La altísima: 19

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La altísima de Felipe Trigo
Tercera parte
Capítulo VI

Capítulo VI

Volvió otra noche á las tres ó cuatro; y otra, á las dos ó tres; y luego siempre. Si Víctor salía, irritado de esperarla, porque habría alargado el banquero su visita, la encontraba en la cama, dormida, á la hora de acabarse los teatros. Pero habían tornado los días buenos, en que el viejo madrugador solía entrar á saludarla, regresando de la Moncloa, y ya dos mañanas hubo de venir á la calle de Olézaga, con toda prisa, doña Paz -dueña de la casa de Adria, y á quien ésta se vio en la precisión de confesarse -para avisarla que... «¡por Dios... ¡que estaba el otro... que habíala disculpado con que se fué la señorita á misa... y que permanecía aguardándola!» -Adria se vestía á escape y partía en el mismo coche que había traído la complacientísima señora.

Al tercer aviso de éstos, menos apremiante, porque reducíase á prevenir que «el otro» había quedado en volver á las dos, pasó doña Paz al salón, donde almorzaban los amantes, y la conoció Víctor. Era una viuda de cincuenta años, gorda, cubierta con un negro pañolón de Manila, y con las orejas adornadas por unos pendientes de Adria. Le infundió veneración el cómodo entresuelo y la mesa bien servida, y usando de la confianza en que sus diplomacias la ponían, se permitió aconsejar:

-Esta señorita Adria, señor, que está loca por usted, se va desmejorando con tanto sobresalto. Figúrese que apenas cena, al ansia de venir...; que viene, y supongo yo que apenas duerme; que tiene que marcharse apenas ha almorzado... ¿Es esto vida? ¡Por Dios! ¿Cuándo descansa? ¡Ni pueden sentarle las comidas, ni... Aparte del disgusto que salta cualquier día, escamado de no hallarla, el otro.

-¿Y qué remedio, doña Paz?

-¿Qué remedio?...Uno fácil, hija mía, si este caballero pudiera trasladarse al gabinete contiguo del de usted. Lo tengo libre, justamente. Ya sabe, una puerta que abrirían ó cerrarían á su antojo, allá aislados, por la delantera de la casa, y dos falsetes al pasillo. ¿Que va don Baldomero y ustedes duermen aún descuidados?... Pues... «pase, pase... si está... en el retrete»... y yo que llego y la despierto, y usted que se echa una falda y aparece en un amén... ¿Eh? -terminó al notar la estupefacción de Víctor y de Adria, consultándose -parece temeridad juntarlos á un metro del buen señor, y es lo infalible.

Al otro día Víctor estaba instalado en la sala con alcoba correspondiente al balcón de la derecha de la casa números 17 y 19, segundo, de la calle de Peligros. Una instalación de seis pesetas, por la que pagaba el doble, con su tradicional alfombra roja raída y sus armarios de luna, con su chimenea de latón dorado y sus macetas de palmas. Era el fantástico habitante, siempre invisible para los demás, de una de esas semifondas misteriosas, largas, profundas, cuya tranquilidad, por el escaso número de huéspedes (dos, tres más á lo sumo, y aun entre ellos contado algún matrimonio), hace el comedor casi inútil, porque todos comen fuera ó en sus cuartos.

Mayor interés aún que en no saber de sus compañeros de vivienda, ponía Víctor en no saber del banquero, en no oírle, en no sentirle, en no estar siquiera en la casa cuando él podía llegar. Adria vivió dos vidas, pues, en dos residencias tan próximas como distintas: en la «oficial», humilde con su camilla de brasero, su baulete de estudiante, donde la cama yacía siempre incólume, y en la adorable y furtiva con sus grandes fuegos de leña y sus armarios rebosando de sombreros, de vestidos vaporosos, de abrigos elegantes y de finísimas esencias. Incluso el puñal de Bibly, que había ido revuelto en el traslado de maletas, servíala aquí para ir abriendo las obras nuevas de teatro que la llevaba Víctor, y que leía acostada, esperándole hasta más de media noche.

-¡Oh, por qué tanto tardar -le reñía dulce, á las doce, á la una. -¡Qué tonto...¡Si él siempre se marcha á las nueve!

Pero Víctor había temblado una noche, á las diez, al oírla «que por casualidad no lo cruzó en la escalera», y con precaución excesiva trataba de evitarse el disgusto de tener alguna vez que escucharle con Adria al otro lado del tabique. Libre la encontraba ahora, per lo tanto, y la dejaba salvar el falsete á cada siguiente mañana, siempre levantados un poco en pereza de ella, por fumar su cigarrillo, en prisa de él, por marcharse cuanto antes á almorzar en el Círculo y á pasar las horas de la tarde engañando su impaciencia...

El mal tiempo, en el vario invierno madrileño, había suprimido nuevamente, por fortuna, las breves visitas matinales del banquero -que á fin de cuidarse los reumas abrevió asimismo sus estancias del regreso por las tardes. Descuidada Adria desde después de obscurecer, pronto halló grato cenar en restorán con Víctor y volver á los teatros. Al principio, cautos: él la esperaba en el Círculo, ella llegaba con sus trajes de modesta, le avisaba, y corrían en coche á cualquier camarote de un colmado y á cualquier alto anfiteatro del Real, del Español... Poco á poco, confiándose en aquel sexagenario durmiente, gustó ella de vestir sus elegancias -y acabaron por volver, limitada por la noche, á la vida espléndida.

Fueron otra vez los banquetes del Inglés, de Fornos, con las amplias capas blancas y los sombreros de plumas, con los comienzos de ostras y sauterne, los entremeses de anchoas ávidas del rioja, y los biscuit-glacés del postre, con champaña, que hacían á la divina despreocupada feliz fumar al tiempo del sorbete y del café sus cigarrillos, entre la alarma envidiosa de la honesta concurrencia femenil de primera hora. Fueron sus plateas y palcos de Apolo y la Comedia, adonde entraba Adria inquieta ante la multitud, pero tranquilizándose así que sus gemelos recorrían la sala persuadiéndola de que el banquero seguiría en su fonda durmiendo. -«Aparte de que creo que no hubiera de reconocerme así -decíale á Víctor -. Sería muy capaz mañana de contarme: ¡Oh, vi anoche, nena, á uno con una que se te parecía de un modo!» -Llegaron, en fin, muchas veces, entumecida la siempre transportada en coche, á ir del brazo, á pie, del restorán á los teatros, ó de vuelta á casa, bajo la voltaica iluminación casi insolente de las calles, en que las gentes se volvían á contemplarla triunfal.

-¡Si nos viese!...

-Me presentas como tu tito Marcos.

-¡Ah, le tiene un miedo! ¡Yo pienso que más bien por eso me lleva en coche á todas partes!

Se le recrudeció al viejo el reuma con las escarchas de Marzo. Precisamente un medio día en que rendidos al descanso después de bien dadas las seis de la mañana, Víctor, contra su voluntad, seguía durmiendo, mientras Adria, más prudente, venciéndose á sí misma, había salido á almorzar, despertó á Víctor doña Paz con una carta abierta y entregada por la señorita en la mesa. El viejo anunciaba que en vista de los fríos iba á estar dos días sin levantarse. -«La señorita me encarga -trasladó la dueña -que no se vaya usted, que ya viene».

-¿Dónde está?

-Almorzando.

-¿En su cuarto?

-No. En el comedor. La pobre, sola, se aburría y no comía; la aconsejé que fuese á la mesa, donde podría distraerse con el matrimonio que estuvo hasta anteayer. -Y terminó invitando: -¿No quiere usted almorzar, también, si ha de esperarla?

