Jerónimo Bosch

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​Jerónimo Bosch​ de Carl Justi
La España Moderna, v. 26, núm. 306 (Junio 1914): 5-41.

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JERÓNIMO BOSCH


      La gran iglesia de San Juan, en Herzogenbusch (Bois-le-Duc), es una de las últimas creaciones arquitectónicas que el estilo del mediopunto dejara en el Norte de los Países Bajos. Su edificación correspondía a la segunda mitad del siglo xv; pero el ornato de su interior, dispuesto en cinco cruceros o naves, se prolongó hasta el primer decenio del siglo xvi; época en que aquellos países abundaban en excelentes escuelas de escultores, que proveían con sus creaciones a los países vecinos, mientras la pintura al óleo flamenca, al penetrar en esas provincias, se revestía nuevos rasgos peculiares y característicos.
      Cuando el príncipe Felipe de España, en el gran viaje que hizo por su futuro reino en 1549, visitó aquella rica y floreciente ciudad, vió la iglesia en un estado de imperfecto esplendor. Según la relación del viaje por Cristóbal Calvete de Estella (Amberes, 1552), contabu entonces la iglasia cuarenta altares con esculturas doradas de prodigiosa factura. Lo que más cautivaba a los extranjeros era un artístico reloj, en que, al dar las horas, se mostraban las figuras de los tres Rey Magos en actitud de adorar al recién nacido Rey de los judíos, y a una señal de dos ángeles, movidos por resorte, se desarrollaban las escenas del juicio final: erguíanse los muertos, separaban los ángeles a las ovejas de los machos cabríos, hacíase patente la gloria del cielo y el infierno abría sus llameantes fauces, en las


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que, boca abajo, se despeñaban los precitos. Estas magnificencias de la gran iglesia de Herzogenbusch fueron de corta duración; viente años después, desencadenóse la tormenta, y al ser tomada la ciudad por las tropas de los Estados generales, acaudilladas por el príncipe Federico Enrique (1629), desaparecieron casi todos sus tesoros artísticos.
      En aquellos años de viva agitación artística se desarrolla la vida del pintor Jerónimo, que si por su familia lleva el nombre de Van Aeken, es decir, Aachen, por el lugar de su residencia firma siempre Jheronimus Bosch. Sabido es de todos que para aquella monumental iglesia pintó el artista cinco cuadros, que en 1629 aún se conservaban. También consta que en 1493 trazó los bocetos para los ventanales de la capilla de la Hermandad de Damas benéficas (de la que fue mucho tiempo cofrade). Del estilo de sus obras puede presumirse que pasó su juventud en Bruselas o Amberes, pues aquella manera difícilmente hubiera podido adquirirla en Aachen ni en Herzogenbusch. Probable es que fuera el prímero que llevase y trasplantase allí el arte de la nueva pintura al óleo. El lo conservó un poco alterado, de modo que, en cuanto a asunto y espíritu, siguió su camino proprio, orientado en la dirección de la postrera escuela holandesa.
      Auque en la noticia de su muerte (1516) se le llama «insignis pictor», y en una lista de colegas «seer vermaer schilder», Karel Van Mander sólo consiguió averiguar de su persona lo que de algunos cuadros suyos pudiera inferir, es decir, observaciones referentes a su técnica. Hoy mismo, que tantas figuras de personajes más o menos eminentes en su época han sido exhumadas de entre el polvo de los archivos y sacadas a la luz, tenemos que contentarnos, por lo que a Bosch se refiere, con documentos, ciertamente de los más importantes, sus cuadros, para deducir de ellos algún indicio del carácter del hombre, de su aspecto íntimo, pues su porte exterior ya nos lo revela un retrato suyo, grabado en cobre, que hasta nosotros ha llegado.


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      La figura del artista en ese retrato es la de un hombre enteco, de cabeza abultada, de pómulos salientes; las inmensas arrugas horizontales que cruzan su frente, los ojos siempre fijos (no se sabe si miran a este punto o al otro), la boca pequeña, estrecha y fruncida, denuncian a un hombre grave, taciturno, pero inofensivo, tras de cuya máscara de ingenuidad apenas si asoma su espíritu burlón. Si debajo del retrato escribiéramos el nombre de un teólogo de la baja Alemania o de cualquier hombre adocenado, no habría reparo que oponer. Si Bosch, que se nos manifiesta aquí ya como un anciano, falleció en 1516, habría que colocar mucho antes de 1460 la fecha de su nacimiento.
      Las obras de este artista, que ya alcanzada la categoría de maestro no abandonó nunca su ciudad, estaban llamadas a gozar de gran fama. Ya en vida cúpole el honor, poco frecuente entonces, de que sus obras fuesen reproducidas gráficamente por el arquitecto y escultor Alart du Hameel. Su nombre figura en los palacios de casi todos los príncipes amantes de la pintura, como Margarita de Austria, cuyo hermano Felipe el Hermoso le encargó, en 1504, un Juicio final, del cual acaso sea copia el ejemplar que en la Academia de Viena se conserva. También Rubens debe haber tenido algunas obras de Bosch en su colección de lienzos.
      No menos resonancia tuvieron sus obras en los países latinos. El cardenal Grimani poseía tres cuadros suyos, y Zanetti vió otros cuatro en la Sala del Consejo de los Diez, en el Palacio de los Dux; dos tablas de esta procedencia han sido halladas, hace poco, en los depósitos de la Galería Imperial de Viena. Vasari cita los grabados de Jerónimo Cock. Lomazzo le llama singolare, y hasta divino, en sus maravillosas invenciones y terribles ensueños. Felibien menciona una tapicería, tejida con arreglo a los bocetos del artista, que se conservaba en el guardamuebles del rey, y en el El Escorial se ha encontrado recientemente otra.
      Un admirador de nuestro Jerónimo era D. Felipe de Gue-


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vara, Comendador de Estriana, de la Orden de Santiago; hijo de aquel Diego ouyo retrato pintó Roger, y que tuvo encomendada la custodia de las tapicerías de la Gobernadora Margarita. Don Felipe era un humanista al mismo tiempo que un coleccionador, y escribía también sobre numismática española. Acompañó a Carlos V a Túnez, como gentilhombre de boca, e hizo el viaje de regreso por Nápoles. Ya anciano, compuso un librito sobre los antiguos pintores griegos, Comentarios de la pintura, cuyo manuscristo se descubrió, hará un siglo, en Palencia, en un baratillo, y fue editado en Madrid, en 1788, por A. Ponz. De los pintores modernos sólo menciona el autor a Bosch. Guevara insinúa su opinión de que el procedimiento llamado Grylli, inventado por el pintor egipcio Antiphilos, debía ser semejante al que tanto gustaba entonces en las obras del flamenco. Pero con esto no quiere el autor referirse al estilo grotesco, sino a aquel otro en que se destacan «espirituales figuras con gestos originales» (1). Guevara opina que en la representación de los afectos ha revivido Bosch la pintura ética de los griegos. Es de notar que este primer apologista de Bosch lo defienda ya de la imputación de inventar quimeras y fantasías. Tal apreciación es justa si se aplica a sus obras de escenas infernales; pues en lo demás siempre se contuvo el artista en los límites del decoro y de la naturalidad. Las obras de otra índole que llevan su nombre, o son falsificaciones o han sido ahumadas al fuego de la chimenea; y Guevara cita a un discípulo e imitador de Bosch, que ha firmado sus obras con el nombre del maestro. Guevara conoció muchas obras de Bosoh en las que no asoma la fantasía.
      Después de la muerte de Guevara (1570), adquirió Felipe II una parte de su colección, que sus herederos le cedieron a cam-


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      (1) Grillo, género de pintura que, a mi parecer, fue semejante a la que nuestra edad tanto celebra de Hyeronimo Bosch, o Bosoo, como decíamos, el cual siempre se extrañó en buscar talles de hombres donosos y de raras composturas que pintar. (Comentarios, pág. 41.)


