La Henriada: Canto X

De Wikisource, la biblioteca libre.
La Henriada
de Voltaire
Canto X

Argumento: Vuelve el Rey a su ejército. Renuévase el sitio. Combate singular del vizconde de Turena y el caballero de Aumale. Hambre horrible, que consume la ciudad. El Rey alimenta a los mismos sitiados. El Cielo recompensa, por fin, sus virtudes. La Verdad viene a iluminarle. París le abre sus puertas, y acábase la guerra.


Tan peligrosas horas prodigadas
En la afeminación y la pereza,
Su flaca situación a los vencidos
Hicieran olvidar. Ya el de Mayena,
Preparádose había, a punto estaba 6930
De otra lid arrostrar, otras empresas,
Y de esperanzas nuevas embriagado,
Era el pueblo infeliz víctima de ellas.
Más nada al impaciente Enrique embarga,
Que a poner alta cima se acelera 6935
De su infiel capital a la conquista.
Y París espantado, con sorpresa,
Del campo de Borbón, que se acercaba,
Flotantes a ver vuelve las banderas.
Al pie de sus murallas nuevamente, 6940
El héroe formidable se presenta;
Murallas, do su rayo aún humo exhala,
Murallas, que en cenizas no pudieran
Resolverse a dejar, en aquel día,
En que de la feliz nación Francesa 6945
El Ángel tutelar, aparecido,
Su indignación calmando, suspendiera
De su triunfante brazo los rigores.
Todo el campo, del Rey a la presencia,
De gritos de alegría puebla el viento. 6950
Y hacia París mirando, cual su presa,
Ya con ávidos ojos le devora.
Los de la Liga, en tanto, que consterna
El más justo terror, en torno todos
Del prudente Mayenne a unirse vuelan, 6955
Allí el audaz Aumale la palabra
El primero tomando, con fiereza
De todo acuerdo tímido enemiga,
Del general Consejo a la Asamblea,
Este lenguaje impávido dirige. 6960
«Hasta el día, a escondernos con vergüenza
Aprendido no hubimos. A nosotros
Ese enemigo viene. Que allá afuera
A encontrarle marchemos, nos importa.
Allá es do llevar nos interesa 6965
Un dichoso furor. De los franceses
El ímpetu conozco en las refriegas.
Su arremetiente ardor, la obscura sombra
De los muros entibia, y es a medias
Vencido ya el francés que es atacado. 6970
La desesperación, veces diversas
Victorias consiguió. Todo lo espero
Del activo vigor de nuestra fuerza,
Y nada de la inerte de esos muros.
¡Héroes que me escucháis, almas guerreras! 6975
A los campos volad del fiero Marte.
¡Pueblos que me seguís en su carrera!
Vuestros jefes serán vuestras murallas».
    Y calló; más de audacia tan extrema,
Claramente indicando los ligados, 6980
Acusar en silencio la imprudencia,
De rubor encendido, lee con rabia
En sus confusos ojos la respuesta,
Que a su arenga el temor dictado había.
«Y bien, Franceses, dice, pues mis huellas 6985
A seguir no se atreven vuestros pechos,
Sobrevivir no quiero a tal afrenta.
Vos teméis los peligros; más yo solo
A provocarlos salgo. De mí aprendan
A vencer vuestros ánimos, o al menos, 6990
A morir con honor en la palestra».
    Pronto una puerta abrir de París hace;
Y del inmenso pueblo que lo cerca
Arredrando la escolta, al campo avanza.
Cual de duelos ministro, a la pelea 6995
En su marcha un heraldo le precede,
Que del Rey penetrando hasta las tiendas,
En alta y hostil voz, así pregona.
«Cualquiera que la gloria en algo aprecia,
En singular batalla, salga al punto 7000
Al campo del honor; al punto venga
El lauro a disputar de la victoria.
Aquí el de Aumale os llama, y aquí os reta.
Pareced caballeros enemigos».
De tan osado bando a la voz fiera, 7005
Cada Jefe, a porfía, aspira ardiente,
De su celo impelido, nuevas pruebas
Contra de Aumale a dar de sus esfuerzos,
Tan ilustre elección, tal preferencia,
Todos cerca del Rey con ansia intrigan. 7010
Todos de su valor tan bella prenda,
Tenían de antemano bien ganada,
Más de todos, al fin, en competencia,
Ventaja tan preciosa, blasón tanto,
Se arrebata el intrépido, Turena. 7015
En sus manos, el Rey, el nombre todo,
La gloria de la Francia deja puesta.
«Ve Turenne, le dice, presto corre
A abatir de un soberbio la insolencia.
Por tu Patria, este día, por ti mismo, 7020
Y a un tiempo por tu Príncipe pelea.
Sus armas en efecto dél recibe».
Y su espada al decírselo, le entrega.
«No, sin duda, gran Rey, así responde,
Su rodilla abrazando, el noble atleta, 7025
Jamás vuestra esperanza saldrá vana.
Este acero, señor, por mí lo atesta.
Yo lo juro por vos». Dijo; en sus brazos,
Al punto de partir, el Rey le estrecha,
Y hacia el puesto se arroja velozmente, 7030
Donde de Aumale ya, con impaciencia,
Que un campeón pareciese ufano aguarda.
