La infancia y educación de Abraham Lincoln

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 Así también la vida de Lincoln está por sí sola destinada a ser de un grande beneficio como enseñanza para los pueblos. No es la violencia del bárbaro, abriéndose paso con el mazo que descarga sobre sus semejantes más débiles: no es el demagogo que, a trueque de tomar la delantera, dejará tras sí una brecha irreparable. Es el labrador honrado que estudia las leyes de su país, y conociendo los signos de los tiempos, se propone encabezar al pueblo y lo consigue como San Bernardo, Cobden, como todos los que con la palabra han dirigido los impulsos generosos del pueblo hacia la libertad, el progreso, la igualdad moral. - D. F. Sarmiento.


LA INFANCIA Y EDUCACIÓN

DE

ABRAHAM LINCOLN




Muy notables semejanzas presentan los principales incidentes de los primeros años, entre los hombres que más decidida influencia han ejercido en los Estados Unidos de Norte América. Si los detalles difieren, su historia en general es la misma: los breves y sencillos anales del pobre. Obscuros de nacimiento; avezados a la lucha desde sus más tiernos años; con escasas facilidades para adquirir educación en la escuela; probados por todo linaje de dificultades; y sin embargo, independientes, confiando en su propio esfuerzo, hasta que por sus propios puños, diremos así, se han abierto paso a aquellas posiciones para las cuales el talento y las peculiaridades individuales los traían preparados.

Hijos de la naturaleza más bien que del arte, aún en sus últimos años, en medio de escenas y asociaciones del todo diferentes a las que les eran familiares en su infancia y primera juventud, han conservado en sus actos y en sus palabras ese resabio natal, o sea lo que se llama a veces el pelo de la dehesa. Mas si no han alcanzado a la gracia del cortesano, la honradez del hombre ha compensado ampliamente aquella falta. Si su lenguaje es rudo, al fin es franco e inequívoco. Tanto el amigo como el enemigo saben dónde hallarlos; pues poco ejercitados en las dobleces del politicastro o del intrigante, van derecho hacia el punto a que su juicio o conveniencia los dirige.

Entre esta clase de hombres ocupa un lugar prominente el gran estadista, cuya vida y servicios públicos nos proponemos exponer en las siguientes páginas.

Abraham Lincoln, el décimosexto Presidente de los Estados Unidos — cuyo nombre ocupará en la historia de la humanidad, por haber abolido la esclavitud y preservado la Unión, un lugar tan prominente como Washington, que aseguró la independencia de un continente y consolidó las instituciones libres —nació el 12 de Febrero de 1809, en un extremo del territorio entonces despoblado del Kentucky, en lo que hoy es conocido con el nombre de La Rue.

Su genealogía no alcanza más allá de su abuelo del mismo nombre, quien emigrando de Virginia hacia el Kentucky, tomó posesión en el país desierto, todavía frecuentado por los indios, de una extensión de terreno, para labrarse un hogar, como es la práctica de los pobladores fronterizos de este país, no sin grave peligro de ser asesinados por los salvajes; no teniendo vecinos sino a dos o tres millas de distancia de su cabaña, y viéndose forzado a tener siempre apercibido su fusil, mientras que con el hacha desmontaba campos de labor. Individuos, y aún familias enteras de aquellas vecindades, habían perecido a manos de los indios, y no pasaron cuatro años sin que cupiese la misma suerte a Abraham, cuyo cadáver escalpado fué encontrado a cuatro millas de su cabaña, en el campo que estaba desmontando el día anterior, y donde lo sorprendieron los salvajes.

Con tal terrible contraste la familia hubo de separarse no quedando al lado de la viuda más que el menor de sus tres hijos, Tomás Lincoln, quien apenas de doce años dejó también la casa paterna; aunque, llegado a la edad provecta, volvió al Kentucky y se casó con Nancy Hantz. Ambos carecían de toda cultura, pudiendo leer algo la esposa, y ni eso el marido, si bien éste sabía firmarse en caracteres indescifrables; pero uno y otro, como es común entre los menos aventajados norteamericanos, sabian apreciar el valor de la educación, y honrar y respetar el superior saber de otros. En cambio era proverbial la bondad de corazón de Tomás, quien se mostró siempre industrioso y perseverante. De tres hijos que tuvieron, dos llegaron a la edad adulta; una niña, que murió a poco de casada, y Abraham, llamado por cariño en su niñez Abe, contracción del nombre de bautismo: un tierno apodo que pronto se trasmitió al lenguaje popular.

