad pasiva; ante aquel temor a los fusiles, estaba la supuesta docilidad, la obediencia forzada y paciente de las fieras enjauladas, que fijan los ojos en el domador, prontas a devorarlo si les vuelve la espalda. La Compañía, que se arruinaba por aquella suspensión del trabajo, hablaba de contratar mineros del Borinage, en la frontera belga; pero no se atrevía a tanto; de modo que la batalla continuaba dentro de aquellos limites, entre los carboneros, que se negaban a someterse, y las minas desiertas, custodiadas por la tropa.

Al día siguiente de aquella tarde había sobrevenido la paz como por encanto, ocultando un pánico tal, que todos procuraban no decir palabra de los destrozos y de las atrocidades cometidas. Del sumario que se instruyó, resultaba que la muerte de Maigrat fue consecuencia de su caída; y la horrible mutilación de su cadáver seguía siendo vaga, y estaba envuelta en cierto misterio, que nadie procuraba descubrir. Por otra parte, no había habido robo ni fractura en la tienda. Por su lado, la Compañía no confesaba los perjuicios sufridos, ni los Grégoire querían mezclar a su hija en el escándalo de un proceso, en el cual tuviera que declarar. No obstante, se habían hecho algunos prisioneros, hechos, como siempre, entre imbéciles o asustados comparsas que no sabían nada de lo ocurrido. Por error, Pierron había sido conducido a Marchiennes, atado codo con codo, de lo cual reía aún todo el mundo cuando lo recordaba. También Rasseneur había estado a punto de caer en manos de los gendarmes. En la Dirección se contentaban con llenar listas de nombres para despedir mineros; y, en efecto, los despidieron en número considerable. Así, por ejemplo, en el barrio de los Doscientos Cuarenta sólo habían quedado definitivamente despedidos Maheu, Levaque y treinta y cinco compañeros suyos. Toda la severidad era para Esteban, el cual había desaparecido la misma noche del día del motín, y al cual no dejaban de buscar, aunque sin hallar de él ni el menor rastro. Chaval, vengativo y rencoroso, no denunciaba sino a él, y se obstinaba en no nombrar a nadie más, gracias a los ruegos de Catalina, que quería salvar al menos a sus padres. Pasaban los días: todos comprendían que el conflicto no estaba terminado, y todos aguardaban su desenlace con verdadera impaciencia.

Desde entonces, los burgueses de Montsou despertaban todas las noches sobresaltados creyendo oír gritos de venganza, y notar olor a pólvora. Pero lo que acabó de asustarles fue un sermón del nuevo cura del pueblo, el padre Ranvier, un hombre flaco, con ojos brillantes, el cual había relevado en la parroquia al padre Joire. ¡Cuánto echaban de menos la sonriente discreción de éste, y su afán único de vivir en paz con todo el mundo! El padre Ranvier, por el contrario, se había permitido la enormidad de tomar la defensa de aquellos terribles bandidos ansiosos de deshonrar la religión. Hallaba excusas para los infames huelguistas, y atacaba a la burguesía, a quien cargaba todas las responsabilidades. La burguesía era la que, desposeyendo a la iglesia de sus libertades tradicionales para apropiárselas, había hecho del mundo un lugar de injusticia y de sufrimiento; ella era la que provocaba conflictos, la que empujaba a una catástrofe horrible con su ateísmo, con su terquedad de no volver a las antiguas creencias, a las fraternales tradiciones de los primeros cristianos. Y se había atrevido, además, a pronunciar amenazas contra los ricos; les había predicho que, si seguían desoyendo la voz de Dios, éste acabaría sin duda por ponerse de parte de los pobres. Dios arrebataría la fortuna a los incrédulos que la disfrutaban, y la distribuiría entre los pobres para el triunfo de su gloria. Los devotos temblaban al oírlo; el notario decía que aquello era socialismo puro; todos se representaban al cura capitaneando una partida de descamisados, blandiendo una cruz a guisa de espada, y luchando por demoler la sociedad burguesa creada en 1789.

El señor Hennebeau, al saberlo, se contentó con decir, encogiéndose de hombros. -Si nos fastidia mucho, ya nos lo quitará el obispo.

