La buenaventura (Alarcón)

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​La buenaventura​ de Pedro Antonio de Alarcón


I


No sé que día de Agosto del año 1816 llegó a las puertas de la Capitanía General de Granada cierto haraposo y grotesco gitano, de sesenta años de edad, de oficio esquilador y de apellido o sobrenombre "Heredia", caballero en flaquísimo y destartalado burro mohino, cuyos arneses se reducían a una soga atada al pescuezo; y, echado que hubo pie a tierra, dijo con la mayor frescura «que quería ver al Capitán General.»

Excuso añadir que semejante pretensión excitó sucesivamente la resistencia del centinela, las risas de los ordenanzas y las dudas y vacilaciones de los edecanes antes de llegar a conocimiento del Excelentísimo Sr. D. Eugenio Portocarrero, conde del Montijo, a la sazón Capitán General del antiguo reino de Granada... Pero como aquel prócer era hombre de muy buen humor y tenía muchas noticias de Heredia, célebre por sus chistes, por sus cambalaches y por su amor a lo ajeno..., con permiso del engañado dueño, dió orden de que dejasen pasar al gitano.

Penetró éste en el despacho de Su Excelencia, dando dos pasos adelante y uno atrás, que era como andaba en las circunstancias graves, y poniéndose de rodillas exclamó:

- ¡Viva María Santísima y viva su merced, que es el amo de toitico el mundo!

- Levántate; déjate de zalamerías, y dime qué se te ofrece... -respondió el Conde con aparente sequedad.

Heredia se puso también serio, y dijo con mucho desparpajo:

- Pues, señor, vengo a que se me den los mil reales.

- ¿Qué mil reales?

- Los ofrecidos hace días, en un bando, al que presente las señas de Parrón.

- Pues ¡qué! ¿tú lo conocías?

- No, señor.

- Entonces....

- Pero ya lo conozco.

- ¡Cómo!

- Es muy sencillo. Lo he buscado; lo he visto; traigo las señas, y pido mi ganancia.

- ¿Estás seguro de que lo has visto? -exclamó el Capitán General con un interés que se sobrepuso a sus dudas.

El gitano se echó a reír, y respondió:

- ¡Es claro! Su merced dirá: este gitano es como todos, y quiere engañarme. ¡No me perdone Dios si miento!. Ayer ví a Parrón.

- Pero ¿sabes tú la importancia de lo que dices? ¿Sabes que hace tres años que se persigue a ese monstruo, a ese bandido sanguinario, que nadie conoce ni ha podido nunca ver? ¿Sabes que todos los días roba, en distintos puntos de estas sierras, a algunos pasajeros; y después los asesina, pues dice que los muertos no hablan, y que ése es el único medio de que nunca dé con él la Justicia? ¿Sabes, en fin, que ver a Parrón es encontrarse con la muerte?

El gitano se volvió a reír, y dijo:

- Y ¿no sabe su merced que lo que no puede hacer un gitano no hay quien lo haga sobre la tierra? ¿Conoce nadie cuándo es verdad nuestra risa o nuestro llanto? ¿Tiene su merced noticia de alguna zorra que sepa tantas picardías como nosotros? Repito, mi General, que, no sólo he visto a Parrón, sino que he hablado con el.

- ¿Dónde?

- En el camino de Tózar.

- Dame pruebas de ello.

- Escuche su merced. Ayer mañana hizo ocho días que caímos mi borrico y yo en poder de unos ladrones. Me maniataron muy bien, y me llevaron por unos barrancos endemoniados hasta dar con una plazoleta donde acampaban los bandidos. Una cruel sospecha me tenía desazonado. «¿Será esta gente de Parrón? (me decía a cada instante.) ¡Entonces no hay remedio, me matan!..., pues ese maldito se ha empeñado en que ningunos ojos que vean su fisonomía vuelvan a ver cosa ninguna.»

Estaba yo haciendo estas reflexiones, cuando se me presentó un hombre vestido de macareno con mucho lujo, y dándome un golpecito en el hombro y sonriéndose con suma gracia, me dijo:

- Compadre, ¡yo soy Parrón!

Oír esto y caerme de espaldas, todo fue una misma cosa.

El bandido se echó a reír.

