Germinal: Parte VI: Capítulo V

De Wikisource, la biblioteca libre.
Ir a la navegación Ir a la búsqueda
Germinal de Émile Zola
Sexta parte: Capítulo V

Acababan de formar barricadas en todas las entradas de la Voreux, y los veinticinco soldados, fusil en ristre, defendían la única puerta que quedaba libre, y que conducía a la entrada de las oficinas y al departamento de las máquinas, por su escalerilla estrecha, donde se abrían las puertas del cuarto de los capataces y de la barraca. El capitán los había formado en dos filas, apoyados contra la pared, para evitar que pudiesen ser atacados por retaguardia.

Al principio, el grupo de huelguistas llegado del barrio de los obreros se mantuvo a cierta distancia. Serían, cuando más, treinta o treinta y cinco.

La mujer de Maheu, que iba delante, despeinada, medio desnuda, con Estrella dormida en los brazos, gritaba con voz febril.

-¡Qué nadie entre ni salga! ¡Es necesario cogerlos a todos ahí, sin que se escape ni uno!

Maheu aprobaba las palabras de su mujer en el momento en que el tío Mouque llegaba de Réquillart. Quisieron impedirle que pasara. Pero él se defendió, diciendo que los caballos tenían que comer, y añadiendo que le era indispensable ir a sacar uno que precisamente había muerto el día antes. Esteban sacó del apuro al mozo de cuadra, a quien los soldados dejaron entrar. Al cabo de un cuarto de hora, el grupo de mineros, ya mucho más numeroso, vio abrir la puerta grande y aparecer unos cuantos hombres que arrastraban un caballo muerto; el cual abandonaron sobre la nieve medio deshelada. La sorpresa de los huelguistas fue tal que no les impidieron volver a entrar y formar de nuevo la barricada que defendía aquella puerta.

Todos habían reconocido al caballo.

-Es Trompeta, ¿no es verdad? -se decían unos a otros-. Es Trompeta.

Y en efecto, era Trompeta, que no había podido acostumbrarse a vivir en aquellos subterráneos, y desde algunos días antes presentaba síntomas de enfermedad grave. Aun cuando Moque lo avisó con tiempo al capataz mayor, nadie hizo caso, pues ¿qué importaba que se muriese un caballo en aquellos momentos, durante los cuales cosas más serias ocupaban la atención? Pero, una vez muerto, había que sacarlo de allí. El antes el mozo de cuadra y otros dos hombres habían pasado un gran rato atando convenientemente a la bestia muerta, y aquella mañana, cuando Mouque llegó, procedieron a la operación de sacarla de la mina.

Allí, ante el cadáver de Trompeta, continuaban los huelguistas, sombríos y amenazadores, aunque sin pasar a la acción.

Mas, de pronto, otro grupo numeroso llegó del barrio; al frente de él iba Levaque, seguido de su mujer y de Bouteloup, gritando con todas sus fuerzas:

-¡Mueran los belgas! ¡Fuera los extranjeros! ¡Mueran, mueran!

Todos se precipitaban de tal modo, que Esteban tuvo que intervenir. Se acercó al capitán, un joven alto, arrogante, de simpática fisonomía, que representaba veintiséis o veintiocho años, y que en aquel momento tenía una expresión triste pero resuelta. El obrero le explicó todos los antecedentes del asunto, y trató de conquistarlo a su causa, siguiendo con atención el efecto que producían sus palabras en el semblante del joven oficial. ¿Para qué provocar una matanza inútil? ¿Acaso no estaban la razón y la justicia de parte de los mineros? Todos eran hermanos, y debían, por lo tanto, entenderse. Al oír la palabra república, el capitán no pudo contener !un movimiento nervioso; pero conservó su aspecto militar rígido, y exclamó bruscamente:

-¡Marchaos, si no queréis obligarme a cumplir con mi deber!