-Bien, doña Paz. Ponga mi plato. Tal vez no saldremos esta tarde.

-¡Ah, sí, descansen. ¡Harto lo necesitan... que deben de estar rendidos! -insinuó doña Paz con su sonrisa de pícara admiración á estos idílicos amantes... que daban regias propinas.

El contador eléctrico decíala cuán nada dormían por las noches. -«La va usted á matar, don Víctor» -le confidenciaba trabajando sus propinas siempre que le hallaba á solas. -«Está pálida, delgada... y además me da miedo de yo no sé qué cualquier día. La tiene usted loca, loca..., pero loca. El jueves, que á lo que yo entendí la enojó usted algo al marchar, me dijo que era capaz de matarse, porque usted tardaba». -«Yo nunca la enojo» -había afirmado Víctor; y ella replicó: -«Bah, don Víctor... que se sabe todo. ¡Más de una noche que vengo á abrir á los huéspedes, la oigo llorar tras esa puerta!» -No era caso de explicarle á doña Paz los lloros que salían del corazón por ansias inefables.

Se levantó Víctor y fué al comedor guiado al final del pasillo por la risa de Adria. La sorprendió un poco. Frente á ella comía -y nadie más -un joven guapo con lentes. Se inclinó «el desconocido» de ambos y ocupó el sitio que le indicaba el cubierto puesto por doña Paz en el lejano testero con adivinación celestinesca de este mismo disimulo que Adria aceptó instantánea. Su entrada hizo enmudecer al joven... quien luego intentó variar la conversación sobre cosas generales. Adria, seria respondía con monosílabos. En el acento de él, forzado en cortesía, vibrada sin embargo la familiaridad y el sobrentendido de estorbo hacia el extraño. Cuando Víctor empezaba el biftec, Adria había terminado los postres; se alzó de la silla.

-¡Cómo! ¿No toma café? -la interrogó el vecino presta la cafetera á servirla.

-Lo tomo luego.

Salió tras una doble inclinación respetuosa.

Comía Víctor -y saboreando el otro ante la taza su cigarro le observaba. Debía de ser el guapo joven uno de esos seres externos, en todo instante necesitados de expansión, puesto que le preguntó al poco:

-¿Usted... ha llegado hoy á la casa?

-Hoy -contestó Víctor.

La respuesta no animaba á más preguntas.

Pero luego Víctor, en un impulso de no quería saber qué vaga y acre curiosidad, le facilitó con otra pregunta su afán de charla:

-¿Usted está hace ya tiempo?

-Sí, señor, hace años. Vivo en Madrid. Soy empleado en Hacienda, y me conviene esto por próximo al Ministerio. -Y ofreció, señalando tras él una alcoba. -¡Aquí tiene su cuarto!

Se trataba, pues, del clásico «huésped del comedor», á precio reducido. -Hombre económico en torno al cual voltearían como turbadoras tentaciones estas esposas y estas amantes apenas entrevistas por la casa encantada, creyó Víctor leerle el ansia de mostrársele orgulloso de su amistad con una. La situación se repetía idéntica que con aquel Recaredo ó Turismundo de Versala, aunque llevábale este hablador la ventaja, á aquel necio, de la especie de honrada discreción manifiesta en su semblante.

No diría probablemente estupideces.

-Y esta señora -deslizó sabiendo que sólo esto le brindaba la ocasión para que le hablase abundantemente de ella, -¿está hace mucho también?

-Mes y medio... ó por ahí -respondió en seguida el joven. -Es guapísima, ¿verdad? ¡Una joya!

-¡Oh... y se conoce -acentuó el suave adulador -que son ustedes buenos amigos.

Al adulado brilláronle los ojos y los lentes.

-¡Psé... así... regular -repuso en concesión irresistible; pero llamado en sí mismo por su sinceridad honrada, franca, discreta, de la cual daba fe su juvenil sonrisa lánguida, atenuó: -Sólo llevamos dos días, ¿sabe?, con cierta intimidad en la mesa. Hasta anteayer estuvo un matrimonio que nos estorbaba.

-Entonces... siento yo..

-Psiá... después de todo -cedió el franco, atenido indudablemente á su experiencia, y tal vez como quien de antemano aconsejase resignación al compañero (no debía de parecerle Víctor ningún duque con la chaquetilla y el pañuelo al cuello traídos de la cama), -no hay que confiar mucho en conquistar en su casa á estas mujeres. Tiene un viejo. Por ahí no diré yo que no se la pegue con mil; aquí mucho pico y... ¡Dios te guarde! Miedo al «pagano»: es natural... ¡Oh!

Siguió hablando, contando -poco á poco, mucho á mucho. En los sinceros labios vertíanse las palabras con íntegro valor de apreciación, de verdad, de engaño de verdad al menos. «¡Una cualquiera!» -«Una viva... con su carita de simple. La había visto salir por las noches, tiempo atrás, cuando se iba el viejo». -«Una bien curada de espantos, á quien él hacía reír hablándole de todo, finamente!»...

¡Cuánto deploró Víctor la honrada discreción que antes creyó ventaja sobre el necio de Versala!

Al volver á sus habitaciones llevaba una pequeña pena que no le pudo disipar ni el alborozo de Adria por verse libre dos días. Limitóse á indicarla que no debía quizás haber salido á la mesa. Se limitó ella á repetir la explicación de doña Paz, y á burlarse un poco del huésped, que la entretenía con sus tonterías, pero que nunca decía inconveniencias.

-No volveré al comedor, sin embargo.

-Sí, sí, mujer... ya, vuelve. ¿Por qué no?

-Como tú quieras.

¿Merecía más el incidente? La misma discreta sinceridad del empleado, al fin, le ponía fuera de aquel inmenso número de fatuos ante quienes Adria á solas debería hacerse respetar.

Sino que diez noches después, cuando Adria (en la berlina que siempre la aguardaba desde obscurecido en la calle de Alcalá) llegó al Círculo para recoger á Víctor, fué ella la que tuvo que decirle:

-Hoy ha pasado una cosa.

Según rodaron camino de Tournié, la expuso:

-Sí, ¿sabes?... tenías razón. No volveré al comedor. Esta mañana me esperó ese señor á la puerta de mi cuarto y quiso entrar, quiso abrazarme.

Víctor guardó silencio, tras un desdeñoso y violento: «¡Bien, no vuelvas!». La confesión no había podido ser más espontánea; y, no obstante, mientras Adria habló todavía sincerándose de no haber dado el menor motivo para tal necedad, él, á pesar suyo, y á su pesar también reservando el pensamiento, pensaba que no le pareció el joven empleado tan necio que hubiera de arriesgarse á la audacia sin algo en qué fundar sus esperanzas de fortuna. Pensaba esto recordando el ópalo del francés... la desazón de Adria por «no mostrarse de alguna manera agradecida al pobre francés que la miraba tanto».

Y preguntó, no sabía si cáustico:

-¿Te gusta ese hombre?

-¡Oh, Víctor!

-Como á mí la baronesa. ¿Por qué no te acuestas con él?

A un epiléptico resoplido de la nariz, Adria quedó apartada en el rincón de la berlina.

Cenaron hostiles, esta noche, sin hablarse más que lo inevitable para pedirse la sal ó servirse el vino, y con la cortesía de extraños.

¿Qué nieblas de involuntaria hipocresía flotaban aún, en el alma de la Altísima, del alma de la perdida, de la bohemia infeliz, cuyo oficio fué oponer maña á los engaños? ¿Qué mal adormidas arterías volvían á levantarse y á poblar su alma inmensa, otra vez arrastrada por la farsa con él mismo en los constantes acechos al viejo?

