La Alpujarra:31

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Quinta parte

La orilla del mar


- I - Cortijeros y cortijeras.- De Murtas a Turón.- Acerca de los higos.- De cómo mi primo clavó clavos[editar]

Asomó al fin por las doradas puertas del Oriente, que se decía en mejores tiempos, el día de nuestro viaje al mar.- Llegó, sí, aquel día tan suspirado; -y transcurrió; -y desapareció muy luego para siempre, como todos los de nuestra falaz existencia...- Pero en verdad os digo, aunque ello os parezca inverosímil, que, si grande es el entusiasmo con que lo vimos amanecer, mayor es aún la satisfacción con que lo recuerdo en este instante.- ¡Tan lejos estuvo de defraudar nuestras esperanzas, y de aventuras tan honrosas (para nuestros caballos especialmente) es hoy la memorable fecha!

Mas procedamos con el debido orden; a cuyo efecto, volvamos a principiar este capítulo.

[...]

Cuando salimos de Murtas, que no fue tan temprano como se había dispuesto la noche anterior, entraban en el lugar numerosas bandadas de hombres, mujeres y niños, ora a pie, ora en mulos, jumentos o caballos, y todos vestidos con esmero. Era la población de los 107 cortijos antes mencionados, que acudía a la Función de las Palmas o Misa de los Ramos, como allí se dice.- (Nosotros habíamos oído otra menos solemne.)

En aquellas alturas hacía un frío espantoso. Las campesinas llevaban, pues, echada sobre la cabeza, a guisa de manto, la falda del zagalejo; y como quiera que los tales zagalejos estén todos forrados de bayeta verde, amarilla o encarnada, y debajo de ellos aparezca otra saya de la misma tela, y por lo general del mismo color, aquellas mujeronazas, airosas y gallardas de suyo, resultaban sumamente bellas y elegantes... suponiendo que se las considerase desde el punto de vista artístico... y desde lejos, por añadidura.- Ya que no la estatuaria gentil, traían a la imaginación la pintura mural cristiana, o sea aquellos grandes frescos en que tan frecuente es ver vestidas de un solo color las épicas mujeres de la Biblia.- En cuanto a los cortijeros, llevaban una especie de tabardo con esclavina y un sombrero de extensas alas.- Con semejante equipo, más parecían soldados de Felipe II que descendientes de los moros.- Y a la verdad, su abolengo era aquél y no éste, como ya demostraremos en su día...

Pero tampoco va ahora la relación a mi gusto. Principiemos por tercera vez.

[...]

El camino de Murtas a Turón se reduce casi todo a una pendientísima cuesta, de tres cuartos de legua de longitud, que termina en la rambla de este último nombre.

Nosotros, previo el oportuno acuerdo, anduvimos a pie aquellos tres cuartos de leguas, a fin de entrar en calor; lo cual no fue maravilla que consiguiéramos al poco rato; pues, a medida que descendíamos, subía la temperatura, adelantaba la Estación, cambiaba la flora y se enriquecía la fauna...; de modo y forma que, cuando llegamos a lo hondo, nos vimos rodeados de tropicales pitas y otras plantas costeñas... ¡y de moscas de 1872!

(¡Ahora es cuando va esto en regla!)

Una vez en aquella calorosa rambla, montamos a caballo; y, en una trotada, recorrimos un buen trozo de sus arenas; en otra, bastante más difícil, subimos a un empinado monte; y, ya en lo alto de él, descubrimos que, a la parte opuesta, es decir, a la parte del mediodía, estaba hendido de alto a bajo por una frondosísima cañada, llena toda de verdura, de árboles en flor y de seculares higueras...

Eran las ilustres higueras de Turón; las madres de los higos que han hecho célebre aquel lugar.

Nosotros no pudimos menos de saludarlas con profundísima veneración. ¡Llevábamos tantos años de admirar sus productos, sus obras, sus hijos... (sus higos quise decir)! -Sentimos, pues, al verlas una emoción análoga a la del viajero que visita en escondido villorrio a los modestos padres de un grande hombre público.

Por lo que toca a los higos en sí, su reputación no puede ser más merecida, y yo espero que con el tiempo salve los Pirineos y se extienda por toda Europa.- Son más chicos que los de Smirna y mayores que los de Cosenza; y, por su delicadeza y dulzura, recuerdan los de Tusculum, tan celebrados por el Cónsul M. T. Varron, en su libro De re rustica, y muy apreciados todavía en los mercados de Roma con el nombre de Higos de Frascati.- Sabido es que Frascati ocupa el mismo lugar en que existió la antigua Túsculo.- En cuanto al paladar de los hombres, se ve que siempre es el mismo.

Macrobio, Præfectus cubiculi de Teodosio el Joven, hace notar, en sus curiosísimas Saturnales, que la higuera es el único frutal que no echa flores, y luego clasifica a la higuera blanca entre los árboles de buen agüero y a la higuera negra entre los árboles fatídicos protegidos por los dioses del Averno.- Afortunadamente para Turón, allí se dan lo mismo los higos blancos que los negros y por consiguiente, sus habitantes no se hallan indefensos del todo, sino, a lo sumo, en la llevadera situación en que el maniqueísmo nos suponía a todos los humanos.

