Grandes esperanzas: 30
Después de reflexionar profundamente acerca del asunto, mientras, a la mañana siguiente, me vestía en
E1 Jabalí , resolví decir a mi tutor que abrigaba dudas de que Orlick fuese el hombre apropiado para ocupar
un cargo de confianza en casa de la señorita Havisham.
- Desde luego, Pip, no es el hombre apropiado - dijo mi tutor, muy convencido de la verdad de estas
palabras, - porque el hombre que ocupa un lugar de confianza nunca es el más indicado.
Parecía muy satisfecho de enterarse de que aquel empleo especial no lo ocupase, excepcionalmente, el
hombre apropiado, y muy complacido escuchó las noticias que le di acerca de Orlick.
- Muy bien, Pip - observó en cuanto hube terminado -. Voy a ir inmediatamente a despedir a nuestro
amigo.
Algo alarmado al enterarme de que quería obrar con tanta rapidez, le aconsejé esperar un poco, y hasta le
indiqué la posibilidad de que le resultase difícil tratar con nuestro amigo.
- ¡Oh, no, no se mostrará difícil! - aseguró mi tutor, doblando, confiado, su pañuelo de seda-. Me gustaría
ver cómo podrá contradecir mis argumentos.
Como debíamos regresar juntos a Londres en la diligencia del mediodía y yo me desayuné tan
aterrorizado a causa de Pumblechook que apenas podía sostener mi taza, esto me dio la oportunidad de
decirle que deseaba dar un paseo y que seguiría la carretera de Londres mientras él estuviese ocupado, y
que me hiciera el favor de avisar al cochero de que subiría a la diligencia en el lugar en que me
encontrasen. Así pude alejarme de EL Jabalí Azul inmediatamente después de haber terminado el
desayuno. Y dando una vuelta de un par de millas hacia el campo y por la parte posterior del
establecimiento de Pumblechook, salí otra vez a la calle Alta, un poco más allá de aquel peligro, y me sentí,
relativamente , en seguridad.
Me resultaba muy agradable hallarme de nuevo en la tranquila y vieja ciudad, sin que me violentase
encontrarme con alguien que al reconocerme se quedase asombrado. Incluso uno o dos tenderos salieron de
sus tiendas y dieron algunos pasos en la calle ante mí, con objeto de volverse, de pronto, como si se
hubiesen olvidado algo, y cruzar por mi lado para contemplarme. En tales ocasiones, ignoro quién de los
dos, si ellos o yo, fingíamos peor; ellos por no fingir bien, y yo por pretender que no me daba cuenta. Sin
embargo, mi posición era muy distinguida, y aquello no me resultaba molesto, hasta que el destino me puso
en el camino del desvergonzado aprendiz de Trabb.
Mirando a lo largo de la calle y en cierto punto de mi camino, divisé al aprendiz de Trabb atándose a sí
mismo con una bolsa vacía de color azul. Persuadido de que lo mejor sería mirarle serenamente, fingiendo
no reconocerle, lo cual, por otra parte, bastaría tal vez para contenerle e impedirle hacer alguna de sus
trastadas, avancé con expresión indiferente, y ya me felicitaba por mi propio éxito, cuando, de pronto,
empezaron a temblar las rodillas del aprendiz de Trabb, se le erizó el cabello, se le cayó la gorra y se puso a
temblar de pies a cabeza, tambaleándose por el centro de la calle y gritando a los transeúntes:
- ¡Socorro! ¡Sostenedme! ¡Tengo mucho miedo!
Fingía hallarse en el paroxismo del terror y de la contrición a causa de la dignidad de mi porte. Cuando
pasé por su lado le castañeteaban los dientes y, con todas las muestras de extremada humillación, se postró
en el polvo.
Tal escena me resultó muy molesta, pero aún no era nada para lo que me esperaba. No había andado
doscientos pasos, cuando, con gran terror, asombro e indignación por mi parte, vi que se me acercaba otra
vez el aprendiz de Trabb. Salía de una callejuela estrecha. Llevaba colgada sobre el hombro la bolsa azul y
en sus ojos se advertían inocentes intenciones, en tanto que su porte indicaba su alegre propósito de
dirigirse a casa de Trabb. Sobresaltado, advirtió mi presencia y sufrió un ataque tan fuerte como el anterior;
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pero aquella vez sus movimientos fueron rotativos y se tambaleó dando vueltas alrededor de mí, con las
rodillas más temblorosas que nunca y las manos levantadas, como si me pidiese compasión. Sus
sufrimientos fueron contemplados con el mayor gozo por numerosos espectadores, y yo me quedé confuso
a más no poder.