A la edad de siete años pudo entrar en una escuela que accidentalmente se abrió por aquellos contornos, y cuyo maestro podía apenas enseñar a leer y a escribir; pero habiendo hallado el padre comprador de su fundo, trató de cambiar de domicilio antes que el alumno hubiese aprendido más que a leer.

La propiedad fué vendida en docientos ochenta pesos, de los cuales sólo veinte pesos fueron en plata, y el resto en whiskey o aguardiente; y como el poseedor se propusiese sacar partido de la mercancía, emprendió, con el escaso auxilio que podía prestarle el niño, construir una lancha para descender el Rollin Fork, en cuya vecindad estaba la habitación, y entrar en el Ohio, para trasladarse por este río a Indiana, adonde sus hermanos le habían precedido.

Mal éxito tuvo, sin embargo, el viaje, habiéndosele volcado la lancha con pérdida de la carga, de la cual salvaron apenas tres barriles; teniendo que dar por recompensa la embarcación a los que le ayudaron a salvarlo. Desde allí, internandose en el país, y abriéndose camino por entre las selvas con el hacha, llegó, después de muchos días de fatiga, al condado de Spencer, en la Indiana, donde se proponía residir, escogiendo para ello un campo conveniente; con lo que, dejando sus efectos al cuidado de una persona que vivía algunas millas de distancia, volvióse a pie al Kentucky, a fin de trasladar su familia.

Pocos días después decían adiós a su antigua morada partiendo la señora Lincoln y su hija en un caballo, Abe en otro, y el padre en un tercero. Al fin de una jornada de siete días, a través de un país despoblado, y durmiendo a cielo raso sobre una frazada tendida en el suelo, llegaron al lugar escogido para su futura residencia, poniendo inmediatamente mano a la obra de despejar un sitio para construir la cabaña. Una hacha fué puesta en manos de Abe, y con el auxilio de un vecino en tres días hubo Mr. Lincoln construído lo que se llama un log-house, asegurando en las esquinas con clavijas de madera, como es la costumbre, los palos o tozas sobrepuestos hasta la altura conveniente para techar; y rellenando luego con barro las rendijas entre unos y otros. Una cama, una mesa y cuatro asientos salieron luego del mismo taller, y con esto la casa quedó amueblada. Tal fué la mansión paterna del que más tarde ocupó el White House (Casa Blanca) en Wáshington, y llena hoy el mundo con su nombre. Aunque durante el siguiente invierno su hacha no estuvo ociosa, el joven Abraham continuó ejercitándose en la lectura, principiando desde tan temprana edad a hacerse notar como buen tirador, de cuya habilidad dió muestras, con gran deleite de los padres, cazando un pavo silvestre que se había aproximado a la cabaña. El acertado manejo del rifle era de mucha importancia en aquellas apartadas y solitarias regiones por entonces, puesto que la mayor parte de las provisiones dependían de la caza; y muy mal parada se encontraría la familia que no contase entre sus miembros uno o dos que tirasen perfectamente. Poco más de un año después de haberse establecido la familia Lincoln en su nueva residencia murió Mr. Lincoln, dejando en el corazón de los suyos y en el hogar doméstico un inmenso vacío. Un joven que vino a establecerse por aquel tiempo en la vecindad, proporcionó ocasión a Abraham de aprender a escribir, lo que consiguió en menos de un año.

Su padre volvió a casarse con una viuda, madre de tres hijos, y que por la suavidad de su carácter era muy digna de llenar los deberes de su nueva posición. La entrañable afección que se estableció luego entre Abe y su madrastra continuó sin debilitarse en el curso de la vida de ambos.

Otro joven más adelantado en conocimientos que los precedentes maestros, vino a establecerse en la vecindad y abrió una escuela, en la que el joven Abraham perfeccionó su lectura y escritura, adquiriendo además nociones de la aritmética hasta la regla de tres; dándose con esto por terminada la educación que pudo recibir en su infancia. Retenía con facilidad lo que aprendía, y como tenía pasión por el estudio, su constante aplicación le proporcionaba la distinción del maestro, mientras que los conocimientos generales adquiridos por sus lecturas lo hacían muy buscado como escribiente por los pobladores más ignorantes siempre que necesitaban poner una carta. Dícese que su vestido era de cuero de gamo curtido, a usanza de los fronterizos de aquel tiempo, y un gorro de coatí o mapuche.