Mucho más cómodo fuera, sin duda alguna, para los moradores de Turón no tener que habérselas sino con higueras blancas; como los maniqueos se habrían alegrado de que el principio del bien reinase sin rival en el mundo; pero ¡ah!... el bien absoluto es imposible aquí abajo, -y hasta sería inconveniente, según nuestra misma Sagrada Teología.- Continuemos, pues.



Aquella fértil y deliciosa cañada sirve como de triunfal avenida a Turón, y desde que se entra en ella, forma uno completo juicio de la riqueza del lugar a que conduce, como las hileras de monumentos y sepulcros de la Vía Apia anunciaban antiguamente al viajero toda la gloria y la importancia de Roma.

Turón, adonde llegamos a las diez (cuando, según el programa del día, debíamos de haber llegado a las ocho), tiene 2903 habitantes, inclusos los de la Cortijada de Guarea, que consta de veintiuna casas, y los del caserío de Diétar, que se compone de catorce. Es un pueblo sumamente alegre, de apacible temperatura, defendido a un propio tiempo de los vientos del Norte y de los de África por los cerros que lo rodean, y más costeño ya que serrano.- Además de sus clásicos higos, produce almendras, trigo y cebada. Beneficia minas de plomo; y, en fin, su nombre tiene el alto honor de ser de origen latino: -TUROBRIGA, diz que se llamaba antaño.

Debido quizás a esta etimología, los moriscos turonenses se singularizaron entre todos los de la Alpujarra por la benignidad con que trataron a los cristianos el día del Alzamiento de aquel lugar.- «...Los del lugar de Turón (dice la Historia) recogieron diez y ocho cristianos que allí vivían, y, porque los -Monfíes no los matasen, los acompañaron hasta Adra y los pusieron en salvo con todos sus bienes muebles».- Ahora: si más adelante los moriscos de aquel pueblo quitaron la vida al famoso capitán DIEGO GASCA, ya hemos visto que se les dio harto motivo para ello; y bien caro les costó; pues (según la Historia añade) «los soldados que se hallaron presentes mataron luego al matador y a los que con él estaban; y se airaron tanto viendo el desdichado suceso de su capitán, que sin otra consideración tocaron arma a gran priesa, y, dando, igualmente en los vecinos armados y desarmados, mataron ciento veinte de ellos, y robaron el lugar, captivaron todas las mujeres y niños, y, dejando ardiendo las casas, volvieron a su alojamiento y repartieron la presa...».

Mal año para las higueras blancas.



Los honores de Turón nos fueron hechos (todo esto es francés puro) por aquél mi antiguo condiscípulo y noble amigo que nos acompañaba hacía tres días, y por otro respetabilísimo caballero, cuyo hijo primogénito figuraba ya también entre los expedicionarios.- Ambos querían llevarnos a su respectiva casa; y, para transigir tan generosa contienda, dividímosnos en dos secciones, tocándome a mí recibir merced de mi condiscípulo, o, por mejor decir, de sus venerables padres, -¡que Dios le conserve muchos años!

Admirablemente lo pasamos unos y otros convidados: tan admirablemente, que, cuando nuestra sección, que era la más ejecutiva, cayó en la cuenta de buscar a la otra, a fin de emprender la marcha, eran ya las dos de la tarde...- ¡¡¡Las dos de la tarde... y, según el programa primitivo, debíamos haber salido de Turón a las diez o las once de la mañana!!!...

Los verdaderamente perjudicados por un retraso tan considerable, éramos mi primo y yo.- A los demás expedicionarios les sobraba todavía tiempo para realizar sus planes y cumplir sus compromisos, reducidos a trasladarse directamente de Turón a Albuñol, distante de allí unas tres leguas, y a llegar a esta villa antes de las ocho de la noche.- Así es que los encontramos fumando tranquilamente, arrellanados en sendas butacas.

¡Pero nosotros teníamos necesidad, capricho, voto hecho, palabra comprometida, resolución formada, en fin, de ir a Adra aquel mismo día, y tanta obligación como los demás de estar en Albuñol a las ocho en punto, si no queríamos ser los últimos de los huéspedes, de los comensales, de los amigos, de los caballeros y de los hombres!

Es decir, que nosotros, para acudir a ambas partes, y suponiendo que sólo nos detuviéramos una hora en Adra, tendríamos que andar ocho leguas en cinco horas... ¡por caminos alpujarreños!

-¡Imposible, señores, imposible! -nos dijeron los hijos del país.- No les queda a ustedes más remedio que renunciar a una de las dos cosas: o a ir a Adra esta tarde, o a estar en Albuñol a las ocho de la noche.

-¡Cómo imposible! -prorrumpí lleno de asombro y de despecho.- ¿Nos creen ustedes unos mandrias porque hemos nacido en terreno llano?

-Completamente imposible; a menos que hubiesen ustedes nacido águilas.

-¡Con que es imposible! -volví a exclamar desesperadamente.- ¡Y me lo decís ahora!

