La casa de Bernarda Alba/Acto I

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Acto I[editar]

Habitación blanquísima del interior de la casa de Bernarda. Muros gruesos. Puertas en arco con cortinas de yute rematadas con madroños y volantes. Sillas de anea. Cuadros con paisajes inverosímiles de ninfas o reyes de leyenda. Es verano. Un gran silencio umbroso se extiende por la escena. Al levantarse el telón está la escena sola. Se oyen doblar las campanas.

(Sale la Criada)

Criada: Ya tengo el doble de esas campanas metido entre las sienes.

La Poncia: (Sale comiendo chorizo y pan) Llevan ya más de dos horas de gori-gori. Han venido curas de todos los pueblos. La iglesia está hermosa. En el primer responso se desmayó la Magdalena.

Criada: Es la que se queda más sola.

La Poncia: Era la única que quería al padre. ¡Ay! ¡Gracias a Dios que estamos solas un poquito! Yo he venido a comer.

Criada: ¡Si te viera Bernarda...!

La Poncia: ¡Quisiera que ahora, que no come ella, que todas nos muriéramos de hambre! ¡Mandona! ¡Dominanta! ¡Pero se fastidia! Le he abierto la orza de chorizos.

Criada: (Con tristeza, ansiosa) ¿Por qué no me das para mi niña, Poncia?

La Poncia: Entra y llévate también un puñado de garbanzos. ¡Hoy no se dará cuenta!

Voz (Dentro): ¡Bernarda!

La Poncia: La vieja. ¿Está bien cerrada?

Criada: Con dos vueltas de llave.

La Poncia: Pero debes poner también la tranca. Tiene unos dedos como cinco ganzúas.

Voz: ¡Bernarda!

La Poncia: (A voces) ¡Ya viene! (A la Criada) Limpia bien todo. Si Bernarda no ve relucientes las cosas me arrancará los pocos pelos que me quedan.

Criada: ¡Qué mujer!

La Poncia: Tirana de todos los que la rodean. Es capaz de sentarse encima de tu corazón y ver cómo te mueres durante un año sin que se le cierre esa sonrisa fría que lleva en su maldita cara. ¡Limpia, limpia ese vidriado!

Criada: Sangre en las manos tengo de fregarlo todo.

La Poncia: Ella, la más aseada; ella, la más decente; ella, la más alta. Buen descanso ganó su pobre marido.
(Cesan las campanas.)

Criada: ¿Han venido todos sus parientes?

La Poncia: Los de ella. La gente de él la odia. Vinieron a verlo muerto, y le hicieron la cruz.

Criada: ¿Hay bastantes sillas?

La Poncia: Sobran. Que se sienten en el suelo. Desde que murió el padre de Bernarda no han vuelto a entrar las gentes bajo estos techos. Ella no quiere que la vean en su dominio. ¡Maldita sea!

Criada: Contigo se portó bien.

La Poncia: Treinta años lavando sus sábanas; treinta años comiendo sus sobras; noches en vela cuando tose; días enteros mirando por la rendija para espiar a los vecinos y llevarle el cuento; vida sin secretos una con otra, y sin embargo, ¡maldita sea! ¡Mal dolor de clavo le pinche en los ojos!

Criada: ¡Mujer!

La Poncia: Pero yo soy buena perra; ladro cuando me lo dice y muerdo los talones de los que piden limosna cuando ella me azuza; mis hijos trabajan en sus tierras y ya están los dos casados, pero un día me hartaré.

Criada: Y ese día...

La Poncia: Ese día me encerraré con ella en un cuarto y le estaré escupiendo un año entero. "Bernarda, por esto, por aquello, por lo otro", hasta ponerla como un lagarto machacado por los niños, que es lo que es ella y toda su parentela. Claro es que no le envidio la vida. La quedan cinco mujeres, cinco hijas feas, que quitando a Angustias, la mayor, que es la hija del primer marido y tiene dineros, las demás mucha puntilla bordada, muchas camisas de hilo, pero pan y uvas por toda herencia.

Criada: ¡Ya quisiera tener yo lo que ellas!