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bio de una renta de mil ducados, y entre esas adquisiciones figuraban seis pinturas de Bosch, en lienzo o tabla, que, a excepción de la Carreta de heno, mandó el rey colocar en Palacio. Eran estas obras: el Lazarillo, la Danza flamenca, Los ciegos cazando jabalíes, La bruja y la Cura de la demencia. El severo monarca halló tan de su gusto las obras de Bosch, que, a juzgar por sus inventarios, debió comprar todo lo que con la firma del artista le ofrecieron. Las circunstancias eran favorables para ello. Herzogenbusch, sólida fortaleza, fue sitiada varias veces y siu fruto por los holandeses, y hasta treinta años después de la muerte del monarca no pudo ser arrebatada a los españoles. En el estado de agitación en que los Países Bajos se encontraban, debieron menudear las confiscaciones a favor del monarca; de un cuadro sabemos que fue tomado del palacio de Guillermo de Orange, en Bruselas. En 1574 envió el Rey a El Escorial, entre otros, nueve cuadros de Bosch: dos con escenas de la Pasión, varias imágenes de San Antonio y grandes alegorías. En la Tesorería y en el Palacio de Madrid había doce cuadros de asunto heterógeneo, y en el Palacio de El Pardo otros tantos, en su mayoría satíricos y de costumbres. En estos partos de un cerebro germánico y medioeval, es posible que en sus días de tristeza buscase el rey solaz y edificación, reservando su preferencia en las horas de buen humor para los aposentos del «Jardín Imperial», donde había formado una pequeña galería con las divertidas fábulas del Tiziano.
      De dichos cuadros, sólo se han conservado casi completos los de El Escorial, los más importantes, entre los que figuran las obras maestras del artista. Sólo hay que lamentar la pérdida de uno que representaba la Bajada de Cristo a los infiernos. Los que en los demás palacios se guardaban, se han extraviado; y fuera de España, apenas si se puede encontrar alguna obra auténtica y algo notable de este artista. Muchas de sus obras las pintó éste en lienzo con colores a la aguada, procedimiento preferible a la prolija técnica que por aquel tiempo se seguía en la pintura al óleo y sobre tablas, cuando se quería


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producir mucho y de prisa. Pero como esos cuadros eran difíciles de limpiar y no se les podía resguardar bien de la polilla, se comprende que hayan desaparecido. Las piezas deterioradas fueron sustituídas por copias; Francisco Granelo hizo ya en 1609, por mandado del Maestro mayor de las obras reales, y con destino al Palacio de El Pardo, una de estas copias al óleo, por la que cobró 1.000 reales y que Eug. Caxés ha tasado en 2.000. También ya por aquel tiempo se recogieron fragmentos de composiciones estropeadas, a los que se puso marco y se dió colocación. En 1772 menciona el inventario del Buen Retiro un gran número de obras suyas, con el nombre de Pinturas maltratadas o Pinturas totalmente perdidas, arrolladas, y se las declara inútiles.
      Todo esto ha tenido por consecuencia el que Bosch sea uno de los pintores menos conocidos de los Países Bajos. De él, que tantos sueños pintara, se ha dicho que pasó como un sueño. Sus historias bíblicas, sus proverbios, no se han tenido en cuenta. Lucas de Leiden, Quinten Metsys, el viejo Brueghel, le han eclipsado con los fulgores de su gloria, aunque les superase en fecundidad de inspiración, así como en la agudeza y humorismo de sus dotes de observación. Peter Brueghel, que, siguiendo la costumbre de la época, abocetaba sus creaciones y luego las pintaba, le ha heredado y oscurecido, no sólo en los asuntos bucólicos, sino también en los grotescos. Así Wright, en su Historia de lo grotesco (1865), designa a Brueghel como al gran representante (pág. 291) de las diablerías del siglo xvi; cuando sus palabras pueden aplicarse literalmente al viejo Bosch, que contaba la edad de dos generaciones, y al que ni una sola vez nombra.
      Waagen lo despacha, diciendo que desnaturaliza el elemento fantástico que se encuentra en la escuela, aplicándolo a visiones espectrales y diabólicas; Crowe y Cabalcaselle, parece que hasta le hacen español. «Este país–dicen–sólo puede vanagloriarse de haber tenido dos pintores en el siglo xvi: Berruguete y Bosch, que hizo cómica la pintura flamenca.»


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Historias Sagradas.


      Intentemos formarnos ahora una viva imagen del verdadero Bosch, mediante el examen de sus obras, empezando por aquellas en las cuales se nos muestra sólidamente apegado a la tierra, natural, razonable. La Coronación de espinas y Cristo con la cruz a cuestas, que se conservan en El Escorial, son sus obras maestras de esta clase. En ellas, no hay nada de fantástico; antes bien, ponen de manifiesto que Bosch, el soñador, era un pintor de cuerpo entero. Todo el que se haya familiarizado con los maestros neerlandeses de aquel tiempo sacará, al contemplar estos cuadros, la impresión de haber descubierto un nuevo genio desconocido. Cristo con la cruz a cuestas se aparta por completo de la composición que un antiguo grabado nos diera a conocer. (Woerman, Historia de la pintura, II, 529.) En el grabado se ve a una revuelta masa de gentes con raras vestiduras y armaduras y de salvaje aspecto, precipitarse por la ciudad. En nuestro cuadro, es un cortejo casi festivo de hombres vestidos con decoro, de aspecto venerable y burgués, sin ruido ni visajes, el cual cortejo se nos muestra en medio de un campo, en cuyo fondo se destaca la ciudad (una ciudad completamente holandesa), con su muralla y su corona de torreones. Es el momento en que Simón de Cirene, un anciano enteco, envuelto en una capucha, conmovido por las frases de un anciano judío, en hábito de moro, se decide a sostener la cruz. Cristo, cuyo cuerpo cubre una larga vestidura de color violeta oscuro, muy inclinado al suelo, que casi toca con la rodilla derecha, la espalda casi horizontal bajo la carga, pero radiante de divina mansedumbre en su actitud y en su mirada, parece muy alejado en espíritu de la turba que le rodea. Tampoco ésta parece reparar en el episodio que allí se desarrolla. Ninguno se vuelve hacia Cristo, nadie detiene el paso. El fallo ha sido pronunciado, y aceptada también la responsabilidad del sacrificio; la multitud sólo parece preocupada de la próxima


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ejecución, y recogida en sí misma, en sorda tensión de espíritu, camina sin detenerse hacia el final. Son hombres duros, algo tercos, no monstruos de maldad. Contemplando esos rostros, seguramente copiados del natural, no puede menos de pensarse que el pintor ha querido decir a sus conciudanos: eres de estos, de aquéllos; dando a entender que conoce a quienes serían capaces de hacer lo mismo que las figuras de su cuadro, si se encontrasen en las mismas circunstancias.
      Para apreciar sus cualidades de pintor, es este cuadro de inestimable precio. Su procedencia de la antigua escuela de Brabante se acusa allí con indiscutible evidencia, por más que el colorido no corresponda a la sólida fusión cromática de un Roger o un Dierick. Junto con la finura del dibujo sobresale la libertad de toda traba y rigidez, en la actitud y el movimiento, aun comparado con Lucas mismo. Bosch se revela como un observador meticuloso, exacto, como un fisonomista sagaz, pero sin incurrir en exageraciones ni amaneramientos, sin repetirse ni crear tipos de familia. La disposición de los paños es también ligera y flexible, en líneas largas, finas, ondulantes, acomodadas a los movimientos.
      Los colores son enérgicos, de tonos oscuros en el primer plano, pero modelados más bien con colores y trazos que con sombreado. El paisaje muestra los tonos amarillo verdoso, gris claro, de la pura luz del día, y sobre él se extiende un cielo, de un azul profundo, sin nubes, y con un blanco resplandor en el horizonte.
      El segundo cuadro, La coronación de espinas (Esc. número 371), es un lienzo circular sobre una tabla cuadrada y sobre fondo dorado; el marco (7′ ancho, 518′′ 6′′ 4) va guarnecido de grisalla, color verde oscuro, representando la caída de los ángeles. Forman la composición del cuadro cinco figuras de medio cuerpo y una cabeza que asoma por detrás de uno de los personajes. El Salvador se halla sentado en el centro, en un banco de piedra; un soldado, dando gritos, hace ademán de desgarrarle el blanco traje que Herodes (según Ev. Lucas 23,


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11) mandara ponerle; mientras un anciano, de maligno semblante, le aplasta con fuerza la corona de espinas sobre la cabeza. Este anciano lleva al cuello un medallón con un águila doble, sobre el cual va fijado un diminuto ramillete. Cristo representa la imagen de la resignación; sólo las arrugas de la frente entre las sienes delatan sus sufrimientos, y sus ojos miran de costado, como apartando de sí aquella tortura. Pero lo más admirable son las cabezas de los dos espectadores que hay a la izquierda. Por su actitud comedida y expectante parecen representar el elemento oficial. El uno, de perfil muy saliente, de largo y estirado cuello y semblante de zorro, tiene en la mano, como signo de su autoridad, una vara rematada en un gran globo de cristal, en el que se reconoce la cabeza del Sumo Sacerdote Aarón.
      El segundo, una soberbia cabeza, coronada de rizos, lleva un traje talar verde oscuro, guarnecido de piel, con aplicaciones de brocado. Bajo la dignidad contenida con que comtemplan la escena, despunta un secreto sentimiento de triunfo. La tendencia del artista a pintar las pasiones contenidas y recónditas, resalta en este cuadro.
      Cada una de las cabezas que lo componen lleva su fe de vida en cada trazo; son, efectivamente, de una verdad casi cruel, quizá excesiva, atendida la seriedad del asunto. «Lo serio–dice Juan Pablo–hace resaltar lo general; lo cómico, por el contrario, se complace en lo determinado por los sentidos.» Al mirar semblantes tan llenos de vida, se sienten ganas de reír. Pero en lo que Bosch aventaja a los pintores afines que siguieron su orientación, es en el contenido fisonómico de sus caras, que a menudo, como ocurre, por ejemplo, con las figuras de Lucas de Leiden, no aciertan a expresar los demás, aunque acumulen las líneas más odiosas y extrañas. Los modelos que sirvieron a Bosch pueden encontrarse hoy mismo entre sus paisanos.
      Este es el modelo más antiguo que conocemos de aquellas escenas históricas, con figuras de medio cuerpo, en tamaño na-


