La Odisea (Antonio de Gironella)/Canto Quinto

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La Odisea (1851) de Homero
traducción de Antonio de Gironella
Canto Qunto
Nota: Se respeta la ortografía original de la época
CANTO QUINTO.

LA BALSA DE ULISES.


Del terso alcázar de Titon canoso
Sale la fresca aurora placentera,
Anunciando á los Dioses y a los hombres
Del día hermoso la anhelada vuelta.
Estaban ya los seres del Olimpo
En augusto congreso reunidos,
Y el solo que en sus manos tiene el rayo
Sobre ellos todos se ostentaba erguido.
Minerva les contaba las fatigas
De Ulises triste, que á su sacra mente,
Hasta desde las grutas de Calipso
Era objeto de angustia y tierno afecto.
« ¡Oh Júpiter! ¡oh padre, les decia,
Y vosotros felices moradores
Del celeste confin: No mas los reyes
Justos, suaves, ni benignos sean;
Opresores se muestren y tiranos

Al ver que el divo Ulises, que cual padre
Reinar supo, es ludibrio de sus pueblos.
Siempre anegado en llanto; siempre en presa
A las angustias fieras; en los antros
Do la ninfa Calipso le sujeta,
Sin nave y remadores que le sirvan,
El Hado ve que el dulce hogar le cierra.
En fin, para colinar tantas miserias,
El hijo, sin igual en süaves dones,
Horribles monstruos á la vuelta esperan
Para despedazarle, mientras pio,
A Pilos fué y á Esparta á ver si puede
Hallar del padre las ansiadas huellas!»
— «¿Cuál discurso ha salido de tu labio!
¡Oh hija mía! Júpiter responde.
Tú misma, con los Dioses de consuno,
Decretaste que Ulises tornaria
Al hogar, sus ultrages castigando.
Guíale tú; tal facultad te es dada;
Salva al hijo tambien; que triunfar sepa
De todos sus escollos; que no quede
A sus contrarios mas que la vergüenza
Y que inultas sus tramas nose vean.»
La imperativa vista luego clava
En Mercurio y le dice «Tú, hijo mio,
Mensagero leal, vuela á la ninfa
Y que vea el decreto irrevocable
Que el Olimpo la envía. Salga Ulises
De aquella roca por sus fuerzas solas,
Sin que ni Dioses ni hombres le socorran.
En una frágil balsa, veinte días
Le llevarán á Esqueria, amena playa
Del país de los Facios predilectos
Que, despues de los Dioses, son primeros.
Allí obtendrá las honras divinales;
Allí, de cobre y oro y ricas sedas
Colmado se verá y de mas riquezas

Que si tornado hubiere á sus estados
Con todo lo que en Troya le cupiera.
Allí, en fin, obtendrá ligeras naves
Que le conduzcan á la patria arena.
Tal es del Hado el inmutable fallo
Que el cetro le devuelve y el palacio.»
Obedece Mercurio: al pie divino
Ata el coturno de oro, inmortal joya
Que por tierras y mares le conduce
Con el rápido vuelo de los vientos.
Pone en la mano la dorada vara
Con la cual á los hombres cegar puede
O la luz devolverles á su antojo.
Parte; del Piero la gran cima salta
Y del centro del éter; parecido
A una de las aves, que sin tregua,
Hasta en el seno de la mar airada
El triste pez persiguen, y en las olas
Mojando van sus palpítantes alas;
El Dios sobre los mares se abalanza.
Rezando pasa el llano cristalino
Y llegando á la isla harto lejana
Deja el piélago azul, la orilla sigue
Y de Calipso al fin la gruta mira.
Ardia inmenso hogar: « Süave aroma
De incienso y cedro el aire embalsamaba
Y por la isla toda se esparcía.
Tirando una dorada lanzadera,
Un tejido sutil la Ninfa leda,
Trabajaba y vibrar la gruta hacía
Del son süave de su voz divina.
Está su hermosa cueva circundada
De deliciosa selva donde crecen
El álamo, el ciprés, el chopo airoso,
Que al mezclarse, dispensan sombra grata.
Diversas aves, el halcon, el buitre,
La corneja y mil otras que el mar aman