Era natural, inevitable -y la disculpaba y perdonaba Víctor, con una compasión que no le podría explicar sin hacerla daño. También, para él, hasta la alegría de los brazos de Adria venía siendo triste. Entre los dos permanecía inlanzable el fantasma de lo vil; y le inspiraban una invencida repugnancia al poeta, al poeta de los pasados abandonos en la vida infinitamente suya de la amada, esta vida de ella ahora compartida y de la que el soñador de absolutas ilusiones recibía su parte como limosna; esta vida de ella rebajada otra vez á la grosería de la querida más vulgar, en el más vulgar escenario (á dos escenas casi igual de mentirosas -que también en las de ellos se obstinaban vanamente mintiéndose las mismas glorias de otro tiempo) -de una casa de alquiler y de tapujo donde todo olía á segunda mano y el amor se escarnecía al amparo venal de doña Paz.

Fueron á la Zarzuela. Como siempre que Adria sentía tan lejano y ausente á Víctor, ella sentíase fulgurada, siderada, ausente también de sí propia como si él se llevase ó la abrasase en un vuelo de pólvora el alma que era de él. Entonces, sólo entonces, volvía de veras á ser la frívola, la vacua de vida y de nervios, toda en orgánica coordinación de inconscientes sensaciones... Ojos y oídos, hipnotizada sin sugestión, -capaz de recibir la

trivialísima del primer objeto alucinador y brillante. Una sonámbula que andaba, contestaba y obedecía. Un eléctrico condensador sin carga electrizándose del aire.

Así, riendo primero los chistes de una obrilla de chulas con la barba en la mano y el codo en la baranda del palco, como una niña que por reír ha olvidado detrás á su padre y á su madre y al público, en el entreacto de la tercera y cuarta sección la atrajo el espejear de los gemelos de un señor de frac desde el proscenio de enfrente. La miraba y le miró; una vez también con los gemelos, luego sin ellos; y al fin dejó de mirarle por leer los anuncios del telón, mientras Víctor en el fondo leía el Heraldo. Al poco sonó la puerta del palco y entró el señor aquél con sorpresa de Adria -á saludar á Víctor. Eran amigos. Mediaron las presentaciones. El público entraba y se removía cambiando de localidades.

Tenía un atractivo de procacidad y simpatía el aristocrático joven calvo y perfumado, tenía un encanto su suelta y armoniosa voz, tan llena de inflexiones, tenía una hábil audacia singular para decirle muy discretas lisonjas á Adria delante del amante; y Adria sonrió, sonrió lanzada con él á una picoteada charla de amabilidades en que dejaban á Víctor como extraño, en que Víctor, mejor dicho, renunciaba desde luego, piadoso, á competir con el encanto de frívolo cortesano, en que era maestro Álvaro Cedrún, y que Adria escuchaba á no dudar por vez primera.

¿Se acordaba del Príncipe?

Al menos, Víctor se acordó; y como en una vez su muda y fija atención á Adria pareció volver á ésta en sí para mirarle y turbarse, él, Víctor, el altivo, que en el matiz de pesar de ella vio bien clara su «traidora sensación», quiso quitarla toda sospecha de celos.

-Álvaro, perdona -exclamó levantándose -, voy al escenario un momento. Tú acompañas á Adria.

Salió.

Tomó el pasillo, y en vez de bajar la escalera, subió al paraíso. Desde allí, cierto de estar perdido entre las innúmeras cabezas para Adria, la espió... La espió largo rato en su creciente animación con el amigo. ¿Celos?... Bah, no. Frialdad. Los despreciaba.

Al volver, notó que había dejado abierta la puerta del palco; se alegró: entró sigiloso y se detuvo en las cortinas... Adria le vio de pronto y se estremeció, borrada la sonrisa de su rostro; á la imperceptible impresión de ella, Álvaro Cedrún se volvió inmutado, callando repentinamente... con la torpeza de no saber mudar la conversación sino á otra en voz más alta. Víctor volvió á su silla con amable indiferencia, y habló jovial de naderías... Ni Adria desplegó más los labios, simulando mirar con los gemelos al nuevo público, ni Álvaro volvió á dirigirla la palabra. Por fin, salió éste, teniendo para ella un saludo tan fingidamente glacial como fué de extremoso el de entrada. Víctor le vio aparecer al poco rato en el palco del Club, y se retiró al fondo del suyo á seguir leyendo el Heraldo.

Atendió Adria á la escena cuando subió el telón. No la interesó la obra, en verdad aburrida, y tornó á mirar á aquel Álvaro tenaz que la seguía mirando desde enfrente, confiando en el confiado Víctor que leía; y Víctor, con su oblicuo observar desde la sombra, no perdió durante la representación entera un detalle del torneo galante á que Adria, la traidora, la perversa, la perdida, la terriblemente falsa é hipócrita, la indiferente, además, á sus dolores se rendía halagada algunos ratos.

Al salir -¡él lo esperaba! -estaba Álvaro en la calle, viendo el desfile... frente á la puerta por donde debieran ellos aparecer.

Se le acercó Víctor, con Adria del brazo. Luego que le estrechó la mano en despedida, y Álvaro la de Adria, sin duda expresivamente, Víctor exclamó con una serenidad en que no había nada de sarcasmo:

-Adiós, Álvaro... hasta mañana. Nos vamos. ¡Digo... si es que tú, Adria, no prefieres marcharte con mi amigo... ¡Tiene ahí su coche!

La había soltado del brazo, en perfecta cortesía, y ni uno ni otra, helados, pudieron contestarle. Álvaro Cedrún, debió resistir la inminencia de la escena violentísima que iría á seguir á tal oferta... Mas no, la sonrisa y la calma de Víctor eran irreprochablemente amistosas. Turbado, pues,

se decidió bromear.

-¡Ah, señora... no haga usted caso!... ¡qué novelista este original!

Un instante después, Adria, en el coche, iba llorando.

Víctor pensaba:

-«¡Empieza su comedia!»

La de la cómica terrible y admirable á quien habíase hartado esta vez de contemplar en su realidad de entre telones.

¡Oh, esta vez!

Por el trayecto, ante su llanto (¡cómo ella lo trocara en carcajadas si supiese cuán inútil iba á serle), planeó cien cosas: dejarla en la puerta y marcharse, despedido con la hueca carcajada á que no acertaba ella...; subir, tasar en escrupulosa cuenta sus vestidos, sus sombreros, sus abrigos, sus pendientes, sus anillos... y anunciarla en vista del total: oye, tanto valen; te tengo, pues, anticipado, á razón de las tasas de tu viejo, tantos meses... Últimamente resolvió «la curiosidad del novelista» asistir al espectáculo de esta última comedia, dejándosela jugar abandonada en ella propia... en monólogo.

Llegaron, subieron.



-Adria, ¿no te acuestas?

Debía darle siquiera la indicación de empezar á la comedianta que bien había podido prepararse en una hora de aislamiento.

Desde la cama seguía viéndola los pies en el sofá, lejos de la lumbre.

¿Se habría dormido?

Escuchó atentísimo. Recibió unos tenues soplos de congoja, confundiéndose á ratos con el tictear del reloj.

¡Siempre admirable!... Cierta de que él tampoco dormiría, bastábanla estas ligerísimas alertas de su pecho contristado para tenerle en espera...

-Adria, digo que te acuestes... porque no me deja dormir esa luz.

Unos sollozos, al latigazo, rápidamente contenidos... (¡con arte!), y unos pasos. La luz se apagó. Adria vino á desnudarse á obscuras.