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tural, que más tarde merecieron el favor de Quinten Metsys, Marinus, y por pintores como Hemessen fueron explotadas, en obras de un estilo más enérgico y duro. En la escuela veneciana las encontramos ya en tiempos del Giorgione y el Tiziano. Esta forma de cuadro se recomendaba especialmente para aquellas obras en que se atiende más a la pintura de conflictos entre pasiones encontradas, que a las cualidades externas. El artista tira a pintar las raíces de los móviles que impulsan a los individuos, del carácter; descarta los elementos sin importancia, y todo lo demás, para concentrar la expresión en los semblantes.
      Esta tabla circular parece haber sido el ala central de un tríptico, de cuyas otras dos hojas, que representaban la Prisión y los Azotes, puede formarse idea por una tosca copia que en el Museo de Valencia se conserva. Aquí la composición se reduce a un grupo de cabezas caricaturescas, como las del Colegium Medicum de Hogarth, con el suplemento de una parte característica: la mano de Malco con la linterna, y el brazo de Pedro sacando la espada. Estas cabezas rodean el noble rostro apasionado del centro.
      Poseemos, no muy lejos de aquí, en el Museo de Colonia, un sencillo cuadro, desgraciadamente casi borrado en los retoques, que antes de ahora, y por la ausencia de elementos fantásticos que en él se advierte, no se había reconocido como obra de Bosch (núm. 554, 1,05, 0,84, una copia en Bruselas). Nos referimos al Nacimiento de Belén, con los sagrados consortes, de medio cuerpo, en tamaño natural, pintados con tonos claros, casi sin sombreado, a ambos lados del niño. María, de facciones extraordinariamente delicadas, puras y tiernas, alza las manos en actitud de contemplación y adoración serenas; sus bellas manos largas, plenas, sin conyunturas ni arrugas antiestéticas. San José contempla, con mirada pensativa, al niño desvalido, sin nada que le resguarde del frío de una noche de invierno, y cuyo cuerpo delicado casi descansa sobre la piedra fría, sin otro lecho que un puñado de paja. Es


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una madrugada de Diciembre. Los árboles de la escueta llanura han perdido sus hojas; sobre el muro está posada una urraca, solitaria, pensativa y curiosa. Algunos pastores han acudido a adorar al niño, pero dos de ellos se han detenido a calentarse primero en el ruinoso aposento contiguo; un tercero, recatado bajo negro capuz, contempla la escena con gesto a un tiempo mismo de indiferencia y de interés, sonriendo tras de la cortina. José, que parece no llevar manto, se templa las manos al calor del cuerpo. Pero el asno y el buey demuestran ser gentes prácticas: ambos alargan compasivos sus honrados hocicos y caldean con su tibio aliento el desnudo cuerpecito infantil.
      En la galería del Prado, en Madrid, se ha conservado un cuadro importantísimo, auténtico, procedente de El Escorial, que no dejó de ejercer influencia sobre la nueva apreciación de Bosoh. La Epifanía fue enviada a Felipe II, desde Bruselas, por Jan de Casembroot, y colocado en la Iglesia vieja.
      Tiene este cuadro la consabida forma de tríptico; sobre sus alas van pintados el Salvador con San Pedro y Santa Inés, sobre un magnífico fondo de paisaje, tomado desde muy alto; el horizonte se halla completamente arriba, en el arco, el vértice de las figuras marca ⅓ de alto. María, envuelta en una amplia túnica azul oscuro, muestra un semblante de pálidas y apagadas facciones, y una alta frente, sobre la que hay impresa una gravedad malhumorada, con la que el artista quiso infundirle gravedad, y que quita animación a la figura. Esta clásica imagen se halla envuelta en una multitud de detalles extraños, en cuanto al traje, fondo y perspectiva. El lugar en que se desarrolla la escena principal es un desmantelado caserón, que ocupa toda la anchura del primer término. Las tapias agrietadas, su baja techumbre de paja, podían dar envidia a una ruina. San José está secando los pañales en el patinillo. Este caserón, de traza indígena, contrasta con el carácter exótico de todo lo demás, especialmente con las vestiduras y ofrendas de los Reyes Magos y de los tres próceres bárbaros


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que contemplan la escena desde la puerta. En la reconstrucción que de sus trajes hiciera Bosch, perdería su latín el más consumado arqueólogo. El dinero depositado por San Melchor en el platillo no consiste, como en otros lienzos de igual asunto, en monedas, sino en un lingote, no muy grande, de oro; la ofrenda de Abrahám. San Baltasar trae, como mozzetta, un objeto de metales preciosos, de estilo bizantino, a manera de relicario, en forma de cúpula; en las hornacinas arqueadas se destacan Salomón y la reina de Saba. El rey negro, por último, sostiene un pomo esférico de plata, ornado con relieves, sobre cuya tapa extiende sus alas un pájaro, obra de fundición, con una fresa en el pico: quizás es producto del Asia Oriental.
      Mientras los príncipes extranjeros se aproximan a la cabaña, advierte su presencia un cortejo de peregrinos de modesta prosapia, pastores, gaiteros envueltos en largos capuchones, que van siguiendo sus huellas. Como durante la recepción de los altos magnates debe quedar fuera esta comitiva, los que en ella forman satisfacen su devota impaciencia, atisbando por las grietas del tapial, y encaramándose por el derruído techo de paja y por un escueto arbolillo.
      Detrás de ellos se extiende una amplia llanura desigual, con un monte y riachuelos; a los lados campean hordas de beduínos. A la izquierda, se ha parado el carro de un magnate, el cual salta a tierra en pos de la turba, que está a punto de pasar el río. La hierba del llano, consumida por los ardores de un estío tropical, y la arboleda, tienen un débil tono gris amarillento, que recuerda la paleta de van Goijen. El sol se halla en lo más alto del horizonte, pero sin difundir sus rayos, semejante a una bola de oro.
      Los colores locales, por ejemplo, los techos rojos o azules de pizarra, los árboles, se muestran apagados bajo aquella luz cegadora, en la gran transparencia del aire. En el fondo se destaca una extraña ciudad. Su aspecto, contra las tradiciones de la escuela, no recuerda Flandes ni Brabante, ni siquiera Europa.


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      De entre el cúmulo de casas se destacan dos grandes edificios redondos; pero que no tienen semejanza alguna con la catedral de Aachen ni con la de San Gereon, admirables construcciones, con cúpulas ovales, como las pagodas índicas, comparables a botellas panzudas, con escalinatas en espiral, y una pirámide truncada con plataforma cubierta. Eran los tiempos en que el lejano Oriente empezaba a revelarse a Europa; en que de la nueva puerta del comercio ultramarino, Amberes, se esparcían maravillosos relatos de un país de civilización antiquísima, que ponían en conmoción a todo el viejo mundo. Aquí propúsose Bosch, a fuer de antiguo franco, revestir las historias de los reyes del país de la aurora con el ropaje de la corte burgúndica, dándoles como fondo vistas de las ciudades brabantinas, y nos pintó una Jerusalem, calcada sobre el modelo de las indostánicas. Al paso que en los graves cuadros de la Pasión hizo intervenir en el sagrado drama a los personajes que le rodeaban, en la admirable historia de la infancia del Salvador quiso dar algo de color local del Oriente. A pesar de todos los episodios y glosas marginales que le complican, no carece de brío este cuadro; y por lo que toca a la técnica, debe considerársele como su obra más perfecta.


Proverbios y cuadros de costumbres.


      Otro aspecto de su temperamento nos revela Bosch cuando presenta a nuestra vista escenas de la vida del pueblo, cuadros satíricos de costumbres, ilustraciones de proverbios con leyendas flamencas. Por lo general, son pinturas en lienzo, a la aguada. Por sus asuntos festivos, que mostraban mucha travesura y poca idea, alcanzaron una gran difusión gráfica; pero como aquellas láminas corrían de mano en mano, y se las pegaba a las paredes para adornar las habitaciones, se han hecho muy raras. Hasta ahora no se ha encontrado ningún cuadro original de esta clase.