Su creacion en ella depositan.
La vid, que encurva el grano purpurino,
Con sus cepas la gruta enrosca y viste.
Se ven cuatro abundantes manantiales
Que el agua cristalina á un tiempo lanzan,
Y copiosa la envían de continuo
Al verde prado que la flor esmalta.
Todo, en sitio tan dulce y delicioso,
El ojo encanta y á los Dioses mismos
Mansion tan bella pareciera grata.
Mercurio se sonríe al contemplarla
Y luego que la admira, satisfecho,
Entra en la gruta inmensa. De repente
Calipso le conoce, que los Dioses
Entre ellos, por distintos que se miren,
Descubrir saben la divina esencia.
No ve el Númen á Ulises; ¿cómo fuera
Si el triste, de las olas en la orilla,
Por su pesar roïdo, el pecho roto,
Las luces tiene, en llanto sumergidas,
Sobre el piélago inmenso siempre fijas?
La Diosa hace sentar al mensagero
Sobre un luciente trono y luego dice:
«Númen divino ¡Oh tú que sin medida
Amo y venero a un tiempo! ¿cuál motivo
Aqui te trae dó jamas viniste?
Habla, dí ¿cuáles órdenes te dieron?
Cumplirlas te prometo, si lo puedo.
Mas sígueme, que antes de todo es deuda
Satisfacer la ley hospitalaria.»
Una mesa le pone, y por su mano
Néctar en ella sirve y ambrosía.
Así que hubo el incienso respirado
Y bebido el licor: «¡Oh! Diosa, dijo
El veloz mensagero, tú al ministro
De los Dioses preguntas y su labio
Responderá sin traba: Un fallo eterno

De Júpiter me trae á tus dominios.
¿Quién, a no verse á tanto oonstreñido,
Atravesara aqueste espacio inmenso,
Ese árido desierto, que no ofrece
Ni ciudades que el ánimo distraigan
Ni sagradas ofrendas que le halaguen?
Mas de Jove á la voz todo se inclina;
No hay Dios ninguno que su ley resista.
Hoy, dice, que á tu lado, en tu morada
Gime el mas infeliz de los guerreros,
Que para complacer á los Atridas
En Troya, por nueve años combatieron.
La vuelta daban á sus dulces lares,
Cuando al décimo, en fin, la derrocaron;
Mas a Minerva incautos ofendieran,
Y la hija de Jove alzó los vientos
Y borrascas formó por tal agravio.
El valiente que aquí cautivo tienes
Vió perecer sus tristes compañeros
Y á tus rocas las olas le arrojaron.
Jove te impone que volver le dejes;
Su destino es morir entre sus deudos;
Verles le es dado aun y el patrio suelo
Besar y vivir ledo en su palacio.»
La ninfa á tal acento se estremece:
«¡Dioses zelosos, dice, despiadados!
¡A las Diosas vosotros los amores
Con los mortales envidiais, y ñeros,
De corage os llenais y de despecho,
Si á confesar se atreven su modesta,
Pobre y vulgar pasion y á unirse á ellos!
Cuando la Aurora en plácido connubio
A Orion se diera, vuestra envidia insana
Hasta en Ortigia persiguió al cuitado
Y allí le acabó Diana con sus dardos;
Cuando oculta en sus mieses, Ceres bella
A Jasion tenia entre sus brazos,

Júpiter iracundo tomó el rayo
Y el triste, sobre el seno de su amante,
Del goce en vez, halló la muerte horrenda.
Ora el mortal esposo a mi me toca
Ver de vuestros rencores envidiado.
Júpiter mismo destrozó su nao.
Muertos sus compañeros, sin aliento,
Solo, sobre una tabla zozobraba;
Las olas á mis playas le arrojaron;
Mi piedad le salvó; le di un asilo,
Sustenté su existencia, y generosa,
Mi mano le ofrecí y eterna vida.
Mas ya se que á la ley de Jove inmenso
Númen ninguno sustraerse puede;
Lo sé, y me humillo á su querer supremo;
Parta ya que lo impone el Gefe eterno;
Parta, si lo consiente, y vaya, incauto,
A rotar otra vez horribles riesgos.
Yo intervenir no puedo en su partida;
Nada que darle tengo; en estas rocas
Hallar no cabe naves, ni remeros;
Lo que me es consentido daré solo:
Amistosos consejos que le indiquen
Como vuelva a su patria sin tropiezo.»
— «No impidas su partida; los enojos
De Júpiter recela, el Dios le dice,
Y teme que te opriman sus rigores.»
Calla el potente Númen y se aleja.
La Diosa en busca entonces va de Ulises.
Sentado le halla sobre las arenas,
Lleno de llanto el ojo y sollozando
Al ver que de Calipso el ciego afecto
Cierra á su vuelta el suspirado paso.
Así la triste vida consumia
Desde el instante en que abordó la isla.
De noche con la Diosa frío, helado,
Mientras hervia la pasion en ella;