Durante los cuatro o cinco años subsiguientes, trabajó constantemente en los bosques con su hacha, cortando árboles, y rajando leña para cercos; y durante las noches leyendo, muchas veces a la vacilante luz del hogar, los libros que pedía prestado a los habitantes de los alrededores. Entre ellos hubo de obtener un ejemplar de la Vida de Wáshington, por Weems, cuya lectura debía ejercer en su espíritu una influencia parecida a la que se atribuye a la de las Vidas de Plutarco, sobre la conducta pública de otros personajes célebres en la historia, que las leyeron en sus primeros años. Por algún detrimento accidental que el libro experimentó en sus manos, vióse, en compensación del daño, obligado a cortar forraje por dos días.

A la edad de diez y ocho años entró al servicio de un vecino, ganando diez pesos al mes, para ir a Nueva Orleans en una lancha cargada con provisiones, que debía vender en las plantaciones a orillas del Mississipi cerca de Crescent City, partiendo para tan lejana y peligrosa expedición con un solo compañero. Por la noche amarraban a la costa durmiendo sobre cubierta a esperar el día para continuar aquel viaje de mil ochocientas millas, que llevaron a cabo, soportando las consiguientes molestias, sin otro incidente notable que el de ser atacados por una partida de negros, que fueron obligados a tomar la fuga después de un severo conflicto; vendiendo por fin la mercancía con buena ganancia, y regresándose inmediatamente a Indiana. En 1830, Mr. Tomás Lincoln trasladó su familia a Illinois, trasportando sus utensilios de familia en carretas tiradas por bueyes, conduciendo Abe una de ellas. En dos semanas llegaron a Decatur, en el condado de Macón, ubicado hacia el centro del Estado; y en un día más tomaban posesión de un sitio de diez acres de tierra (cosa de cuatro cuadras) sobre la ribera norte del Sangamón, que se proponían cultivar, a la distancia de unas diez millas de Decatur. Una cabaña de palos fué inmediatamente erigida, y Abe procedió a preparar las rajas de madera con que debía cercarse el terreno, pues que como leñador, labrador y cazador el joven Abraham Lincoln era tenido por uno de los más expertos, laboriosos y certeros; y mucho debió ser el sentimiento de la familia, cuando el joven adulto anunció su resolución de ir a buscarse la vida por su propia cuenta entre los extraños. Contando con que poblaciones más avanzadas le suministrarían teatro adecuado a sus gustos y disposición, trasladóse al más poblado condado de Meynard, donde trabajó en calidad de labrador en la vecindad de Petersburgo, durante el siguiente verano e invierno, sin descuidar sus estudios en lectura, escritura, aritmética y gramática.

En la primavera siguiente entró en tratos con un tal Offutt para conducir una lancha a Nueva Orleans, y como no se encontrase a venta una adecuada, Abraham Lincoln se encargó de construir una que, lanzada en las aguas del Sangamón, sirvió para el proyectado viaje del Mississipi. Tan buena cuenta dió de su comisión, después de terminada felizmente, que el nuevo patrón, satisfecho del tacto y laboriosidad de su dependiente, le confió la dirección de su molino y almacén en la villa de Nueva Salem. En esta posición ganóse el honrado Abe, como era ya llamado, el respeto y confianza de todos aquellos con quienes tenía negocios; mientras que, entre los habitantes del lugar, su afabilidad y prontitud para asistir a los desvalidos le atraían la general simpatía, no habiéndosele jamás reprochado un acto desdoroso.

Muy a principios del siguiente año estalló la guerra conocida como la guerra del Halcón Negro, por el nombre del jefe indio que acaudillaba el levantamiento; y habiéndose pedido tropas voluntarias por el gobernador de Illinois, Abe determinó ofrecer sus servicios, inscribiendo su nombre entre los primeros en la oficina de reclutamientos que se abrió en Nueva Salem. Su influencia indujo a muchos de sus amigos y compañeros a seguir su ejemplo; y una compañía fué organizada con prontitud, y Abe fué unánimemente elegido su capitán. Como la compañía alistada por solo treinta días, no alcanzase en este tiempo a entrar en servicio activo, se ordenó una nueva leva, en la cual éste volvió a tomar servicio, continuando con su regimiento hasta que concluyó la guerra.