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      En los siglos xvi y xvii había aún en el Palacio de Madrid y en el Palacio de caza de El Pardo, gran número de ellos. Los inventarios de Felipe II y Felipe IV mencionan al lazarillo conocido por el grabado de Peter van der Heyden, y por las reproduciones de Peter Brueghel, que hizo una serie completa de los dos ciegos. Luego vienen los ciegos cazando jabalíes. Bajo el pabellón de Brueghel han atravesado los siglos otros cuadros en forma de reproducciones libres. Brueghel emplea aquí también los tonos claros de Bosch (peinture ultraclaire). Además, La danza a la manera de Flandes, y La Boda, probablemente una boda de labradores; Cuaresma y Carnaval, seguramente el cuadro descrito por Vassari, en que el príncipe Carnaval, en figura de gigante, banquetea y rechaza lejos de sí a la Cuaresma, que luego toma su desquite. El Castigo, un gran lienzo al óleo, en que la justicia en persona arrastra al lugar del suplicio a un pobre pecador, seguido de la mujer del verdugo a caballo. La bruja con el niño, El entonador, etc. También el primoroso cuadro circular de El niño perdido, dado a conocer recientemente por G. Gluck, podría considerarse como un motivo de género, El vagabundo.
      En el Museo de Madrid hay, además, un original anónimo al óleo (núm. 1.860, 0,49, 0,35, madera). En un círculo sobre una tabla negra contemplamos una operación quirúrgica. En el primer plano de un paisaje liso, un poco pendiente hacia la derecha, iluminado por una luz tenue, y limitado por colinas de un azul claro, se halla un hombre, sentado en una silla, junto a una mesita. El cirujano, de pie tras del sillón, armado de cuchillo, se dispone a sacarle un objeto que se le ha clavado en la frente. En su turbación y premura, el cirujano se ha encasquetado en la cabeza el embudo en vez del gorro doctoral. Un anciano bien conformado, con tonsura y sayal, parece dirigir frases de consuelo al paciente, mientras sostiene en las manos un jarro, acaso con el bálsamo o alguna bebida tonificante para después. Una vieja contempla la escena, con los codos apoyados en la mesa, y tiene sobre la cabeza como co-


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rresponde a su dignidad, el libro en que se halla descrito el caso clínico. Este trastrueque del embudo y el libro parece indicar que la sabiduría libresca y la farmacopea deben ceder ante el hierro en un caso tan grave: Quod medicamentum non sanat, ferrum sanat. Estos personajes muestran la especial disposición de espíritu con que, según la opinión del adorador de Mme. de Longueville, solemos presenciar los malheurs de nuestros mejores amigos.
      Este cuadro era conocido con el nombre de La pintura de los locos. Don Felipe de Guevara, que poseía una reproducción del mismo, al temple, dice con más exactitud: la operación de la locura (cuando se cura de la locura). Trátase de una operación recomendada a la cirugía del porvenir, aunque ya según Swift, habíala ideado un miembro de la Academia de Laputa, el cual preconizaba cambiar los hemisferios cerebrales a los políticos parlamentarios para evitar la discrepancia de opiniones. Este mismo asunto ha sido desarrollado por Jan van Hemessen, con la tosquedad de estilo que le caracteriza, y también lo ha sido en época posterior, como más fino humorismo, como operación y cura de la erudición, por Jan Sleen y Frans Hals (Galería de Rotterdam 313, 414), inspirándose en el refrán holandés: «Tiene una piedra en la cabeza», «sacar la piedra» (Jemand an den Kei snijden). Por «curar a uno de su locura». Sobre el fondo negro se lee el siguiente verso:


            Meester snijt die
            Keye ras
            Myne name
            Is bibbert das (Zitter Dach).


Los sueños.


      En todas estas obras religiosas y profanas se nos revela Bosch bajo un aspecto nuevo, y Michiels dice de las últimas que con ellas abre Bosch le cortege des peintres moralistes, pudiendo haber dicho también de los pintores de género, pues


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hasta entonces esta clase de pintura era conocida en sus elementos, pero no llegaba a constituir una especialidad (l). Bosch marcha, en efecto, a la cabeza del más antiguo grupo de pintores holandeses de género: Peter Brueghel, Aertsen y Beukelaer, Q. Metsys y Lucas de Leyden.
      En otra parte, y la más famosa de su legado artístico, se nos muestra Bosch, por el contrario, orientado hacia lo pasado, tanto por el asunto como por la forma de sus creaciones; nos referimos a sus composiciones alegóricas y satíricas. Sueños llamábalas él, sueños de Bosco, por advertirse en ellas una al parecer desordenada y hasta violenta combinación de elementos, tomados de la realidad y del sueño, por más que a su ejecución presidiera una idea consciente y reflexiva.
      El realista se convierte aquí en un hombre dado a la fantasía. Cambio curioso que encontramos también en otros observadores de la humana locura, como Callot, David Teniers y el aragonés Goya, que también se han hecho un nombre con sus cuadros de costumbres, fiestas y abusos de su época, así como con la pintura de brujas y diablos. El realismo y lo grotesco nacen, en verdad, de raíces muy cercanas. La realidad de infima clase necesita una raigambre de humor, y el lenguaje del estilo cómico tiende a expresar las cosas con una literal reproducción del detalle: «nunca tiene bastante colorido».
      Con frecuencia, basta para producir el efecto cómico la reproducción grave y completa de una partícula de la realidad, y el reino de la naturaleza es el verdadero acervo del pintor grotesco: la fantasía abandonada a sí misma sólo produciría burlas insípidas.
      Los escritores de anteriores centurias, Sigüenza, Martínez, Baldinucci, P. Orlandi (en el abecedario), pensaban que Bosch rebuscaba aquellas imágenes crueles y violentas, por-


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      (1) Berthold Riehl ha demostrado al por menor la dependencia en que se halla Brueghel respecto de Bosch: el autor reconoce a este último la gloria de haber marcado una época en la historia del cuadro de costumbres. (Historia de la pintura de costumbres en el arte alemán, pág. 107.)


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que no esperaba destacarse y sobresalir, siguiendo el camino trillado. Pero ¿quién no ve que, lejos de buscar él y perseguir esas visiones, eran ellas las que le buscaban y perseguían?
      Se conservan de él cuatro de esos sueños, sin duda alguna lo más importante que haya producido. Son: Los siete pecados capitales, La carreta de heno, El placer del mundo, Las tentaciones de San Antonio; este último se halla en Lisboa, los otros en El Escorial. Todos ellos de dimensiones relativamente pequeñas, y, por lo general, afectan la forma de retablos ornados de grisallas. En tan reducido espacio ha acumulado el artista un contenido casi inagotable, subordinado a un tema principal. Son variaciones sobre el problema del mal; las alas muestran el principio y el fin, y en el centro se desarrolla la lucha. De ellos ha dicho alguien, que para hacer su descripción completa se necesitaría llenar un libro; y, en efecto, lo que otros dicen con latitud en las páginas de un libro, Bosch lo muestra aquí condensado y contraído tal como se reflejan los objetos en un espejo convexo. Si Holbein y Sebastián Brant hubieran querido reducir a las proporciones de una tabla su Danza macabra, el primero, y su Nave de los locos, el segundo, hubieran tenido que encargárselo a Bosch. Este, al escoger esa forma de cuadro para sus sueños, supo bien lo que se hacía: la cantidad ya de por sí es un medio de producir el efecto cómico, y lo grotesco sólo puede gustar en pintura cuando no pasa de ciertos límites. Tales cuadros sólo eran posibles con el sistema de los antiguos flamencos, y su estilo pictórico, de trazos finos, duros, firmes y claros; el arte de amoldar lo grande a lo pequeño triunfa aquí en toda la línea. Los siete pecados capitales los pintó Bosch sobre una tabla de mesa, como aquella que posee el Louvre, de Hans Sebald Beham, la Historia del rey David; y la que en la Galería de Cassel se conserva, de un pintor suizo desconocido, y que representa un sistema astrológico, según la idea de una armonía de los planetas, de las artes liberales y de las virtudes basadas en las excelencias del número siete. En la tabla de mesa de El Escorial vemos lo


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contrario; los siete pecados, el mal en su grado máximo, según la moral religiosa. Un tema que por aquella época, aunque en otra forma más teatral, servía también de asunto para la urdimbre de los tapices. El Palacio Real de Madrid posee una serie de esta clase, en forma de cortejo triunfal, pomposo y animado.
      En la tabla de Bosch se desarrolla a nuestra vista una guirnalda de doce escenas, entre las que existe una relación más clara. En el punto central de la tabla esplende un círculo que irradia rayos de luz, y en él se destaca el Salvador, de pie, sobre el sarcófago, con la mano izquierda en alto, en ademán admonitorio, y debajo esta leyenda: cave, cave Dominus videt. Ciñendo su periferia, corre una amplia cenefa, dividida por siete rayos en otras tantas partes, que representan escenas de la vida burguesa, un verídico espejo para burgueses y labradores, contenido en los estrictos límites de la crónica diaria, sin desbordes de fantasía. Cuatro escenas de interior y tres de calle. En las primeras, de entre unos muebles derrumbados, surge un labrador que, armado de un largo puñal, se lanza sobre un vecino; una compasiva mujer le sujeta el brazo levantado en actitud de descargar el golpe; los arrebatos de la cólera. Un caballero de porte principal pasea, halcón en mano, por un camino; un buhonero, abrumado bajo su carga, parece retroceder ante él; en la puerta y ventanas de una tienda hay gentes que murmuran. Nadie dudará que con estos trazos quiso el artista describir cómo «punza al rico la mirada de la envidia». Don Felipe de Guevara elogia esta representación de un afecto nada fácil de pintar; y a este propósito recuerda a Arístides de Tebas, el pintor de los estados de alma y de las pasiones, según Plinio. Estas cuatro escenas son de un carácter y un estilo completamente populares. Las situaciones que ponen de relieve pecados y pasiones se hallan expresadas con pocas figuras y con gran sobriedad; la soberbia, por ejemplo, la representa una dama que, vista por detrás, parece ocupada en el arreglo de su tocado. Fuera de este gran círculo, en las