Y en la ribera, ó sobre un duro risco,
Cuando ya el sol sus rayos fulguraba,
Sentado, sin mover nunca la vista
Del indómito mar; por los recuerdos
Roido siempre, y de suspiros lleno,
La tierra con sus lágrimas regaba.
«No llores ya, pecho mezquino y triste,
No consuma el dolor tus altos brios,
Le dice al encontrarle asi Calipso.
Yo misma apresurar tu marcha intento.
Corre a la selva mía, y derribando
Los mas robustos árboles, haz de ellos
Gruesos tablones, corpulentas vigas
Que cubrirás de planchas bien unidas,
De modo que formando ancha armadía,
Flotante te conduzcan por los mares.
Vinos copiosos te dará mi afecto
Con cuanto á tu sustento conviniere,
Y ropas que del tiempo te guarezcan
Para que nunca el brio desfallezca.
En fin, haré que favorables vientos
Sus hálitos te den, para que llegues
Sin tropiezo á tu patria apetecida,
Si es que los Dioses tal favor consienten;
Esos Dioses que ordenan lo futuro
Y mejor que yo juzgan lo presente.»
Tiembla Ulises y dice receloso:
¡Oh, nó! no es mi partida tu deseo;
Tu mente encierra otra intencion funesta.
Pues qué: ¿quisieras que demente vaya
Sobre una balsa frágil, arrostrando
Ese iracundo mar que no sujetan
Ni las mas altas naves, ni los vientos
Mas prósperos y fuertes? nó, no esperes
Que a tan precario medio yo me arriesgue
Si no aseveras tu consentimiento;
Si por los mas terribles juramentos

No muestras que en tu pecho no se anidan
Por mi seguridad planes siniestros.»
Se sonríe Calipso, y cariñosa,
Al tenderle la mano: «Siempre, dice,
Eres el mas sagaz y cauteloso
De todos los mortales. Aquí atesto
Cielos y tierras y el estigio lago
Que corre circundando el negro averno,
Y por el cual los Dioses juran solo,
Atesto y juro que mi leal pecho
Ningun fatal proyecto ha concebido
Ni en daño tuyo níngun plan funesta.
Siento y haré por tí lo que afanosa
Por mí propia sentir y hacer pudiera
Si en tu lugar me hallase; no es de hierro
Mi corazon divino; piedad tengo
Y es pura la íntencíon que el alma alberga.»
Parte luego y Ulises va tras ella.
Entran Diosa y Mortal en la gran cueva
Y toma Ulises el asiento mismo
Que ocupó el mensagero de los Dioses.
Calipso manda que á servirle vengan
Los alimentos que al mortal convienen,
Mientras el süave néctar y ambrosía
Las ninfas, oficiosas, la presentan.
Satisfechos los votos de Natura,
Ella le dice: « Hijo de Laertes,
Harto ingenioso Ulises, ¿será cierto
Que aquesa patria tuya tanto anheles?
¡Ah, si saber pudieses cuántas penas
El Hado te prepara antes que puedas
Esas playas pisar tan deseadas,
Sin vacilar conmigo te quedaras!
Feliz en este asilo, inmortal fueras
Sin que la vejez nunca te agobíara.
Por mas que te arrebate el ansia ardiente
De recobrar esa feliz consorte,

Objeto de tus votos y deseos,
Si supieses... ¡oh yo pensado hubiera
Que ni en beldad ni en gracias me eclipsara !
¿Acaso á una mortal puede ser dado
Entrar con una Diosa en competencia?
— «¡Oh sacra ninfa! le contesta Ulises;
¿Cómo no he de saber que al lado tuyo
Penélope beldad ni hechizos tiene?
Es mortal y tú gozas vida eterna
Y nunca el tiempo surcará tu frente.
Mas, tal cual es, el pecho arde por verla;
Arde en fin por la patria, y solo llama
El feliz día que al hogar me vuelva.
Si un Dios airado aun en mí se ceba
Sabré sufrir el peso de sus iras;
El alma tengo á las desdichas hecha:
¡En la tierra, en los mares, en las lides
He sufrido ya tanto! envíe el cielo
Nuevas penas, que á todo me someto.»
En tanto el sol se arroja ya á los mares
Y la noche su velo tiende al mundo.
A un recóndito sitio se retiran
El héroe y la inmortal, y todavía
De Amor dichoso los deleites prueban.
Ulises con la Aurora se levanta;
Ya su manto y su túnica ha vestido.
Ella se cubre de un luciente lienzo[1]
En estremo sutil; un cinto de oro
Al talle forma da magestüosa,
Y en fin un velo ondula sobre el rostro.
Pensando solo en el partir de Ulises
Le da una hacha de cobre a doble filo
Que en un mango de olivo está apoyada;