Yo me levanté desencajado, me puse de rodillas, y exclamé en todos los tonos de voz que pude inventar:

- ¡Bendita sea tu alma, rey de los hombres!... ¿Quién no había de conocerte por ese porte de príncipe real que Dios te ha dado? ¡Y que haya madre que para tales hijos! ¡Jesús! ¡Deja que te dé un abrazo, hijo mío! ¡Que en mal hora muera si no tenía gana de encontrarte el gitanico para decirte la buenaventura y darte un beso en esa mano de emperador! ¡También yo soy de los tuyos! ¿Quieres que te enseñe a cambiar burros muertos por burros vivos? ¿Quieres vender como potros tus caballos viejos? ¿Quieres que le enseñe el francés a una mula?

El Conde del Montijo no pudo contener la risa. Luego preguntó:

- Y ¿qué respondió Parrón a todo eso? ¿Qué hizo?

- Lo mismo que su merced; reírse a todo trapo.

- ¿Y tú?

- Yo, señorico, me reía también; pero me corrían por las patillas lagrimones como naranjas.

- Continúa.

En seguida me alargó la mano y me dijo:

- Compadre, es V. el único hombre de talento que ha caído en mi poder. Todos los demás tienen la maldita costumbre de procurar entristecerme, de llorar, de quejarse y de hacer otras tonterías que me ponen de mal humor. Sólo V. me ha hecho reír: y si no fuera por esas lágrimas....

- Qué, ¡señor, si son de alegría!

- Lo creo. ¡Bien sabe el demonio que es la primera vez que me he reído desde hace seis u ocho años! Verdad es que tampoco he llorado.

- Pero despachemos. ¡Eh, muchachos!

Decir Parrón estas palabras y rodearme una nube de trabucos, todo fue un abrir y cerrar de ojos.

- ¡Jesús me ampare! -empecé a gritar-.

- ¡Deteneos! -exclamó Parrón-. No se trata de eso todavía. Os llamo para preguntaros qué le habéis tomado a este hombre.

- Un burro en pelo.

- ¿Y dinero?

- Tres duros y siete reales.

- Pues dejadnos solos.

Todos se alejaron.

- Ahora dime la buenaventura, -exclamó el ladrón, tendiéndome la mano.

Yo se la cogí; medité un momento; conocí que estaba en el caso de hablar formalmente, y le dije con todas las veras de mi alma:

- Parrón, tarde que temprano, ya me quites la vida, ya me la dejes..., ¡morirás ahorcado!

- Eso ya lo sabía yo... -respondió el bandido con entera tranquilidad-. Dime cuándo.

Me puse a cavilar.

Este hombre (pensé) me va a perdonar la vida; mañana llego a Granada y doy el cante; pasado mañana lo cogen... Después empezará la sumaria...

- ¿Dices que cuándo? -le respondí en alta voz-. Pues ¡mira! va a ser el mes que entra.

Parrón se estremeció, y yo también, conociendo que el amor propio de adivino me podía salir por la tapa de los sesos.

- Pues mira tú, gitano... -contestó Parrón muy lentamente-. Vas a quedarte en mi poder... ¡Si en todo el mes que entra no me ahorcan, te ahorco yo a ti, tan cierto como ahorcaron a mi padre! Si muero para esa fecha, quedarás libre.

- ¡Muchas gracias! -dije yo en mi interior-. ¡Me perdona... después de muerto!

Y me arrepentí de haber echado tan corto el plazo.

Quedamos en lo dicho: fui conducido a la cueva, donde me encerraron, y Parrón montó en su yegua y tomó el tole por aquellos breñales....

- Vamos, ya comprendo... -exclamó el Conde del Montijo-. Parrón ha muerto; tú has quedado libre, y por eso sabes sus señas...

- ¡Todo lo contrario, mi General! Parrón vive, y aquí entra lo más negro de la presente historia.



II


Pasaron ocho días sin que el capitán volviese a verme. Según pude entender, no había parecido por allí desde la tarde que le hice la buenaventura; cosa que nada tenía de raro, a lo que me contó uno de mis guardianes.

- Sepa V. -me dijo- que el Jefe se va al infierno de vez en cuando, y no vuelve hasta que se le antoja. Ello es que nosotros no sabemos nada de lo que hace durante sus largas ausencias.

A todo esto, a fuerza de ruegos, y como pago de haber dicho que no serían ahorcados y que llevarían una vejez muy tranquila, había yo conseguido que por las tardes me sacasen de la cueva y me atasen a un árbol, pues en mi encierro me ahogaba de calor.

Pero excuso decir que nunca faltaban a mi lado un par de centinelas.