Del pueblo de París la turba inmensa
Sus muros coronaba. Los soldados
De Borbón, cerca dél, el duelo observan. 7035
Sobre el uno y el otro combatiente,
Todos sus ojos fijan en la escena;
Y cada cual de entrambos, en el uno,
Viendo a su defensor, coraje intenta
Con su gesto inspirarle y con sus gritos. 7040
    Sobre París, entonces, verse deja
Una nube pendiente, que en su seno,
Conducir parecía entre la recia
Tempestad, el relámpago y el rayo.
Sus fogosas entrañas rubinegras 7045
Allí al golpe estallando fuera arrojan
De monstruos del infierno una caterva.
El Fanatismo horrible, la Discordia
Sanguinaria, feroz, y turbulenta,
De falso corazón y vista zaina 7050
La Política umbría, y de la guerra
Respirando el mal Genio sus furores,
De sangre finalmente, que bebieran,
Embeodados Dioses, Dioses dignos
De los Ligados, caen, y se sientan 7055
De la ciudad rebelde sobre el muro.
Por Aumale a luchar todos se aprestan;
Cuando allí sobre el campo, a un mismo tiempo;
A los cielos la bóveda entreabierta,
En la región del aire, sobre un trono, 7060
Descender se ve un ángel, con diadema
De rayos mil ceñido, que flotando,
Y entre llamas hendiendo su carrera
Sobre fúlgidas alas, tras sí lejos,
De surcos de la luz, que le rodea, 7065
El Occidente deja iluminado.
En una mano, sacra oliva lleva,
De la paz siempre amable y suspirada
Consolador presagio. En otra, ostenta,
Y de un Dios vengador hace que brille 7070
Aquel horrible acero, que blandiera
Del exterminador la fiera mano,
Cuando a la indignación de Dios tremenda
Plugo un tiempo librar a voraz muerte,
De una indómita raza altiva y necia, 7075
Los hijos primogénitos. De espada
Tan terrible al aspecto, se consternan
Los infernales monstruos, desarmados,
Atónitos y estúpidos se quedan.
El terror en cadenas los envuelve; 7080
Y un poder invencible, las saetas
De su inflexible tropa abate todas.
Al modo, que otra vez, caer hiciera
En sangre humana tintas, de sus aras,
Aquel fiero Dagon, deidad horrenda 7085
Del fuerte filisteo; cuando un día,
Del Gran Dios de los Dioses, ya traspuesta,
En su templo, a sus ojos espantados,
Del Testamento el Arca se expusiera.
    El Ejército, el Rey, París entero, 7090
El Cielo y el Infierno, a fijar llegan
En combate tan célebre sus ojos.
Al punto ambos guerreros en ley entran
De la terrible lid a la estacada;
Y del campo de honor ya la barrera 7095
Abre a la usanza el Rey. El peso enorme
De la adarga, sus brazos no molesta,
Ni sus pechos intrépidos ocultan,
De una intrincada malla cotas recias,
Duros bustos de acero, que ornamento 7100
De antiguos caballeros ser soliera,
Refulgente a la vista, y a los golpes
Impenetrable a un tiempo. Ellos desprecian
Arreos que pesada más harían
Y menos peligrosa la palestra. 7105
Era su arma una espada. No les cubre
Otra defensa más; y toda expuesta
Al riesgo la persona, el uno al otro
Mutuamente avanzándose se acerca.
«¡Gran Dios, Turena exclama, Árbitro eterno 7110
De mi Príncipe! baja, y su querella,
Su causa juzga ya. Por él combate,
Y pelee conmigo tu alta diestra:
¿Qué importará el valor, que de tu brazo
La protección divina no sostenga? 7115
Es bien poco, Señor, lo que este día,
Confiado en ti sólo el de Turena,
Espera de sí mismo; pero todo
Del poder de tu mano justiciera».
«Yo, responde de Aumale, yo lo espero 7120
Únicamente todo, de la fuerza
De mi propio valor y de este brazo.
De las luchas la suerte fausta o adversa,
De nosotros depende solamente.
A la Deidad suprema, en vano apela, 7125
En vano el hombre tímido la implora.
Tranquila allá en el Cielo, acá nos deja
Sólo a nosotros mismos entregados.
El partido más justo en las contiendas
De poder a poder entre los hombres, 7130
Es el del que triunfante sale de ellas.
El esfuerzo, Turena, el valor sólo,
El Árbitro y el Dios son de la guerra».
Dijo: y con una ojeada, que de furia
Y altanera arrogancia centellea, 7135
De su rival insulta la confianza,
No menos grave y digna que modesta.
    Ya resuena el clarín. Ya velozmente
Parten los dos campeones a su seña.
Ya a arremeterse llegan, y los riesgos 7140
Del combate por fin, ambos comienzan.
Todo cuanto pudieran hasta entonces
El brío y el valor, con la firmeza,
El ardid y constancia combinados,
De ambas partes campaba en tal pelea. 7145
Si cien golpes se tiran, cien se paran,
Y se cubren con rápida presteza.
Tan pronto, con furor, el uno de ellos
Veloz se precipita, y con la mesma
Rapidez, el contrario quita el golpe. 7150
Tan pronto, aproximándose, que llegan
A abrazarse parece. Su peligro,
Que renace inminente, y se acrecienta
Cada instante, un placer presta horroroso.