Tres veces insistió Esteban en sus explicaciones. Detrás de él, los huelguistas, en ademán amenazador, esperaban, dando ya muestras de impaciencia. Corría el rumor de que el señor Hennebeau se hallaba en la mina, y se hablaba de ahogarlo allí, para que no cometiese más injusticias. El rumor era inexacto; no estaban allí más que Négrel y Dansaert, los cuales se asomaron a la ventana de la oficina; el capataz mayor se ocultaba detrás de su jefe, porque no había olvidado su desagradable aventura con la mujer de Pierron; pero el ingeniero paseaba osadamente sus miradas por el grupo de amotinados, sonriendo con aquél desdén que le era característico, tanto cuando se trataba de hombres, como cuando se trataba de cosas. Los revoltosos empezaron a chillar, el ingeniero y el capataz tuvieron que retirarse de la ventana. Entonces se vio en lugar de ellos la cara de Souvarine. Precisamente estaba de servicio.

-¡Marchaos! -gritó el capitán con voz imperiosa-. Nada tengo que escuchar; he recibido órdenes de que guarde la mina, y las cumpliré a toda costa. No os acerquéis a la tropa, o me veré obligado a rechazamos por la fuerza.

A pesar de la firmeza de su voz, cierta inquietud, que por momentos aumentaba, le hacía palidecer, viendo que el grupo de revoltosos era cada vez mayor y adoptaba una actitud provocativa. Debían relevarle a las doce; pero, temiendo no poder sostenerse hasta aquella hora, acababa de pedir refuerzos a Montsou, por medio de un chiquillo de la mina.

A sus palabras, los amotinados contestaron con gritos furiosos: -¡Mueran los extranjeros! ¡Abajo esos belgas! ¡Queremos ser los amos de nuestra tierra!

Esteban retrocedió, desesperado. Había llegado el momento de batirse y morir. Dejó de oponerse a la voluntad de sus amigos, y las turbas de huelguistas avanzaron hacia los soldados. Eran los revoltosos unos cuatrocientos, y a cada instante aumentaba este número con los habitantes de otros barrios, que acudían presurosos y en ademán hostil. Todos decían lo mismo; Maheu y Levaque lo repetían sin cesar, dirigiéndose a los soldados:

-¡Marchaos! ¡No va nada de esto contra vosotros!

-Nada de esto os importa -gritaba la mujer de Maheu-; dejad que nosotros arreglemos nuestras cosas.

Y detrás de ella, la mujer de Levaque añadía con más violencia aún: -¿Tendremos que mataros para pasar? ¿No se os está diciendo que os vayáis?

La voz de Lidia se oía también, insultando a los militares.

A pocos pasos de allí, Catalina miraba y escuchaba, con aire extraviado a la vista de aquellas nuevas violencias, en medio de las cuales la arrojaba su mala suerte. ¿No era acaso bastante lo que sufría? ¿Qué falta había cometido para que la desgracia se ensañase así contra ella? El día antes no comprendía las violencias de la huelga, diciendo que, cuando lleva una en este mundo su parte de golpes y malos tratamientos, no hay para qué buscar más; y aquella mañana su corazón sentía cierta necesidad de odiar: recordaba las palabras de Esteban en las veladas del otoño, y procuraba oír lo que entonces decía a los soldados, llamándolos compañeros. hermanos; recordándoles que también ellos pertenecían al pueblo y que, por lo tanto, debían estar al lado del pueblo contra los eternos explotadores de las desdichas de éste.

En aquel instante, como un remolino entre las turbas, una vieja se abrió paso hasta la primera fila. Era la Quemada, horrible como siempre, con el cuello y los brazos al aire, y los ralos cabellos grises sobre la frente, a causa de la velocidad de su carrera.

-¡Ah! ¡Maldita sea, ya estoy aquí! -balbuceó casi sin poder hablar-. ¡El canalla de Pierron me había encerrado en la bodega!

Y sin esperar a nadie, se acercó a los soldados, vomitando todo género de insultos e improperios.

-¡Canallas! ¡Hatajo de granujas! ¡Bribones, que laméis las botas de los jefes, y que no sois valientes más que contra el pobre pueblo!