Una tarde, a eso de las seis, los ladrones que habían salido de servicio aquel día a las órdenes del segundo de Parrón, regresaron al campamento, llevando consigo, maniatado como pintan a nuestro Padre Jesús Nazareno, a un pobre segador de cuarenta a cincuenta años, cuyas lamentaciones partían el alma.

- ¡Dadme mis veinte duros! -decía-. ¡Ah! ¡Si supierais con qué afanes los he ganado! ¡Todo un verano segando bajo el fuego del sol!... ¡Todo un verano lejos de mi pueblo, de mi mujer y de mis hijos! ¡Así he reunido, con mil sudores y privaciones, esa suma, con que podríamos vivir este invierno!... ¡Y cuando ya voy de vuelta, deseando abrazarlos y pagar las deudas que para comer hayan hecho aquellos infelices, ¿cómo he de perder ese dinero, que es para mí un tesoro? ¡Piedad, señores! ¡Dadme mis veinte duros! ¡Dádmelos, por los dolores de María Santísima!

Una carcajada de burla contestó a las quejas del pobre padre.

Yo temblaba de horror en el árbol a que estaba atado; porque los gitanos también tenemos familia.

- No seas loco... -exclamó al fin un bandido, dirigiéndose al segador-. Haces mal en pensar en tu dinero, cuando tienes cuidados mayores en que ocuparte.

- ¡Cómo! -dijo el segador, sin comprender que hubiese desgracia más grande que dejar sin pan a sus hijos-.

- ¡Estás en poder de Parrón!

- Parrón... ¡No le conozco!... Nunca lo he oído nombrar... ¡Vengo de muy lejos! Yo soy de Alicante, y he estado segando en Sevilla.

- Pues, amigo mío, Parrón quiere decir la muerte. Todo el que cae en nuestro poder es preciso que muera. Así, pues, haz testamento en dos minutos y encomienda el alma en otros dos. ¡Preparen! ¡Apunten! Tienes cuatro minutos.

- Voy a aprovecharlos... ¡Oídme, por compasión!...

- Habla.

- Tengo seis hijos... y una infeliz...diré viuda..., pues veo que voy a morir. Leo en vuestros ojos que sois peores que fieras. ¡Sí, peores! Porque las fieras de una misma especie no se devoran unas a otras. ¡Ah! ¡Perdón!... No sé lo que me digo.¡Caballeros, alguno de ustedes será padre!... ¿No hay un padre entre vosotros? ¿Sabéis lo que son seis niños pasando un invierno sin pan? ¿Sabéis lo que es una madre que ve morir a los hijos de sus entrañas, diciendo: «Tengo hambre..., tengo frío»? Señores, ¡yo no quiero mi vida sino por ellos! ¿Qué es para mí la vida? ¡Una cadena de trabajos y privaciones! ¡Pero debo vivir para mis hijos! ¡Hijos míos! ¡Hijos de mi alma!

Y el padre se arrastraba por el suelo, y levantaba hacia los ladrones una cara... ¡Qué cara! ¡Se parecía a la de los santos que el rey Nerón echaba a los tigres, según dicen los padres predicadores.

Los bandidos sintieron moverse algo dentro de su pecho, pues se miraron unos a otros...; y viendo que todos estaban pensando la misma cosa, uno de ellos se atrevió a decirla...

- ¿Qué dijo? -preguntó el Capitán general, profundamente afectado por aquel relato-.

- Dijo: «Caballeros, lo que vamos a hacer no lo sabrá nunca Parrón.»

- Nunca..., nunca... -tartamudearon los bandidos-.

- Márchese V., buen hombre... -exclamó entonces uno que hasta lloraba-.

Yo hice también señas al segador de que se fuese al instante.

El infeliz se levantó lentamente.

- Pronto... ¡Márchese V.! -repitieron todos volviéndole la espalda-.

El segador alargó la mano maquinalmente.

- ¿Te parece poco? -gritó uno-. ¡Pues no quiere su dinero! Vaya..., vaya.... ¡No nos tiente V. la paciencia! El pobre padre se alejó llorando, y a poco desapareció.

Media hora había transcurrido, empleada por los ladrones en jurarse unos a otros no decir nunca a su capitán que habían perdonado la vida a un hombre, cuando de pronto apareció Parrón, trayendo al segador en la grupa de su yegua.

Los bandidos retrocedieron espantados.

Parrón se apeó muy despacio, descolgó su escopeta de dos cañones, y, apuntando a sus camaradas, dijo:

- ¡Imbéciles! ¡Infames! ¡No sé cómo no os mato a todos! ¡Pronto! ¡Entregad a este hombre los duros que le habéis robado!