Aquellos crueles se encogieron de hombros, sin poder disimular la risa.- Mi desesperación era para ellos un triunfo. Desde por la mañana temprano habían estado prediciendo que los novicios acabaríamos por renunciar a aquel descabellado proyecto de ir a Albuñol pasando por Adra.

-¡Estoy perdido!...- me dije, pues, con desconsuelo.

Y miré en torno mío, como buscando un rincón del mundo en que ocultar mi vergüenza.



Entonces observé que unos ojos estaban fijos y como clavados en mí desde lo hondo de la sala, con una expresión indefinible.

Eran unos grandes ojos moriscos, llenos de luz y de energía, que indudablemente me interpelaban, me reconvenían, me pronunciaban un discurso, protestaban, en suma, contra todo lo que allí se estaba hablando...

Eran los ojos de mi primo; -de aquel primo mío, más semítico que jafético, que me acompañaba desde las orillas del Genil, y a quien ya califiqué, en la primera parte de esta obra, de «camarada tradicional e indispensable de mis reiteradas excursiones a caballo por aquella provincia».

Eran los ojos de mi primo PEPE; -más que primo mío por el corazón, según que también expuse entonces, y acerca del cual añado ahora que, si llego a sobrevivirle, no volverá nunca a montar a caballo sin rezar un Padre Nuestro por su alma mora...

Eran, sí, sus ojos los que relucían en el fondo de la sala.

Tan luego como reparé en aquella mirada fulgurante, me acerqué a él con cierto disimulo; hícele seña de que me siguiese, y, llegado que hubimos a la pieza inmediata, le hablé y me contestó en estos términos:

-José, tú tienes algo que decirme...

-Sí.

-Y lo que tienes que decirme es que tú y yo podemos ir a Adra esta tarde...

-¡Sí!

-Y estar en Albuñol a las ocho de la noche...

-¡¡Sí!!

-Probando de este modo a los hijos de la Alpujarra...

-¡¡Sí!!! ¡¡¡Sí!!!

-Que aún hay hombres capaces de hacer marchas como las de ABEN-HUMEYA...

Mi primo se contrajo como un epiléptico al oír estas palabras; volviose rápidamente hacia una pared; dio en ella dos o tres golpes con el puño, cual si clavase un clavo, y repitió, con el acento de un entusiasmo arrebatador:

-¡Eso! ¡Eso! ¡Eso!

-Pues calla, y sígueme.

Siguiome sin rechistar.

Cuando mi primo clava clavos, todo está dicho.

Bajamos a la cuadra, y nos pusimos a arreglar nuestros caballos por nosotros mismos.

Pero en tal instante se nos presentó aquel viejo del Albaicin que desempeñaba el alto cargo de Criado Mayor de la expedición, y nos dijo, medio riendo y medio llorando:

-Yo quiero ir con ustedes...

-¿Adónde?

-A Adra. y ¡al fin del mundo! Yo sé el camino de la costa.

-Pues ¿quién le ha dicho a usted que nosotros vamos a Adra? -exclamó mi primo.

-Yo que me lo he figurado.

-¡Mal hecho!

-No lo he podido remediar, D. José.

-A propósito, Pepe, -díjele entonces:-.¿conoces tú el camino?

-No tiene pérdida... En bajando siempre, de fijo legaremos al mar...

-Eso es indudable...- repuse yo equívocamente.

-¡A lo menos, así viajan los hombres de nuestra hechura! -añadió él con toda la gracia que Dios le ha dado.

-Y el camino de la costa, desde Adra a la Rábita. ¿lo conoces?

-¡Tampoco! Pero, en siguiendo la orilla del mar hacia Poniente...

-No me digas más. ¡Comprendido!... Veo que los años no pasan por ti...

-Sin embargo, -observó el criado, -hay puntas muy malas que evitar, y hace falta conocer las sendas que las cortan... máxime viajando de noche, como ustedes viajarán desde la Torre de Guarea en adelante. Pero yo he sido carabinero, y conozco toda la costa.

-¿Carabinero, o contrabandista? -preguntó mi primo.

-Las dos cosas, D. José.

-Pues a caballo, abuelo, -exclamé yo, -y no diga una palabra a nadie. Nosotros, Pepe, saldremos por la puerta del corral, como D. Quijote.

-Me parece muy bien; pero antes debemos dejar un recado a esos infames.

-Es verdad. Así no detendrán su marcha por esperarnos. Lo mejor es escribirles.

Y, diciendo y haciendo, escribimos con lápiz en una tarjeta las siguientes líneas:

«Son en Turón las dos y diez minutos.- Salimos para Adra.- Procuren ustedes estar en Albuñol antes que nosotros».

Como veis, el desafío era horrible. Teníamos que morir o vencer.

Entregamos la tarjeta a otro criado; montamos a caballo, y partimos.

Cuando ya íbamos andando, oímos la voz de los alpujarreños, que nos gritaban desde un balcón:

-¡Hasta mañana, caballeros! ¡Buen viaje! ¡Que duerman ustedes bien en Adra!

-¡Hasta esta noche a las ocho! -contestamos nosotros melodramáticamente.

Y metimos espuelas.