Nada simple la tarea de quitarse sus galas del teatro, la sintió un rato removerse sordamente, desprendiéndose corchetes, lazos, broches... Al fin se deslizó ingrávida en la cama.

La cama era ancha -y Adria quedó al extremo sin sollozos.

Al cuarto de hora le oyó Víctor la respiración del sueño, rítmica, profunda.

¡¡Oh!! ¿La habría advertido su intuición maravillosa que sería tonto trabajo la comedia, esta vez, y se abandonaba á lo irremediable en la bruta verdad de su verdad?

Dio una media el reloj. La honda respiración seguía.

El insomne, para más escarnio de su estúpido existir, negro y hueco como la obscuridad que aquí le rodeaba, tendría esta última noche que velar á la dormida odiosa. Púsose á fumar, por no despertarla á una pedrea de injurias de rufián y ahogarla en seguida con las uñas en el cuello, como los rufianes. Ella no representaba la burla de un amor, sino la burla de su vida. ¡Habíala dado tanto de su frente, de su corazón, de sus orgullos!

La insigne imbecilidad le consternaba. ¡Dones de ideal á la que sólo los buscaba de seda y diamantes... Cerró los ojos, para no ver las tinieblas.

Encerrado en sí, trató de procurarle á su humillación el consuelo de recuerdos desdeñosos:

«Un bello cuerpo de mujer. Lo que restaba de más bello en la degeneración de todas las bellezas».

«Valiese lo que valiera, él daría años de su inútil existencia por una hora de sus besos»...

No bastó. Se propuso otra soberbia laberíntica:

«Era grande, sin duda, como él; inversamente digna de él, la que supo engañarle de este modo.»

Igualmente ineficaz la paradoja, se apartó el paradojista más de la incomprensible durmiente, y permaneció de espaldas, tan sin acción que se le apagó el cigarro. Lo encendió... y vio á la luz de la cerilla á Adria, casi de espaldas también, muy derribada atrás la cabeza y levemente torcida del lado opuesto. La mano del anillo nupcial cubría sus ojos. La fina barba, alta sobre la garganta tensa en la desesperada postura, tenía una lividez casi azul de consunción, una árida enjutez de agonizante, como la nariz afilada, como los nasales surcos en que parecía una tinta opaca trazarle ya manchas cadavéricas á la boca seca, inerte, entreabierta. Estaba bella y horrible. Lo trágico que enmarcaba en aquel doloroso rostro lleno de lágrimas y de lunares el pelo deshecho y tan negro, retuvo á Víctor hasta que le quemó la llama.

¡De lágrimas! Le había parecido que rodaron nuevas cuando arrojó él la cerilla... ¿Lloraba dormida? ¿Lloraba despierta?... Tendió á la mesita el brazo á soltar la caja con el mudo enojo de que la pérfida le hubiese podido ver cualquier piedad... y en tal actitud le inmovilizó una vocecita delgada y duende que brotó en la sombra:

-Tú, Víctor, que explicas tantas cosas deberías explicarme por qué á veces me haces sufrir así. Tendrás una razón que no comprendo.

¡Ah!

¡La sutil... ¡La cómica asombrosa, ya con su comedia de humildades!

Pero esta vez el acento de niña-mártir le colmó de indignación... y la odió, la aborreció. Y en tanto que su boca mordía ultrajes, rabiosos por salir, su mano en la piedra de la mesa soltó la caja sobre un objeto duro más helado que la piedra... ¡el puñal de Bibly Diora...! Lo huyó la mano estremecida.

-¡Duerme, Adria! ¡Duérmete! -exclamó -. ¡Soy yo el que no comprendo por qué piensas que quiero que sufras. ¡Todas las mujeres me parecéis igualmente desdichadas!

Estalló el llanto de Adria en temblores, en angustias, en sofocos... vuelta indudablemente más al otro lado y recogida mísera en sí misma, con toda su... farsa de desastre.

¡Farsa, sí! El sufrimiento que acababa de observar Víctor, la orgánica expresión de muerte, imposible de fingir, se lo causaría la sola ira de perder, por un minuto de torpezas, al pobre amante más crédulo que todos y más pródigo que los prudentes banqueros y los condes de Ferrisa.

Le plació al menos saberla en tormento bajo tal pena. Las lágrimas que querrían ser de gran actriz, siguieron ofreciéndosele, pues, con un positivo fondo de la única expiación á que la propia Adria pudiera condenarse. Era el llanto inagotable, cambiado á mayor verdad lastimosa por su absoluta ineficacia, sobre aquel cuyas ternuras requería: y el cruel, así dominador de la falsa con el arma del silencio, se dedicó á eternizarlo en una eternización que fueron rimando, con igual mecánica justeza, la péndola en la sala y los ahogados sollozos; que fueron marcando, á trechos por la larga noche, los convulsivos suspiros y el reloj que á cada cuarto sonaba la campana.

Sonaba el llanto, en lo obscuro, continuo, con una fluidez de vaporoso escape, mezclándose también á los ruidos de la calle que subían por el balcón. Era en la esquina el cruzar de los tranvías y era más cerca el rumor del Madrid del vicio: siseos y gritos y risotadas de mujer, blasfemias y cantares de borrachos... algún coche que pasaba...

Múltiple, tenaz allí dentro el timbre, de hora completa cuando volvió á sonar indicando las tres, las cuatro... ó las dos... ¡qué sabían el viejo reloj ni Víctor! quedó vibrante como una gangosa burla del ridículo sufrir de Adria...; Víctor no supo reprimir el soplo de una pequeña risa entre los dientes. Adria, á la profanación de su martirio, en un estremecimiento de voluntad cesó de gemir quedando inmóvil.

Tal vez al otro cuarto, y al otro, y al otro... dormida al fin de veras, dejábale Adria las alambrosas campanadas al poeta más ridículo que juntos ella y el reloj.

En la lucha de intenciones, le dolió al hábil haberse suprimido la delicia de estar oyéndola llorar. Encendió la luz-por despertarla. Mas no era insolente el resplandor, también aquí de ascua sobre el lecho, y la respiración rítmica, profunda, persistió... Con cuidados infinitos, porque si no durmiera ella no tomase la curiosidad por capitulación de cortesía, se alzó á mirarla: y le... sorprendió, le aterró un poco la demacración espantosa de la cara inerte, la inmovilidad de muerte, más que de sueño, de los párpados, de las hundidas alas de la nariz, del pecho...

La compasión que antes le sirvió de ironía ó de mofa para la perversa, surgió de sus entrañas aún hacia la perversa, para la debilidad de la mujer...

Dejóse caer á la almohada. Le cruzaban opuestas emociones.

¡Muerta!...

Tiempo después corría su reflexión por nuevos álveos.

El formidable alegato formado para la diestra explotadora con los recuerdos del bazar de Versala, del ópalo del francés y la cuenta del doctor, de sus miradas á Napoleón y del beso cínico á Durbán, del lance con el huésped y del lance del teatro, había ido conmoviéndose al golpear de otros recuerdos: las medallas de las santas, la mística memoria en rezos y en mármoles al padre, las plenas confianzas con él como quien no teme venganzas del tenido por noble y para siempre, la no entregada á nadie más en Versala á pesar de sus apuros, la eterna infeliz sacrificada de la sincerísima historia... la nunca, en fin, sorprendida en prueba irrefutable de traición... de fatiga de pasión siquiera...

¡Oh, la exacta! ¡La justa! ¡Aquella de quien las palabras jamás fueron contradichas por los hechos!