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cuatro esquinas de la tabla, se abren cuatro circulillos, en los que nos muestra el pago de las deudas contraídas en el mundo: lecho de muerte, juicio, paraíso e infierno. Pero estos circulillos acusan ya el estilo de la pintura religiosa de la época; entre ellos y los otros siete se diría que media un siglo. Felipe II tenía en especial estima este cuadro, hasta el punto de mandarlo colocar, como un penitencial pintado, en la alcoba de El Escorial, la misma donde murió. Allí se conservaba en Febrero de 1873; en época posterior lo llevaron de aquel sitio, y ahora no se sabe dónde habrá ido a parar (1).
      La más comprendida de los antiguos parece haber sido la alegoría de la Carreta de heno, un tríptico que poseía D. Felipe de Guevara, y que Felipe II mandó colocar en la iglesia vieja de El Escorial. Dicho tríptico viene a ser un trasunto del carro de triunfo, trasladado a un ambiente campestre. Puede compararse su argumento al del cuadro de Sebastián Brant: Una gran nave, que lleva a bordo a todos los locos del mundo. También Bosch había pintado La nave de la corrupción. El pasaje bíblico en que la voz del desierto manda predicar al profeta Isaías: «Toda carne es heno», inspiró a Bosch la idea de representar las aspiraciones mundanales bajo la forma de una fiesta rústica en la época de la cosecha. El artista nos introduce en un amplio y ameno paisaje, una llanura tapizada de verde hierba y surcada por mansos arroyuelos, tras la cual distingue la vista un accidentado país, con montañas y ciudades a la derecha, como en las orillas del Rhin. Una carreta, cargada de heno hasta desbordar, de admirable dibujo, camina de regreso, trepidando bajo la abundosa carga. Como


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      (1) Guevara describe esta tabla, pág. 43 de sus Comentarios, como ejemplo del género moralizador por Bosch creado, y no lo considera en modo alguno como falsificación; pues el pasaje referente a él que comienza: «Ejemplo de este género de pintura es una mesa que V. M. tiene» (el librito está dedicado a Felipe II) hace relación a estas «moralidades» antes mencionadas, de las que constituye el más notable «ejemplo», no a las imitaciones de la copia allí referidas.


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en los Segadores de las lagunas Pontinas, de Leopoldo Robert, también aquí va sentada en lo alto de la carreta una alegre pareja, una muchacha que canta por notas, y un mozo que la acompaña con la mandolina; un ángel custodio eleva las manos en actitud de orar, y una fama maravillosa, cuya nariz se ha desarrollado hasta tomar la forma de una trompeta, lanza a los aires el jubiloso cántico de la cosecha. En el primer término se ven divinas segadoras en hábitos monjiles, bajo la vigilancia de una gruesa abadesa, ocupadas en recoger el heno en sacos. Un lucido séquito, impropio de una fiesta rústica, marcha detrás de la carreta; son los jefes de la cristiandad: primero el Papa, acaso Alejandro IV; luego el Emperador, y por último, los príncipes de la corte, todos en suntuoso atavío.
      No hay romería de importancia sin huesos rotos, y así no falta en nuestra procesión el interés dramático de una querella: la lucha por el heno. Distintas personas, que en su mayor parte pertenecen a la categoría de las que, por su hábito al menos, no debieran librar otras batallas que aquellas en que se obtiene la bienaventuranza, armadas de garfios y escaleras, tratan de asaltar la carreta, se empujan unas a otras, boxean, y caen al fin bajo las ruedas. Siete diablos, acomodados en el tiro delantero, están diciendo claramente que esta carreta no es cosa santa. El humorismo del cuadro podría resumirse en esta frase: «mucho ruido para nada» o, según la definición de lo cómico, «lo ininteligible percibido por los sentidos en oposición y estado». La atención y el celo que deberían consagrarse a la lucha del bien contra el mal, de la luz contra las tinieblas, la aplica el mundo de mejor grado a las apariencias; por las nonadas de la vanidad nos imponemos sacrificios mayores que por el fin verdadero e importantísimo de nuestra existencia. El ala derecha del tríptico muestra la granja, el paradero adonde va a dar la carreta. En el ala izquierda, a más del paraíso y de la creación del hombre, se advierte también a lo lejos, en las alturas celestiales, la caída de los ángeles, origen a la vez que primera catástrofe producida por el mal. Pero es-


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tas imágenes se apartan algo del patrón generalmente seguido en las representaciones de esa bristiana guerra de los titanes. Al pronto se piensa si no representará un episodio del quinto al sexto día de la creación, cuando las fértiles nubes dejaron caer sobre la tierra a los animales pequeños. Pero muy luego se descubre ya sobre las cimas de las nubes más altas (bajo la Majestad Divina en irisada gloria), ejércitos de angelillos en actitud de airada defensa, descargando sus golpes sobre un enjambre de seres extraños que se precipitan en confuso montón hacia la tierra. Esos seres son escorpiones, lagartijas, cangrejos, escarabajos, tábanos, familias todas que de entonces acá, en los malos tiempos que ha tenido la tierra, han quedado reducidas a más modestas proporciones. Tales sabandijas que, si bien, según Goethe, han debido contribuir al gran Todo, suelen con frecuencia cambiar nuestro paraíso terrestre en un infierno (el simbolismo se desprende aquí también de las experiencias terrenales), debieron igualmente en otra época, según la realista concepción de Bosch, llenar de incomodidades el cielo, y la servidumbre celeste tendría que echarlos de allí un sábado de limpieza general. Cerrando las alas del tríptico, desaparece toda aquella fantasmagoría y todo aquel simbolismo, y nos encontramos en un amplio paisaje brabantino, con la carretera en primer término. Por detrás, destácanse escenas de la vida rural de entonces, aldeanos bailando al són de la gaita, un caminante atado a un árbol, mientras los bandidos desvalijan su cofre, y allá, en el fondo, el patíbulo, consuelo en todo tiempo de las gentes honradas. El primer término lo absorbe una gran figura, un campesino que atraviesa corriendo la senda, sin otra arma que un garrote. Probablemente la carreta de heno sugirió al pintor la idea del labrador, que es quien lo cultiva. El labrador, además, es quien alimenta a todas aquellas jerarquías, y quien les da tiempo y medios para entregarse a sus importantes querellas; a lo lejos le vemos abandonado a sus inocentes recreos, y también bajo el peso de una de aquellas catástrofes que a diario


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caían sobre él, cuando los elevados combatientes no podían pagar a sus bravas mesnadas.
      La más extraña y sombría de las creaciones alegórico-moralistas de Bosch, es un cuadro, al cual no se le ha podido encontrar hasta ahora un nombre justo. Los españoles le llaman el «tráfago» o «la lujuria», y también «los vicios y su fin». La escena que representa parece un parque de salvaje vegetación, de una flora y fauna extrañas; una especie de paraíso terrenal, a juzgar también por el traje de sus moradores. No cabe negar que aquí también, impresionado por las noticias del reciente descubrimiento de América, sintió Bosch hervir su fantasía, henchida de imágenes de aquella naturaleza tropical. Recuérdese que Colón mismo, al aproximarse a Tierra Firme, creyó haber descubierto el sitio del Paraíso terrenal, en la desembocadura del Orinoco (1).
      Verdaderamente, se ven allí los mismos árboles y animales prodigiosos que en las demás pinturas del paraíso. En el consabido proscenio del ala izquierda, en que Eva, ya formada, es presentada a Adán, se destacan las grandes especies tropicales: el elefante, la girafa, el canguro y el unicornio, que vivía en países conocidos de la Edad Media. Se ven asimismo peces voladores, pájaros de tres cabezas y saurios gigantescos.
      En el fondo despunta una vegetación maravillosa: plantas acuáticas, cuyas partes, compuestas con motivos de cactus, pitas y conchas, recuerdan, por la simetría de su estructura, las construcciones del arte gótico en sus postrimerías, brocales artísticos, de los que salen surtidores de agua, y también seres animados. El árbol maravilloso crece en una colina, y es


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      (1) La Biblioteca Real de Madrid posee un manuscrito de Antonio de León Pinelo, «El Paraíso en el Nuevo Mundo», 1656. Un mapa muestra el continente del Paraíso. En el centro el Edén, con la especificación de los lugares: «arbor vitæ, locus voluptatis, boni et mali». En el ala derecha de la Epifanía se ve en el fondo un mar con una gran ciudad isleña y, puertos con buques. ¿Será Méjico?