Luego una sierra del mas terso acero
Templado con primor, y asi provisto,
De su isla le guía a los confines.
Allí secos se ven y sin corteza
Arboles cuyos troncos, mas ligeros,
Podrán sobre los mares ir flotando:
Abetos, chopos, álamos que alcanzan
Los altos cielos con su cima inmensa;
Calipso propia se los muestra al huésped
Y en seguida a su gruta da la vuelta.
El héroe sin demora la obra empieza:
A sus golpes veinte árboles sucumben.
Con el paciente esfuerzo de la sierra,
En tablas, en tablones, en maderas
Los divide, y guiado por la regla,
Los adelgaza, pule y endereza.
Calipso los taladros le procura
Y con ellos barrena los tablones,
Los une con clavijas y junteras,
Mostrando en obra tal tanta pericia
Cual el mas diestro artífice pudiera
En construir los flancos y carena
De la mas alta nave, destinada
A llevar del comercio las riquezas.
Entre sus sabias manos, ingeniosas,
Vigas, en longitud y anchura iguales,
Se traban y se juntan y las cubren
Sólidas planchas sabiamente atadas.
Un palo se levanta en medio de ellas
Que una móvil entena en cruz sustenta.
Un tímon á un estremo está adaptado
Que de los movimientos guía sea;
El mimbre y sauce, unidos con firmeza
Forman en los costados parapeto
Contra el ciego furor de la marea;
En fin, lastrada con robustos pesos
Está la balsa en equilibrio puesta.

La Diosa trae consistente tela
Que es obra de sus manos. Oficioso,
La adapta Ulises á su fuerte entena
Y con sogas fijándola en las tablas,
Hace de ella la vela protectora
Que de los vientos el impulso coja.[2]
Concluida la obra, entre palancas
La robusta armadía á la mar lanza.
Cuatro días bastaron al trabajo;
El quinto es el fijado á la partida.
Calipso tiene un baño preparado
Al cual al héroe por su mano guia.
Ella misma le cuida cariñosa
Y le cubre de ropas olorosas.
Dos odres, uno lleno de agua pura
Y de un vino sin par repleto el otro,
A la balsa llevar hace su afecto,
Donde á la vez reune todo cuanto
Sustentar puede, y halagar el gusto;
Luego, llamado por su voz süave,
Empieza ya á soplar próspero el viento.
Del héroe, en fin, oye la hermosa Ninfa
El postrimer adios. De gozo lleno,
Al viento da su vela y, recostado
Vecino á su timon, sus giros guía.
Sus párpados el sueño no consíenten:
El ojo siempre fijo está observando
Las Pléyades y Bootes el tardío,
Y la Osa que, siempre á Orion siguiendo,
Jamás del mar las fieras aguas toca;
Calipso dijo que esta la dejara

A la siniestra mano en su derrota.[3]
Por diez y siete veces cuenta el dia
Y solo el mar y el alto cielo ha visto;
Llegado, en fin a, al dieziocheno, mira
De los Facios los montes encumbrados
Y aquella estraña costa, que parece
Un broquel arrojado entre las aguas.
A punto tal Neptuno regresaba
De Etiopía, y pasando la alta cima
De los Solimos montes, ve lejano
Que el fuerte Ulises va la mar hendiendo.
Mueve furioso la arrugada frente
Y: «¿Cómo, dice, mientras á Etiopía llego
Los destinos de Ulises cambia el cielo?
¿Ya de los Facios toca las arenas
Dónde debe tinar su desconsuelo?
¡Oh, yo sabré arrojarle á nuevos riesgos!»
Junta á tal voz las espantosas nubes
Y la mar toda hasta en sus bandos senos
Turba al blandir de su tridente fiero.
Desargolla los vientos y tormentas,
Y súbito los cielos se revisten
Y cubren de vapores espantosos.
Bóreas, Zéfiro, el Noto, el Euro insano
Las olas se disputan, las agrupan
Y á montes uno á otro se las lanzan.
Siente Ulises flaquearle la rodilla,
El brío le abandona y sollozando:
«¡Ay qué será de mí, desventurado!
Esclama; ¡oh bien la Diosa lo anunciaba,
Al agorarme la mas cruda pena
Antes que consiguiera ver la patria!

