Granada. Poema oriental: 12
III
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Era la hora en que espirando el día,
Con la sombra al luchar breves momentos,
Entre la luz crepuscular envía
Al corazón mortal presentimientos
Funestos: esa hora misteriosa
Que al hombre pensador melancolía
Infunde, al criminal remordimientos.
Y al poeta solemne, religiosa
Inspiración y santa poesía;
Era la hora, en fin, de las historias
Tristes y de las lúgubres memorias.
Tendido en los bordados almohadones
Del rico camarín de Lindaraja,
Cediendo á las sombrías impresiones
De la luz del crepúsculo, que en vano
Por repeler su corazón trabaja,
A solas con sus negras reflexiones
Yacía de Granada el soberano.
La sombra, más espesa á cada instante,
Su manto de tinieblas desplegando
Por la arabesca estancia, condensando
Iba su oscuridad, y vacilante
La postrimera claridad del día
Al pintado cristal de las ventanas
Trémula se asomaba, y confundía
Cada momento más las africanas
Labores de oro que el cristal tenía.
Los plegados tapices de las puertas,
Los jarrones magníficos de flores.
Todos los muebles que la estancia ornaban,
Con estraña ilusión, formas inciertas
Movimiento y fantásticos colores
A tomar en la sombra comenzaban;
Y empezaba á girar en el vacío
Recinto opaco de la estancia oscura
Ese turbión fascinador y umbrío
De objetos sin color, forma ni nombre
Que en la superstición ó la pavura
Hacen en las tinieblas ver al hombre.
El rumor de los árboles vecinos
Y de las fuentes del jardín, los trinos
De las aves en ellos anidadas,
Y los lejanos sones campesinos
Que en revoltoso vuelo descarriadas
Allí traían las nocturnas brisas,
De la cóncava bóveda los huecos,
Los arcos, las acústicas cornisas
Poblaban con las voces ecsaladas
Por misteriosos y fugaces ecos.
Por su impresión fatídica evocados,
En su febril meditación sentía
Muley, que en sombra y soledad yacía,
Tumultuoso tropel de ya olvidados
Recuerdos asaltar su fantasía,
Donde por siempre los creyó enterrados.
¡Vaporosos recuerdos aflictivos,
Irritados espectros vengativos.
Que en luengos años por la vez primera
Veía con pesar que aun eran vivos.
Acíbar para ser de su postrera
Edad y de su suerte venidera!
Recordaba las penas ignoradas
Que turbaron los últimos momentos
De su padre Ismael, ocasionadas
Por las locas empresas empeñadas
Por su fogosa juventud: los cuentos
Y pronósticos tristes propagados
Al nacer Abdilá, de cuya madre
Los numerosos deudos, apartados
De su corte, tal vez en la montaña
En bien del hijo y para mal del padre
Acopio hacían de razón y saña.
Recordaba á Abdilá que, cuando niño,
Hermoso como un ángel, le tendía
Sus tiernos brazos, con filial cariño
Su dulce abrazo paternal pidiendo,
Y que él con esquivez le repelía
En su fatal horóscopo creyendo;
Y el niño, su esquivez no comprendiendo.
Cobrándole temor de día en día.
Concluyó por llenar su sino horrendo
Y hoy su rencor nefasto le volvía.
¿Y quién sabe si, más que de su sino,
Efecto fué del paternal encono
El odio de Boabdil al Granadino
Rey? ¿Y quién sabe si el fatal destino
Que pesa sobre el príncipe, es acaso
No más que el odio de Muley que al trono,
Fanático ó feroz, le cierra el paso?
Aún no se le ha borrado de la mente
A Muley el amor sincero, ardiente,
De Aixa, su legítima sultana,
Altanera como él, como él prudente,
Venerada como él entre la gente
Por su pura, rëal sangre africana:
Y aún se le acuerda el popular disgusto
Con que vio el Moro su desdén injusto
Por ella y su pasión por la cristiana.
¿Y quién sabe si el astro que preside
A los destinos de su raza y vierte
En ella su fatídica influencia,
Triste fanal de asolación y muerte,
De destrucción y deshonor sentencia,
Que con ódios sacrílegos divide
De padres y de hijos la ecsistencia,
No es más que la influencia derramada
Por su feroz política? ¿Quién sabe
Si este arcano de sangre y de rencores,
No tiene otro secreto ni otra llave
Que del Rey los políticos errores,
Que han dado luz ¡en hora bien menguada!
A la estrella fatal de sus amores?
Por la primera vez lo advierte acaso
Y se espanta Muley, con ánsia viendo
Imposible hácia atrás volver el paso,
Por la primera vez rugir oyendo
La tempestad del porvenir horrendo.
Acordósele el torbo y silencioso
Aspecto de la plebe, cuando entraba
Aquella misma tarde victorioso
Por las puertas de Elvira, ante la esclava
Muchedumbre de Zahara: y penetrando
Su vista el horizonte nebuloso,
Comprendió que á su vez el Africano
Rehusaba, como él supersticioso,
Besar servil su ensangrentada mano.
Comprendió que las lívidas cabezas
De Saavedra y sus nobles Zahareños,
No fueron para el pueblo de proezas
Testimonios sin par, sino visiones
Que empañaron del triunfo las grandezas:
Fueron, en fin, proféticos ensueños
Que trocaron para él los corazones.