Entonces las demás mujeres se unieron a ella, y los insultos llovieron. Algunos gritaban todavía "¡Vivan los soldados! ¡Muera el oficial" Pero pronto no se oyó más grito que: "¡Abajo los pantalones rojos!" Los militares, que habían escuchado en silencio, impasibles, los llamamientos a la fraternidad y las amigables tentativas de inteligencia, guardaban la misma actitud ante las injurias soeces que se les dirigían. El capitán, que estaba detrás de ellos, sacó la espada; y como la muchedumbre los acosaba cada vez más, amenazando aplastarles contra la pared, mandó calar bayoneta. Obedecieron enseguida con admirable precisión y una doble fila de buidos aceros se dirigió al pecho de los huelguistas.

-¡Ah, los miserables! -rugió la Quemada, retrocediendo.

Todos volvían a la carga, despreciando la muerte. Las mujeres se precipitaban delante, capitaneadas por la de Maheu y la de Levaque, que no dejaban de chillar.

-¡Matadnos, matadnos! A pesar de todo, hemos de defender nuestro derecho.

Levaque, a riesgo de cortarse las manos, había cogido tres o cuatro bayonetas por la punta, y tiraba de ellas como para arrancarlas de los fusiles, mientras Bouteloup, arrepentido de haber acompañado a su amigo, se retiraba prudentemente a un lado.

-¡Andad, andad, y veréis! -repetía Maheu-. ¡Atreveos a ser valientes!

Y desabrochándose la chaqueta y desgarrando la camisa, les presentaba el pecho desnudo. Se apoyaba contra las puntas, obligando a los soldados a retroceder un poco para no pincharle. Una bayoneta le hizo un rasguño, y al ver la sangre se puso fuera de sí, y se empeñó en clavársela más para acabar de una vez.

-¡Cobardes! ¡No os atrevéis porque hay detrás de nosotros diez mil hombres! ¡Conque ya podéis matarnos, que no nos acabaremos tan pronto!

La situación del destacamento iba siendo realmente crítica, porque tenían orden terminante de no hacer uso de las armas sino en el último extremo. ¿Y cómo impedir que aquellos exaltados se arrojaran sobre ellos? Por otra parte, iba disminuyendo la distancia a que se hallaba de las turbas, y los soldados estaban ya contra la pared, de suerte que les era imposible retroceder más. Aquel puñado de hombres resistía bien, sin embargo, contra la marea de huelguistas que continuaba subiendo, y ejecutaba con rapidez y precisión las órdenes del capitán. Éste sólo temía enfurecerse ante tanta injuria, y que se enfureciesen sus subordinados, pues, en ese caso, el derramamiento de sangre era inevitable. Había allí un sargento joven, un muchacho alto y nervioso, cuyos párpados se agitaban hacía rato de un modo amenazador. Junto a él, un soldado viejo, encallecido en veinte campañas, se puso densamente pálido al ver que le sujetaban la bayoneta, como si fuese una escoba. Otro, un recluta sin duda, se ponía muy colorado cada vez que le dirigían una frase insultante. Y las violencias no cesaban ni disminuían; los puños amenazadores seguían agitándose contra los soldados; las palabrotas groseras, las injurias de todo género, llovían sin parar. Era necesaria toda la fuerza de la consigna para que los soldados se contuvieran, permaneciendo en aquella actitud, encerrados en ese silencio triste y altanero de la disciplina militar.

Una catástrofe parecía inminente, cuando de pronto se abrió la puerta y apareció el capataz Richomme, con su cabeza blanca, conmovido por una emoción violenta, hablando como si pensara en voz alta.

-¡Por Dios que esto acaba por cansar! ¡No es posible permitir tales locuras! E interponiéndose entre las bayonetas y los amotinados:

-¡Compañeros! -exclamó-. ¡Escuchadme! Ya sabéis que soy un antiguo obrero, y que al ascender no dejé de ser nunca amigo vuestro. Pues bien: os prometo, por mi vida, que si os hacen alguna injusticia, yo seré quien diga cuatro verdades a los jefes. Pero esto es demasiado, y no hay por qué ponerse roncos gritando insultos y desvergüenzas a estos buenos muchachos, obligándoles a que hagan fuego.