Gusto daba el mirar cómo se observan, 7155
Cómo los dos se temen mutuamente:
Cómo se avanzan ambos, y repliegan;
Cómo entrambos se miden, y se aguardan.
El centellante acero, con destreza
Desviado, la vista ilude y turba 7160
Con fintas, que aquí encaran, y allí asestan.
Tal se mira del sol la luz fulgente,
Que sus rayos de fuego dobla y quiebra
En el onda diáfana, en que rotos,
Y más y más dispersos por mil sendas 7165
Del paso en que refringen, a los aires,
De donde ya partieran, dan la vuelta
Desde el móvil cristal. Sobresaltada
La espectadora turba, y sin que pueda
Comprender lo que ve, perpleja toda, 7170
Por momentos su triunfo o ruina espera.
Es el joven Aumale más ardiente,
Fuerte más y furioso. No es Turena
Tan impetuoso, no; pero más diestro,
Dueño de sus sentidos, no le obceca 7175
La cólera jamás, sólo le anima,
Y a placer su rival cansa y molesta.
En mil vanos esfuerzos empeñado
Del de Aumale el vigor, exhausto queda;
Y bien presto su brazo, inútilmente 7180
Quebrantado y rendido, ya no presta
Servicio a su valor. Notando, entonces
Turena, que lo mira, su flaqueza,
Se reanima, le acosa, le comprime,
Le persigue, y al fin, hiere y penetra 7185
De una mortal herida su costado.
Tendido ya de Aumale, se revuelca
Entre olas de su sangre. Del Infierno
Todos aquellos monstruos, braman, tiemblan,
Y estos acentos lúgubres se oyeron 7190
En los aires sonar: «Cayó por tierra
El trono de la Liga para siempre.
Has vencido Borbón. Nuestra potencia,
Nuestro Reino pasó». A estos acentos
Su lamentable grito el pueblo mezcla. 7195
Exánime de Aumale, ya postrado
Sin aliento y vigor sobre la arena,
Que aún su rival retaba parecía;
Pero ¡o vano furor! Ya se le suelta
El formidable acero de la mano; 7200
Y aun todavía, bravo, a hablar se esfuerza;
Más su voz entre el labio opresa expira.
De verse así vencido la vergüenza,
Dábale con horror más fiero aspecto.
Quiere alzarse: recae. Entreabre apenas 7205
Un ojo moribundo: a París mira,
Y suspirando muere. Tú le vieras,
Desgraciado Mayenne, agonizando;
Tú le viste y temblaste ¡audaz Mayena!
Y en momento tan mísero y horrible, 7210
La imagen funestísima ya cerca
Presentose a tu espíritu turbado,
De tu infalible pérdida completa.
    De París entre tanto, hacia los muros,
El cadáver de Aumale, a marcha lenta 7215
Taciturnos soldados devolvían.
Tan funeraria pompa y lastimera,
Por medio de un gran pueblo consternado
Atónito y confuso, avanza y entra.
Temblando, cada cual, mira aquel cuerpo 7220
Desfigurado todo: macilenta,
Manchada observa en sangre aquella frente;
Aquella boca advierte medio abierta;
La cabeza hacia un lado descolgada,
Suelta y de polvo sucia la melena; 7225
Ve por fin unos ojos, en que todos
Sus estragos y horror la muerte ostenta.
Ya no corren más lágrimas. Se embargan
Los públicos lamentos. La vil mengua,
La lástima, el pavor y abatimiento, 7230
Los sollozos ahogan, y las quejas
Reprimen populares. Todo calla.
Todo ya compungido solo tiembla;
Cuando un ruidoso son, de horror colmado,
Sobreviene de súbito, y aumenta 7235
El lúgubre terror de aquel silencio.
Hasta el Cielo lanzándose, se elevan
Del fiero sitiador hórridos gritos.
Caudillos y soldados, se reunieran
Del Rey cerca, pidiéndole el asalto; 7240
Más el augusto Luis, que el ángel era
De la Francia custodio, y de su hijo,
La cólera de Enrique, el ardor templa;
Así suele, mil veces, de aquilones,
Pendientes en los aires, la braveza, 7245
Domeñar de los fieros elementos
El invisible Móvil. Él barreras
A los mares fijó, donde las olas
A estrellar sus furores siempre vengan.
Él ciudades abisma, y en ruinas 7250
Las convierte su enojo, y las dispersa.
Del hombre el corazón tiene en su mano.
    Enrique, cuyo fuego reprimiera
El compasivo Cielo, los furores
De sus triunfantes huestes encadena. 7255
Sentía al fin, Borbón, cuánto aún ingrata,
De su Patria el amor su pecho afecta.
Quiérela redimir: Salvarla quiere
Del calor de su cólera guerrera.
De sus vasallos propios execrado, 7260
De su Pueblo ofendido, sólo anhela
A darles su perdón. Ellos son solos
Los que perderse quieren, cuando él piensa
Solamente en ganarles. Por felice
Tendríase, si audacia tan proterva 7265
Solo a fuerza venciendo de bondades,
A aquellos infelices redujera,
Y a pedirle su gracia les forzara.
Arrastrarlos pudiendo entre cadenas,
Benigno y generoso, su bloqueo 7270
A formar se limita; y así deja
De arrepentirse tiempo a sus delirios.