Y mientras el pánico agitaba sordamente a unos y a otros, Esteban vivía subterráneamente en Réquillart, en la cueva arreglada por Juan. Allí se escondía, nadie suponía que estuviese tan cerca; nadie sospechaba la audacia tranquila de aquel refugio. La boca del pozo estaba cada día más interceptada por las raíces de los árboles; nadie osaba penetrar allí, porque para conseguirlo se necesitaba conocer la maniobra de deslizarse con cuidado y habilidad para llegar a los primeros peldaños de la escala, que no estaban podridos todavía. Otros obstáculos protegían la entrada, tales como el calor sofocante del pozo, los 120 metros de peligrosísimo descenso, lo penoso de la bajada por aquellas estrechuras, donde sin una gran práctica se destrozaba cualquiera la espalda y el vientre. Allí vivía Esteban, en medio de la abundancia, porque había encontrado ginebra, restos de una bacalada, y todo género de provisiones. El montón de paja era una cama cómoda; no se sentía ninguna corriente de aire, gracias a la igualdad inalterable de aquella temperatura agradabilísima. No le amenazaba sino el peligro de que le faltase la luz. Juan, que se había hecho su provisor, con una prudencia y discreción que eran aumentadas por el maligno placer de burlar la vigilancia de los gendarmes, le llevaba de todo, hasta pomada; pero no conseguía poner la mano sobre un paquete de velas.

Desde el quinto día Esteban no encendía luz más que para comer, porque no podía pasar bocado si lo hacía a oscuras. Aquella noche completa, continua, interminable, era para él un suplicio. A pesar de verse a salvo, de dormir tranquilamente, de no carecer de pan, de no sentir frío ni calor, jamás la noche le había atormentado tanto. Le parecía que aquello embotaba por completo sus ideas. Estaba viviendo del robo. A pesar de sus ideas comunistas se despertaban en él los antiguos escrúpulos de educación, hasta el punto de que a veces no comía más que lo necesario para no morirse. Pero ¿qué había de hacer? Era preciso vivir, porque aún no se hallaba cumplida su misión. Otra vergüenza le abrumaba también: el remordimiento de aquella salvaje embriaguez, de aquella ginebra echada a su estómago vacío, y que fue la causa de su cobarde conducta con Chaval. El recuerdo de esto despertaba en él un espanto desconocido, el mal hereditario, que no le permitía beber un trago de más sin caer en el furor homicida. ¿Acabaría en asesino? Pronto, sin embargo, reaccionaba, revolviéndose contra las preocupaciones sociales. Cuando se vio a salvo, en aquella profunda tranquilidad subterránea, sintió el hastío de la violencia, y durmió dos días con el sueño pesado del bruto abatido y harto. Transcurrió una semana más; y como los Maheu, que sabían donde estaban, no pudieron enviarle velas, le fue necesario privarse de luz aun a las horas de comer.

Permanecía largo tiempo tendido en la paja. Vagas ideas que no creía tener, trabajaban incesantemente en su imaginación. Sentía el convencimiento de su superioridad, que le ponía por encima de sus compañeros, una exaltación de su persona que, a medida que iba instruyéndose, se afinaba y adquiría necesidades delicadas. Jamás había reflexionado tanto: jamás como entonces se había preguntado la razón de su disgusto al día siguiente de sus excesos y atropellos contra la propiedad de los otros; pero no osaba responderse, y sentía que le repugnaban los recuerdos, la bajeza de sus concupiscencias, la grosería de sus instintos, el olor de toda aquella miseria desplegada al viento.

Al fin acabaría por arrepentirse de haber ido a vivir al barrio de los obreros. ¡Qué náuseas le producían aquellos miserables, viviendo amontonados en horrible promiscuidad! No había entre ellos ni uno solo con quien hablar seriamente de política; era una vida imposible; siempre aquel emponzoñado olor a cebolla que le impedía respirar. Él quería ensancharles el horizonte, elevarlos al bienestar y a los buenos modales de la burguesía, haciendo de ellos los amos; pero ¡qué larga, qué lenta era la tarea! Y ya no se sentía con valor para esperar la hora del triunfo.