Todos lo oían, y todos titubeaban. Por desgracia, arriba en la ventana apareció la cara burlona de Négrel, quien sin duda temía que le acusaran de enviar un capataz a restablecer el orden, en vez de bajar él mismo; y el ingeniero trató de hablar. Pero sus voces se perdieron en un tumulto tan espantoso, que acabó por retirarse de la ventana encogiéndose de hombros. Desde aquel instante todo fue inútil, por más que Richomme les suplicaba en su nombre, y no por cuenta de nadie, sospechaban de él; pero el pobre viejo, terco como él solo, no se quitaba de en medio.

-¡Maldita sea! ¡Que me rompan la cabeza como a vosotros; pero no me voy de aquí mientras no seáis razonables!

Esteban, a quien el viejo suplicaba que le ayudase a restablecer la calma, le contestó con un gesto desesperado de impotencia. Ya era demasiado tarde, pues la turba se componía lo menos de quinientas personas.

Estaban furiosos, y decididos a no permitir que trabajaran los obreros belgas; un poco más allá se veía un grupo de curiosos, algunos que habían ido a presenciar el espectáculo.

Entre ellos se hallaban Zacarías y Filomena, tan tranquilos y tan convencidos de que todo era una broma, que llevaban a sus hijos en brazos. Por el camino de Réquillart llegó otro grupo numeroso de amotinados, del cual formaban parte la Mouquette y su hermano; éste se reunió enseguida con su amigote Zacarías, mientras ella, entusiasmada, se colocó en primera fila, al lado de los revoltosos.

El comandante del destacamento volvía la cabeza a cada instante, mirando hacia Montsou. El refuerzo que había pedido no llegaba, y sus veinticinco hombres ya no podían resistir más.

Por fin se le ocurrió intimidar a la muchedumbre, y mandó cargar los fusiles. Los soldados obedecieron; pero la agitación, lejos de disminuir, iba en aumento; las fanfarronadas y las burlas se hicieron más graves e insistentes por parte de las mujeres, mientras los hombres meneaban la cabeza con aire de duda. Ninguno creía que pudieran hacer fuego.

-Son cartuchos sin bala -dijo Levaque.

-¿Somos nosotros cosacos? - gritó Maheu-. ¡No se asesina a los franceses sin más ni más!

Otros añadían que, habiendo sido soldados, y habiéndose batido en Crimea, no tenían miedo a las balas. Y todos continuaban amenazando a los infelices que componían el destacamento. Si en aquel instante hubieran hecho una descarga, seguramente que las desgracias habrían sido numerosísímas.

La Mouquette, en primera fila, se desgañitaba furiosa, gritando que los pantalones rojos querían agujerear el pellejo a las mujeres. No sabiendo ya cómo injuriarles, recurrió a enseñarles el trasero, como hacía siempre que quería demostrar su supremo desprecio.

Una hilaridad espantosa se produjo entonces: Braulio y Lidia no podían más de risa, y el mismo Esteban, a pesar de su habitual seriedad, aplaudió al ver aquella desnudez insultante. Todos, amotinados y curiosos se reían de los soldados, sin saber ya qué improperio dirigirles; solamente Catalina, un poco retirada de allí, subida sobre unos tablones, contemplaba todo aquello, silenciosa, sombría, sintiendo que la sangre se le subía a la cabeza, y que el corazón se le inundaba de odio hacia la humanidad entera.