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un madroño gigantesco, símbolo del amor al mundo. Probablemente, se trata de una variedad del árbol de la Ciencia.
      Unas formaciones vegetales, retoño de aquel árbol, en número de cinco, forman el fondo en el cuadro principal y medio. Delante de ellas hay un bosquecillo, un jardín de Armida; un estanque espejea por entre la maleza de la orilla que circunda procesionalmente un cortejo de jinetes, de dos y hasta tres en fondo, caballeros en panteras, corceles, machos cabríos, toros, leones, camellos, osos, grifos, unicornios y cerdos. En el agua juguetean grupos de ninfas, que coquetean con los jinetes. También se ve allí una bruja a caballo, un rito de la religión de la Naturaleza.
      En elprimer término de la tabla central se ensancha la escena, adquiriendo la magnificencia lujuriante de un pantanoso paisaje tropical. Fauna y flora son aquí de proporciones colosales; se ven pájaros gigantescos, mariposas gigantescas y gigantescos racimos. Las ninfas parecen haber logrado su objeto. Incontables grupos, más o menos numerosos, se muestran diseminados por aquel paisaje, en que la Naturaleza misma parece poseída del gusto por lo maravilloso, formando encantadoras grutas vegetales, que brindan grata sombra e invitan al soñador descanso. Acaso habría leído Bosch algo de casas construídas con hojas de palmera y de viviendas en las copas de los árboles. Algunos grupos discurren por entre estas maravillas naturales, otros se entretienen en juguetear con grandes pájaros inteligentes y listos, o se recogen en las aguas, convidados de aquella elevada temperatura. Otros, en fin, se han acomodado en los pétalos de una gigantesca chumbera, o en formaciones semejantes a nidos o avisperos coniformes (que flotan en parte en el agua), en conchas, cáscaras de coco, cilindros de cristal, garitas, y hasta en cuevas subterráneas, semejantes a los escondrijos de los grillos. Se ve también, por último, una gigantesca planta pantanosa, una Victoria regia, bajo cuya transparente corteza ha buscado refugio una parejita. ¿Quién podría seguir en todas sus revueltas el laberinto simbólico creado


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por el pintor moralista? ¿Pretendió acaso exponer aquí su filosofía cifrada de la sensualidad y proclamar la reivindicación de sus derechos, que ya el Renacimiento formulara? Los poetas, en verdad, han colocado siempre el placer de la paradisiaca dicha de los sentidos en el seno de una Naturaleza embriagada ella misma, en cuyos procesos vegetativos vuelve a sumirse y rebajarse la espiritualidad. En la bruja a caballo quiso mostrarnos el pintor, cómo la voluptuosidad se nutre a expensas de todas las pasiones (simbolizadas por animales), y de ellas se engendra. En aquel jardín de delicias nos pinta él la inagotable facultad de adaptarse y metamorfosearse que aquélla posee, la animación del mundo externo mediante las imágenes que lo llenan, su proteica fantasía.
      La rehabilitación de la carne, rara vez ha redundado en bien de sus apologistas; de los Campos Elíseos al averno y a las calderas de azufre, no hay más que un paso, y seguro que el lector ya adivina lo que representa el ala derecha del tríptico. El infierno, en efecto, es la antítesis de este jardín encantado. El negro infierno, alumbrado, no obstante, por una luz viva, con el resplandor sombrío de una mina de carbón o un laboratorio. Pero acaso no sea más que el purgatorio, y entonces podríamos atribuirle una significación más conforme con nuestros sentimientos humanos: la de un lugar donde la naturaleza del hombre es sometida a un proceso de destilación, de modo que los elementos de esa combinación que constituyen el mal se evaporen por el calor, quedando los demás en su primitiva pureza. Que esto no es cosa fácil, pruébalo la multiplicidad de procedimientos en que, a más de emplear grandes retortas de vidrio y alambiques, todavía se aplican métodos químicos a los cuerpos de los pecadores. Naturalmente se les castiga por donde pecaron; así, por ejemplo, vemos a un hombre extendido sobre una gran harpa, tal San Lorenzo sobre las parrillas, o una monumental lira rústica, sostenida por un diablillo, y cuya resonante panza se muestra a las pobres almas como una celda de penitencia; y hasta hay allí un desgraciado


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que parece todo oídos. A juzgar por esto, ya se conocía mucho antes del siglo xx el tormento infernal de la música cacofónica. A decir verdad, nosotros nos imaginamos hoy el fin del mundo con otra temperatura; pues la Ciencia, según parece, ha puesto ya en claro que el mundo ha de perecer por el frío.
      La pintura, no obstante, preferirá siempre la temperatura clásica, que se presta más a los efectos de luz; y de ajustarse a los datos científicos, el último acto de esta tragedia vendría a terminar en las tinieblas más absolutas.
      Aún más que en estas obras alegóricas e instructivas, encontró Bosch «campo para tender las alas» de su espíritu, en un género que ya antes había servido en la Iglesia para marcar la transición a lo grotesco. La leyenda ascética de los combates sostenidos por el patriarca de los monjes en la Tebaida; sus luchas «con los malos espíritus bajo el cielo», producto de una región del mundo donde hoy mismo creen los hombres hallarse rodeados de seres invisibles; las tentaciones de San Antonio, hubieran sido ya suficientes para infundir la visionaria imaginación de los orientales a los maestros de la Edad Media, a no llevar estos consigo la herencia, no poco semejante, de los primitivos tiempos hiperbóreos. Las tentaciones del Santo Abad, es la obra más conocida y divulgada de Bosch, que la copió varias veces, habiendo sido reproducida luego por muchos pintores. El mejor ejemplar de este cuadro se halla en el Palacio Real de Ayuda, en Lisboa; allí se conservan las partes exteriores de las tablas de las alas, hermosas grisallas con escenas de la Pasión: la prisión y Cristo con la cruz a cuestas. Cada una de las tres tablas tiene su sólido tema central, a cuyo alrededor gira todo el asunto; en la tabla principal, el banquete; el cáliz es escanciado por damas suntuosamente ataviadas; mujeres cosiendo, un grupo de sacerdotes herejes dando la bendición; a la derecha, la tentación operada por la bruja desnuda, en el hueco de un sauce; a la izquierda, el rapto del ermitaño por los espectros que lo arrebatan hasta las nubes, y, por


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último, la caída del santo, que se desploma desvanecido sobre el suelo de su celda.
      En aquella época era de gran edificación este cuadro, que ponía de manifiesto hasta dónde llega el poder de la fe; y se le interpretaba como una fantasía sobre la epístola del domingo 21 después de la Trinidad (Ephes. 6, 10 y 1.)
      «No tenemos que luchar solamente con la carne y con la sangre, sino también con los príncipes de este mundo, que dominan en las tinieblas de este mundo.» Así lo declara el prior Sigüenza. La figura solitaria del anciano que, como en el cuento de Gogol, se halla acosado por un pandemonio; y en el último instante encuentra la fórmula del exorcismo, que nunca falla, se nos antoja un retrato de Bosch mismo, cuya razón y humorismo eran bastante sólidos para sostenerse siempre firmes en la silla de su pegaso demoníaco.
      Ya de por sí la composición del cuadro ofrecía material para una obra más que buena; la ciudad incendiada, con la torre de la iglesia que se derrumba; la montaña vomitando fuego; la marina con sus buques fantasmas; la colina, cuya verde superficie gravita sobre los cuatro agazapados gigantes; las ruinas de la torre, en cuya oscura capilla arde la lampara eternal; los muros de la fortaleza, entre cuyas almenas se aglomeran tropeles de hombres armados, y a trechos, para recreo de la vista, verdes praderas y bosques. Estas particularidades del paisaje se repiten siempre con una finura rara en la pintura de aquel tiempo; el ambiente recuerda algún tanto a los holandeses del siglo xvii.
      Inmensas formaciones, combinaciones de elementos heteróclitos, partes de hombres y animales, de animales y plantas, han sido corrientes desde antiguo en el arte decorativo y son casi tan viejos como él. Nadie ignora el papel que los monstruos desempeñan, tanto en la arquitectura románica y gótica, como en el Renacimiento italiano. El nombre de grotesco data de la época de nuestros cuadros. Este grotesco alejandrino-romano y neo-italiano, se diferencia del de la Edad Media por la


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claridad de formas de sus creaciones, la hermosura de sus elementos aislados y la euritmia de las combinaciones; además, desde los tiempos más remotos se ha mantenido en un estrecho círculo de formas clásicas; el grifo y la esfinge, centauros y sátiros. ¿Hay un motivo más jocundo que una figura juvenil saliendo del cáliz de una flor? Pero que precisamente en aquel tiempo, los fantasmas de la fantasía nórdica no influenciada por ninguna cultura, ejercían también su influjo sobre el encanto italiano, se halla probado por las biografías de algunos de sus más grandes artistas. Miguel Angel copió un grabado en cobre de Marthin Schongauer, San Antonio arrebatado en los aires por el demonio; el modelo era la única creación de esta clase que hay en la obra del maestro alsaciano. Como su primer ensayo plástico fue la cabeza de su sátiro fisgando, conservó siempre como ornamentista la afición a lo grotesco. De Leonardo refiere Vasari una travesura de juventud semejante, de feroz invención. También Cranach y Durero con su Jinete han contribuido con su parte. Se trata, pues, de una tendencia muy general del gusto en aquel tiempo.
      Ahora bien; Bosch ha sido el más fecundo e ingenioso en este terreno; posee un sistema propio para la creación de monstruos. En combinaciones extrañas y cómicas ha superado a cuanto se produjera hasta entonces; pero en los elementos integrantes de sus creaciones se atuvo más que otro alguno a la Naturaleza, y en esto estriba su valor cómico-pictórico. Esos retratos de peces y aves harían honor a un álbum de historia natural. Podría aplicársele lo que Viollet-le-Duc dice, refiriéndose a una gárgola de la Capilla Sixtina: «II est difficile de pousser plus loin l’étude de la nature appliquée a un être qui n’éxiste pas.» Por esta razón se hallaban sus creaciones saturadas de contenido mental, en vez de ser únicamente desates de una arbitrariedad disparatada. Especialmente drolático es el empleo de objetos inanimados, productos de la industria, instrumentos, vasijas, como partes integrantes de seres vivos, o prendas de vestir. Se ven en sus cuadros: máquinas de hierro,


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que contienen animales y en ellos se transforman; buques que son al mismo tiempo animales acuáticos; seres que, como el cangrejo, se han desarrollado en una concha, en el cráneo de un caballo, en un cántaro; buques aéreos, formados de tenue polvo, en forma de pescados, precursores de nuestros dirigibles; una anciana que lleva consigo, a guisa de capa y capucha, el tronco hueco de un sauce (1).


