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La Conquista del Perú: 26

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XXV - Conclusión

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La ciudad era un campo de batalla por todos sus ámbitos, y las divisiones peruanas avanzaban vencedoras por todas partes, arrastrando tras sí la victoria y la desolación. Almagro sin quitarse del frente de los batallones, vencía, refrenando empero a la tropa y conservando la disciplina, y tendía al rededor penetrantes miradas por descubrir al gobernador, su contrario, para medir con él cuerpo a cuerpo las armas, y Coya siempre a su lado, inflamaba el valor de los Peruanos, y les inspiraba valor y denuedo para entonar himnos de victoria, y cantos de libertad.

Huascar, aunque obediente a las órdenes de Almagro, aunque de alma noble y generosa, conduciendo una división por diversos flancos, llevaba tras sus huellas el exterminio y dejaba sobradamente conocer que haría la guerra a muerte en lo sucesivo; y en medio de tanto horror recogía perezosamente la noche su negro manto, la luz del nuevo día empezaba a esclarecer el horizonte, y la aurora de la libertad del Perú despuntaba refulgente.

Pues bien pronto llegó a Almagro la noticia del asesinato de Pizarro, que él creía entre los combatientes, y entonces el joven guerrero demostró toda la nobleza de su alma: lloró la muerte de su enemigo, y arrojó melancólico la espada que esgrimía su diestra. Huascar en tanto avanzando victorioso se posesionó del Palacio del gobernador, antigua mansión de los Incas, y contemplaba en un helado pasmo el cadáver del intrépido y glorioso español que había hundido en polvo el colosal imperio, cuando también llegó Almagro; y Ocollo, fatigada y con difícil y angustioso aliento yacía en un profundo desmayo. -Inca, le dijo el Español, ya ocupas la mansión de tus antecesores; aquí tienes mi espada; ya no combatiré a tu lado; ya no tengo enemigo que vencer; ese frío cadáver ha desarmado mi diestra. -¡Cómo, valiente Almagro, pude ofenderte! -No, Huascar, no, eres noble y generoso, pero mi nombre sin mancha y sin baldón quedara cubierto de oprobio, si continuara combatiendo contra mis hermanos. El orgullo de Pizarro y el fanatismo de Luque, la intolerancia y el despotismo de los dos, me llevaron a tu campo, y las ofensas personales del Gobernador demandaban únicamente mi venganza. Tal vez las remotas generaciones creyeran que de la sangre de Pizarro brotara la libertad de Perú, porque su asesinato nos hubiera dado la victoria; las armas peruanas se hubieran cubierto de gloria venciendo al conquistador, pero ora quedan mancilladas, y yo debo salvarme del oprobio retirándome del teatro de la guerra. -Ocollo vengó la sombra de Atahulpa; mírala palpitante, sumergida en profundo desmayo. -Ocollo entonces comenzaba a sacudir su letargo, y desprendiéndose de los brazos de los Peruanos que la rodeaban, quería huir aterrorizada, y gritaba convulsiva. -No, bárbaro, jamás la sombra de Atahulpa. -A duras penas pudieron reducirla a un separado y tranquilo aposento, en que prodigándola los más solícitos cuidados, volvió en breve a la calma, y contemplaba pasar por su imaginación recuerdos espantosos.

-No, Huascar, repetía Almagro, yo no culpo a Ocollo; su venganza y su honor exigían su arrojo; pero murió Pizarro, y es ya mi deber deponer las armas. Ya te he preparado a la victoria, Benalcázar y otros ilustres capitanes refuerzan tus filas; ya has aprendido a no temer las armas europeas; el imperio te aclama por su soberano, y señoreas ya la victoria. Adiós Huascar generoso; adiós ejército peruano, adiós. -Nacido en el Oriente vine a conturbar vuestra ventura; el Dios de misericordia quiso dotarme de menos ambición, o de más sensibilidad que a mis compañeros, y procuré ser vuestro consuelo y vuestro apoyo en vuestro común infortunio. La ingratitud y el orgullo de Pizarro, el amor de Coya, las inspiraciones de mi corazón, me llevaron a vuestro campo; combatí por vuestra libertad, y tal vez os di la victoria. Si algo me debéis, si fuese digno de aspirar a vuestra gratitud, perdonad los crímenes de mis compañeros, no maldigáis su memoria... Sus crímenes han sido crímenes de su siglo.