Se produjo en aquel momento una agitación enorme. El capitán, para calmar a los soldados, se decidió a hacer unas cuantas detenciones. La Mouquette dio un salto huyendo, y retrocedió hasta colocarse en medio de] grupo. Tres mineros, entre los cuales estaba Levaque, fueron cogidos por los soldados, y encerrados en el cuarto de los capataces, que servía de cuerpo de guardia. Négrel y Dansaert, desde la ventana, gritaban al capitán que entrara y cerrase la puerta, pero el joven militar no quería hacerlo, comprendiendo que las turbas echarían abajo las puertas, entrarían allí y los harían pasar por el desdoro de verse desarmados. Ya los soldados gruñían de impaciencia, porque no era cosa de huir ante aquellos descamisados. Los veinticinco hombres volvieron a formar, y con los fusiles preparados esperaron la arremetida de los grupos.

Éstos retrocedieron un poco, y hubo en aquel instante un silencio sepulcral. Los huelguistas, asombrados de haber visto hacer prisioneros, estaban sobrecogidos. Pero esto duró poco, y pronto comenzó nuevamente el vocerío y las reclamaciones de que soltasen inmediatamente a los presos. No faltó quien dijo que los estaban matando allí dentro. Y sin ponerse de acuerdo, sin que nadie los mandase, obedeciendo al mismo impulso, a la misma necesidad de venganza, todos se dirigieron a los montones de ladrillos que había en la plataforma para las necesidades de la mina. Los chicos los llevaban uno a uno; las mujeres se llenaban la falda. Pronto tuvo cada cual suficientes municiones a sus pies, y comenzó la batalla a pedradas.

La Quemada tiró el primer ladrillo. La mujer de Levaque se recogía las mangas del vestido, y como estaba tan gorda, tenía necesidad de acercarse, a fin de que sus pedradas llegaran a los soldados, a pesar de las advertencias de Bouteloup, el cual procuraba quitarla de allí, con la esperanza de llevársela a casa, ya que su marido estaba a la sombra. Todos se hallaban excitadísimos; la Mouquette tiraba los ladrillos enteros, por no tomarse el trabajo de partirlos. Los chiquillos no se quedaban atrás. Braulio enseñaba a Lidia a tirar las piedras por debajo del brazo. Era una granizada espantosa, que producía un ruido terrible al estrellarse las piedras contra la pared. De pronto, en medio de aquellas furias, se vio a Catalina con los dos brazos en alto, con medio ladrillo en la mano, para tirarlo con todas sus fuerzas. Sin saber por qué sentía que la ahogaba el odio, la necesidad de matar a todo el mundo. Así acabaría también su vida, tan llena de desdichas. Se sentía llena de horror, pensando que su hombre la había echado a la calle; que andaba por aquellos caminos de Dios sin saber a donde ir, sin atreverse a pedir un pedazo de pan en casa de sus padres, los cuales no tenían tampoco qué comer. Las cosas no mejorarían nunca; por el contrario, iban de mal en peor; por eso rompía ladrillos y los tiraba, con el propósito de hacer todo el daño posible, con los ojos tan inyectados de sangre, que ni siquiera veía contra quien tiraba.

Esteban, que había permanecido en primera fila, casi delante de los soldados, estuvo a punto de verse con la cabeza rota, y se estremeció cuando al volver comprendió que aquella piedra que acababa de rozarle la oreja había sido lanzada por Catalina; y, a riesgo de que lo matase, no se movía, y continuaba contemplándola. Otros muchos, enardecidos por la lucha, se olvidaban del peligro. El hijo de Mouque juzgaba de las pedradas, de la habilidad de los tiradores, con la misma calma que si estuviese presenciando una apuesta.

-¡Ah! ¡Ése ha acertado! ¡Ése otro, mal! -decía.

Y bromeaba, dando codazos a Zacarías, que se peleaba con su mujer porque no había querido tomar en brazos a los chicos, que se empeñaban en que los empinasen para ver mejor. Allá a lo lejos, en el camino, había muchos grupos de curiosos también, que no querían perder el espectáculo. Y más allá, en lo alto de la cuesta, a la entrada del barrio de los obreros, acababa de aparecer el viejo Buenamuerte, apoyado en su bastón, inmóvil y pensativo.