A la edad de veinte años el joven Abe medía seis pies y cuatro pulgadas de alto, con una constitución delgada, aunque extraordinariamente fuerte y muscular, lo que lo hacía un gigante entre aquella raza de gigantes.

En un discurso posterior Abraham Lincoln aludía así a esta campaña, burlándose del empeño de los biógrafos del General Cass, en hacer de él un héroe militar: «Por lo visto, señor Presidente, decía (dirigiéndose al que presidía la reunión), ¿Vd. ignora que yo soy un héroe militar? Sí, señor, allá en los tiempos de la guerra del Halcón Negro, yo combatí, derramé sangre... y me fui. Al oír hablar de la carrera del General Cass, me acuerdo de la mía propia. No me hallé en la derrota de Stillman, es verdad; pero estuve tan cerca como el General Cass, del lugar de la rendición de Hull. Cierto que yo no rompí mi espada,[1] por la sencilla razón que no tenía espada; pero una vez estropié malamente mi fusil. Si Cass rompió su espada, se entiende que lo hizo por desesperación. Mi fusil se quebró casualmente. Si el General Cass se vió forzado a comer moras silvestres, estoy seguro que yo lo aventajé en mis ataques a las cebollas del campo. Si él vió indios vivos y combatientes, eso es lo que a mí no me tocó en suerte; pero yo tuve muchos y sangrientos encuentros con los mosquitos; y aunque nunca desfallí a causa de la sangre vertida, confieso en vendad que más de una vez tuve muchísima hambre». En época muy posterior y cuando Abraham Lincoln había alcanzado la fama de un grande orador, el Rev. Cullivier obtuvo en conversación privada con él algunos detalles interesantes sobre su educación, que tienen en lugar aquí:

— Deseo conocer mucho, Mr. Lincoln le había preguntado el Rev. Culliver, cómo adquirió Vd. esa extraordinaria facultad de precisar todas las cuestiones. Esto debe ser el resultado de la educación. No hay hombre dotado de tal privilegio. ¿Cuál ha sido esta educación en Vd.?

— Pues bien, respondió, en cuanto a educación, los papeles públicos dicen la verdad; porque no alcancé a estar doce meses en la escuela durante toda mi vida. Mas, como Vd. observa, esto debe ser el producto de alguna forma de cultura. Eso me preguntaba a mí mismo mientras me hablaba Vd. Sólo puedo decir que, entre las reminiscencias de mi niñez, me acuerdo de que me enfadaba mucho cuando alguien me hablaba de un modo que no entendía. No creo que había cosa que me irritara tanto. Esto me hacía perder los cascos, y me sucede ahora lo mismo. Recuerdo irme a mi pequeño dormitorio, después de haber oído por la tarde una conversación de mi padre con los vecinos, y pasarme una gran parte de la noche paseándome de arriba abajo, y discurriendo sobre el significado exacto de algunas frases obscuras que había oído. No podía dormir, por más esfuerzos que hiciera, una vez que me ponía tras una de estas ideas, hasta que daba con ella, y así que la encontraba, no me satisfacía con esto, sino que la repetía una y otra vez; y no quedaba contento hasta que había expresado en un lenguaje tan claro, que cualquier muchacho pudiera comprenderla. Esta era una especie de pasión en mí, y siempre la he conservado; pues, aun ahora, no estoy tranquilo hasta que no he deslindado el pensamiento que tengo en la mente por todos sus costados — por el norte, por el sur, por el este y el oeste. Tal vez esto dé la clave de ese rasgo característico de mis discursos, aunque no había pensado en ello.

— Doy a Vd. las gracias, Mr. Lincoln, por esta revelación, contestóle el Reverendo. Este es el hecho más raro que jamás haya conocido en materia de educación. Esto es lo que se llama genio con todo su poder impulsivo, inspirador; dominando el espíritu del que lo posee; y convertido por la educación en talento, con su uniformidad, su permanencia y su disciplinada fuerza siempre pronta, siempre disponible, nunca caprichoso: lo que constituye el más alto atributo de la inteligencia humana. Pero permítame preguntarle, ¿ha tenido Vd. instrucción en materia de derecho? ¿Preparóse Vd. para ejercer su profesión?