Creyó, que sin batallas más, sangrientas,
Sin alarmas, ni asaltos, ni degüellos,
El hambre solamente y la miseria, 7275
Más fuertes y apremiantes que sus armas,
Le entregarían ya, sin resistencia,
Y sin desastres más, ni más fatigas,
Un exánime pueblo, a la laceria
Del lujo trasladado y la abundancia, 7280
En que nutrido y avezado fuera;
Y que vencido al cabo de sus males,
Y flexible por fin a la indigencia,
En venir no tardase, de rodillas
A implorar sin recurso su clemencia; 7285
Más ¡ay! el falso celo, que no puede
Ceder en ningun caso, cruel enseña
A aventurarlo todo y resistirlo.
    La ignara multitud, la turba necia
De los amotinados, cuya vida 7290
Perdonar, conservar, piadoso intenta
La vengadora mano que ultrajaran,
Por flaqueza del Príncipe interpreta
Su virtud generosa, y más altiva
Con sus raras piedades, sus proezas, 7295
Su valor olvidando, tan buen Dueño,
Tan benéfico Rey aún más desprecia,
Su ilustre Vencedor más desafía,
Y la ociosa venganza de su ofensa,
Bárbara y obstinada más insulta, 7300
Como un mísero indicio de impotencia.
    Más cuando de las aguas, finalmente,
El curso cautivado ya del Sena,
De transportar cesara a tan gran pueblo
Los copiosos tributos, que le pechan 7305
De ordinario, las mieses abundosas
De su vasta y feraz circunferencia,
Y pálida y cruel fue en París vista
El hambre, que la Muerte le presenta
Marchando de ella en pos, entonces se oyen 7310
Horribles alaridos y querellas.
La soberbia París, viose bien pronto
De desgraciados seres toda llena,
Que una trémula mano y desecada,
A la piedad tender pueden apenas; 7315
Cuya transida voz agonizante,
En vano mendigaba, por do quiera
El sustento y la vida; cuando en medio
De sus mismos tesoros, la opulencia
Después de esfuerzos mil, en balde todos, 7320
Presto el rigor sufrió del hambre negra.
Pavorosos de allí ya huido habían
Los convites, los juegos y las fiestas,
En que de mirto y rosa coronadas
Por Venus y por Baco las cabezas, 7325
Donde, en medio de gustos y delicias,
Siempre de duración harto ligera,
Vinos mil perfumados, mil viandas
De las más decantadas y selectas,
Bajo dorados techos, donde habita 7330
La lúbrica molicie y se recrea,
Del hastiado gusto melindroso,
Irritaban la lánguida pereza.
Horror y espanto daban las figuras
De tantos voluptuosos, ya desechas, 7335
Lívidas y amarillas, que llevando
En sus ojos la muerte, y de riquezas,
Y de un lujo magnífico en el seno,
Acorando, muriendo ya de inedia,
De su fortuna y bienes detestaban 7340
La inútil abundancia. En medio de ella,
Aquí un anciano padre, cuyos días
A finir iba el hambre, el hijo observa,
Que sin pecho en la cuna gime y muere.
Una familia, allí, perece entera 7345
Entre accesos furiosos de la rabia.
Tendidos, más allá, yacen por tierra
Y entre el polvo se vuelcan, miserables,
Que en medio de agonías, aún pelean
Por desechos del suelo los más viles. 7350
Al impulso del hambre impía y fiera,
Ultrajando estos hórridos espectros,
A la humana común naturaleza,
En la fétida hondura de las tumbas
A buscar su sustento se enderezan. 7355
Los huesos de los muertos espantados,
Cual si trigo el más limpio y puro fueran,
Por aquellos hambrientos se preparan
Y con ansia devoran. ¿Qué no atentan
Las extremas miserias? Se le ha visto, 7360
Por postrimer recurso, de las mesmas
Cenizas de sus padres sustentarse.
Manjar tan detestable, le acarrea
Anticipada muerte, y su comida,
Ha sido para ellos la postrera. 7365
    Los Doctores fanáticos, en tanto,
Que lejos, por su parte, de que en estas
Calamidades públicas sufriesen,
A sus necesidades redujeran
Todas sus paternales atenciones, 7370
Nadan entre la copia, que reservan
A la sagrada sombra de las aras,
Y del Dios, que así ofenden, la paciencia
Atestando, y corriendo todo el pueblo,
Su constancia animaban y firmeza. 7375
A los unos, a quienes ya los ojos
La muerte a cerrar iba, en recompensa,
Sus liberales manos, del empíreo
Las puertas les abrían. A otros muestran,
Con proféticos ojos, ya pendientes, 7380
Y del trueno encendidas las centellas
Sobre el Príncipe hereje. En breve espacio,
Por inmensos socorros, que ya llegan,
Salvo a París anuncian, y del Cielo
Pronto a caer maná que les provea. 7385
Atractivos tan huecos ¡ah! tan vanos
Estériles anuncios y promesas,
A aquellos desdichados encantaban
Fáciles de engañar. Por la caterva
De insidiosos ministros, seducidos, 7390
Y de los Dez-y-seis por la asamblea
De terror embargados, obedientes,
Y aún más, cuasi contentos, ya se dejan
A sus plantas morir. ¡Harto felices,
En dejar de una vez tal existencia! 7395
    De un tropel de extranjeros habitantes,
La rebelde ciudad llena se viera;
Tigres, que nuestros padres, allá un tiempo
En su seno abrigaran y nutrieran;
Más crueles, sin duda, que la muerte, 7400
Y más fieros que el hambre y que la guerra.