Ya se cumplió su oráculo funesto.
¡De cuántas nubes hórridas los cielos
Se van cubriendo y cuál hierven las olas!
¡Los vientos todos, á la vez bramando!
¡Ay que ahora mi fin es harto cierto!
¡Oh tres y cuatro veces mas dichosos
Aquellos que, al lidiar por los Atridas,
De Troya en los escombros perecieron!
¡Ah por qué tambien yo morir no supe
El dia en que guardando el mortal resto
Del invencible Aquiles, los Troyanos
Sus incontables flechas me lanzaron!
Fúnebres honras me elevara Grecia,
Ufana, mis proezas celebrando;
El universo todo retumbara
Del eco de mi nombre y de mi gloria...
Y ahora, ahora, con oscura muerte,
Fiera y sin fruto, fenecer me toca!»
Apenas acababa estos acentos
Cuando la mas tremenda de las olas
Sobre su débil frente se desploma.
La balsa se ladea y en las aguas
El infelice cae. De la mano
Huye el timon; el palo al fin se rompe
Y la entena y la vela al mar arroja.
Largo tiempo el infausto sepultado
Entre las olas queda; que á su impulso
Erguirse ya no puede; los vestidos
Que Calipso le diera, con su peso
Le abruman y entorpecen. Al fin logra
Nuevamente flotar con sumo esfuerzo.
El labio arroja el elemento amargo
Que, en mil chorros partido, por sus sienes
Túrbido y espumoso va saltando.
Mas, todavía, de vigor exhausto,
Su balsa no abandona: en lucha fiera
Contra las negras olas, á ella llega,

La coge, no la suelta, y en fin logra
A la vida ofrecer una esperanza.
Lleva la frágil tabla una ola airada
Y jugando con ella la sacude,
Cual hace el cierzo en el tardío otoño
Cuando levanta la dorada espiga
Y la va por el éter revolcando.
De tal suerte los vientos sin descanso
Al triste Ulises y su balsa tiran
Sobre las olas: ora Noto á Euro
Le envía furibundo; Bóreas ora
A Zéfiro le lanza de ira lleno...
En trance tal Leucótea, hija de Cadmo,
Ino cuando mortal, y ahora Diosa
Del mar profundo, ve del héroe el riesgo.
De su suerte apiadada, cual hiciera
El buzo Mergo, sobre el llano salso
Se levanta, y, parándose en seguida
Encima de la balsa: «¡Desdichado!
Dice, ¿cuál causa á tanto grado mueve
De Neptuno el furor? ¿por qué en tu frente
De tal modo descarga sus rigores?
Mas, por insanas que sus iras sean
Tú no perecerás. Ingenio tienes
Y seguir debes los consejos mios:
Arroja tus vestidos; abandona
A la mar y á los vientos tu armadía
Y dirígete á nado á la alta playa
De los Facios, do acaban tus desgracias.
Este inmortal tejido al punto toma;
Póntele sobre el pecho; nada temas,
Y cuando toques la anhelada arena,
Sin que vuelvas la vista, al mar le arroja.»
Dice, se lanza al agua y desparece.
Turbado Ulises, sollozando, esclama:
«¡Cielos! ¿si será aquesta todavía
Enemiga Deidad que me alucina?