No había avanzado mucho, descendiendo por la calle, cuando, al hallarme frente al correo, volví a ver al
chico de Trabb que salía de otro callejón. Aquella vez, sin embargo, estaba completamente cambiado.
Llevaba la bolsa azul de la misma manera como yo mi abrigo, y se pavoneaba a lo largo de la acera, yendo
hacia mí, pero por el lado opuesto de la calle y seguido por un grupo de amigachos suyos a quienes decía
de vez en cuando, haciendo un ademán:
- ¿No lo habéis visto?
Es imposible expresar con palabras la burla y la ironía del aprendiz de Trabb, cuando, al pasar por mi
lado, se alzó el cuello de la camisa, se echó el cabello a un lado de la cabeza, puso un brazo en jarras, se
sonrió con expresión de bobería, retorciendo los codos y el cuerpo, y repitiendo a sus compañeros:
- ¿No lo habéis visto? ¿No lo habéis visto?
Inmediatamente, sus amigos empezaron a gritarme y a correr tras de mí hasta que atravesé el puente,
como gallina perseguida y dando a entender que me conocieron cuando yo era herrero. Ése fue el
coronamiento de mi desgracia de aquel día, que me hizo salir de la ciudad como si. por decirlo así, hubiese
sido arrojado por ella, hasta que estuve en el campo.
Pero, de no resolverme entonces a quitar la vida al aprendiz de Trabb, en realidad no podía hacer otra
cosa sino aguantarme. Hubiera sido fútil y degradante el luchar contra él en la calle o tratar de obtener de él
otra satisfacción inferior a la misma sangre de su corazón. Además, era un muchacho a quien ningún
hombre había podido golpear; más parecía una invulnerable y traviesa serpiente que, al ser acorralada,
lograba huir por entre las piernas de su enemigo y aullando al mismo tiempo en son de burla. Sin embargo,
al día siguiente escribí al señor Trabb para decirle que el señor Pip se vería en la precisión de interrumpir
todo trato con quien de tal manera olvidaba sus deberes para con la sociedad teniendo a sus órdenes a un
muchacho que excitaba el desprecio en toda mente respetable.
La diligencia que llevaba al señor Jaggers llegó a su debido tiempo; volví a ocupar mi asiento y llegué
salvo a Londres, aunque no entero, porque me había abandonado mi corazón. Tan pronto como llegué me
apresuré a mandar a Joe un bacalao y una caja de ostras, en carácter de desagravio, como reparación por no
haber ido yo mismo, y luego me dirigí a la Posada de Barnard.
Encontré a Herbert comiendo unos fiambres y muy satisfecho de verme regresar. Después de mandar al
Vengador al café para que trajesen algo más que comer, comprendí que aquella misma tarde debía abrir mi
corazón a mi amigo y compañero. Como era imposible hacer ninguna confidencia mientras el Vengador
estuviese en el vestíbulo, el cual no podía ser considerado más que como una antecámara del agujero de la
cerradura, le mandé al teatro. Difícil sería dar una prueba más de mi esclavitud con respecto a aquel
muchacho que esta constante preocupación de buscarle algo que hacer. Y a veces me veía tan apurado, que
le mandaba a la esquina de Hyde Park para saber qué hora era.
Después de comer nos sentamos apoyando los pies en el guardafuegos. Entonces dije a Herbert:
- Mi querido amigo, tengo que decirte algo muy reservado.
- Mi querido Haendel - dij o él, a su vez, - aprecio y respeto tu confianza.
- Es con respecto a mí mismo, Herbert – añadí, - y también se refiere a otra persona.
Herbert cruzó los pies, miró al fuego con la cabeza ladeada y, en vista de que transcurrían unos instantes
sin que yo empezase a hablar, me miró.
-Herbert - dije poniéndole una mano en la rodilla. - Amo, mejor dicho, adoro a Estella.
En vez de asombrarse, Herbert replicó, como si fuese la cosa más natural del mundo:
- Perfectamente. ¿Qué más?
- ¡Cómo, Herbert! ¿Esto es lo que me contestas?
- Sí, ¿y qué más? - repitió Herbert. - Desde luego, ya estaba enterado de eso.