De estas extrañas gentes, una parte,
De las campiñas bélgicas viniera.
De los montes y rocas escarpadas
De la Helvecia, las otras descendieran; 7405
Bárbaros por oficio, cuya industria
Y única ocupación, la guerra hiciera,
Y que su sangre venden al primero,
Que acomoda comprársela y verterla.
De estos nuevos tiranos advenidos, 7410
Licenciosas cohortes y avarientas,
Los hogares pacíficos violando,
De tropel abatiéndole sus puertas,
Mil variadas muertes a sus dueños
Asustados y atónitos presentan; 7415
No por ir a robar tesoro inútil;
Ni menos, todavía, por que quieran,
Con adúltera mano, arrebatarle
A la trémula madre una doncella.
Necesidad voraz del hambre sola, 7420
Es la que sufocada inerte deja
Cualquier otra pasión en su vil alma.
Su atroz requisición, sólo el fin lleva
De descubrir, do quiera, algún sustento,
Cuya más vil porción y más pequeña, 7425
Por dichosa conquista se apreciaba.
No hubo horror ni suplicio ni fiereza,
Que para haber los míseros de hallarle,
Su extremado furor no discurriera.
En medio de horror tanto, mujer hubo, 7430
Mujer hubo ¡o gran Dios! (¿qué fuerza sea,
Guarde nuestra memoria de un suceso
Tan horroroso, el cuadro?) hubo un hembra,
Que de sus manos viera por los propios
Impíos corazones, con violencia 7435
Un residuo arrancar de su sustento.
A perecer tan próximo como ella,
Todo el resto, era un hijo, de los bienes,
Que le robara ya fortuna adversa.
Un agudo puñal coge furiosa, 7440
Y cual fuera de sí, parte, y se acerca
Al niño angelical, que sus bracitos
Le tendía famélicos. Su inedia
Su flébil voz, sus mimos a la madre
Mil lágrimas arrancan. Hacia él vuelta 7445
Su horrorizada cara, de cariño
De lástima, dolor, y rabia llena,
De la rebelde mano, por tres veces,
El hierro parricida se le suelta.
Más que el hambre, por fin, vence la rabia, 7450
Y con trémula voz, la cruel estrella
De su fecundidad y su himeneo
Maldiciendo, colmando de blasfemias,
«¡Hijo mio querido y desgraciado!».
Su frenético labio así se expresa; 7455
«¡Hijo que mis entrañas han traído,
Cuán en vano, a una edad de horror cubierta,
La vida recibiste! O los tiranos,
O ya el hambre, a robártela se aprestan.
¿Porqué has pues de vivir? Para que errante 7460
Desdichado en París, lágrimas puedas
Derramar sobre el resto de sus ruinas.
Muere, sin que mi mal y tu miseria
Llegues a conocer. Vuelve a tu madre,
El triste día y sangre que te diera. 7465
Mi desgraciado seno, de sepulcro
Te servirá, infelice. París vea
Un nuevo crimen». Dijo: y furibunda,
Con despechado brazo, loca, ciega,
Toda de horror convulsa, en su costado 7470
El puñal parricida enclava fiera.
A cerca del hogar, vertiendo sangre,
A aquel tierno cadáver veloz lleva,
Y su temblona mano, que impelía
Del hambre inexorable impía fuerza, 7475
Con un ansia voraz, a prepararle
Tan horrible manjar, se daba priesa;
Cuando también del hambre allí atraída,
La misma desalmada soldadesca
En aquellos hogares delincuentes, 7480
Otra horrible incursión de nuevo empieza.
De aquellos forajidos el transporte,
Al cruel alborozo se asemeja,
Con que al oso voraz y león hambriento,
Arrojar se les ve sobre su presa. 7485
Furiosos, y a porfía, el uno al otro
Empujando, a romper corren la puerta.
¡Qué terror! ¡qué sorpresa! De un cadáver,
Ensangrentado todo, y puesto en piezas,
Al lado, una mujer, que aún su caliente 7490
Sangre chorreando está, se les acerca.
«Sí, les dice, sí; ¡monstruos inhumanos!
Mi hijo es el que veis. Barbaries vuestras,
Estas manos mancharon en su sangre.
De agradable vianda en vuestra mesa 7495
El hijo y madre sirvan. ¿Temeríais,
A la naturaleza tal afrenta
Más que yo propia hacer? ¿Qué horror, qué pasmo,
A tal aspecto, tigres, os congelan?
Para vosotros solos prevenidos 7500
Están festines tales». A estas fieras
Insensatas razones, que su labio
Vierte con saña atroz, clavado deja
En su pecho un puñal. De horror y miedo
Agitados los monstruos, se dispersan, 7505
Huyendo pavorosos, sin que el rostro
A tan funesto hogar volver se atrevan.
Sobre sí, cada paso, ardiente fuego
Caer del Cielo airado todos piensan;
Y el pueblo, del rigor de su destino 7510
Despechado, por fin, manos eleva
A los Cielos, pidiéndoles la muerte.