La balsa me aconseja que abandone...;
¡Oh no la creeré! Las altas playas
Donde dice que hallar debo la vida
Muy lejanas mis ojos las han visto.
Tendré tan solo mi razon por guía:
Mientras de aquesta balsa juntas vea
Las fuertes trabes, me mantendré en ella.
Si las furentes aguas las desgoznan ,
Si dispersadas van, me pondré á nado;
Otro partido á mi afliccion no toca.»
En tanto que le ocupa tal idea
Alza Neptuno una horrorosa ola,
Inmensa, y furibunda la desploma
Sobre la frágil balsa que ya rota
Y desunida va. Tal levantada
Por la region celeste va volando
La leve parva al azotarla el viento,
Y tales sobre el piélago fluctúan
De la rota armadía los fragmentos.
A uno de ellos Ulises logra asirse,
Y cual doma el ginete el corcel fiero,
Se sostiene esforzado; al mar arroja
Las ropas que Calipso le pusiera
Y, súbito, adaptando al noble pecho
El inmortal tejido de la Diosa,
A las aguas se lanza de cabeza,
Los brazos tiende y nada con bravura.
Le ve Neptuno y, al mover la frente,
«Ve, dice airado, sobre el mar divaga
Hasta que hallarte entre los Facios puedas;
Mas, que olvides no pienso ya tus penas;»
Y al decir este acento, aguijonea
Sus inmortales brutos y de un salto
A Egas llega, donde su palacio
De lapizlázuli y cristal se ostenta.
Minerva, sin embargo, no abandona
Su triste protegido. Ansiosa, cierra

A los vientos el paso y les impone
Calma y quietud, dejando al cierzo, solo,
De la region etérea el ancho imperio.
A sus helados soplos la mar fiera
Sus espantosas olas adelgaza,
Dejándolas inmóviles y quietas
Hasta que, de la muerte guarecido,
Del Facio Ulises bese ya la arena.
Dos largas noches, dos eternos dias
El triste corre sobre un monte helado
Y teniendo el morir siempre á la vista.
A la tercera aurora el cierzo calla
Y el mar se muestra en apacible calma.
Alza el héroe la frente, ve á lo lejos
La tierra ansiada y renacer parece.
Tal en el lecho del dolor tendido
Yace un padre infelice, devorado
Por la dolencia fiera, al golpe insana
De enemiga Deidad; al cabo siente
Que por sus venas la salud ha vuelto,
Que recobrando va el vigor usado,
La sonrisa aparece ya en sus labios
Y con deleite la alegría mira
Del grupo de sus hijos adorados.
De aquesta suerte renacia Ulises,
La vida y la esperanza recobrando.
Esa tierra, esos bosques le son gratos;
Nada con mas vigor para alcanzarlos;
Ya llega á punto tal que sus lamentos
Herir pudieran la pacible orilla;
Escucha ya los sordos estallidos
De las olas que mueren en los riscos
Y ve saltar sus espumosas chispas.
Mas ¡ay que no ve puerto ni ensenada
Que á los bajeles sirva de guarida!
Solo de roca brava y risco hirsuta
Una espantable y fiera costa mira;

A vista tal sus nervios desfallecen,
El brio cede y suspirando grita:
«¡Ay que Jove piadoso me habia dado
Pisar aquesta tierra inesperada!
Ya traspasado habla el golfo inmenso
¡Y ora del agua es imposible salga!
¡Allí escarpada roca !¡ aquí un mar fiero!
¡A mis ojos no mas que lisa piedra
Que á la esforzada mano no da presa!
¡A mis pies un abismo inmensurable
Que alcanzar no es posible! no hay camino
Por donde ya evitar mi ruina pueda.
Si dirijo á la tierra mis esfuerzos
Me lanzarán las olas á la roca;
Y perderá mis brios, si nadando,
En busca voy de mas lejanas playas!
Si en aquestas riberas enroscadas
Hallar pudiese una apacible entrada...
Mas quizás, repentinas tempestades
Dentro del mar inmenso, moribundo,
Me lancen otra vez; quizás el Númen
Que me persigue arroje, despiadado,
Sobre mi cuerpo frágil algun monstruo
De los que el seno de Anfitrite cria...
¡Ah que siempre hallar debo en daño mio
De Neptuno fatal las crudas iras!»
En tanto que asi exhala sus quejidos,
Le tira un monte de agua entre los riscos.
Quedara allí su cútis desgarrado
Y en aristas sus huesos divididos
Si Minerva en su afan no le inspirara:
Se abalanza á la peña y ambas manos
En ella clava hasta que la ola ceda
Y de esta suerte al primer golpe escapa;
Mas otra llega y á la mar le arrastra.
Por el agua cubierto, ensangrentadas
Las manos tiene y rolas por las puntas