Poco a poco, su vanidad de ser jefe, su preocupación constante de pensar por ellos, habían metido en él el alma de uno de aquellos burgueses tan aborrecidos.

Una noche, Juan le llevó un cabo de vela que había robado del farol de un carruaje, y aquello fue un gran consuelo para Esteban. Cuando la oscuridad le desesperaba, cuando ésta pesaba sobre su cerebro como losa de plomo inaguantable, encendía la luz un rato; luego, cuando lograba rechazar la pesadilla, apagaba de nuevo aquella luz, que le era tan necesaria como el pan para vivir.

El silencio le producía zumbidos en los oídos; no oía nunca más que el correr de las ratas, el crujir de las maderas viejas o el ruido producido por las arañas al tejer sus telas. Y, con los ojos abiertos, en medio de aquella oscuridad profunda, volvía a su idea fija: lo que estaban haciendo sus compañeros, lo que éstos esperaban de él.

Una deserción por parte suya le habría parecido la peor de las cobardías.

Si se escondía, era para seguir en libertad para aconsejarles y para obrar de acuerdo con ellos cuando fuese necesario. Sus largas reflexiones habían fijado su ambición; mientras llegaban cosas mejores, hubiera querido ser siquiera Pluchart, dejar de trabajar, trabajar únicamente por la política, pero solo, en una habitación bien puesta y confortable, con el pretexto de que los trabajos mentales absorben la vida entera y exigen mucha tranquilidad de espíritu.

A fines de la semana, Juan le dijo que los gendarmes le creían emigrado a Bélgica, y Esteban se atrevió a salir de la madriguera tan pronto como fue de noche. Deseaba darse cuenta de la situación, y ver si debía insistir en su actitud. Él creía comprometido el éxito antes de la huelga; dudaba del resultado; no había hecho más que ceder a la necesidad; y entonces, después de todo lo ocurrido, volvían sus dudas, y desesperaba de vencer a la Compañía. Pero no se lo confesaba todavía; se sentía invadido por la angustia cuando pensaba en las miserias de la derrota, en aquella terrible responsabilidad que pesaría sobre él. ¿No era el final de la huelga el final de su papel, su ambición por tierra, su entrada nuevamente en la vida de miseria de la mina y del barrio de los obreros? Y honradamente, sin falsas consideraciones, se esforzaba por volver a encontrar su fe perdida, por convencerse de que era posible la resistencia y de que el capital se destruiría a sí mismo ante el heroico suicidio del trabajo.

En efecto: en toda la comarca se hablaba de grandes desperfectos y pérdidas materiales sufridos por la Compañía. Cuando por la noche salía de su madriguera, como un lobo acosado, recorría los campos, y le parecía oír por todas partes los lamentos de los perjudicados por la ruina y por las quiebras. No pasaba más que por delante de fábricas cerradas, cuyos edificios desiertos causaban verdadera tristeza.

Las fábricas de azúcar, sobre todo, habían sufrido mucho: la de Hotton y la de Fauvelle, después de haber disminuido el número de sus obreros, acababan de arruinarse también. La fábrica de Bleuze, donde se hacían los cables para las minas, se hallaba definitivamente muerta para siempre, por efecto de aquella obstinación de los huelguistas. Por la parte de Marchiennes, los desastres se agravaban todavía más; en la fábrica de vidrio de Gagebais no quedaba un solo horno encendido; los talleres de construcción de Sonneville, todos los días despedían trabajadores. La huelga de los mineros de Montsou, nacida a consecuencia de la crisis industrial que iba en aumento hacía dos años, había agravado ésta, adelantando el desastre. A las causas de decadencia, que eran la carencia de pedidos de América y el ahogo de los capitales inmovilizados por un exceso de producción, se agregaba entonces la falta imprevista de hulla para las pocas fábricas que aún trabajaban; y en eso estribaba la agonía.

La sociedad minera, llena de miedo ante el malestar general, al disminuir su extracción matando de hambre a sus obreros, se había encontrado fatalmente, hacia fines de diciembre, sin un solo pedazo de carbón disponible. Y en todas las ciudades próximas, lo mismo en Lille que en Douai, que en Valenciennes, las quiebras menudeaban a consecuencia de la paralización de la industria, tan grande, que acaso no había ejemplo de otra semejante.