¿O es que Adria, de ser tan ambiciosa desalmada como la supuso él, no se habría lanzado en su vida loca con desprecio de Sagrario y de sus hijas á otra más espléndida posesión de lujos que los que Víctor la ofrecía? ¿O es que la insuperable pasión que había visto desbordada por su carne tantas veces podía fingirse? ¿O es que era traición, voluntad de traición, para la que habíale dado un beso á un amigo por orden del amante, conversar con otro amigo y mirar después si era mirada?

Entre unos y otros recuerdos, quedaba la Adria real... tan llena de miserables defectos como de grandezas más altas que virtudes. ¡No, no podría haber sido comedianta la que así le jugó magnífica la comedia de ideal... del difícil, del para toda otra mujer imposible ideal forjado á yunque de alma sobre infamias! ¡No podría alcanzar á tanto la mentira!

¿Quién era... qué era, pues, ésta que junto á él dormía ó simulaba el sueño?

Ahora, á la roja luz, contemplándola de espaldas y envuelta como por un roto cendal en la negrura de su pelo, la veía bella, con belleza de flor agónica en que él habría succionado la vida. Era la Altísima... pero la Altísima que habíase dejado decretar la muerte en una traición de la ramera, y á quien Víctor, el dueño único y absoluto de la Altísima, mató á la puerta del teatro tratándola como ramera... por primera vez.

Esto no tenía remedio.

Fué la puñalada en el corazón, que no tiene remedio.

La contemplaba.

Vacía con una quietud de muerte que le hizo á Víctor acordarse del ensueño aquel en que la vio divinamente exánime en la nieve.

¿Por qué no sería verdad?

La idea de que horas más tarde se habría de encontrar sin él, la ramera que llevase dentro el cadáver de la Altísima, la inconsciente loca del teatro y de Versala para seguir besando al viejo y mirando al huésped y á otros Álvaros Cedrún...; la idea, principalmente, de que la perdida infeliz no podría más olvidar el fantasma de la Altísima hundido en su corazón como reliquia que tendría que profanar hasta que ella al fin también muriese... de las profanaciones, se le aparecía horrenda, inadmisible á Víctor -para él y para la Altísima aun aquí guardada muerta como suya...

Lloró... sobre la muerta -alzado á verla otra vez.

Lívida... en franca descomposición de azules manchas su cadáver. El siniestro fulgor de antro de infierno, esparcido por el débil globo á través de las sedas escarlata, aumentaba la extática inercia en la faz descompuesta que ya no era (¡con qué otra intensa belleza de espectro!)... la faz de vida y de amor en célica bacante fiera y bella, hecha de limón y lotos!

¿Por qué no sería verdad que estaba muerta?

Le estremeció un deseo.

«MATARLA.»

Y puesto que al apartar la mirada de ella y del deseo cayó sobre la mesita en el lindo puñal cincelado de empuñadura de juguete, éste pareció delicadamente advertirle que si él no sabia ahogar como los rufianes..., podría hundir el fino acero en un corazón... dejándole una mística cruz de Dolorosa.

Cogió el puñal... con gratitud... con la plena conciencia, sin embargo, de que lo cogía para seguir meditando al contacto del pérfido juguete entre los dedos.

Eran sus movimientos de una lenta y etérea impesantez que no se transmitía á la cama, y Adria continuaba inmóvil mostrando un lado de la garganta entre la rota red de su cabello.

«... hundirla... en el corazón... el puñal...»

¡Qué extraño! Hundírselo en la garganta le crispaba.

Pero hundírselo en el corazón... ¡qué delicia!

Habría querido vivir en un mundo capaz de comprender el noble asesinato -no en éste que hablaría de «crimen» y «presidio» porque se le arrancase á su infamia una vida.

Y afirmó el puñal... sonriendo con burla fatídica hacia el mundo que infamaba las vidas obligando á respetarlas... Un claro relámpago acababa de alumbrarle el legal camino de su antojo. ¡Oh, sí... él pertenecía, en la clasificación del mundo, á los honorables que lo pueden todo con tal que salvaguarden su honorabilidad en mentiras! ¿Por qué no envolver de mentiras bajas su alto crimen?... Matarla, sin darla tiempo á despertar; llorar el resto de la noche sobre la muerta que fué su vida, que pasaría ideal y para siempre pura por los ávidos ojos á su alma... y después, después... ¡ah, después!...

Después un arañazo con el puñal, él mismo, unos gritos mientras tiraba el cadáver á la sala, una cartera de billetes por la alfombra... y el honrado matador contándole á las gentes que Adria le quiso robar, que quiso matarle al verse descubierta... y que ¡tuvo que matarla! Un juicio oral, y una memoria escarnecida por todo un desfile de honradísimos testigos contra la prostituta y ladrona, la que vivió del vicio y del escándalo, la que saltaba en los cafés y fumaba en los restoranes elegantes, la que engañando á un anciano respetable atrajo á Víctor con la idea del robo... Y cuando Víctor, con un timbre donjuanesco más para su nombre, dijese públicamente la verdad en la novela de la ALTÍSIMA, mitad á la alteza de ella dedicada mientras viva, mitad á la social estupidez, ya muerta, el libro de confesión sería tenido por bizarra humorada del artista disfrazando la verdad... «un poco malévolo no más con los rectos jueces que le habrían reconocido la inocencia...»

Adria se volvió.

Víctor ocultó instintivo la mano del puñal al otro lado.

Quedaba ella boca arriba, guardándose los ojos de la luz con el diestro brazo desnudo, y tendiendo el otro fuera de las ropas... el seno izquierdo se mostraba... el corazón... brindándose al puñal!...

Mas ¡oh!... Adria sin dormir, la noche entera!... Como dos, como tres horas antes -¡qué sabían Víctor ni el reloj que había seguido sonando para nadie! -la voz extensa, delgada, volvió á surgir en el silencio:

-¡No quieres, Víctor, decirme lo que pienses, lo que sientas!

-¡Yo! -exclamó él doblemente sorprendido.

-Sí.

-¡Tú, mujer!

Adria se quitó de la cara el brazo, y dijo sin abrir los ojos:

-Yo no pienso más sino que no puedo entenderte.

Le irritó á Víctor la respuesta, y persistió en su desprecio mudo. La ramera, la falsa todavía.

-Tú, Víctor -insistió la voz doliente -, no debías llevarme á los teatros ni presentarme á tus amigos.

-¡Oh! -no supo resistirse él -¿Fui yo quien llamó á aquél para presentártelo?

-Pero yo no tuve la culpa de que él fuese.

La odió más. En la rabia de haberla hablado del Álvaro sin que ella siquiera le aludiese determinadamente, sintió el ciego afán de arrojarla, de irla liando todos sus desdenes como cuerdas de tortura.

-Bueno, Adria; pues si quieres que te diga lo que pienso... lo diré. Prepárate y escucha, porque va de largo. ¡He pensado tanto mientras tú también pensabas!

Juzgó que afectaría mayor indiferencia fumando otro cigarro, y lo encendió.

-Los artistas, Adria -dijo luego soltando las palabras lentas y volubles entre el humo -, somos, aun á nuestro pesar, canallas, por «necesidad de arte». No le busques, pues, más razones al desprecio... ¡no! á la indiferencia de un artista á quien ya le has dado cuanto puedes: el estudio para un libro extravagante. El estudio está completo, redondeado en belleza, imposible de pasar con nosotros más allá de estos días de idiota vulgaridad á que hemos vuelto con tu viejo. Por eso, teniéndolo ya para el libro -, dulcemente, amablemente, porque tampoco los artistas nos sabemos enfadar ni buscar pretextos necios de ruptura, yo había pensado esta noche, con el fin de dejarte colocada..., cederte á un amigo... menos canalla que yo, porque no es artista, porque no es más que aristócrata. ¿Lloras?... ¡Ah, mujer, no llores más! Son... nuestras franquezas. Acuérdate de que eres «la gitana del camino» y que nos unimos sin otra intención que marchar juntos un trecho... Teniendo que separarnos... ¿qué más daba hoy que otro día?