    De horror tanto corriendo van las nuevas
Al pabellón del Rey, que compasivo,
Su corazón sintió tocado de ellas. 7515
A lástima se mueven sus entrañas;
Y sobre el pueblo infiel lágrimas suelta.
«Tú, ¡Omnipotente Dios! exclama Enrique;
Tú que leyendo estás, y que sondeas
Del hombre el corazón, tú que conoces 7520
Cuanto puedo y emprendo, tú no mezclas,
Tú sin duda distingues, de mi causa
La injusta de la Liga. Mis sinceras,
Mis inocentes manos muy bien puedo
Levantar hacia ti. Tú lo penetras, 7525
Tú lo sabes Señor; yo ya mis brazos
A los amotinados les tendiera.
No me imputes ¡O Dios! ni sus desgracias,
Ni sus crímenes, no. Que allá se avenga
Mayenne, con las víctimas que impío, 7530
A su ambición inmola. O como quiera,
Impute tanto mal, tanto desastre,
A la necesidad, la excusa honesta,
El pretexto común de los tiranos.
De mis ilusos pueblos la miseria 7535
Lleve el caudillo pérfido hasta el colmo.
Él solo es su enemigo. Que lo sea.
Yo debo ser, y soy su amante padre.
A mí por tanto toca, a mí interesa
Alimentar mis hijos, y mis pueblos 7540
Arrancar de las garras carniceras
De esos voraces lobos, aunque armados
Contra mí mismo acaso se les vea
De mis propias bondades y socorros,
Y más que por salvarles, mi diadema 7545
A perder yo llegase. A cualquier costa,
Que se rediman quiero. No perezca
Mi amado Pueblo, no. Quiero que viva.
No me importa a qué precio. Yo le vea
De esas sus plagas libre, que le pierden, 7550
Y protegerle pérfidas afectan.
A su pesar salvémosle. Y si acaso,
Una excesiva lástima me cuesta
Mi hereditario trono, que a lo menos,
Sobre mi tumba un día leerse pueda: 7555
EL ENEMIGO, Enrique, GENEROSO
DE SUS PROPIOS VASALLOS, NO DESEA
REINAR TANTO SOBRE ELLOS, COMO QUIERE
SALVARLOS DE LA MUERTE Y LA MISERIA».
    Dice; y que sin estrépito su tropa 7560
A la hambrienta ciudad se acerque, ordena;
Que pláticas se lleven al momento
De paz al ciudadano, y se le ofrezcan
En lugar de venganzas beneficios.
A tan divina orden, obediencia 7565
Presta pronto el soldado, y al instante,
Mil gentes de París los muros llenan.
Allí avanzar se ven a paso lento,
Cuerpos trémulos, lívidos, que apenas
Animados parecen: semejantes 7570
A las sombras, que un tiempo, se fingiera
Hacer aparecer, a su albedrío,
De los Tartáreos reinos y cavernas
Los Magos a su voz, cuando furiosa,
Del profundo Cocito en su carrera 7575
Los rápidos torrentes deteniendo,
De los errantes manes las catervas
Del infierno evocaba. ¡Qué extremadas
De aquellos moribundos la sorpresa,
La confusión no fueron! ¡Su enemigo, 7580
Su cruel enemigo, a nutrir llega,
La vida a sustentar al que le injuria!
¡De división de horrores y de penas
Llenos, por los que el nombre dulce y grato
De amigos y de apoyos falsos llevan, 7585
Sólo en sus pretendidos opresores
Hallan por fin socorros y clemencia!
Rasgo tan singular, tan desusado,
Increíble a su mente se presenta.
Delante de ellos ven aquellas picas, 7590
Aquellos fieros dardos y ballestas,
Que de crueldades varias de fortuna
Instrumento hasta entonces sólo fueran,
Aquellas lanzas ven, que de la muerte
Las conductoras eran más funestas, 7595
Del generoso Enrique obedeciendo
El paternal amor y bondad regia,
En las extremidades de sus puntas,
Que aún en sangre teñidas amedrentan,
La vida transportarles. «¿Y son, dicen, 7600
Y son estos los monstruos, son las fieras,
Que malignas y horribles nos contaban?
¿Y es este aquél que pintan y exageran
Cual tirano terrible a los mortales,
Enemigo de Dios, y un alma llena 7605
De rabioso furor? ¡Ah! Del Dios vivo
La imagen es más fúlgida y más bella.
Un Rey es bienhechor. Es de monarcas
El más cabal modelo de la tierra.
De sus leyes y mano generosa 7610
Bajo el próspero auspicio y la tutela,
Vivir no merecemos. Él triunfante,
Perdona, y libra, y ama, y hasta premia
Al mismo que le ofende ¡Ojalá a costa
De nuestra sangre toda, un día pueda 7615
Su soberano imperio cimentarse!
De la calamidad y muerte horrenda,
De que padre nos salva, ya harto dignos,
Los días, que piadoso nos conserva,
Consagrémosle gratos y obedientes». 7620
    Tal en París entonces la voz era
De aquellos ya ablandados corazones.
Tal el común sufragio y la respuesta.