La Poncia: Nosotras tenemos nuestras manos y un hoyo en la tierra de la verdad.

Criada: Ésa es la única tierra que nos dejan a las que no tenemos nada.

La Poncia: (En la alacena) Este cristal tiene unas motas.

Criada: Ni con el jabón ni con bayeta se le quitan.
(Suenan las campanas)

La Poncia: El último responso. Me voy a oírlo. A mí me gusta mucho cómo canta el párroco. En el "Pater noster" subió, subió, subió la voz que parecía un cántaro llenándose de agua poco a poco. ¡Claro es que al final dio un gallo, pero da gloria oírlo! Ahora que nadie como el antiguo sacristán, Tronchapinos. En la misa de mi madre, que esté en gloria, cantó. Retumbaban las paredes, y cuando decía amén era como si un lobo hubiese entrado en la iglesia. (Imitándolo) ¡Ameeeén! (Se echa a toser)

Criada: Te vas a hacer el gaznate polvo.

La Poncia: ¡Otra cosa hacía polvo yo! (Sale riendo)

(La Criada limpia. Suenan las campanas)

Criada: (Llevando el canto) Tin, tin, tan. Tin, tin, tan. ¡Dios lo haya perdonado!

Mendiga: (Con una niña) ¡Alabado sea Dios!

Criada: Tin, tin, tan. ¡Que nos espere muchos años'. Tin, tin, tan.

Mendiga: (Fuerte con cierta irritación) ¡Alabado sea Dios!

Criada: (Irritada) ¡Por siempre!

Mendiga: Vengo por las sobras.
(Cesan las campanas)

Criada: Por la puerta se va a la calle. Las sobras de hoy son para mí.

Mendiga: Mujer, tú tienes quien te gane. ¡Mi niña y yo estamos solas!

Criada: También están solos los perros y viven.

Mendiga: Siempre me las dan.

Criada: Fuera de aquí. ¿Quién os dijo que entrarais? Ya me habéis dejado los pies señalados. (Se van. Limpia.) Suelos barnizados con aceite, alacenas, pedestales, camas de acero, para que traguemos quina las que vivimos en las chozas de tierra con un plato y una cuchara. ¡Ojalá que un día no quedáramos ni uno para contarlo! (Vuelven a sonar las campanas) Sí, sí, ¡vengan clamores! ¡venga caja con filos dorados y toallas de seda para llevarla!; ¡que lo mismo estarás tú que estaré yo! Fastídiate, Antonio María Benavides, tieso con tu traje de paño y tus botas enterizas. ¡Fastídiate! ¡Ya no volverás a levantarme las enaguas detrás de la puerta de tu corral! (Por el fondo, de dos en dos, empiezan a entrar mujeres de luto con pañuelos grandes, faldas y abanicos negros. Entran lentamente hasta llenar la escena) (Rompiendo a gritar) ¡Ay Antonio María Benavides, que ya no verás estas paredes, ni comerás el pan de esta casa! Yo fui la que más te quiso de las que te sirvieron. (Tirándose del cabello) ¿Y he de vivir yo después de verte marchar? ¿Y he de vivir? (Terminan de entrar las doscientas mujeres y aparece Bernarda y sus cinco hijas)

Bernarda: (A la Criada) ¡Silencio!

Criada: (Llorando) ¡Bernarda!

Bernarda: Menos gritos y más obras. Debías haber procurado que todo esto estuviera más limpio para recibir al duelo. Vete. No es éste tu lugar. (La Criada se va sollozando) Los pobres son como los animales. Parece como si estuvieran hechos de otras sustancias.

Mujer 1: Los pobres sienten también sus penas.

Bernarda: Pero las olvidan delante de un plato de garbanzos.

Muchacha 1: (Con timidez) Comer es necesario para vivir.

Bernarda: A tu edad no se habla delante de las personas mayores.

Mujer 1: Niña, cállate.

Bernarda: No he dejado que nadie me dé lecciones. Sentarse. (Se sientan. Pausa) (Fuerte) Magdalena, no llores. Si quieres llorar te metes debajo de la cama. ¿Me has oído?

