La emparedada

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​La emparedada​ de Emilia Pardo Bazán


Reclinada sobre tapices persas, pálida y triste, entre humaredas de pebeteros que la envuelven en nubes de exóticos inciensos y violentos sahumerios orientales, la zarina tiembla, pues va a regresar su esposo, su terrible esposo, de la guerra o de la caza. Y cuando regrese, sufrirá la zarina el suplicio de la marmórea indiferencia y el desdén brutal con que la mira y la trata su dueño, harto de su hermosura y airado contra la mujer que no consigue atraerle a sus brazos.

¿Por qué la aborrece el zar? La zarina lo ignora. Sus espejos de plata bruñida le dicen que es bella. Su caudalosa mata de pelo, color de cobre limpio, ondea y se encrespa hasta el borde del pesado caftán de terciopelo verde recamado de oro. Sus perfectas facciones parecen cinceladas, como suelen parecer las de sus paisanas, las hijas de la Georgia. Su piel clara brilla con dulce resplandor nacarino. Sus manos son tan delicadas y prolongadas como las de la icona de marfil que se yergue dentro de una hornacina, al pie del lecho. Sabe tañer, sabe cantar, y ella misma compone los versos de sus melancólicas querellas. ¿Por qué el zar la aborrece? No se atreve a preguntárselo. Quizá no lo sepa él mismo. Hay sentimientos cuyo origen desconoce el alma donde reinan.

Se oyen ladridos de perros, relinchos de caballos, algazara de cazadores. El zar vuelve. La zarina, temblante, apresta la sonrisa, pinta sus mejillas, se prende en el seno una rosa de Teherán, cogida del rosal, que ella misma cuida, y sale al encuentro del esposo, como debe hacer toda esposa fiel y amante. Mientras despojan al zar de sus arreos cinegéticos y le visten ropaje prolijamente bordado, la zarina espera para abrochar a su dueño el redondo broche de turquesas y granates que sujeta la túnica. Cuando se adelanta, dispuesta a hacerlo, con gesto amoroso, el zar la rechaza.

-Zarina, te detesto. Tu vista me es amarga como el absintio. Odio tus ojos azulados y tus lágrimas infantiles, que no aciertas a esconder. Odio la rosa que te adorna y la fragancia que despiden tus labios. Odio tus manos de marfil, semejantes a las de la icona, y tus pies bien formados, que he visto desnudos. Córtate al punto ese largo pelo rizado y, sin murmurar, desaparece en las tinieblas del convento.

-¿En qué he delinquido, señor? Te he sido leal, te he amado, te he obedecido siempre como obedece la mano a la voluntad... ¿Cuál es mi culpa?

-Ninguna. Te odio. No puedo decirte más. Basta. Te encerrarán en una celda de piedra con tres ventanas; desde la primera verás una iglesia de doradas cúpulas; desde la segunda, un jardín lleno de flores; desde la tercera, un cementerio, donde has de dormir.

-¡Por compasión! -gime la joven posternada-. Déjame libre, zar ortodoxo, y mendigaré mi sustento! ¡Déjame que ocupe el último lugar entre las servidoras del palacio, y no me acordaré nunca de que he sido la zarina!

-Quien lo ha sido lo es. A la celda te llevarás tu alta corona de pedrería, tu manto forrado de cibelina, tus collares relicarios. Despáchate. Hoy te esperan en el convento de la Panaxia.

Allí conducen la misma noche a la zarina. Emparedada en su celda, cuando se despierta, cree al pronto haber soñado un horrible sueño, pero no puede dudar; reconoce las tres ventanas, desde las cuales ve la iglesia, el jardín, el cementerio con sus túmulos de césped y sus cipreses oscuros. Sacude la cabeza: la soberbia mata de pelo ha desaparecido. Oculta el rostro entre las manos y llora, llora tres días y tres noches, rehusando el alimento.

Al tercer día, exánime, bebe una jarra de kumis, y se resigna. Todas las mañanas reza ante las cúpulas de oro: todas las tardes canta, acompañándose con su bandurria, canciones dolientes. Nunca se asoma a la ventana que cae al cementerio; su único consuelo es mirar el jardín florido. Pero el invierno se acerca: el soplo de su yerta boca despoja los árboles. El ciclo gris apenas deja filtrar la claridad lívida del sol. En el horizonte flotan inciertos velos, como niebla de humo; un polvillo pálido desciende lentamente, amortiguando más aún la escasa luz diurna. Poco a poco, el polvillo se convierte en granitos de maná, luego en copos finos, después apretados y densos. La tierra blanquea. Diríase que el aire blanquea también. A lo lejos un infinito blanco junta al cielo con el suelo. Nieve dondequiera, nieve hasta perderse de vista: inmovilidad y mutismo fúnebre, y la zarina, emparedada, bajo sus pieles de marta y armiño, tirita como si la envolviese el velo silencioso de la muerte.

Pasan meses y meses: viene la primavera; la negra gleba humea y se esponja bajo el sol de abril; dijérase que las cortezas crujen y las yemas de los árboles revientan; dijérase que la estepa ríe y que los pájaros están locos. La zarina deja deslizarse sus abrigos de rica peletería y se asoma a la ventana. No muy distantes, por el camino tortuoso, ve cruzar peregrinos que se dirigen a Jerusalén, mujiks que van a sembrar el trigo y el lino, monjes, cosacos, babas que llevan a hombros sus pequeñuelos. Y canta sus querellas, con la esperanza de que alguien la oiga y fije en la ventana una mirada de piedad. Nadie la escucha, nadie se vuelve, excepto un viejo vagabundo que al crepúsculo pasa cerca de las tapias del jardín.

-¿Qué tienes, niña? ¿Por qué te han encerrado? -pregunta el viejo-. ¿Has cometido, sin duda, un crimen?

-¡Ay de mí! -responde la emparedada-. No hice nada malo. Cristo lo sabe. Estoy aquí porque el zar me odia. Sálvame, cristiano ortodoxo.

-Si te odia nuestro padre el zar, será con razón y justicia.

-Sin razón; por capricho me aborrece.

-Habla con más cordura, niña. No podemos comprender al zar ni a Cristo, Zar del Cielo, y ambos tienen siempre razón. Sufre y calla...

Y el viejo se aleja, despacio, como si luchase todavía entre un impulso de compasión y el convencimiento de que a él, pobre mendigo errante, sólo le toca postrarse al oír el nombre del zar. La emparedada le grita, le llama, dándole nombres de cariño. Una cuerda que el viejo arrojase a su ventana es la libertad, la salvación. La tarde iba cayendo, la luna se alzaba encendida y redonda, el vagabundo ya se confundía con el gris de la sombría estepa, allá en lontananza. Y entonces la zarina, asomándose a la tercera ventana, de la cual siempre había huido, la que cae al cementerio, tendió los brazos en transporte de amor hacia los túmulos de césped y las profundidades de fosa que se adivinan bajo el suelo mil veces removido, relleno de muertos. La libertad está allí...