Los ladrones sacaron los veinte duros y se los dieron al segador, el cual se arrojó a los pies de aquel personaje que dominaba a los bandoleros y que tan buen corazón tenía.

Parrón le dijo:

- ¡A la paz de Dios! Sin las indicaciones de V., nunca hubiera dado con ellos. ¡Ya ve V. que desconfiaba de mí sin motivo!... He cumplido mi promesa.Ahí tiene V. sus veinte duros. Conque... ¡en marcha!

El segador lo abrazó repetidas veces y se alejó lleno de júbilo. Pero no habría andado cincuenta pasos, cuando su bienhechor lo llamó de nuevo.

El pobre hombre se apresuró a volver pies atrás.

- ¿Qué manda V.?--le preguntó, deseando ser útil al que había devuelto la felicidad a su familia.

- ¿Conoce V. a Parrón? -le preguntó él mismo-.

- No lo conozco.

- ¡Te equivocas! -replicó el bandolero-. Yo soy Parrón.

El segador se quedó estupefacto.

Parrón se echó la escopeta a la cara y descargó los dos tiros contra el segador, que cayó redondo al suelo.

- ¡Maldito seas! -fué lo único que pronunció-.

En medio del terror que me quitó la vista, observé que el árbol en que yo estaba atado se estremecía ligeramente y que mis ligaduras se aflojaban.

Una de las balas, después de herir al segador, había dado en la cuerda que me ligaba al tronco y la había roto.

Yo disimulé que estaba libre, y esperé una ocasión para escaparme.

Entretanto decía Parrón a los suyos, señalando al segador:

- Ahora podéis robarlo. Sois unos imbéciles..., ¡unos canallas! ¡Dejar a ese hombre, para que se fuera, como se fue, dando gritos por los caminos reales!... Si conforme soy yo quien se lo encuentra y se entera de lo que pasaba, hubieran sido los migueletes habría dado vuestras señas y las de nuestra guarida, como me las ha dado a mí, y estaríamos ya todos en la cárcel! ¡Ved las consecuencias de robar sin matar! Conque basta ya de sermón y enterrad ese cadáver para que no apeste.

Mientras los ladrones hacían el hoyo y Parrón se sentaba a merendar dándome la espalda, me alejé poco a poco del árbol y me descolgué al barranco próximo...

Ya era de noche. Protegido por sus sombras salí a todo escape, y, a la luz de las estrellas, divisé mi borrico, que comía allí tranquilamente, atado a una encina. Montéme en él, y no he parado hasta llegar aquí...

Por consiguiente, señor, déme V. los mil reales, y yo daré las señas de Parrón, el cual se ha quedado con mis tres duros y medio.

Dictó el gitano la filiación del bandido; cobró desde luego la suma ofrecida, y salió de la Capitanía General, dejando asombrados al Conde del Montijo y al sujeto, allí presente, que nos ha contado todos estos pormenores.

Réstanos ahora saber si acertó o no acertó Heredia al decir la buenaventura a Parrón.


III


Quince días después de la escena que acabamos de referir, y a eso de las nueve de la mañana, muchísima gente ociosa presenciaba, en la calle de San Juan de Dios y parte de la de San Felipe de aquella misma capital, la reunión de dos compañías de migueletes que debían salir a las nueve y media en busca de Parrón, cuyo paradero, así como sus señas personales y las de todos sus compañeros de fechorías, había al fin averiguado el Conde del Montijo.

El interés y emoción del público eran extraordinarios, y no menos la solemnidad con que los migueletes se despedían de sus familias y amigos para marchar a tan importante empresa. ¡Tal espanto había llegado a infundir Parrón a todo el antiguo reino granadino!

- Parece que ya vamos a formar... -dijo un miguelete a otro-, y no veo al cabo López...

- ¡Extraño es, a fe mía, pues él llega siempre antes que nadie cuando se trata de salir en busca de Parrón, a quien odia con sus cinco sentidos!

- Pues ¿no sabéis lo que pasa? -dijo un tercer miguelete, tomando parte en la conversación-.

- ¡Hola! Es nuestro nuevo camarada... ¿Cómo te va en nuestro Cuerpo?

- ¡Perfectamente! -respondió el interrogado-.

Era éste un hombre pálido y de porte distinguido, del cual se despegaba mucho el traje de soldado.

- Conque ¿decías...? -replicó el primero-.