Copioso llanto derramaban los sencillos pechos, un profundo silencio reinaba entre los ilustres personajes, y las escenas de horror y de sangre, que aterraron al Nuevo Mundo, comenzaban a convertirse en escenas de ternura y de gozo. Coya, que en las miradas de Almagro inflamaba su puro corazón, estaba eternamente pendiente de sus labios; el querer, los caprichos de su amante, eran para la hermosa sagrados e inviolables preceptos, y en estando al lado de su Almagro, tenía realizado todo su porvenir de ventura y sus dorados sueños. Huascar que no miraba en el bizarro joven un rival, sino un amigo, un apoyo invencible, apuraba todos los recursos posibles para que no depusiera las armas, pero el bizarro castellano no podía seguir una campaña en que su poderoso rival había sido asesinado. Todo era en vano; Almagro había tomado su resolución irrevocable, y al fin se dirigió a Huascar. -Tú lo sabes, le dijo, esclavo de la hermosura y de los encantos de Coya, toda la felicidad que anhelo es poseerla como esposa, ya que tanto tiempo hace poseo su corazón. Como monarca del Perú, como jefe de la familia de los Incas, otórgame este don, y mis cortos servicios por la causa del imperio serán altamente compensados. La mayor honra de Huascar era contar a Almagro entre la familia de los Incas, y en breve el venerable sacerdote Las-Casas, los desposó en el templo de Cuzco con todas las ritualidades de la Iglesia,celebrándose con regocijos y pompa magnífica, el himeneo en toda la extensión del imperio; y según las crónicas contemporáneas los dos esposos vivieron felices y bienaventurados largos años en el magnífico palacio de Coya, que ya conocen nuestros lectores.

El virtuoso Las-Casas quedó también en Cuzco como jefe y vicario general de los sacerdotes cristianos del imperio, y predicaba infatigablemente la ternura y el balsámico consuelo de augusta religión del crucificado; confería las sagradas órdenes a los nuevos sacerdotes, era el ángel protector de los desgraciados, y hacía reflejar en sus virtudes la verdadera efigie de un Dios adorable y omnipotente. Ocollo admirando las virtudes del santo ministro, y estimulada por la conversión de Huascar, no odiaba a los cristianos; aun tal vez gustosa hubiera recibido las aguas del bautismo, pero el amor de Atahulpa vivía inextinguible en su pecho, y jamás quiso abandonar la creencia de su adorado Inca y en sosegado retiro veía deslizarse su vida contrastada de magníficos recuerdos; y ya la sombra de Atahulpa se presentaba ensangrentada a su conturbada imaginación, ya un puñal vengador clavado en un arrogante pecho hacía sonreír a su alma.

Los héroes del Perú, cual errantes cometas, iban terminando su carrera, y llegando a su ocaso; pero volveremos a anudar la relación de nuestra historia para terminar sus páginas.

A pesar de la completa victoria de los Peruanos, aun pudieron escapar de Cuzco y de la muerte algunos españoles, que a las órdenes del Capitán Soto huyeron presurosos hasta Cajamalca. En vano fuera ya la porfía y el denuedo; la revolución del Perú había ya estallado para no retroceder; los Peruanos tenían ya armas matadoras, tenían virtudes y combatí por su libertad, que es lo que conduce a los pueblos a la victoria, y más débiles y desmayadas fuerzas pudieran oponerse al torrente impetuoso. El fanático y sanguinario Luque se salvó también de la matanza de Cuzco, y huía con los restos del ejército vencido si bien ya no contaba con aquel poder mágico e irresistible que la superstición le daba en los primeros momentos, porque su negro fanatismo había cansado hasta a los fanáticos.