      Dada la boga que Bosch disfrutó en el siglo xvi, era de esperar, como así fue, que tuviese una turba de imitadores. Entre éstos, había algunos, pocos, con talento bastante para seguir un camino propio; otros que ponían en caricatura su estilo, y, por último, copistas y falsificadores. A los enlazados con él por parentesco espiritual, se les reconoce en el carácter especial de sus creaciones; los falsificadores se revelan por su inferioridad respecto al maestro, y los copistas por la carencia de sus inimitables cualidades pictóricas. Cualquiera que se haya familiarizado con los originales de Madrid y El Escorial, podrá reconocer, a la primera mirada, estas perlas falsas. A ellas pertenecen las obras del tosco San Mandyn.
      El tono frío, claro, especialmente en el paisaje; el dibujo, seco, que recuerda el buril de los grabadores; la expresión, llena de seguridad de las formas agudas, individuales, rebosando humor, todo esto es inimitable, «c’est une peinture ferme, dure, pleine, mais finement travaillée et d’un dessin assez


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      (1) En un pequeño cuadro (Prado, 1.181), que no es original, se ve indicada la influencia de una poesía medioeval irlandesa en la inscripción («Visio Tondalij»). El cuadro representa a un ángel mostrando a un joven el infierno; entre otros objetos, se ven unos naipes. Supónese que se trata del «Het boek van Tondalus visionen», impreso en Amberes, 1482, y Delft, 1494. No creo, sin embargo, necesario remover todas las infames patrañas diabólicas de las antiguas narraciones infernales para comprender a Bosch.


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correct», observaba ya Viardot en 1843. Su parquedad en los colores, quizá estuviera relacionada con la nerviosidad del artista.
      De aquellos sus parientes espirituales, el que parece tener más derecho a figurar inmediatamente al lado suyo, es Peeter Huys, del cual hay un cuadro en el Museo del Prado (1.570). Representa el combate que libran ángeles y demonios por la conquista de las almas. Sobre ambos bandos beligerantes, se cierne aislado un ángel que en la mano lleva un alma redimida. Abajo se destacan las moradas del mal. Los motivos de la lucha los constituyen los horrores de la guerra, que, como más tarde puso de manifiesto Goya en su Desastres de la guerra, sacan a la superficie, en su más descarnado horror, cuanto de diabólico hay en el alma del hombre. En el cuadro a que nos referimos, se observa también en la composición, en vez de grupos diseminados, el movimiento de masas de una gran acción. Lo mismo se advierte en el espantable Triunfo de la Muerte, único cuadro de Peeter Brueghel, d’Aelt. En éste, el abigarrado juego de una fantasía grotesca y sarcástica, ha cedido el puesto a aquel humorismo rabioso que, a la manera de «la danza macabra», busca su efecto en la monotonía de los horribles esqueletos. La Muerte, como un general, avanza seguida de carros atestados de calaveras, por entre las filas de los vivos, y los va empujando, reyes y villanos, hacia una ciudad amurallada con féretros puestos de pie, un colosal matadero, mientras arriba dos esqueletos tañen dos enormes campanas. El horror a la muerte se halla expresado aquí en cuadros de una ebria rabia de destrucción, como si la nada fuera más poderosa que la vida.
      Recientemente se ha querido privar a Bosch de la gloria de haber sido el autor de casi todas las tablas suyas, reconocidas como obras maestras, fundándose en la pretensión inaudita de que la fotografía «permite juzgar a distancia de los originales». Con esta base se ha querido crear un imitador de Bosch, que no sólo estuvo a la altura de su modelo, sino que,


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además, logró superarle. Pero el presunto monograma de este imitador (M) no es otra cosa que la marca de un cuchillero (1). Este despojo, de que se quería hacer víctima a Bosch, privándole de sus mejores obras, se ha tomado por un retorno de la función crítica; vivimos en el tiempo de la depreciación de los valores.
      Como todas estas obras maestras estuvieron reunidas por espacio de siglos en la capital de España, se comprende por qué pocos pintores extranjeros fueron tan familiares y conocidos de los españoles como Bosch, que, además, halagaba su afición a lo grotesco. No tardó mucho en afirmarse que había vivido en España; un pintor zaragozano del siglo xvii, Jusepe Martínez, le hace natural de Toledo: «Fue llamado al Escorial–dice–y allí, para destacarse entre los maestros italianos, discurrió un extraño estilo.» A Bosch se le ha atribuido todo cuanto del Norte vino y se le parecía.
      ¡Pero cómo hubiera él podido, a fuer de extranjero y de holandés, sustraerse a la sospecha! En efecto, halló tan celosos admiradores como encarnizados enemigos; para los unos era un hereje y un renegado; para los otros, un predicador de las más profundas verdades cristianas. Decíase que el genial D. Francisco de Quevedo había plagiado a Bosch en sus Sueños aquella contrafigura del infierno del Dante, y sus enemigos no encontraban mayor insulto para él que llamarle «discípulo y segundo tomo del pintor ateo G. Bosch». Quevedo mismo, y quizás por envidia de artista, le coloca en el infierno, y allí leemos que Bosch, preguntado por qué en su sueño había aderezado tales guisos, respondió: «Porque nunca creyó en la existencia de los diablos.» El pintor Pacheco, Censor de cuadros por el Santo Oficio, previene a los pintores contra la seducción que en ellos pudieran ejercer estas obras, diciendo que se había honrado en demasía a su autor convirtiendo en


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      (1) Véase el artículo de G. Glueck en Jahrbuch d. Kgl. Pr. Kunsts, 1904, XXV.


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misterios estas fantasías. A medida que iba pasando el tiempo sobre esas obras, en que anda revuelto lo sagrado con lo burlesco, parecían, cada vez más, delirios de un cerebro herético, entregado al poder de las tinieblas, visiones anticipadas del lugar que le estaba reservado y que ya por fin le había engullido.
      Ahora bien; estos herejes tenían a su favor el clero, que rompía lanzas por la pureza de creencias cristiano-católicas de Bosch. El clero, de cuyas filas han salido los más grandes satíricos y humoristas–Rabelais, Swift,–ha mostrado siempre mayor comprensión para la burla que los seglares timoratos. Y fue preciso que los dignos señores hicieran la apología de los combatidos cuadros, exponiéndolos en sus santas moradas. El grave, docto, al mismo tiempo que experto crítico en materia de pintura, Prior de San Lorenzo y su biógrafo, que también padeció a Felipe II, Fray José de Sigüenza, pregunta si es presumible que este monarca tolerara en la iglesia y en sus habitaciones particulares la presencia de las obras de un hombre sobre el cual recayese la más leve sospecha de herejia. En su historia se encuentra un largo discurso sobre Bosch, cuyas producciones clasifica por este tenor: Cuadros devotos; escenas de la Pasión, las cuales pertenecían a la pintura sagrada corriente; luego, escenas de San Antonio, imágenes de la lucha contra el poder del mal, y, por último, alegorías. Pero éstas no son disparates, sino libros llenos de profunda sabiduría y artificio: sátiras pintadas de los pecados y errores de los hombres. No es culpa suya el que resulten disparates; si los hay allí, no son suyos, sino nuestros. Lo más íntimo de la Naturaleza humana, tal como ella es, lo pone al descubierto sin contemplaciones, al revés de otros que sólo tocan su superficie. En su estudio de la naturaleza humana, tan llena de contradicciones, ¿no puso Platón, al tratar de sus fenómenos, aquella noble estatua de multiplicidad infinita, surgida de lo más profundo de la noche y el sueño? Sigüenza compara a Bosch con el inventor de la poesía, macarrónica; una mezela, en boga en-


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tonces, de los idiomas latino e italiano; con el benedictino Teófilo o Jerónimo Folengius, que escribía con el pseudónimo de Merlín Coccajus. A Sigüenza se adhiere Fray Francisco de los Santos, que en la segunda mitad del siglo xvii estuvo encargado de la dirección del Escorial; opina éste que el mundo debería estar lleno de traslados de una obra como el Curso del mundo. Todavía en el siglo xviii, otro Prior, Andrés Ximenes, dice: «que las obras de este creador de la pintura alegórica figurada son, bajo su jocosa apariencia, de un arte tan enérgico, tan lleno de sentido y de doctrina como las más graves y devotas, pues ellas enseñan más en un momento que otros libros en muchos días». El actual Prior del monasterio cedido a los Agustinos es de otra opinión: más gazmoño que Felipe II, ha sustraído a la admiración pública estos cuadros. A su opinión, ya expresada hace veinte años, se puede asentir, reconociendo que, en efecto, donde tienen su verdadero puesto esos cuadros es en el Museo de Madrid.