Esteban paseaba de noche por los campos, deteniéndose a cada paso para respirar fuertemente, con alegría, con la esperanza de que llegase la hora de destruir para siempre el viejo mundo, sin que quedara en pie ni una sola fortuna, barridas todas por el esfuerzo de la revolución, y sometiendo al mundo entero a la igualdad más absoluta. Se complacía con los destrozos que se notaban en todas las minas; las recorría de noche una después de otra, contento cuando advertía algún nuevo desperfecto, alguna nueva pérdida de consideración. A cada instante se producían nuevos desprendimientos, porque el abandono forzoso de los trabajos los hacían inminentes. Por encima de la galería norte de Mirou, el suelo se desnivelaba de tal manera, que el camino de Joiselle, en una distancia de cien metros lo menos, se había hundido como por efecto de un terremoto; y la Compañía pagaba sin regatear cuanto le exigían por indemnización los propietarios de aquellas tierras, temerosa del escándalo que producían tales accidentes. Crevecoeur y La Magdalena estaban amenazadas de igual peligro. Se hablaba de dos capataces muertos en el fondo de Feutry-Cantel, La Victoria estaba inundada por las aguas, y en Santo Tomás se habían hecho precisas obras importantes de reparación, porque las maderas del revestimiento se rompían por todas parees. Así, que cada día, a todas horas, había que hacer cuantiosos gastos, que eran brechas abiertas en los dividendos de los accionistas y una rápida destrucción en las minas, que al fin y a la postre acabarían por tragarse las famosas acciones de Montsou, cuyo valor se había centuplicado en un siglo.

Ante aquellos golpes repetidos, renacían las esperanzas de Esteban, el cual se hacía nuevas ilusiones; acababa por decirse que al cabo de otro mes de resistencia el monstruo tendría que someterse. Sabía que después de los desórdenes de Montsou, los periódicos de París se ocupaban mucho del asunto, sosteniendo reñidas polémicas la prensa ministerial contra la de la oposición, en la cual había terroríficos relatos, explotados principalmente para combatir a la Internacional, a la que el Gobierno Imperial iba tomando, después de haberla protegido al principio; y el Consejo de Administración, que no podía ya hacer oídos sordos ante aquel escándalo, concluyó por enviar a Montsou dos de los individuos más importantes de su seno, con objeto de instruir una información sobre los últimos sucesos. Pero los dos consejeros tomaron sus tareas con tal tranquilidad, con tanto desprecio sobre el resultado de ellas, con tan poca pasión, que tres días después regresaban a París, asegurando que las cosas no podían estar mejor. No obstante, se había dicho que aquellos señores, durante su permanencia en el pueblo, no habían dado punto de reposo a su febril actividad, trabajando en cuestiones acerca de las cuales nadie había traslucido lo más mínimo. Esteban se reía de ellos, y cuando vio que se marchaban tan pronto, los creyó desanimados, y acabó de convencerse de la facilidad del triunfo, puesto que la Compañía abandonaba el campo poco menos que declarándose vencida.

Mas, al día siguiente, el obrero volvió a desconfiar del éxito. La Compañía era muy fuerte para que tan pronto se la pudiera derrotar: por muchos millones que perdiese, podía esperar, y luego, cuando la huelga pasase, se desquitaría, explotando más que antes a sus obreros. Una noche que alargó su acostumbrado paseo hasta Juan‑Bart, comprendió toda la verdad cuando le dijo un vigilante que se hablaba de la venta de Vandame a la Compañía de Montsou. En casa de Deneulin se había declarado la miseria, según se decía; pero una miseria terrible, la miseria de los ricos. El padre estaba enfermo de rabia ante su impotencia para conjurar su ruina, envejecido por los sinsabores producidos por la falta de dinero; las dos hijas hacían esfuerzos titánicos por disimular el desastre, y llevaban a cabo economías verdaderamente heroicas. Menores eran los sufrimientos entre los pobres mineros muertos de hambre, que en aquella casa de burgueses, donde se procuraba ocultar todo lo desastroso de su precaria situación.