- ¿Cómo lo sabías? - pregunté.
- ¿Que como lo sé, Haendel? Pues por ti mismo.
-Nunca te dije tal cosa.
- ¿Que nunca me lo has dicho? Cuando te cortas el pelo, tampoco vienes a contármelo, pero tengo
sentidos que me permiten observarlo. Siempre la has adorado, o, por lo menos, desde que yo te conozco.
Cuando viniste aquí, te trajiste tu adoración para ella al mismo tiempo que tu equipaje. No hay necesidad
de que me lo digas, porque me lo has estado refiriendo constantemente durante todo el día. Cuando me
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referiste tu historia, del modo más claro me diste a entender que habías estado adorándola desde el
momento en que la viste, es decir, cuando aún eras muy joven.
- Muy bien - contesté, pensando que aquello era algo nuevo, aunque no desagradable.- Nunca he dejado
de adorarla. Ella ha regresado convertida en una hermosa y elegante señorita. Ayer la vi. Y si antes la
adoraba, ahora la adoro doblemente.
- F'elizmente para ti, Haendel - dijo Herbert, - has sido escogido y destinado a ella. Sin que nos metamos
en terreno prohibido, podemos aventurarnos a decir que no puede existir duda alguna entre nosotros con
respecto a este hecho. ¿Tienes ya alguna sospecha sobre cuáles son las ideas de Estella acerca de tu
adoración?
Moví tristemente la cabeza.
-¡Oh!-exclamé-. ¡Está a millares de millas lejos de mí!
- Paciencia, mi querido Haendel. Hay que dar tiempo al tiempo. ¿Tienes algo más que comunicarme?
- Me avergüenza decirlo – repliqué, - y, sin embargo, no es peor decirlo que pensarlo. Tú me consideras
un muchacho de suerte y, en realidad, lo soy. Ayer, como quien dice, no era más que un aprendiz de
herrero; pero hoy, ¿quién podrá decir lo que soy?
- Digamos que eres un buen muchacho, si no encuentras la frase - replicó Herbert sonriendo y golpeando
con su mano el dorso de la mía. - Un buen muchacho, impetuoso e indeciso, atrevido y tímido, pronto en la
acción y en el ensueño: toda esta mezcla hay de ti.
Me detuve un momento para reflexionar acerca de si, verdaderamente, había tal mezcla en mi carácter.
En conjunto, no me pareció acertado el análisis, pero no creí necesario discutir acerca de ello.
- Cuando me pregunto lo que pueda ser hoy, Herbert - continué -, me refiero a mis pensamientos. Tú
dices que soy un muchacho afortunado. Estoy persuadido de que no he hecho nada para elevarme en la vida
y que la fortuna por sí sola me ha levantado. Esto, naturalmente, es tener suerte. Y, sin embargo, cuando
pienso en Estella...
- Y también cuando no piensas - me interrumpió Herbert mirando al fuego, cosa que me pareció
bondadosa por su parte.
- Entonces, mi querido Herbert, no puedo decirte cuán incierto y supeditado me siento y cuán expuesto a
centenares de contingencias. Sin entrar en el terreno prohibido, como tú dijiste hace un momento, puedo
añadir que todas mis esperanzas dependen de la constancia de una persona (aunque no la nombre). Y aun
en el mejor caso, resulta incierto y desagradable el saber tan sólo y de un modo tan vago cuáles son estas
esperanzas.
A1 decir eso alivié mi mente de lo que siempre había estado en ella, en mayor o menor grado, aunque,
sin duda alguna, con mayor intensidad desde el día anterior.
- Me parece, Haendel - contestó Herbert con su acento esperanzado y alegre, - que en el desaliento de esa
tierna pasión miramos el pelo del caballo regalado con una lente de aumento. También me parece que al
concentrar nuestra atención en el examen, descuidamos por completo una de las mejores cualidades del
animal. ¿No me dijiste que tu tutor, el señor Jaggers, te comunicó desde el primer momento que no tan sólo
tendrías grandes esperanzas? Y aunque él no te lo hubiera dicho así, a pesar de que esta suposición es muy
aventurada, ¿puedes creer que, entre todos los hombres de Londres, el señor Jaggers es capaz de sostener
tales relaciones contigo si no estuviese seguro del terreno que pisa?