Fumó para aspirar veneno de humo contra la emoción que le causaba siempre el llanto de ella.

Un llanto que era, al recrudecimiento del dolor, un alarido lamentable y sordo. No podría oírle, y la dejó llorar, complacido en empaparse de la idiotez del canto de unos borrachos parados en la calle, donde no sonaban ya las risas ni los coches.

Quebróse el alarido en suspiros, agotándose en sí mismo, y Víctor volvió á su acento invariable:

-Lloras, y haces mal en fatigarte. Yo, que sabes que sé llorar cuando quiero, no tengo gana esta noche. ¡Llora! ¡Llora!... No te preguntaré por qué; me dirías: que de pena al ver con qué saña me maltrato..., y yo, en estas últimas horas nuestras de franqueza, habría de preferir escucharte que lloras de rabia al ver por fin que he sido más cómico que tú... ¡que la excelsa cómica!... ¡Oh, Adria, sí, qué

cómico... hasta conmigo mismo! ¡Mira! -(mostró el puñal, arrojándolo inmediatamente por la baranda del lecho) -: Mi «artística comedia» llegó al colmo hace un rato: recordé que tú en las tuyas me has pedido algunas veces que te mate... y cogí el puñal para matar á mi heroína!

El histérico, el epiléptico soplido de la nariz, pareció sacudir en Adria, como por una válvula, no supo qué dolores de horror trocándolos en asombro de alegría. Bajo esta alegría quedó ahora recogida en atención, sin llanto, sin respirar siquiera, en acecho del alma amiga vuelta á encontrar de improviso por su alma de leona.

Los borrachos se alejaron en la calle. Víctor prosiguió sobre el silencio absoluto que dejaba á las palabras la íntegra sonoridad transparente en que no era fácil disfrazar las intenciones.

-¿Que por qué no te maté?... Bah, mujer... porque podré matarte en el libro con harta más facilidad; tú me has dado la emoción, y es bastante...; no te maté, porque los artistas, Adria, somos mucho más cobardes que canallas todavía! Somos gentes (sábelo, por si tropiezas otro) á quienes les importa su ficción de las cosas, y no las cosas; á quienes jamás puede convencérseles de nada; y menos del amor, que manejamos por oficio, como el trapo pintado el que hace flores. Conocemos los hilos y las tramas de las almas, de los cuerpos, y sabemos que son trapo las cándidas protestas, que los juramentos son trapo, que los llantos y los besos y las más férvidas caricias son... trapo, hilos de nervios en tramas y tintes diferentes. Te lo digo para que no te empeñes con otros, por cómica asombrosa que te creas, en probarles lo que no te hubiesen de creer. Ve, por ejemplo: supongamos un instante que yo á esta altura de nuestra mutua saciedad, no tuviese cansancio de ti, un cansancio sin hastío, pero enorme, irreparable.. como el de un frívolo y ameno y vario periódico leído hasta la fecha, que no volvería á leerse por nada del mundo, que se suelta de los dedos y lo arrastra el aire sin que nos interese adónde ni quién lo cogerá...; supongamos, digo, al revés, que yo tuviese...

Pero se detuvo.

Había visto fulgurar lo mismo que detrás de una selva los ojos de leona..., de leona en acecho, cuando él creía estar jugando quizás con una astuta fierecilla. Había visto en un destello la arrogancia, la luz, el resplandor de la temible... de la recóndita grandiosa que surgía siempre frente á él al olvido de los otros... al olvido de todos los demás... en la especie de solemnización de grandezas formidables de la soledad de ambos absoluta...

Y se detuvo.

Era tarde. La poderosa le cortó el camino de gentiles ironismos con esta simple invitación en que pareció saltar para imponerle la verdadera lucha franca:

-¡Sigue, Víctor!

¡Entregado él, á la sagaz, á la firme y estupenda mente confiada! ¡Entregado él mismo!

-Supongamos... -fué á seguir.

Y como volvió á callar, siguió ella:

-Supongamos, Víctor, al revés... que tú no me desprecias, que tú no me aborreces, que tú... de quien yo no dudo que no te inquietaría el saberme en brazos de otro, pero del modo leal que yo te supe por tu parte en los de aquella Bibly... supongamos que tú lo que tuvieras esta noche fuese... una tristeza muy grande porque dudas de tu Adria...

-¡Oh! -trató él aún de protestar con menosprecio que sólo salió de su garganta.

Sin hacerle caso, Adria, le tendió el desnudo brazo por el pecho, en bandolera de nobleza, y terminó -con una muy seca dulzura:

-De tu Adria... juzgada traidora de intenciones, porque es bruta si la dejas tú, si te siente lejos de su lado cuando estás más cerca... cuando no la crees ¡cuando no es creída por la única persona con quien ella puede y quiere ser noble siempre!

Separó el brazo, y dijo volviendo á llorar con un llanto que no se parecía á los otros de la noche:

-Y si tú... ¡tú, Víctor! no me crees... ¿para qué me sirve la verdad?... Escúpeme, mátame, ó dejame mañana... ¡lo que quieras, pues no volveré á jurarte juramentos que no sirven! ¿A qué? Debo resignarme. En esto me parece que me estabas diciendo una verdad más verdad y más cruel de lo que tú mismo imaginas; quien te ha dado tan enormemente y tan inútilmente todas, todas las pruebas de cariño que pudo, ni puede darte más, ni fuese sino tonto que fundase su esperanza en repetirlas. Por lo menos, te lo digo, la noche me he pasado pensando qué otras pruebas pudieran convencerte. No las sé. Si á ti se te ocurren, dímelas y me someto de antemano, sean ellas cuales fueren... Sean cuales sean, crueles, horribles, malvadas, no te importe... Lo afirmo sin juramentos cuya fe has perdido. Si tampoco se te ocurren... ¡Vete mañana!

Le tocó ahora alentar rescoldos de dolor al pecho que habíale dicho á la mártir tantas cosas; y á la mártir escuchar esta respiración de tormento.

«Bruta si la dejas tú... si te siente lejos á su lado... Y era esto la no negación de su culpa sin culpa; y habría sido lanzada á ella por la tristísima injusticia de haber dudado él de otra espontánea confesión: la referente al huésped. Toda la incredulidad del que anhelaba toda la fe, se circunscribió en girante vuelo á este último hecho trivial, de pequeñez ridícula; pero de la índole de pequeñez y trivialidad en que sabía Víctor que se asientan las firmezas del amor..., más que en los augustos juramentos y en las grandes entregas pasionales de que son aparatosamente capaces mil necias.

El problema, puesto por Adria con su rara precisión en términos simples, reducíase á creer en ella ó dejarla; á seguir teniéndola por sincerísima leal que le contaba hasta el estudiantil asalto de un ingenuo en un pasillo, ó á reputarla de una vez sagaz perversa anticipada á referirlo por si á él alguna otra tarde en la mesa se lo pudiera decir el mismo ingenuo... ¡el guapo joven de quien la traza y la charla en la soledad del comedor quizás á ratos privasen de prudencia á la prudente!

Admiraba á Víctor que pendiese su destino del misterio de este menudo, de este despreciable y risiblemente sainetesco incidente de fonda, convertido en clave para interpretar una vida entera de mujer. Exasperábale, además, que el hecho en sí propio, á pesar de su insignificancia grotesca, fuese de tal manera impenetrable. Detrás del hecho estaba el alma de Adria, el alma quizá tan diáfana que se veían tras ella y como de ella las sombras de otras.