- ¡Ah! ¡Sí! Que el cabo López ha fallecido... -respondió el miguelete pálido-.

- Manuel... ¿Qué dices? ¡Eso no puede ser!... Yo mismo he visto a López esta mañana, como te veo a ti...

El llamado Manuel contestó fríamente:

- Pues hace media hora que lo ha matado Parrón.

- ¿Parrón? ¿Dónde?

- ¡Aquí mismo! ¡En Granada! En la Cuesta del Perro se ha encontrado el cadáver de López.

Todos quedaron silenciosos y Manuel empezó a silbar una canción patriótica.

- ¡Van once migueletes en seis días! -exclamó un sargento-. ¡Parrón se ha propuesto exterminarnos! Pero ¿cómo es que está en Granada? ¿No íbamos a buscarlo a la Sierra de Loja?

Manuel dejó de silbar, y dijo con su acostumbrada indiferencia:

- Una vieja que presenció el delito dice que, luego que mató a López, ofreció que, si íbamos á buscarlo, tendríamos el gusto de verlo...

- ¡Camarada! ¡Disfrutas de una calma asombrosa! ¡Hablas de Parrón con un desprecio!...

- Pues ¿qué es Parrón más que un hombre? -repuso Manuel con altanería.

- ¡A la formación! -gritaron en este acto varias voces-.

Formaron las dos compañías, y comenzó la lista nominal.

En tal momento acertó a pasar por allí el gitano Heredia, el cual se paró, como todos, a ver aquella lucidísima tropa.

Notóse entonces que Manuel, el nuevo miguelete, dió un retemblido y retrocedió un poco, como para ocultarse detrás de sus compañeros.

Al propio tiempo Heredia fijó en él sus ojos; y dando un grito y un salto como si le hubiese picado una víbora, arrancó a correr hacia la calle de San Jerónimo.

Manuel se echó la carabina a la cara y apuntó al gitano.

Pero otro miguelete tuvo tiempo de mudar la dirección del arma, y el tiro se perdió en el aire.

- ¡Está loco! ¡Manuel se ha vuelto loco! ¡Un miguelete ha perdido el juicio! -exclamaron sucesivamente los mil espectadores de aquella escena-.

Y oficiales, y sargentos, y paisanos rodeaban a aquel hombre, que pugnaba por escapar, y al que por lo mismo sujetaban con mayor fuerza, abrumándolo a preguntas, reconvenciones y dicterios que no le arrancaron contestación alguna.

Entretanto Heredia había sido preso en la plaza de la Universidad por algunos transeuntes, que, viéndole correr después de haber sonado aquel tiro, lo tomaron por un malhechor.

- ¡Llevadme a la Capitanía General! -decía el gitano-. ¡Tengo que hablar con el Conde del Montijo!

- ¡Qué Conde del Montijo ni qué niño muerto! -le respondieron sus aprehensores-. ¡Ahí están los migueletes, y ellos verán lo que hay que hacer con tu persona!

- Pues lo mismo me da... -respondió Heredia-. Pero tengan Vds. cuidado de que no me mate Parrón.

- ¿Cómo Parrón?...¿Qué dice este hombre?

- Venid y veréis.

Así diciendo, el gitano se hizo conducir delante del jefe de los migueletes, y señalando a Manuel, dijo:

- Mi Comandante, ¡ése es Parrón, y yo soy el gitano que dió hace quince días sus señas al Conde del Montijo!

- ¡Parrón! ¡Parrón está preso! ¡Un miguelete era Parrón!... -gritaron muchas voces.

- No me cabe duda... -decía entretanto el Comandante, leyendo las señas que le había dado el Capitán general-. ¡A fe que hemos estado torpes! Pero ¿a quién se le hubiera ocurrido buscar al capitán de ladrones entre los migueletes que iban a prenderlo?

- ¡Necio de mí! -exclamaba al mismo tiempo Parrón, mirando al gitano con ojos de león herido- ¡es el único hombre a quien he perdonado la vida! ¡Merezco lo que me pasa!

A la semana siguiente ahorcaron a Parrón.

Cumplióse, pues, literalmente la buenaventura del gitano...


Lo cual (dicho sea para concluir dignamente) no significa que debáis creer en la infalibilidad de tales vaticinios, ni menos que fuera acertada regla de conducta la de Parrón, de matar a todos los que llegaban a conocerle... Significa tan sólo que los caminos de la Providencia son inescrutables para la razón humana; doctrina que, a mi juicio, no puede ser más ortodoxa.


Guadix, 1853.


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