Contesté que me era imposible negar la verosimilitud de semejante suposición. Dije eso, como suele
verse en muchos casos, cual si fuese una concesión que de mala gana hacía a la verdad y a la justicia, como
si, en realidad, me hubiese gustado poder negarlo.
- Indudablemente, éste es un argumento poderoso - dij o Herbert, - y me parece que no podrías encontrar
otro mejor. Por lo demás, no tienes otro recurso que el de conformarte durante el tiempo que estés bajo la
tutoría del señor Jaggers, así como éste ha de esperar el que le háya fijado su cliente. Antes de que hayas
cumplido los veintiún años no podrás enterarte con detalles de este asunto, y entonces tal vez te darán más
noticias acerca del particular. De todos modos, cada día te aproximas a ello, porque por fin no tendrás más
remedio que llegar.
- ¡Qué animoso y esperanzado eres! - dije admirando, agradecido, sus optimistas ideas.
- No tengo más remedio que ser así - contestó Herbert, - porque casi no poseo otra cosa. He de confesar,
sin embargo, que el buen sentido que me alabas no me pertenece, en realidad, sino que es de mi padre. La
única observación que le oí hacer con respecto a tu historia fue definitiva: «Sin duda se trata de un asunto
serio, porque, de lo contrario, no habría intervenido el señor Jaggers.» Y ahora, antes que decir otra cosa
acerca de mi padre o del hijo de mi padre, corresponderé a tu confianza con la mía propia y por un
momento seré muy antipático para ti, es decir, positivamente repulsivo.
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- ¡Oh, no, no lo lograrás! - exclamé.
- Sí que lo conseguiré - replicó -. ¡A la una, a las dos y a las tres! Voy a ello. Mi querido amigo Haendel -
añadió, y aunque hablaba en tono ligero lo hacía, sin embargo, muy en serio. - He estado reflexionando
desde que empezamos a hablar y a partir del momento en que apoyamos los pies en el guardafuegos, y
estoy seguro de que Estella no forma parte de tu herencia, porque, como recordarás, tu tutor jamás se ha
referido a ella. ¿Tengo razón, a juzgar por lo que me has dicho, al creer que él nunca se refirió a Estella,
directa o indirectamente, en ningún sentido? ¿Ni siquiera insinuó, por ejemplo, que tu protector tuviese ya
un plan formado con respecto a tu casamiento?
- Nunca.
- Ahora, Haendel, ya no siento, te doy mi palabra, el sabor agrio de estas uvas. Puesto que no estás
prometido a ella, ¿no puedes desprenderte de ella? Ya te dije que me mostraría antipático.
Volví la cabeza y pareció que soplaba en mi corazón con extraordinaria violencia algo semejante a los
vientos de los marjales que procedían del mar, y experimenté una sensación parecida a la que sentí la
mañana en que abandoné la fragua, cuando la niebla se levantaba solemnemente y cuando apoyé la mano
en el poste indicador del pueblo. Por unos momentos reinó el silencio entre nosotros.
- Sí; pero mi querido Haendel - continuó Herbert como si hubiésemos estado hablando en vez de
permanecer silenciosos, - el hecho de que esta pasión esté tan fuertemente arraigada en el corazón de un
muchacho a quien la Naturaleza y las circunstancias han hecho tan romántico la convierten en algo muy
serio. Piensa en la educación de Estella y piensa también en la señorita Havisham. Recuerda lo que es ella,
y aquí es donde te pareceré repulsivo y abominable. Todo eso no puede conducirte más que a la desgracia.
- Lo sé, Herbert - contesté con la cabeza vuelta -, pero no puedo remediarlo.
- ¿No te es posible olvidarla?
- Completamente imposible.
- ¿No puedes intentarlo siquiera?
- De ninguna manera.
- Pues bien - replicó Herbert poniéndose en pie alegremente, como si hubiese estado dormido, y
empezando a reanimar el fuego -. Ahora trataré de hacerme agradable otra vez.
Dio una vuelta por la estancia, levantó las cortinas, puso las sillas en su lugar, ordenó los libros que
estaban diseminados por la habitación, miró al vestíbulo, examinó el interior del buzón, cerró la puerta y
volvió a sentarse ante el fuego. Y cuando lo hizo empezó a frotarse la pierna izquierda con ambas manos.
- Me disponía a decirte unas palabras, Haendel, con respecto a mi padre y al hijo de mi padre. Me parece
que apenas necesita observar el hijo de mi padre que la situación doméstica de éste no es muy brillante.