En Juan-Bart no se habían reanudado los trabajos, y en Gastón-María había sido necesario reemplazar la bomba, sin contar que, a pesar de todos los esfuerzos, se había producido un principio de inundación, que para ser remediado exigiría que se hiciesen grandes gastos. El pobre Deneulin se había decidido a pedir prestados cien mil francos a Crégoire, cuya negativa, aunque prevista, fue para él el golpe de gracia; por descontado, su primo le dijo que se negaba a prestarle aquel dinero por cariño, por evitar que luchase más inútilmente; y después le aconsejó que vendiese la mina. El pobre seguía negándose a ello enérgicamente, porque se enfurecía al pensar que sólo él iba a pagar los vidrios rotos, como se suele decir, y hablaba de morir antes que vender. Pero al cabo de algún tiempo, ¡qué había de hacer!, oyó las proposiciones que se le hacían. Como sucede siempre en tales casos, los que iban a comprar despreciaban la mina, a pesar de su recientísimas y costosas reparaciones. Pero era necesario a todo trance pagar a sus acreedores. Durante dos días se defendió contra los consejeros de Administración llegados de París, indignado ante la frialdad mostrada por éstos cuando les hablaba de su ruina. La cuestión quedó en tal estado cuando aquellos señores regresaron a la capital.

Esteban, al saber todo esto volvió a perder las esperanzas, porque comprendía que semejante adquisición compensaría a los de Montsou de todas las pérdidas experimentadas. Se asustaba al contemplar el poderío inmenso de los grandes capitales, tan fuertes en la batalla que engordaban comiéndose a los pequeños, heridos de muerte por la huelga.

Por fortuna, al día siguiente Juan le llevó otra buena noticia. En la Voreux, la entrada de] pozo estaba a punto de quedar cegada, porque las infiltraciones eran tan grandes, que las brigadas de carpinteros ocupados en las obras de reparación, trabajaban amenazadas por un peligro continuo.

En cuanto fue de noche, Esteban salió de su escondite para recabar noticias. Hasta entonces había procurado no acercarse a la Voreux, temiendo al centinela, cuya silueta no dejaba de verse nunca vigilando la llanura; pero a eso de las tres de la mañana se nubló el cielo, y Esteban se atrevió a acercarse a la mina. Allí le dijeron los amigos que era inevitable el desastre que se esperaba, y que la Compañía tendría que hacer obras de reparación, que seguramente impedirían trabajar durante tres meses lo menos. El jefe de los huelguistas recorrió los alrededores de la mina, prestando atento oído al martilleo de los carpinteros, gozosa el alma al pensar en aquella herida que estaban vendando a toda prisa.

Al amanecer, cuando ya iba a su escondite, tropezó con el centinela de la plataforma. Aquella vez, por fuerza le vería. El obrero seguía andando, y haciendo reflexiones acerca de los soldados, de esos hijos del pueblo. a quienes armaban contra el pueblo. ¡Qué fácil sería el triunfo de la revolución si el ejército se pusiera de parte de ella! Bastaba que los obreros y los campesinos que estaban en los cuarteles se acordaran de su origen. Aquél era el peligro supremo, el espanto terrible que hacía temblar a los burgueses, cuando pensaban en la posibilidad de que el ejército se volviera contra ellos. Dos horas bastarían para resolver el gran problema social. Ya se hablaba de regimientos enteros contaminados de socialismo. ¿Sería verdad? ¿Triunfaría al fin la justicia, gracias a los cartuchos repartidos por la burguesía? Y pasando de esta a otra esperanza, el joven se entregaba a la ilusión de que el regimiento que ocupaba las minas se pasaría al bando de los huelguistas, emprendiéndola a tiros contra la Compañía y fraternizando con los obreros.

Sin darse cuenta de ello, embebido en sus reflexiones, iba subiendo hacia la plataforma. ¿Por qué no había de hablar con aquel soldado? Quizás pudiera conquistarle para sus ideas. Con aire distraído e indiferente continuó su camino, acercándose al centinela. Éste permaneció inmóvil.

-¡Hola, amigo! ¡Qué tiempo más infernal! -acabó por decir Esteban-. Creo que vamos a tener más nieve.