Pero ¿y si fuesen de ella... las sombras?... Nunca el soberbio, proclamado mil veces por sí mismo hombre-Dios, sintió igual la humildad de contemplarse tan lejos del Dios, en esta humana torpeza que no ve ni lo que tiene delante de los ojos... Resignado á hombre, aferróse á rebuscar y elegir, entre las crueldades más humanas á que Adria aún quería prestarse, aquellas que más feroces é inauditas hubiesen de espantar, de revelarle cobarde á la mujer... ¡Oh, sí, sí... era experimental la verdad en la vida de aquí abajo y no estaba tan velada para el terco buscador!...

Se lanzó á sus meditaciones.

Adria esperaba. Ociosa para ella toda nueva intervención.

Comprendía que el amor, el ser total de Víctor, revolvíase entre la duda y la fe, y esperaba, esperaba. No se le ocurrió ni un momento ganarle con la miel de sus caricias femeninas: nada en la no unión perfecta de las almas le fuese á los dos tan detestable. La lucha era de corazón y de cerebro, de sentimientos y de ideas...

Subían ruidos de la calle otra vez.

Un carro cruzó, y luego sonaron puertas que se abrían.

En el tardío y rápido amanecer de invierno, pronto llegaron al balcón, que ya rayaba azules luces, los rumores de la gente que madruga.

-¡Adria! -reclamó Víctor al fin.

-Qué.

-He pensado dos pruebas.

-Dilas.

-No. Son terribles. Antes, piensa de nuevo si estás pronta á aceptarlas.

-Lo estoy -le confirmó con serenísima entereza.

Víctor la dejó en la crispación de la espera unos instantes.

-Son terribles -repitió -; tan trágicas, tan espantosas, que acaso tú, si las miras bien, y aunque me quieras, habrías de preferir que te matase. Y sin embargo, tan sencillas, tan sencillas, que tal vez te hagan reír, si me quieres. Desde luego debo anticiparte que la que lo es más, la que yo querré para ahora mismo, porque puedes en seguida realizarla, ninguna amante bella como tú la aceptaría. Reflexiona aún, por lo tanto, si cuentas con la necesaria voluntad de sacrificio para sufrir el que haría retroceder á las más heroicas á las que no vacilarían en entregar por prendas de su amor su honra, su libertad y hasta su vida. Todo menos esto que yo te exigiré.

-Yo no necesito meditar. Di, qué prueba.

-Son dos.

-Pues las dos.

-Bien. La primera levantarte, ir por las tijeras, y cortarte todo el pelo al rape como un chiquillo.

Adria lanzó una pequeña risa ahogada.

-¿Y la segunda?

-No ver más á don Baldomero desde hoy. Cuando venga le habrás dado á doña Paz la orden de decirle que... estás conmigo. Y como no volverá, y él os sostiene, tú, desde mañana, atenderás á tus hijas, mientras no ganes algo en el teatro, tomando costura de un taller. Tu tía podrá ayudarte si le place. Yo iré á verte en la casa modestísima que alquiléis.

Meditó ella, grave y breve.

-Y si hago las dos cosas, ¿tú creerás en mí para no volver á dudar nunca?

-Sí.

La vio Víctor inmediatamente echarse del lecho, ir á la sala..., volver con las tijeras, meterse otra vez entre las sábanas quedando sentada junto á él... La vio alzarse á la cabeza ambos brazos en corona...

Mostraban tal ágil y como mecánica resolución su actitud y sus movimientos, que incitaron todavía al escéptico á sospechar que la asombrosa actriz tendría bien calculado el instante en qué él, engañado por la falaz verdad de este previo arreglo del pelo en manojos, evitase el tremendo ultraje á la belleza... Sólo que cuando Víctor esperaba ver caer la mano buscando las tijeras, lo que cayó, con

la sorpresa de un crujido indefinible, fué una larga mecha de la frente... En seguida, otra, enorme... y otra, como sierpes negras y ondulosas descendidas al regazo...

¡Ah, qué horrible crepitar!... Caía, caía profusa la siniestra lluvia y Víctor, frío, inmóvil, avergonzado... sentíase tan miserable, tan despreciablemente débil, que no acertaba ni con el ademán ni con la frase que evitase aquello... ¡Aquello tan nefando que pasaba de ir viendo segar rizo por rizo los que besó él poniendo en cada uno un ensueño, los que adoró en la que todo era adorable, los que formábanle el divino nimbo de ilusión á la sacratísima beldad!

¡Ah, qué horrendo crepitar! ¡qué sierra de impiedad aquella mano!... Paralizada en nieve su alma por su carne, sufría Víctor el estupor del crimen, del crimen que consumaba sañuda y lenta la fealdad en la belleza, más cobarde y vil cien veces, en su repugnante inquisitorial aspecto, que aquel de haber parado en sueños una vida con la punta de un puñal... Lloraron sus ojos en torrente silencioso, donde al fin puso el pecho destrozado su congoja.

-¿Lloras, Víctor? ¿Porqué? -preguntóle Adria.

Dulce, quería animarle con voz de lágrimas también, envuelta en aquel destrozo de su pelo, que seguía... Y sólo entonces, á un ímpetu, él se alzó y la aprisionó nervioso con los brazos, juntándose entre redes de cabellos desprendidos los llantos de las almas...

-Lloraron mucho tiempo. Lo que no habían llorado de ternura en sus vidas ásperamente dolorosas... Y se sentían tan puros, tan limpios de maldad, que habrían creído poder morir en aquel momento volando al cielo como niños, como ángeles dignos de surcar el éter infinito...

-¡Oh, Altísima! ¡ALTÍSIMA!... ¡SAGRADA! -dijo él cuando pudieron separarse.

Y contemplándola con el dolor de su crimen en la sobrehumanamente hermosa afrenta de aquella negra cabellera que aún rodeaba la ancha zona despojada desde una sien y la frente, lloró otra vez.

-¡Oh, ALTÍSIMA, ALTÍSIMA -repitió en consagración -, tú has hecho una cosa que no haría por ningún amor de la tierra mujer alguna de la tierra!

-La Altísima rió, como ríen las mártires sencillas al dios de sus ofrendas.

-Lo que hace falta -dijo, con su estupenda sencillez -es que no me aborrezcas por lo horrible que estaré... que el pelo ya saldrá, si gusta. ¿Dudas de tu Adria, ahora?

-¡Oh! -clamó él besándole la mano -¡Lo que hemos hecho de tu belleza, yo con mi duda, tú con tu fe, tiene la gloriosa crueldad asesina de algo de los dos, que ya unirá á nuestras almas para siempre como una muerte por ellas perpetrada con celeste alevosía! ¡Mira, pues, si tendré que creer en mi Adria, matadora un poco de sí misma por heroica y por creyente en un cobarde..., más que en mí mismo!

Uniéronse otra vez las frentes, en asombro de inmensidad, de fatalidad... de no sabían qué extensa y desierta proyección de porvenir que ellos tendrían que llenar con sus vidas juntas por otra dulcísima desesperación de martirio.

Luego, llorando y temblando él, llorando y riendo Adria, Víctor tuvo que acabar de cortarle, según supo, el cabello, que iba colocando como madejas de reliquia sobre las rodillas de los dos...

Cada rizo que soltaba, lo besaba. Y ella, llorando más del desconsuelo del débil, quería reírse, reírse -mientras sus manos jugaban en el montón sedoso -de la infantil caridad de las tijeras que ya en balde se obstinaba en segar cada vez menos corto.