- Siempre hay allí abundancia, Herbert - dije yo, con deseo de alentarle.
- ¡Oh, sí! Lo mismo dice el basurero, muy satisfecho, y también el dueño de la tienda de objetos navales
de la callejuela trasera. Y hablando en serio, Haendel, porque el asunto lo es bastante, conoces la situación
tan bien como yo. Supongo que reinó la abundancia en mi casa cuando mi padre no había abandonado sus
asuntos. Pero si hubo abundancia, ya no la hay ahora. ¿No te parece haber observado en tu propia región
que los hijos de los matrimonios mal avenidos son siempre muy aficionados a casarse cuanto antes?
Ésta era una pregunta tan singular, que en contestación le pregunté:
- ¿Es así?
- Lo ignoro, y por eso te lo pregunto - dijo Herbert; - y ello porque éste es el caso nuestro. Mi pobre
hermana Carlota, que nació inmediatamente después de mí y murió antes de los catorce años, era un
ejemplo muy notable. La pequeña Juanita es igual. En su deseo de establecerse matrimonialmente,
cualquiera podría suponer que ha pasado su corta existencia en la contemplación perpetua de la felicidad
doméstica. El pequeño Alick, a pesar de que aún va vestido de niño, ya se ha puesto de acuerdo para unirse
con una personita conveniente que vive en Kew. Y, en realidad, me figuro que todos estamos prometidos, a
excepción del pequeño.
- ¿De modo que también lo estás tú? - pregunté.
- Sí - contestó Herbert, - pero esto es un secreto.
Le aseguré que lo guardaría y le rogué que me diese más detalles. Había hablado con tanta comprensión
acerca de mi propia debilidad, que deseaba conocer algo acerca de su fuerza.
- ¿Puedes decirme cómo se llama? - pregunté.
- Clara - dijo Herbert.
- ¿Vive en Londres?
- Sí. Tal vez debo mencionar - añadió Herbert, que se había quedado muy desanimado desde que
empezamos a hablar de tan interesante asunto - que está por debajo de las tontas preocupaciones de mi
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madre acerca de la posición social. Su padre se dedicó a aprovisionar de vituallas los barcos de pasajeros.
Creo que era una especie de sobrecargo.
- ¿Y ahora qué es? - pregunté.
- Tiene una enfermedad crónica - contestó Herbert.
- ¿Y vive...?
- En el primer piso - contestó Herbert. Eso no era lo que yo quería preguntar, porque quise referirme a
sus medios de subsistencia -. Yo nunca le he visto - continuó Herbert -, porque desde que conocí a Clara,
siempre permanece en su habitación del piso superior. Pero le he oído constantemente. Hace mucho ruido y
grita y golpea el suelo con algún instrumento espantoso.
Al mirarme se echó a reír de buena gana, y, por un momento, Herbert recobró su alegre carácter.
- ¿Y no esperas verle? - pregunté.
- ¡Oh, sí, constantemente! - contestó Herbert -. Porque cada vez que le oigo me figuro que se caerá a
través del techo. No sé cómo resisten las vigas.
Después de reírse otra vez con excelente humor, recobró su tristeza y me dijo que en cuanto empezase a
ganar un capital se proponía casarse con aquella joven. Y añadió, muy convencido y desalentado:
- Pero no es posible casarse, según se comprende, en tanto que uno ha de observar alrededor de sí.
Mientras contemplábamos el fuego y yo pensaba en lo difícil que era algunas veces el conquistar un
capital, me metía las manos en los bolsillos. En uno de ellos me llamó la atención un papel doblado que
encontré, y al abrirlo vi que era el prospecto que me entregó Joe, referente al célebre aficionado provincial
de fama extraordinaria.
- ¡Dios mío! - exclamé involuntariamente y en voz alta -. Me había olvidado que era para esta noche.
Eso cambió en un momento el asunto de nuestra conversación, y apresuradamente resolvimos asistir a tal
representación. Por eso, en cuanto hube resuelto consolar y proteger a Herbert en aquel asunto que tanto
importaba a su corazón, valiéndome de todos los medios practicables e impracticables, y cuando Herbert
me hubo dicho que su novia me conocía de referencia y que me presentaría a ella, nos estrechamos
cordialmente las manos para sellar nuestra mutua confianza, apagamos las bujías, arreglamos el fuego,
cerramos la puerta y salimos en busca del señor Wopsle y de Dinamarca.