Era el soldado un muchacho de pequeña estatura, muy rubio, y de fisonomía delicada. Llevaba el uniforme con toda la torpeza de un quinto.

-Creo que sí -murmuró por toda respuesta el militar.

Y con sus ojos azules miraba al cielo blanquecino, del que, en efecto, se escapaba una humedad que calaba los huesos.

-¡Qué estupidez poneros ahí para que os quedéis helados! -continuó Esteban-. Cualquiera diría que estábamos amenazados por los cosacos. ¡Y con el viento que sopla aquí!

El soldado tiritaba sin quejarse. Allí cerca había una especie de caseta donde se abrigaba el viejo Buenamuerte en las noches de mucho frío: pero la consigna mandaba no separarse de allí ni perder de vista la llanura, y el centinela permanecía en su sitio, con las manos tan tiesas de frío, que casi no sentía el fusil que sujetaba. El centinela pertenecía al destacamento de veinticinco hombres que ocupaba la Voreux, y como aquel servicio cruel se repetía cada tres días, el infeliz había estado a punto de morirse de frío. Pero el oficio lo exigía, la obediencia pasiva no le dejaba siquiera pensar en aquellas cosas, y el militar respondía a la pregunta de Esteban con ese tartamudeo que emplean los chiquillos cuando están casi dormidos.

En vano pasó Esteban un cuarto de hora procurando hacerle hablar de política. Contestaba sí o no, como quien no comprende lo que le dicen; algunos compañeros suyos aseguraban que el capitán era republicano; pero él no tenía ideas políticas; todo le era lo mismo. Si le mandaban que hiciese fuego, lo haría, porque no tenía más remedio. El obrero le escuchaba con ese odio tradicional del pueblo hacia el ejército, hacia esos hermanos suyos a quienes hacen variar en un instante, con sólo ponerles un pantalón rojo y un capote azul.

-¿Y cómo se llama usted?

-Julio.

-¿De dónde es usted?

-De Plogof, muy lejos.

Era de un pueblo de la Bretaña y no sabía más. Su carita blanca y sonrosada adquirió una expresión dulcísima al recordar su pueblo.

-Tengo allí a mi madre y a mi hermana. Seguro que me están esperando. ¡Ah! Pero aún he de tardar en ir. Cuando salí de allí, me acompañaron hasta el puente del Abate. Montamos a caballo en Lepalmée; por cierto que estuvimos a punto de estrellarnos al bajar la cuesta de Audierne. Allí me esperaba mi primo Carlos con una buena merienda; pero no pudimos comer, porque las mujeres no dejaban de llorar. ¡Ah, Dios mío, Dios mío, que lejos estamos de mi pueblo!

Y sin que dejara de sonreír, sus ojos se arrasaban en lágrimas.

-Oiga -dijo de pronto, dirigiéndose a Esteban- ¿cree usted que si me porto bien me darán un mes de licencia dentro de un par de años?

Entonces Esteban habló de la Provenza de donde había salido siendo muy pequeño. Empezaba a amanecer, y del cielo caían ya grandes copos de nieve. Esteban distinguió a lo lejos a Juan, que, asustado sin duda de verle hablando con el centinela, le hacía señas para que bajase enseguida. ¿A qué venía, después de todo, tratar de fraternizar con la tropa? Faltaba aún muchos años para eso, y Esteban lo lamentaba, como si hubiese estado seguro del éxito de su tentativa. Pero de pronto comprendió las señas de Juan: era que iban a relevar al centinela, y se marchó de allí yendo a enterrarse en Réquillart, convencido una vez más de que era cierta su derrota y el fracaso de sus planes, mientras el chiquillo decía que aquel soldado bribón había llamado a la guardia para que hiciera fuego contra ellos.

Arriba, en la plataforma, Julio permaneció inmóvil, con la mirada fija en la nieve que caía. Acercóse el cabo con el relevo; se cambiaron los saludos reglamentados:

-¿Quién vive? ¡El santo y seña!

Y se oyeron las pisadas de los soldados, que resonaban como en país conquistado. A pesar de que había amanecido, en los barrios de los obreros todo permanecía en silencio; los carboneros continuaban aferrados a sus propósitos de huelga.