El bizarro Huascar no se adormeció entre los laureles de sus primeros triunfos, y vencedor sobre las murallas de Cuzco, aun no era vencedor sobre el imperio de Incas. Los invasores dominaban muchas provincias, y preciso era prepararse de nuevo a combatir y a vencer. Los emisarios de Huascar y de la libertad recorrían el país por todas partes, que falto de guarniciones, sólo por un fantástico terror humillaba su cuello al despotismo, y con facilidad se alzaban las provincias al grito de libertad e independencia, a poca protección que le ofreciese una división de Huascar.

Sólo desde Cajamalca a San Mateo derramaba sus horrores la dominación, porque era el punto donde estaba reconcentrada la poca fuerza invasora que aun ocupaba el nuevo mundo.

Cada día una provincia proclamaba su libertad y su independencia; el fuego de la revolución ardía subterráneo y violento por todo el imperio; Huascar con admirable actividad atendía a todas sus partes; los invasores estaban ya reducidos a un corto recinto, y a millares los peruanos volaban a Cuzco a engrosar el ejército de la libertad. No por más tiempo pudiera tolerar Huascar que Cajamalca y San Mateo continuasen bajo la dominación extranjera, y al frente de un poderoso y bien organizado ejército, marchó a dar la libertad a aquellas deliciosas comarcas, y el trono de Madrid y el Vaticano se estremecían a los pasos del libertador del Nuevo Mundo. También en esta provincia ardía el fuego de la sedición; los invasores se esforzaban en vano por sofocarlo, y Huascar marchaba presuroso, y era preciso prepararse al combate. Mal pudiera confiar en la victoria una corta división desalentad, vencida, abandonada de la Metrópoli; sin recursos, y hostilizada con furor del suelo que pisaba; pero Soto y sus soldados eran valientes y aguerridos, ni sabían soportar el oprobio de ser vencidos, y no cederían el campo sin medir las armas con esfuerzo.

Cual un río caudaloso que rompiendo sus diques, se lanza y se extiende con majestad por las campiñas, así Huascar dilataba y extendía sus fuerzas por los campos de Cajamalca, y se preparaba a dar el último golpe a la arrogancia de los invasores. Soto había también reconcentrado sus fuerzas, y se preparaba con denuedo a la batalla, y el antiguo y el Nuevo Mundo esperaban con avidez el golpe que tanto había de influir en su porvenir moral y político.

Luque, como ya hemos indicado, no gozaba de tanto poder ni de tanto prestigio; su fanatismo no dominaba ya exclusivamente a las consciencias, y comenzaba a reinar un ambiente de despreocupación que daba a las almas bastante distinto temple. En aquellas comarcas dominaban también los dos cultos; el cristianismo y la adoración del sol, que tenía sagrados templos en muchos pechos peruanos; pero la intolerancia de creencia, y el despotismo militar, seguían con más o menos crudeza derramando sus horrores, y los Peruanos,preferirían una gloriosa muerte, a continuar arrastrando los hierros de la esclavitud. Las noticias de la aproximación de Huascar enardecían los ánimos, y en Cajamalca bramaba también una revolución espantosa.

Fogoso y arrogante Soto salió al campo a las nuevas de la llegada de Huascar, y llevado de su loco ardimiento se preparaba a aventurar un choque temerario. Luque no podía comprender cómo el Dios de las batallas, abandonando las armas nazarenas, diese la victoria a un ejército por él excomulgado, y en su bárbaro fanatismo miraba los reveses de su campo como un visible castigo de los pecadores, y como difícil prueba a que exponía el Dios de justicia a la resignación cristiana, y fervoroso abrió misiones públicas, excomulgó de nuevo al ejército del imperio, y a los renegados cristianos que le seguían, y celebraba diarias rogativas, sosteniendo así en algo el valor de los vencidos. Huascar debía a Almagro un valor prudente y una rígida disciplina, y no dudó admitir el combate a que Soto le provocaba, porque, pesaba y meditaba a sangre fría sus poderosas ventajas, y no dudaba de la victoria. Bien pronto a vista de Cajamalca se trabó con obstinación el combate; Soto, si valeroso y arrojado, no tenía el prestigio que Pizarro, ni su tacto y conocimientos militares; los soldados más aguerridos y los más expertos jefes habían perecido en los Andes y Cuzco, y en breve los invasores se vieron envueltos y destrozados, y tuvieron que pronunciarse en retirada.