Más ¿quien podrá jamás asegurarse
En la turba de un pueblo novelera? 7625
Cuya feble amistad en aspavientos
Exhalándose toda, y hablas huecas,
Si tal vez sobre sí, breves instantes,
Contra el orden común, justa, se eleva,
Siempre recae al fin? Los sacerdotes, 7630
Cuyo fatal influjo y elocuencia,
Los fuegos que la Francia devoraban,
Cien veces atizaran y encendieran,
Van a mostrarse en pompa al mustio pueblo,
Y tales invectivas le enderezan. 7635
«¡Sin valor combatientes y cristianos,
Sin celo, sin virtud, sin fe sincera!
¿De qué atractivos bajos y terrenos
Seduciros dejabais por flaqueza?
¿Os haría del mundo un bien caduco, 7640
Del martirio olvidar palmas perpetuas?
Soldados del Dios vivo ¿será acaso,
Honra será, decidnos, y acción vuestra,
Vivir para ultrajarle con infamia,
Cuando por él morir glorioso os fuera? 7645
¿Cuándo ya de la cumbre de los Cielos,
La corona ese Dios grato nos muestra?
No esperemos, católicos, que gracia
Nos dispense un tirano. A su infiel secta
Por tal medio asociarnos solicita. 7650
La intención de ese pérfido siniestra,
Por sus favores mismos castiguemos.
Así la majestad de nuestra Iglesia,
Así la santidad de nuestras aras,
De su herético culto salvas sean». 7655
    Del altar los ministros así hablaban;
Así la paz de Cristo recomiendan;
Y el fanático acento de su labio,
Dueño del bajo pueblo por do quiera,
Y aun también por do quiera formidable 7660
A las más altas clases y diademas,
Tanto oprime, sufoca y amortigua
El elevado grito de las proezas
De Borbón, y sus grandes beneficios,
Que no pocos, tornándose a su terca 7665
Furiosa rebeldía, ya en secreto
Se acriminan deber a su clemencia
Aun el vital aliento que respiran.
    De tan odiosos gritos y querellas,
Al través finalmente se abre paso, 7670
De la tierra remóntase y penetra
De Enrique la virtud hasta el empíreo;
Y el augusto Luis, que atento vela,
De la celeste bóveda en la altura,
Sobre la perseguida rama regia 7675
De los Borbones, de la que era tronco,
De los tiempos notando que se acerca
El feliz complemento, en que a su hijo,
De los reyes al Rey ya le pluguiera
Por último adoptar entre los suyos, 7680
Incontinente aparta, al punto aleja
De corazón tan dócil las alarmas;
Y de lágrimas tiernas, que vertieran,
Bañados, a enjugar sus ojos viene
La sacrosanta fe. Sus pasos llevan 7685
Del Eterno a los pies, dulce Esperanza,
Y paternal Amor. De luz excelsa
Entre abismos de fuego eterno y puro,
Colocar al Altísimo pluguiera
Anterior a los tiempos e inmudable, 7690
Su majestuoso trono. Las inmensas
Rutilantes esferas de los Cielos,
De su creador poder la planta huella;
Y de mil astros varios el perenne
Siempre reglado curso, manifiestan 7695
Su grandeza y su gloria al Universo.
Poder, saber, y amor forman su esencia
Unidos y distintos, y sus santos,
De paz entre dulzuras sempiternas,
En un torrente absortos de delicias, 7700
De su gloria por siempre, y de la mesma
Increada sustancia penetrados,
Llenos y poseídos, su suprema
Majestad, a cual más, todos adoran.
De su querer la voz, ante él esperan 7705
Ardientes serafines, semidioses,
A quienes subordina y encomienda
Del Universo entero los destinos.
Él habla: y al momento, de la tierra
A cambiar van volando la faz toda. 7710
Ellos, de un golpe extinguen de esta esfera
Las coronas, los cetros y las razas,
Que imperaran altivas largas eras;
En tanto que los hombres, vil juguete
Del error e ignorancia, que los cercan, 7715
De consejos eternos del muy-Alto,
Acusan la profunda arcana ciencia.
Los agentes son estos invisibles,
Cuya potente mano subalterna,
Con el servil azote hiriendo a Roma, 7720
Del Norte helado al hijo, Italia deja.
Jerusalén somete al otomano,
De España al africano abre la puerta.
Cae al fin todo imperio, y todo pueblo
Arrastra de tiranos las cadenas: 7725
Del Altísimo, empero, la insondable
La justísima y sabia providencia,
No por siempre tolera, que prosperen
De los hombres la audacia y la soberbia.
Favorables tal vez a los mortales, 7730
Se dignan su justicia y su clemencia,
En inocentes manos, de los Reyes
El cetro colocar. Ya se presenta,
El padre y protector de los Borbones,
Ante la majestad de Dios eterna; 7735
Y con doliente voz y acatamiento,
Esta eficaz plegaria le endereza.
«¡Del Universo Padre! si tus ojos,
A bien tienen, a veces, no desdeñan
Honrar de una mirada compasiva 7740
De los reyes y pueblos las flaquezas,
Mira al pueblo francés, rebelde e ingrato
A su Rey bienhechor. Si él atropella
Tus sacrosantas leyes, es tan solo,
Porque serte leal, erróneo piensa. 7745
Su celo es quien le ciega, y quien le arrastra
De tu ley al desprecio e inobediencia;
Y cuando más te falta, es cuando, iluso,
Vengarte y obsequiarte más intenta.