De los peñascos fieros y guijarros
Que consigo llevó. De aquesta suerte
El Pólipo al mirarse arrebatado
De su nidal querido, entre sus garras
Los restos lleva del pedrizco presos.
El triste fenecia si Minerva
Su valor no doblara y su prudencia.
Nadando busca como llegar pueda
A descubrir mas protectora playa,
Un puerto fácil contra las borrascas.
La embocadura, al fin, de un río alcanza
Que sin rocas, sin piedras, sin peligro
Dulce ribera ostenta, y cierto asilo
Contra los fieros vientos; reconoce
Su pando cauce y a su Dios potente
Dirige compungido esta plegaria :
«¡Oh, quien quiera que seas, tú que reinas
Sobre estas puras aguas! no desdeñes
Mis tristes votos: á tu seno vengo
Los furores huyendo de Neptuno.
Un ser prófugo, errante, perseguido,
Merece de los Dioses el amparo.
Por largos infortunios destrozado
A tí vengo, buscando un dulce asilo;
A tus plantas me postro; no me niegues
Tu divina piedad, y no rechaces
Las súplicas del triste que te implora!»
A tal lamento, el Dios minora el curso,
Las aguas entumece, y en su orilla
Recibe al infeliz. Arrodillado,
Ulises tiende las suplices palmas.
Desmayado el vigor, hinchado el cuerpo,
Amargas olas por la boca saltan;
Rendido, al fin, á tan atroz fatiga,
Cae sin voz, sin fuerza y sin aliento.
Mas así que recobra los sentidos
Quita del pecho el inmortal tejido

Que la hija de Cadmo le prestara
Y a las aguas le tira; la corriente
Lo devuelve á la mar, donde la Diosa
A recibirlo por su mano sale.
Va el héroe á recostarsc en los cañales
Que la ribera cubren; besa el suelo,
Y entre sollozos en sí propio dice:
«¿Cuál mi suerte será? ¿qué hacer me toca?
Si otra noche sin sueño aquí me agobia,
La dura escarcha y el rocío insano
Agotarán mis fuerzas. A la Aurora
Un aire mas sutil saldrá del río.
Si tal vez remontara esa colina;
Si esos espesos bosques alcanzase;
Si á descansar bajo su sombra fuese,
Mis miembros enervados por el frío
Y la fatiga atroz, en dulce sueño
Su brío y sutileza recobraran;
¿Mas quién sabe tambien si en esos centros
Pasto seria de algun monstruo horrendo?»
En fin, parte á la selva decidido.
En la rambla del valle, junto al río
Ve dos arbustos que de un tronco nacen:
Ambos olivos son, salvage el uno
Y legítimo el otro; sus ramales
Se juntan y se enlazan con gran fuerza.
En su seno jamás penetrar pueden
Ni los húmedos vientos, ni las lluvias,
Ni los rayos del sol. Bajo su sombra
Ulises se guarece, y por sus manos
Con el follage blando un lecho labra.
Dos ó tres hombres juntos, fácilmente,
Del crudo invierno allí se guarccieran.
Lleno de gozo el pecho, en tal retiro
El héroe al fin se tiende, y sobre el cuerpo
Mas hojas junta y se cobija en ellas.
Tal en una morada solitaria,

En despoblado y sin viviente alguno,
El fuego se conserva entre cenizas
Por el tizon en ellas olvidado.
Ulises, de igual suerte, descansaba
Sirvíéndole las hojas de reparo.
Para darle otra vez sus muertos brios,
Minerva le depara un sueño blando
Que sus párpados junta, y en su seno
La calma vierte y plácido descanso.



  1. Este ropon que vestian las mugeres se llamaba Pharos; era siempre blanco y se usaba sin gafa alguna y solo atado con un cinto que pasaba por debajo del seno. Tambíen le usaban los hombres, pero encarnado y solían ponerlo encima de la túnica.
  2. Cuál será el poeta que no sentirá la inmensa fatiga que ha debido restar a la imaginacion un relato artístico tan proiijó y exacto? ¡Pobres de nosotros! ¿qué somos? ¿y que son nuestros piropos y flores retóricas en cotejo de esa poesta tan eficaz y provechosa? Si de tres en tres mil años no andamos mas que eso, el mundo no tendrá mucho que agradecemos.
  3. Quién le enseñaria a Homero la Astronomía aplicada a la Náutica con tanta perfeccion en tan remotos siglos? Cuán pocos son en el día, empezando por mi, los que tanto saben y lo aprovechan tan útilmente! Bajo este concepto, confieso que esta obra me deja á cada paso mas asombrado.