Cuando tiraron las primeras piedras, el capataz Richomme se volvió a interponer entre los soldados y los amotinados. Suplicaba a unos y exhortaba a otros, desafiando peligro, tan desesperado que lloraba de rabia. El tumulto era tan grande, que nadie le oía; solamente se veían sus ademanes y el temblor nervioso que agitaba sus largos bigotes grises.

La granizada de piedras iba en aumento; los hombres, lo mismo que las mujeres, cada vez más exaltados, no parecían dispuestos a detenerse.

De pronto la mujer de Maheu vio que su marido se había quedado atrás, y que, con las manos vacías y densamente pálido, contemplaba en silencio aquella escena

-¿Qué tienes, di? -exclamó-. ¡Cobarde! ¿Vas a permitir que se lleven presos a tus compañeros? ¡Si no tuviese en brazos a la niña, ya verías de lo que era capaz!

Estrella, que estaba agarrada a su cuello y llorando desesperadamente, le impedía reunirse a la Quemada y a los demás; y como su marido no pareció hacerle caso, le acercó ladrillos con los pies.

-¿Coges eso, o no? ¿Tendré que escupirle a la cara delante de la gente, para que no seas cobarde?

Maheu se puso muy colorado y, cogiendo los ladrillos y haciéndolos pedazos, empezó a tirarlos también. Ella lo animaba y lo azuzaba, gritándole palabras de muerte y exterminio; y él, aturdido, avanzando, avanzando, acabó por encontrarse en frente de los fusiles.

Los soldados casi desaparecían bajo aquella espantosa granizada. Afortunadamente, casi todas iban altas y se estrellaban contra la pared. ¿Que hacer? La idea de volver la espalda, de huir, ponía rojo de vergüenza al capitán; pero ni aun la huida era posible, porque los hubiesen acribillado enseguida. Una piedra, un ladrillo acababa de romperle la visera del quepis; de la frente le brotaba la sangre. Varios de sus soldados estaban ya heridos, y comprendía que todos iban poniéndose fuera de sí a causa de ese desenfreno instintivo de la defensa personal, en el que se pierde la obediencia militar; el sargento había dejado escapar una exclamación de rabia al sentirse magullado el hombro por una pedrada. Un recluta había recibido ya dos o tres arañazos; la mano le chorreaba sangre, y la contusión de una rodilla le atormentaba. ¿Era posible aguantar más? En aquel momento, un veterano de encallecido bigote recibió una pedrada en el pecho, y rojo de ira, fuera de sí, se echó el fusil a la cara. Dos veces el capitán estuvo a punto de mandar hacer fuego; pero la voz se le ahogaba en la garganta por efecto de la lucha interior que en él se había entablado entre sus opiniones y su deber, entre sus creencias de hombre y sus obligaciones de soldado. Las piedras menudeaban: ya abría el joven la boca, ya iba a decir "¡fuego!" cuando los soldados dispararon los fusiles espontáneamente: primero fueron tres tiros, luego cinco, luego un fuego graneado; después, transcurridos unos segundos de profundo silencio, un tiro solo.

El estupor fue general. Habían hecho fuego, y las turbas, asombradas, se negaban todavía a creerlo. Pero pronto se oyeron gritos de angustia y de dolor lanzados por los heridos, en tanto que el corneta tocaba "alto el fuego". El pánico fue extraordinario; los huelguistas, locos de pavor, corrían, atropellándose unos a otros, fuera de sí, no pensando más que en salvar el pellejo, con ese egoísmo brutal de los momentos de gran peligro.

Braulio y Lidia habían caído uno encima de otro en la primera descarga; ella herida en la cara, y el muchacho con un hombro atravesado por una bala. La muchacha quedó muerta instantáneamente; pero él, que aún alentaba y se podía mover, la estrechó con ambos brazos en las convulsiones de la agonía, como si quisiera hacerla suya del mismo modo que la hiciera la noche antes, allá en el fondo de su escondite. Precisamente Juan, que llegaba en aquel instante corriendo desde Réquillart, distinguió el grupo a través del humo que empezaba a disiparse, y llegó a tiempo para ver aquel abrazo y a su mujercita expirante.

