Hermosa entre las hermosas

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Tradiciones peruanas
Cuarta serie (1894) de Ricardo Palma
Hermosa entre las hermosas

Dice usted, amigo mío, que con cuatro paliques, dos mentiras y una verdad hilvano una tradición. Pues si en esta que le dedico hay algo que peque contra el octavo mandamiento, culpa será del cronista agustino que apunta el suceso, y no de su veraz amigo y tocayo.

I

Gran persona es en la historia de la conquista del Perú Diego Maldonado. Compañero de don Francisco Pizarro en la zinguizarra de Cajamarca, tocole del rescate del inca Atahualpa la puchuela de siete mil setecientas setenta onzas de oro y trescientos setenta y dos marcos de plata; y fue tal su comezón de atesorar y tan propicia fuele la suerte, que cuando se fundó Lima era conocido con el apodo de el Rico.

A ser más justiciera la historia debió cambiarle el mote y llamarlo el Afortunado; que fortuna, y no poca, fue para él librar varias veces de morir a manos del verdugo, albur que merecido se tenía por sus desaguisados y vilezas. No hubo pelotera civil en la que no batiese el cobre, principiando siempre por azuzador de la revuelta para luego terminar sirviendo al rey. Dios lo tenga entre santos; pero mucho, mucho gallo fue su merced don Diego Maldonado el Rico.

El aprieto mayúsculo en que se vio este conquistador fue cuando el famoso Francisco de Carvajal, que entre chiste y chiste ahorcaba gente que era un primor, quiso medirle con una cuerda la anchura del pescuezo. Carvajal, que ahorcó al padre Pantaleón con el breviario al cuello, sólo porque en el bendito libro había escrito con lápiz estas palabras: «Gonzalo es tirano», tenía capricho en dar pasaporte para el mundo de donde no se vuelve al revoltoso y acaudalado don Diego. Pero el poeta lo dijo:


«Poderoso caballero
es don dinero»;


y Maldonado compró sin regatear algunos años más de perrerías. Un día de éstos me echaré a averiguar cuál fue su fin; que tengo para mí debió ser desastroso y digno de la ruindad de su vida.

Cuando, afianzada ya la conquista, se vieron los camaradas del marqués convertidos de aventureros en señores de horca, cuchillo, pendón y caldera, que no otra cosa fueron por más dibujos con que la historia se empeñe en dorarnos la píldora, hizo don Diego venir de España a un su sobrino, llamado don Juan de Maldonado y Buendía, el cual, si bien heredó una parte de las cuantiosas riquezas del tío, no heredó su felonía, pues sirvió siempre con lealtad las banderas de Carlos V y Felipe II.

Precisamente cuando la rebeldía del entendido, popular y generoso don Francisco Hernández Girón, que en tan serio conflicto puso a la Real Audiencia de Lima, era ya don Juan de Maldonado y Buendía capitán de crédito en las tropas reales, y a él se debió en mucho el vencimiento de aquel tan valiente como infortunado caudillo.

Pacificado el país, retirose don Juan a cuarteles de invierno. En el Cuzco estaba su casa solariega, y en el valle de Paucartambo poseía una valiosa hacienda.

II

Tras de las luchas de Marte vienen las de Venus. Ésta es verdad rancia, y a nadie pasmará la novedad de la noticia.

El gallardo capitán no podía dejar (¡otra verdad como el puño!) de rendir vasallaje a Cupido, y enamorose hasta las uñas de una paucartambina.

Le alabo el gusto, porque la muchacha no era bocado para ningún sopatintas enclenque, sino para un mozo de mucho ñeque y muy echado para atrás, como Buendía.

Imasumac o «Hermosa entre las hermosas» (que así traduce Calandra esta palabra indígena) era una preciosa joven por cuyas venas corría la sangre de los Incas. Princesa o ñusta nada menos.

Imagínate, lector, su belleza y adórnala con los detalles que a tu fantasía cuadren; que yo, francamente, me declaro lego en esto de hacer retratos. Dala, si quieres, dientes de marfil, mejillas de grana, blancura marmórea, labios de rubí, ojos de azabache, zafiro o esmeralda, cabellos de oro, y añade las demás piedras e ingredientes de estilo para hacer un retrato, que hable por lo parecido lo mismo que un guardacantón.

Yo no me meto en esas honduras, y me conformo con decir que la chica era linda como un rayo de luna, que no a humo de pajas había de llamarla el historiador Hermosa entre las hermosas, como quien dice, el sulfato, la quinta esencia de todo lo remonono que Dios crió.

La joven princesa no fue indiferente al cariño del galán español, y todas las tardes al ponerse el sol iba a la campiña a esperar a su amante.

Maldonado echábase al hombro el mosquete o arcabuz, y cazando palomas torcaces, de que hay abundancia en el valle, hacía diariamente la legua de camino que lo separaba de su hacienda al sitio de la amorosa entrevista.

Si quieren ustedes formarse cabal idea de los transportes de esos felices amantes, lean la primera égloga o idilio pastoril que les caiga a mano. En seguida bébanse un vaso de agua para que no empalague el almíbar.

Aquellos amores eran un cielo sin nubes. Pero ¡cuán cierto es que del bien al mal no hay el canto de un real!

Una tarde acudía el capitán, afanoso, como siempre, a la deliciosa cita, cuando al salir de un bosquecillo para entrar en el llano, oyó un grito que vino a repercutir en su corazón.

Aquel grito era lanzado por Imasumac.

Un tigre perseguía a la linda princesa, que corría desalada.

Maldonado estaba a doscientos pasos de distancia, y le era físicamente imposible llegar a tiempo para luchar brazo a brazo con la fiera.

Hizo fuego y la bala pasó sin tocar al tigre.

Cargó nuevamente el arma y apuntó en el momento mismo en que el irritado animal hacía presa en la joven. No había salvación para la infeliz.

Entonces el español vaciló por un segundo, y se sintió morir; pero, haciendo un esfuerzo supremo; descargó el arma.

Era preciso hacer menos cruel y dolorosa la agonía de su amada.

Cuando Maldonado llegó al llano, el tigre se revolcaba moribundo, pero sin desprenderse de su presa.

La bala del capitán había atravesado también el corazón de la princesa.

Y aquella alma de bronce que no se había conmovido ante un cataclismo universal, aquel hombre curtido en los peligros, sintió desprenderse de sus ojos una lágrima, la primera que el dolor le había arrancado en su vida, y se alejó murmurando con la sublime resignación de los fatalistas:

-¡Estaba escrito! ¡Dios lo ha querido!

III

Una semana después tomaba el hábito de religioso agustino, en el convento del Cuzco, el capitán don Juan de Maldonado y Buendía.

Catequizó muchos infieles, merced a su profundo conocimiento de las lenguas quichua y aimará, alcanzó a desempeñar las primeras dignidades de su orden y murió en olor de santidad por los años de 1583.