Dígnate ¡O Dios! mirar a ese Monarca 7750
Triunfador generoso. Grato observa
De la guerra ese rayo, ese brillante
Terror, amor, y ejemplo de la tierra.
¿Su corazón, Señor, formado habrías,
De virtudes tan lleno, con la idea 7755
De abandonarle solo a astutos lazos
Del miserable error? ¿Y será fuerza,
Que de tu misma mano omnipotente
La obra más magnífica y perfecta,
Al Dios a quien adora, un homenaje, 7760
Un incienso culpable e impuro ofrezca?
¡Ah! Si del Gran Enrique, que ignorado
Siempre tu culto fuese permitieras,
¿Por quién el Rey querría de los Reyes,
Que adoración condigna se le diera? 7765
Ten a bien ilustrar alma que ha sido
Para reconocerte tan dispuesta.
Un hijo insigne en él, que la decore,
Dígnate ya, Señor, dar a tu Iglesia,
Y a la discorde Francia y perturbada, 7770
Un Señor, bajo el cual, en paz florezca.
Restituye a su Príncipe el vasallo,
Y al vasallo su Príncipe le entrega.
Todos los corazones, tu justicia
Adoren en unión acorde y recta. 7775
Y en París, todos juntos, sobre un ara
La misma te consagren pura ofrenda».
    De estos votos de Luis, ya del Eterno
La divina piedad tocar se deja,
Y una sola palabra de su boca, 7780
Le asegura el suceso por que anhela.
De su tremenda voz al eco excelso,
De la Tierra, agitado el eje, tiembla;
Del Cielo las esferas se estremecen,
Y confusa la Liga se consterna. 7785
El Rey, que en sólo el Cielo apoyo busca,
A estas señas, conoce, a sentir llega,
Que por él finalmente y por su causa,
Se declara el muy Alto y se interesa.
    Súbito la Verdad, por largo tiempo 7790
Esperada de Enrique, y siempre prenda
De los hombres amada, aunque mil veces
Harto desconocida, de la esfera
Desciende de los Cielos, penetrando
Del magnánimo Rey hasta las tiendas. 7795
Velo espeso al principio a los mortales
Su semblante hermosísimo reserva;
Más de instante en instante, densas sombras,
Que la cubren, cediendo, ya se alejan
De la luz al fulgor que las entreabre; 7800
Y bien pronto, triunfante, se demuestra
Del Príncipe a la vista ya tranquila,
Con un brillo luciendo, cuya fuerza
No desvanece nunca ni deslumbra.
    De Enrique el alma grande, que naciera 7805
Para gozarla, ve, conoce, y ama
Por fin su inmortal luz. Su fe confiesa
La sacra Religión tan sobre el hombre,
Que su razón confunde. Acá en la tierra,
La Iglesia reconoce combatida, 7810
Una siempre en el suelo, y de él extensa
Por el ámbito todo. Iglesia libre;
Bajo de un Jefe empero. Donde quiera,
Y en la perenne dicha de los santos,
De su Dios adorando la grandeza. 7815
El Cristo renaciente y viva hostia
De los pecados nuestros, que alimenta
Sus caros escogidos, sobre el ara
Desciende, y a su vista absorta y ciega,
Bajo un pan, que no existe, un Dios descubre. 7820
Su corazón sumiso, ya se entrega
A tan altos misterios, de que absorto
Y asombrado su espíritu, al fin, queda.
    El celestial Luis, de Enrique el Padre,
Cuya ilustrada mente conociera 7825
Llegado ya el momento en que los votos
De su amor se coronan y completan;
Luis rápidamente enarbolando
La oliva, de la paz sereno emblema,
De la altura desciende del empíreo, 7830
Hacia el Héroe que objeto digno fuera
De su místico amor y santo celo,
Y de guía sirviéndole, le lleva
Él mismo de París a las murallas.
A su voz retembladas y entreabiertas 7835
Las murallas quedaron, y en el nombre
Del Dios Grande, por quien los Reyes reinan,
Entra en París. La Liga, confundida,
Y rindiendo las armas, humil, se echa
De Borbón a las plantas, y de afecto 7840
Con abundosas lágrimas las riega.
Los sacerdotes todos, reprimidos,
Su sedicioso labio por fin sellan.
Los Dez-y-seis confusos y aterrados,
En vano por do quiera buscan cuevas, 7845
En que huir a esconderse; y todo el Pueblo,
Trocándose este día, en que granjea
Salud tanta, se postra, y homenajes
A su Rey, Vencedor y Padre presta.
    Se admiró desde entonces dignamente 7850
Reinado tan dichoso, que así fuera
Empezado harto tarde, y harto presto
Concluido también. El Austria tiembla.
Feliz y justamente desarmada
Roma, adopta a Borbón; y Roma empieza 7855
A verse de este amada. La Discordia,
A sumergirse vuelve en noche eterna.
De su Rey, últimamente a quedar viene
Reducido Mayenne a la obediencia;
Y sometiendo ya con sus Provincias 7860
Su corazón a un tiempo, al cabo llega
A ser el más leal y buen vasallo,
Del Monarca más justo de la tierra.


FIN DE LA HENRIADA