Los otros tiros alcanzaron a la Quemada y al capataz Richomme. Éste, herido por la espalda cuando se hallaba exhortando a los amotinados, había caído de rodillas primero, y después resbaló hasta el suelo, donde quedó inmóvil, con los ojos llenos aún de las lágrimas que acababa de derramar. La vieja cayó también, como herida por un rayo, sin tener tiempo más que de exhalar un gemido sordo.

Luego la descarga cerrada fue a castigar a los curiosos que se reían de todo aquello. Una bala penetró por la boca del hijo de Mouque, y le dejó muerto a los pies de Zacarías y de Filomena, cuyos hijos fueron salpicados de sangre. En el mismo momento la Mouquette caía herida por dos balas en el vientre. Al ver a los soldados apuntando con sus fusiles, olvidó sus rencores, y se precipitó hacia Catalina para decirle que tuviese cuidado; no tuvo tiempo, porque antes de empezar a hablar cayó bañada en su propia sangre. Esteban acudió en su auxilio, y quiso llevársela de allí; pero la pobre hacía señas de que todo estaba concluido para ella. Luego expiró, sin dejar de sonreír al uno y a la otra, como si se alegrase de verlos reunidos, cuando ella abandonaba el mundo para siempre.

Todo parecía acabado: el estrépito producido por los tiros fue a perderse allá a lo lejos; el eco repitió el ruido del último disparo hecho por alguno que no había oído tocar "alto el fuego".

Maheu, herido en mitad del corazón, dio una vuelta sobre sí mismo y cayó con el rostro sobre un charco de agua ennegrecida por el carbón.

Su mujer se agachó con aire extraviado, de idiota.

-Oye, levántate -dijo-. ¿Verdad que no es nada?

Y como tenía las manos ocupadas con Estrella, tuvo que ponérsela debajo del brazo, para levantar la cabeza de su marido.

-¡Habla, por Dios! ¿Dónde te han herido?

Maheu tenía los ojos en blanco, y la boca llena de espuma sanguinolenta.

La mujer comprendió al fin: estaba muerto. Y, sentándose en el suelo, con su chiquilla debajo del brazo, como si fuese un lío de trapos, permaneció inmóvil, contemplando fijamente el cadáver. La mina estaba libre. Con un movimiento nervioso, el capitán se quitó y volvió a ponerse el quepis que le había roto una piedra; y su rigidez militar no se alteró en lo más mínimo ante aquel desastre que era el más grave de su vida.

Sus soldados, entre tanto, sin decir palabra, y sin que nadie se lo mandase, volvían a cargar sus fusiles. Se vieron entonces los rostros despavoridos de Négrel y Dansaert, asomados a la ventana de la oficina. Souvarine se hallaba detrás de ellos; una arruga profunda cruzaba su espaciosa frente, como si hubiesen impreso allí la idea fija que estaba acariciando desde hacía algunos días. Allá a lo lejos, en lo alto de la cuesta, cerca del barrio de los obreros, el viejo Buenamuerte continuaba inmóvil y pensativo, apoyado con una mano en el bastón y haciendo de la otra una pantalla, para ver mejor cómo mataban a los suyos al pie de la plataforma. Los heridos exhalaban ayes de dolor, los cadáveres iban adquiriendo esa rigidez propia de la muerte, que a nada puede compararse. Y junto a aquellos muertos, el cadáver de Trompeta, que parecía enorme al lado de los hombres tendidos en el suelo, semejaba un montón de carne muerta monstruoso y lamentable.

Esteban no había sido herido. Aún esperaba la muerte, cuando una voz vibrante le hizo volver la cabeza. Era el padre Ranvier, que regresaba de decir misa en el convento, y en pie, con la cabeza erguida y los dos brazos en alto, con furor de profeta, llamaba la cólera de Dios sobre los asesinos. Anunciaba la era de la justicia, el próximo exterminio de la burguesía por el fuego divino, ya que llevaba sus crímenes hasta mandar que asesinasen a los trabajadores, a los desheredados de este mundo.