Y al fin el Moro comprendió, con pasmo
Mortal y con hondísima congoja,
Que aquella multitud, cuyo entusiasmo
Se estinguió ante su faz de sangre roja,
Y tornó sus miradas compasiva
A la cristiana multitud cautiva,
No vió sobre el laurel de la victoria
El reflejo del astro de la gloria,
Sino el reflejo torbo y fugitivo
De la hoja de alfange vengativo.
Comprendió que, en su ausencia, entre la plebe
Gérmen de rebelión vertido había
La callada traición con soplo aleve:
Y, si hasta entonces escondido y leve,
Cuanto mas encubierto más seguro,
Vió que el volcán de la discordia hervía
De su regia ciudad dentro del muro.
Por la primera vez de su ecsistencia
Tembló mirando al tenebroso abismo
De la pasada edad: de su conciencia
El primer grito oyó, y, al fatalismo
Sometido de la árabe creencia,
Cuando á solas se vio consigo mismo,
Vió su regio poder en la agonía
Y que el rostro la suerte le volvía.
Rota la tregua con el rey cristiano,
La plebe á la revuelta provocada,
Comprendió, aunque muy tarde, el Africano
Que estaba su política burlada,
Falseado su poder de soberano;
Y, su crueldad despótica ecsaltada,
Trocándose de bárbaro en villano,
Del generoso Rey soltó la espada
Y se armó del puñal del rey tirano.
«Mueran, dijo: sería empresa vana
»Cejar un paso ya: ciña en redondo
»De mi trono los piés lago sin fondo
»De sangre mista mora y castellana.
»Mueran cuantos me busquen enemigo
»Y que avance el pendón de los cristianos:
»Los Árabes ante él se harán hermanos
»Y á la muerte ó al triunfo irán conmigo.
»Si no quiere Granada ser vasalla
»Respetuosa, intentando á cotos fijos
»Reducir mi querer: si bien no se halla
»Con mi amor á Zoraya y á sus hijos
»Y quiere de mi ley saltar la valla,
»Bajo la cimitarra vengadora,
»Nueva estirpe rëal, nueva señora
»Recibirá temblando la canalla.»
Dijo, y abandonando los cogines
Enderezó sus pasos á la puerta,
Que daba del salón á los jardines
Del patio de Leones; pero yerta
Sintió al umbral la planta y herizado
El cabello el rey moro cuando, abierta
Al tenerla, miró del otro lado
Avanzar por la estrecha galería
Horrenda aparición que hácia él venia.
Pálida, lacrimosa, descompuesta,
La vaporosa imágen de un rey moro
Era en su forma la visión funesta.
Su sién ceñía la corona de oro
Y en sus hombros traía el regio manto:
Arrastrábale empero sin decoro
Y con sus orlas enjugaba el llanto.
Vaga aureola de azulada lumbre
Radiaban los contornos transparentes
Del fantasma rëal, y ayes dolientes
De mortal profundísima agonía
Mostraban la angustiosa pesadumbre
Del fatídico ser que asi gemía.
Enclavados los pies al pavimento
Y sostenido en el pilar apenas,
Parado el corazón, roto el aliento,
Sintió Muley paralizar sus venas
El hielo del terror. Quiso un momento
Huir de la visión que así le espanta.
Mas sus miembros halló sin movimiento;
Quiso gritar, mas muda su garganta
No acertó á producir ni aun un lamento.
Poco á poco hacia él adelantando
Por la oscura y angosta galería,
Tristísimos suspiros ecshalando,
La aparición en tanto se venía.
Paralizado en el umbral estrecho
El Moro y avanzando hacia adelante
La aparición, se hallaron un instante
El fantasma y Hasán pecho con pecho.
Soplo glacial, emanación helada
Del pecho de aquel sér, penetró agudo
En el pecho de Hasán como una espada:
Y á su impresión, que soportar no pudo,
De pavura y dolor lanzó un gemido.
Entonces, acercándose á su oído,
Dijo aquella visión desconsolada
Con tristísimo acento dolorido:
«¡Escrito estaba! La postrera hora
»Llegó para la gente desdichada
»De mi gentil ciudad habitadora.
»¡Ay de la gloria de la gente Mora!
»¡Ay de los de Nazar! ¡Ay de Granada!»
Dijo la aparición y, suspirando,
El corredor tomó que al huerto guía,
Y el rey hasta el balcón fuese arrastrando,
Tendiendo una mirada de agonía
Sobre el jardín. — Por él atravesando
Vió que la lenta aparición seguía:
Mas á través del murallón macizo
Sumida entre las piedras se deshizo.
El alma de Muley, amedrentada.
Abandonó un instante sus sentidos.
Derribando su cuerpo en la bordada
Alfombra del balcón: mas sus oídos
Zumbaban con la voz de la angustiada
Visión, que repetía entre gemidos:
«¡Ay de los de Nazar! ¡Ay de Granada!»
Sus densas sombras espesado había
Lenta la noche y silenciosa en tanto,
Y cobijada la ciudad yacía
Bajo los pliegues de su negro manto.