      En los cuadros de esta clase muéstrase Bosch como moralista según el espíritu eclesiástico; un predicador de Cuaresma en traje de seglar, y un pariente espiritual de sus contemporáneos Sebastián Brant, Geiler de Kaisersperg, Tomás Murner. Su Carreta de la vanidad, El jardín de los placeres, El círculo de los pecados, La lucha contra los demonios del desierto, todo esto revela la esencia de este mundo según la representación cristiana, acompañada del pecado a la izquierda y del infierno a la derecha. Era aquella una época de violenta actividad y desenfreno, en que el egoísmo de los poderosos, el afán de goce aun en aquellos que debían dar buenos ejemplos, habían quebrantado, más que los límites de la moral, los del honor y la decencia; una época que tenía que despertar y aguzar el espíritu satírico.
      La manera como Bosch trataba los errores humanos, sin


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piedad ni contemplaciones, venía a ser como la justicia de entonces. En el fondo de sus paisajes asoma su silueta admonitoria la colina del juicio supremo con horcas y ruedas, ornamento inevitable de nuestras antiguas vistas de poblaciones. Aun en la hermosa y apacible naturaleza florestal se advierte una sombra. Aquel fondo central de una fresca vegetación estival con prados y arboleda alternando, que en las tablas de sus contemporáneos deleitan la vista, en la imaginación de Bosch va unido al espanto de una manada de lobos saliendo de entre la maleza; y los palacios suntuosos los pinta presa de las llamas. Pero tan plagado de crímenes, errores y abusos como estaba este siglo, tan libre y despiadada era la burla que venía a imponerle el condigno castigo. Esto habla en favor de la Edad Media, comparada con los siguientes siglos de hipocresía, que
            Quien no se cree el mejor,
            Es que no es de los mejores.


      De entonces acá se ha hecho el mundo más comedido, más sensible a esas sátiras; y, como consecuencia, la sal se ha hecho más floja.
      La herejía de nuestro pintor procede de que, obras que con toda la gravedad del pensamiento fundamental ofrecían tan copiosa materia a la risa, no eran ya comprensibles para esos tiempos tan cambiados. Ahora bien; lo que ahora molestaba a los Tartufos, había disfrutado siglos de libertad, había figurado esculpido en piedra y en madera en los lugares sagrados, y habíanlo acogido sin recato en sus moradas sacerdotes y seglares. El antiguo catolicismo tuvo, no obstante sus austeridades y terrores, una faceta luminosa; basado en las necesidades de la naturaleza humana, halló para cada extremo un contrapeso equilibrador. Sabido es cuanto se explayó el genio satírico en el arte gótico, en las gárgolas y en los pórticos de las catedrales, así como en los misereres y en los trascoros, donde juntamente con los ornamentos constituidos por figuras de


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monstruos y vestiglos, se admitían representaciones burlescas, sobre todo, ridiculizando las costumbres del clero, ya en estilo de parodia, ya en forma acre y directa. Todavía en 1520, un grabador tudesco, Rodrigo Alemán, hizo para la catedral de Plasencia unos relieves con destino al coro, que en punto a claridad y fuerza de expresión no dejan nada que desear. Donde más tiempo subsistió la antigua licencia fue en las procesiones y farsas. Felipe II refiere a sus dos hijas, desde Lisboa, en 1582, el relato de una gran procesión, cuyos diablos, como él dice, se parecían a los que Bosch pintaba, y lamenta no los hubiesen visto las infantas.
      Lo que más podía chocar en Bosch a sus contemporáneos, era la innovación que aquél introdujo, haciendo extensiva la licencia que los escultores disfrutaban a la pintura de tablas y trípticos de la escuela de Van Eyck, en la que hasta entonces reinara una severa gravedad. Además, estas fantasías pintadas al óleo eran, en cuanto a dibujo y colorido, de un realismo nunca visto hasta allí.
      En la Edad Media sólo se representa al diablo y su séquito en forma grotesca. Tan en serio como se le tomaba en la vida, tan cómico como se le quería ver en pintura. Acaso, quizá, porque un demonio principesco, con un espíritu grande, aun en su caída, tal como lo describiera Milton en su Paraíso, no hubiera sido comprendido en aquel tiempo; hubiera hecho el efecto de un objeto de veneración. A Dios mismo se lo imaginaban aquellas gentes, más que nada, como a un sér terrible.
      Aquella licencia se derivaba indudablemente del supuesto de que las cosas serias, mezcladas con lo cómico, se afirman ante la conciencia como realidadades aún más sólidas. Con la declaración de guerra del siglo xvi se trocó la inocente parodia en insultante burla e impía blasfemia. Desde entonces, los bandos beligerantes vieron en creaciones como la Carreta de heno testimonios de oposición, «testes veritatis». Bosch murió en vísperas de la reforma, en el año que precedió a las 95 tesis.


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      Pero aún puede hacerse otra referencia a esa fecha de la historia universal. En manuales de la historia del arte se consideran las diablerías como meros ejemplos del desenfreno de la fantasía; y, sin embargo, tienen su raigambre en lo más profundo de los delirios populares. ¿A quién no le recuerdan el nefasto año de 1483 con su «malleus maleficarum»? Lo que a nosotros nos parecen juegos de un humorismo vano–porque el artista se desprende en su obra de la carga de obsesión, y comunica al espectador su jovialidad,–hubo un tiempo en que pesó sobre los hombres con un agobio insoportable. Puede decirse, con verdad, que estos terrores alcanzaron entonces un grado de tal intensidad, que los místicos de tiempos posteriores no vislumbraron siquiera.
      El temperamento enérgico, práctico, de Lutero, enderezado al hecho, y para el cual eran igualmente antipáticos la filosofía puramente teórica, la sutileza teológica y los éxtasis de los visionarios; que como cualquier mortal se complacía en la vida activa y sentía ante la muerte un indecible espanto; Lutero, no obstante, tenía su propensión a las meditaciones y ensueños religiosos. Lutero padeció como pocos el «tormento de la fantasía». Hijo de la Edad Media, que se creía cercada de diablos, en tan grande número como los átomos de polvo que flotan en un rayo de sol, la creencia en un mundo espiritual tenía en Lutero vivas y profundas raíces, y veía espíritus por doquiera en el mundo sensible. Creía que los monos eran «diablos vanidosos», a los que estaba permitido ahogar a los hijos de los incubos, y contaba que el demonio, su vecino malo, le plagaba de orugas los árboles frutales de su huerto. Bosch nos ha ilustrado auténticamente, por decirlo así, acerca de la idea que aquellos cerebros se formaban del mundo. «Muerte y diablo», temor del infierno y miedo a la muerte: he ahí los fantasmas que Lutero combatió con toda la energía de su temperamento y contra los cuales buscó un eficaz exorcismo que les pusiese en fuga, que era lo que en su concepto debía constituir la misión del cristianismo. Lutero aspiraba a sustituir


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el tratamiento múltiple y sintomático seguido por la Iglesia, que sólo recetaba calmantes, aspirando a conservar en sus manos las riendas que enfrenan la bestialidad humana, por un régimen radical. Y esta terapéutica la entró en la Escritura, en el Evangelio, en la «sola fides», cargando el acento en la palabra «sola», como expresión de esa cura radical.
      El otro camino, el único provechoso, mediante la revelación que se funda en la filosofía y en las ciencias naturales, no se le alcanzaba ni a él ni a su época. Pero si el poderoso empuje de Lutero condujo a una ruptura con la Iglesia, aquellos terrores de la fantasía perduraron con toda su fuerza como un azote de la humanidad en el seno mismo del protestantismo. El proceso de las brujas vino entonces a extender su contagio, semejante a la peste, una peste que en vez de meses necesitó años para su extinción.


      Estas consideraciones traspasan, sin embargo, los límites de nuestro propósito. Lo que a Bosch ha valido un lugar en la historia del arte, fue el haber sido un pintor nato. Prescindiendo de las intenciones que al pintar sus cuadros le animasen, lo cierto es que seguía el libre impulso de su temperamento de artista, abandonándose a su amor por las cosas visibles. Era Bosch un hombre de perspicacísima mirada, así para lo pequeño como para la grande; un observador de la Naturaleza y del mundo de los humanos, de los abigarrados juegos de la flora y de la fauna plásticas, que conocía los secretos fisionómicos y el lenguaje del gesto con que se revelan los caracteres humanos y las pasiones. Sus graneros espirituales y sus cuadernos de apuntes debieron ser una enciclopedia admirable; sirviéronle de paleta para sus Sueños poesías transcritas a las cuales no hizo sino ponerles las ilustraciones. Bajo garras de uñas siempre afiladas, como eran las suyas, supo aprisionar hasta lo que entonces se consideró como un respetable retrato, rasgo admirable; para cada objeto se le ocurrían asociaciones de


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ideas que movían a risa. Pero cuando quería, poseía también bastante dominio de sí mismo para sustraerse a ellas; es, pues, de lamentar que no se contuviera con más frecuencia dentro de los límites de los géneros corrientes. Cuando le acudía la inspiración, parecíase su cerebro (tomándole una frase prestada a nuestro humorista) «al primer día que el mundo sensible se revolvió en el caos». Se podría decir de los cuadros de Bosch que son el álbum del diablo. Tomando al «diablo» como verdadero mundo antitético del mundo divino, como a la gran sombra del mundo, no tengo inconveniente en proclamarle el primer humorista.


Carlos Justi