Desgraciadamente en Cajamalca había sucedido lo que Soto debiera haber previsto. En el momento en que sacó a la campiña todas las fuerzas para presentar a Huascar la batalla, estalló en la ciudad el volcán que ocultamente ardía; los esclavizados habitantes corrieron a las armas con plan muy anteriormente combinado; se apoderaron de las murallas y puntos más importantes, sorprendieron y degollaron a las cortas guardias con que se creía asegurada la tranquilidad, y ni un solo invasor pudo librarse de la muerte. Los esclavos mataban con encarnizamiento, pero ansiaban apurar todo su furor con el bárbaro Luque.

El vicario de Pizarro había atraído sobre su cabeza un odio inextinguible, porque había vivido, como hemos visto, en medio de un lago de sangre, por mucho que el fanatismo de su siglo cubra para las razas venideras su crueldad y sus asesinatos. En vano furioso el pueblo amotinado le buscaba por la ciudad, y por los más ocultos lugares; que Luque a vista del peligro se refugió en el templo, creyéndolo un asilo inviolable, y se postró ante el altar en fervorosa oración; pero no tardaron los amotinados en saberlo, y cayeron sobre el templo, forzaron sus puertas, se arrojaron sobre el fanático, cual lobos hambrientos, y lo despedazaron rabiosos en el mismo altar que oraba. Aun no saciaron su furor; arrastraron por la ciudad sus miembros palpitantes, y los quemaron al fin en una espantosa hoguera entre júbilo y algazara. Luque murió como hizo morir a tantos desgraciados, el Nuevo Mundo hasta le negó unos pies de tierra donde descansasen sus despojos mortales; sus cenizas fueron dadas al viento como él había dado las de Atahulpa, y otros miles mártires de su bárbaro y sangriento fanatismo. En tanto Almagro al contrario celebraba en Cuzco pomposos y regios funerales por el inmortal conquistador del imperio de los Incas.

Soto ya vencido y destrozado supo la sublevación y los horrores de Cajamalca; su impotente desesperación era su martirio, pero el torrente era ya absolutamente irresistible. Los invasores sin recursos de ninguna especie, abandonados de la Metrópoli, donde en vano clamaban por refuerzo y ayuda, mal pudieran hacer frente al ímpetu de un poderoso ejército vencedor, careciendo hasta de puntos fortificados en que resistirse. Con mil heroicos esfuerzos consiguió Soto replegar los invasores sobre San Mateo, donde tampoco era posible subsistiese, y tuvieron que refugiarse a bordo de débiles y destrozados navíos españoles que surtían en la bahía.

Los sacerdotes españoles desaparecieron también entro el furioso torbellino, pero la religión de Jesús quedó asegurada y triunfante en las playas del mar de Sud, y la dulce moral del Evangelio, y el puro genio del cristianismo derramaba en el imperio de los Incas la dulzura y el consuelo que libaron sobre la tierra los divinos labios del Crucificado. El venerable Las-Casas era el jefe de la iglesia de aquellas remotas playas; a su sombra benéfica creció en el país un sacerdocio filantrópico y lleno de ternura, y apenas las remotas generaciones pudieron después concebir que sacerdote del cristianismo se hubiese también llamado Luque.