— ¡Oh! sí. Leí «tratado de leyes», así como suena; esto es, fuí escribiente de un abogado de Springfield, y copiaba fastidiosos legajos, adquiriendo en los ratos desocupados el conocimiento de las leyes que me era posible. Pero la pregunta de Vd. me trae a la memoria un cierto método de educación que adopté y del cual debo hacer mención aquí. En el curso de mis lecturas sobre el derecho, constantemente tropezaba con la palabra demostrar. Al principio me parecía entender su significado: pero no tardé de apercibirme de mi error. Yo me hacía a mí mismo esta pregunta: ¿qué más hago cuando demuestro, que cuando razono, o pruebo una cosa? ¿En qué se diferencia la demostración de toda otra prueba? Consulté sobre este punto el Diccionario de Webster. Este habla de «cierta prueba»; «prueba fuera de la posibilidad de duda»; pero no podía yo formarme una idea de la clase de prueba que era ésta. Creía que muchas cosas eran probadas fuera de toda posibilidad de duda, sin adoptar el extraño proceder de razonar sobre una demostración, tal como yo la entiendo. Consulté sobre ello todos los diccionarios y libros de referencia que pude haber a la mano, sin mejor resultado. Era como definirle a un ciego el color azul. Al fin dije: «Lincoln, nunca llegarás a ser abogado si no entiendes primero lo que significa la palabra «demostrar»; y en consecuencia dejé mi empleo en Springfield, volví a la casa de mi padre, y permanecí allí hasta que pude demostrar cualquiera proposición de los Seis Libros de Euclides. Entonces comprendí lo que significa demostrar y volví a mis estudios de derecho.

— No pude prescindir, concluye el Rev. Culliver, de exclamar admirado de este desarrollo de carácter y genio combinados: «Ya no me maravilla, Mr. Lincoln, su buen éxito, pues que estoy viendo que esto es el legítimo resultado de causas adecuadas. Se lo merece Vd. todo, y algo más todavía. Si Vd. me lo permite, desearía hacer del dominio público estas confidencias. Serían valiosísimas para excitar a nuestra juventud a emprender aquel paciente estudio, y adquirir aquella cultura clásica y matemática, que la mayor parte de los espíritus requiere. Nadie puede hablar bien sin que, ante todo, se haya dado primero cuenta a sí mismo de aquello sobre lo cual se propone hablar. Euclides bien estudiado libraría al mundo de la mitad de sus calamidades, desterrando la mitad de los disparates que lo alucinan y hacen desgraciados. Muchas veces he pensado que el libro de Euclides sería el mejor que podía ponerse en manos del pueblo, como preparación moral. Este libro mejoraría las costumbres».

— Pienso lo mismo, dijo Mr. Lincoln riéndose; voto por Euclides.

Como nada es insignificante para caracterizar a un hombre notable, añadiremos aquí las curiosas observaciones del presidente Lincoln, a propósito de un bastón, recordando sus gustos y hábitos de joven. Una persona que tenía ingerencia en la prensa de Wáshington, necesitaba ver al Presidente una noche, y encontró que ya estaba recogido. Díjosele, sin embargo, que se sentara en la oficina, y a poco presentóse Mr. Lincoln en camisa de dormir, tentando a risa con sus largos, descarnados y belludos miembros. Despachado el asunto, mostróse dispuesto a conversar; y apoderándose del bastón del interlocutor, empezó a decir: «Cuando era yo muchacho siempre llevaba un bastón; era ésta mi manía. Prefería uno hecho del renuevo nudoso del haya, y yo mismo les labraba el mango, Un bastón es cosa muy característica, ¿no le parece a Vd.? ¿Ha visto Vd. esas cañas de pescar que se usan como bastón? Pues bien, esa fué una antigua idea mía. Garrotes de palo del árbol del perro, eran muy usados por los muchachos por allá, y supongo que todavía los usan: los de encima son muy pesados, a menos que no se obtengan de un renuevo. ¿Se ha fijado Vd. en la diferencia que hay de llevar bastón? Sin bastón las brujas y las viejas no parecen tales. Meg Merrilies (un personaje de Sir Walter Scott) lo sabía muy bien».

  1. Aludiendo al hecho muy citado entonces en los debates políticos de la heroicidad del miliciano General Cass en haber roto su espada, cuando supo que sus fuerzas estaban incluidas en la capitulación del General Hull. Cass era en aquel tiempo candidato del partido democrático para la Presidencia.