-Ah, bah... qué tonto, hombre. ¿No ves que tendrán que igualarlo todo al rape, como esto?

Saltó luego por un espejillo y volvió á la luz mirándose y riendo al fin de todas ganas... Se parecía un golfo tiñoso, á mechones... ¡qué esquila!

Él, en tanto, recogía con religioso cuidado, uniéndolos al negro vellón, los cabellos sueltos por la colcha.

A las once, cuando llamada por el timbre fué doña Paz, cuando trataron de calmarle su admiración de la pelona con una explicación cualquiera de «capricho», ella dio por definitivamente comprobado, y no sin terror, al tropezar en la alfombra el puñal, que tenía dos locos en su casa.

-¡Qué atroz, hija, qué facha! -comentaba realmente indignada mirando á Adria, que incorporada en el lecho se reía -. ¡Está usted ida, oh! ¡A buena hora se deja pelar una mujer ni por capricho de Dios que bajase de los cielos!

Toda una animosidad de sexo contra Víctor. Todo un profundísimo desdén hacia «la tonta». Ni la noción de las espléndidas propinas era parte á detener su filípica, en cierto modo cariñosa.

-No, no, lo estoy viendo, el día menos pensado en Los Sucesos... ¿Se puede saber este puñal...

Víctor, tomándoselo, le puso en las manos un billete de diez duros que había cogido de la mesita de noche.

-Doña Paz -dijo en seguida -, es preciso que ayude usted á que crea don Baldomero que la señorita ha tenido que pelarse, porque, rizándose, se inflamó y la abrasó el alcohol.

Estaba perdonada, pues, la segunda prueba -lo mismo á ella pronta la Altísima; pero habría sido el exigirla, en Víctor, iniquidad y bellaquería.

-Doña Paz -añadió Adria atenta por su parte á otro previo acuerdo de ambos -es preciso, si no hemos de mudarnos nosotros, que le advierta á ese señor del comedor que no se propase más á esperarme en los pasillos, como hizo ayer. Y desde luego no volveré á comer sino en mi cuarto.

La noticia pareció causarle á doña Paz una íntima y profunda conmoción de indignada sorpresa que la contuvo en silencio por un rato, pálida, trémula.

-No, no, lo que es ahora, hija mía... -replicó al fin dominada y creyendo encontrar una irritante relación entre el atrevimiento del huésped y el pelo cortado -¡bien tranquilo puede estar don Víctor, aunque deje usted de par en par la puerta, de ése y de todos los huéspedes del mundo!

Habló, no obstante, de echar al huésped, enojadísima. Y como Víctor lo juzgó innecesario, prometió ponerlo, al menos, como un guante.

Salió doña Paz; se levantaron ellos, y fueron, para no perder tiempo en esperas, á una peluquería de enfrente. A Adria se le pasaron unas muy grandes ganas de fumar, por aturdir del todo á los señores que la miraban arreglarse como un hombre. El barbero hizo prodigios por dejarla siquiera á los lados y atrás unos centímetros de pelo, ocultándola arriba, como mejor le surgió su habilidad, los trasquilones. -Y fué inmediatamente de otra canallesca gracia irresistible aquella cabeza escarolada, aquella faz hondamente ultrajada por el dolor y el insomnio.

-¡Oh, una zorra!

-Parece borracha, además -comentaron de silla á silla (en cuanto hubieron salido los tan amantes del alma) parroquianos con barberos.

La dejó Víctor subir, cruzada juntos la calle, en que Adria se resguardó con una toca, y partió al Círculo.



Al volver por la noche, le contó Adria que el pobre don Baldomero había creído de punta á punta la comedia del alcohol, que le jugó con lujo de detalles doña Paz. Se había afligido también mucho. ¡Oh, pelo tan sentido que yacía como un muerto en una caja!

Pasaron noches, en las cuales era ahora la Altísima abrazada por el amante con una inefable delectación en que no podía borrarse sin embargo la tristeza del agravio á la belleza. A la roja luz, ella le veía en los ojos la pena de no poder mirarla, en torno al rostro de pasión, la negra cabellera que se lo aureolaba de ondas é ilusiones...

De día, en cambio, era mayor el ansia de Víctor por estar al lado de la humilde, de la triste que sólo hallábase á gusto junto á él; de la mártir que con tanto sufrimiento y sobresalto se iba quedando con la cara de una tísica... Un ansia, ya, por no dejar de oírla y de mirarla, que llegaba al desconsuelo, á la perpetua inquietud de no saber soportar lejos de ella las visitas, otra vez por mañana y tarde, del hombre aquel que lo impedía, aburriéndola de paso. -«¿Qué tienes? ¿pero qué te pasa, y por que no te curas, mujer, si estás enferma?» -Así decíale Adria á Víctor que no dejaba de importunarla con pesadez de viejo el banquero: y aun Víctor en su odio se veía forzado á concederle á éste el mérito de la misma cariñosa compasión por Adria que Adria le inspiraba á Víctor.

-Dí, ¿por qué no le dices -apuntó Víctor una noche -que el campo te repondría... y nos vamos á Versala, á mi casa, á Tur?

-Porque no haría lo de las niñas. Debo esperar -contestó ella.

¡Ah, siempre mártir por todos, hasta por los que no podían dejar de amarla atormentándola.

Salía poco. Víctor cenaba en casa con ella por las noches. Por no dar sospechas al viejo, que temiendo que no le creciese el pelo se oponía á que se lo rizase con frecuencia, se lo dejaba sin rizar. Esto aumentaba su divina fealdad de mártir y de enferma. -No podía vestirse ni ponerse los sombreros para sus antiguas correrías furtivas de galana amante... Una noche que se vistió y la arregló una peinadora, empeñado Víctor en comer fuera y llevarla al teatro..., se desvaneció con el ruido, con las luces...

Luego cayó en cama con fiebre y con delirio, y la desesperación de Víctor llegó al colmo: don Baldomero, se constituyó en amorosa guardia junto al lecho noche y día, durante ochenta horas.. Sólo doña Paz llevábale á Víctor noticias á la calle de Olózaga -al que no tenía ni el sentimental derecho de ahogar á un viejo en quien la Altísima por su mero resplandor de idealidad, había hecho prolongarse en abnegación el amor hasta bien más allá de los brutos años sensuales de un tendero.

Y cuando volvió junto á Adria, cuando ella se repuso en las alegrías de los besos muy amados, la decisión fué terminante, entre los dos: cortar este suplicio.

Víctor se iría á Versala. Hallaron preferible una ausencia que calmase en ambos la vida con la única dedicación lejana de las almas. Una ausencia... la ausencia de dignidad que no se atrevieron á aceptar oportunamente y al término de la cual, por fin, se reunirían los dos, dueños de ellos mismos y sin volver á separarse...

Un jueves salieron de Madrid hacia Tur, cerrando el entresuelo, Marciana y Carmen y Alfonso.

Un sábado, Víctor. Después de una ideal y terrible noche de despedida en que tuvieron los dos el fatal presentimiento -confesado para reírse de la supersticiosa confesión -de que serían aquellos sus últimos abrazos,... sus últimos placeres...

En el tren, llevábase el viajero la mínima alegría de haber podido no conocer, no oír siquiera el timbre de voz del viejo -que habría quedado entonces como un real fantasma ingrato más entre su pensamiento y el de Adria... Así, érale dable, mientras trepidaba el coche por las sombras, imaginar que la Altísima quedaba en Madrid al dulce amparo patriarcal de un noble anciano con luenga barba y bello aspecto venerable...

No había querido jamás ni preguntarle á Adria cómo era.