El Perú respiró libre de sus opresores, los súbditos de los Incas volvieron a lanzar a los mares a los hijos del Oriente, y si en la obstinada lucha se salpicaron de sangre las arenas del imperio, los Peruanos aprendieron también la existencia de otras playas, de otros continentes, y de otros mundos, que en el porvenir se les abrirían a las comunicaciones y al comercio.

Sacudieron sus preocupaciones de mirar como dioses a sus Incas; este derecho divino desapareció de aquellas playas, aun antes que del antiguo mundo, y consiguieron plantar el árbol de su libertad, aunque como en todas las regiones, tuvieran que regarlo con sangre. Inspirados sus pechos de la dulcísima melancolía de la religión nazarena, llegaron a comprender que tributaban su culto a una parte de la creación, a esa esplendente antorcha del día que por magnífica y sublime que corone los mundos, la robusta razón del hombre ha llegado hasta sus empíreas regiones, la ha seguido en su curso, y ha conocido su naturaleza, teniéndola si por una de las grandes obras del Hacedor supremo como todos los centros de los sistemas planetarios, pero negándole la supremacía de los mundos que Manco-Capac le concediera. El imperio de los Incas se enrojeció de sangre, pero debió a los españoles su importancia política en el porvenir del mundo.

La corte de Castilla en tanto, lánguida desfallecía en su misma grandeza; en retorno de los tesoros del Nuevo Mundo mandaba sus galeras cargadas de sangre española, que se derramaba estérilmente en las nuevas playas. El pueblo español era el que daba esa sangre, pero los tesoros en que se vendía eran sólo para los Felipes y los Carlos y sus cortesanos; para la curia romana y sus delegados en Europa. Por torrentes de sangre del pueblo español se levantaban con los tesoros de las playas de mar del Sud esos soberbios alcázares de los reyes de Castilla, esos voluptuosos jardines, esos obeliscos de pórfido y mármol, esos campanarios gigantescos, esos templos orientales, dedicados al Dios de Luque; y el pueblo español desfallecía, y los nietos de Carlos 5º, los vencedores de la Europa, se desBangraban envilecidos entre estériles montañas de oro.

Jamás la ilustre Isabel 1ª y el intrépido Colón imaginaron tan funesto legado a la nación española: el fanatismo y la estupidez de siglo XVI, trastocó en una calamidad pública el suceso más grande de los tiempos, y en que debiera levantarse la felicidad de los dos mundos. Pero el destino del mal, que parece presidir y dominar la tierra, cubrió de sangre y luto el inmortal momento en que un mundo conocía al otro mundo; el momento en que el hombre atrevido, dominando esos inmensos desiertos de los mares, saltaba ese valladar inexpugnable con que la naturaleza dividía unos de otros hermanos, el momento en que la naturaleza parecía ceder a los esfuerzos del hombre, y se postraba vencida a sus plantas.

Tal fue la historia del imperio de los Incas y de los hijos del Oriente en el siglo XVI, según los más auténticos quipos y códices peruanos que hemos tenido la vista, y cuya versión hemos procurado cuidadosos con la más estricta fidelidad. Afortunadamente el tiempo sepultó en sima insondable al siglo XVI, y con él las memorias y los rencores de los tiempos primitivos, de la conquista del Perú, y de los demás continentes del Nuevo Mundo; y tras grandes sucesos y grandes calamidades ha llegado ya el suspirado momento en que seamos hermanos, los pueblos entonces combatientes, y reine entre ellos la fraternidad y el amor que jamás debió turbarse. Les legamos nuestra religión, nuestra lengua; nuestros hábitos y costumbres, son nuestros hijos, son nuestros hermanos, y si los destinos sangrientos que parecen presidir a las naciones, condenan al Nuevo Mundo por ahora a derramar su sangre en los combates y en las discordias civiles, como desgraciados también nosotros la derramamos; día lucirá que el genio del bien presida al mundo, y entonces los españoles de acá y de allá de los mares se tenderán gozosos sus brazos, se llamarán hermanos y bendecirán la sombra de Colón.