Mujer 2: (A Bernarda) ¿Habéis empezado los trabajos en la era?

Bernarda: Ayer.

Mujer 3: Cae el sol como plomo.

Mujer 1: Hace años no he conocido calor igual.

(Pausa. Se abanican todas)

Bernarda: ¿Está hecha la limonada?

La Poncia: (Sale con una gran bandeja llena de jarritas blancas, que distribuye.) Sí, Bernarda.

Bernarda: Dale a los hombres.

La Poncia: Ya están tomando en el patio.

Bernarda: Que salgan por donde han entrado. No quiero que pasen por aquí.

Muchacha: (A Angustias) Pepe el Romano estaba con los hombres del duelo.

Angustias: Allí estaba.

Bernarda: Estaba su madre. Ella ha visto a su madre. A Pepe no lo ha visto ni ella ni yo.

Muchacha: Me pareció...

Bernarda: Quien sí estaba era el viudo de Darajalí. Muy cerca de tu tía. A ése lo vimos todas.

Mujer 2: (Aparte y en baja voz) ¡Mala, más que mala!

Mujer 3: (Aparte y en baja voz) ¡Lengua de cuchillo!

Bernarda: Las mujeres en la iglesia no deben mirar más hombre que al oficiante, y a ése porque tiene faldas. Volver la cabeza es buscar el calor de la pana.

Mujer 1: (En voz baja) ¡Vieja lagarta recocida!

La Poncia: (Entre dientes) ¡Sarmentosa por calentura de varón!

Bernarda: (Dando un golpe de bastón en el suelo) ¡Alabado sea Dios!

Todas: (Santiguándose) Sea por siempre bendito y alabado.

Bernarda: ¡Descansa en paz con la santa compaña de cabecera!

Todas: ¡Descansa en paz!

Bernarda: Con el ángel San Miguel y su espada justiciera

Todas: ¡Descansa en paz!

Bernarda: Con la llave que todo lo abre y la mano que todo lo cierra.

Todas: ¡Descansa en paz!

Bernarda: Con los bienaventurados y las lucecitas del campo.

Todas: ¡Descansa en paz!

Bernarda: Con nuestra santa caridad y las almas de tierra y mar.

Todas: ¡Descansa en paz!

Bernarda: Concede el reposo a tu siervo Antonio María Benavides y dale la corona de tu santa gloria.

Todas: Amén.

Bernarda: (Se pone de pie y canta) "Réquiem aeternam dona eis, Domine".

Todas: (De pie y cantando al modo gregoriano) "Et lux perpetua luceat eis". (Se santiguan)

Mujer 1: Salud para rogar por su alma.

(Van desfilando)

Mujer 3: No te faltará la hogaza de pan caliente.

Mujer 2: Ni el techo para tus hijas.

(Van desfilando todas por delante de Bernarda y saliendo. Sale Angustias por otra puerta, la que da al patio)

Mujer 4: El mismo trigo de tu casamiento lo sigas disfrutando.

La Poncia: (Entrando con una bolsa) De parte de los hombres esta bolsa de dineros para responsos.

Bernarda: Dales las gracias y échales una copa de aguardiente.

Muchacha: (A Magdalena) Magdalena...

Bernarda: (A Magdalena, que inicia el llanto) Chist. (Golpea con el bastón.) (Salen todas.) (A las que se han ido) ¡Andar a vuestras cuevas a criticar todo lo que habéis visto! Ojalá tardéis muchos años en pasar el arco de mi puerta.

La Poncia: No tendrás queja ninguna. Ha venido todo el pueblo.

Bernarda: Sí, para llenar mi casa con el sudor de sus refajos y el veneno de sus lenguas.

Amelia: ¡Madre, no hable usted así!

Bernarda: Es así como se tiene que hablar en este maldito pueblo sin río, pueblo de pozos, donde siempre se bebe el agua con el miedo de que esté envenenada.

La Poncia: ¡Cómo han puesto la solería!

Bernarda: Igual que si hubiera pasado por ella una manada de cabras. (La Poncia limpia el suelo) Niña, dame un abanico.

Amelia: Tome usted. (Le da un abanico redondo con flores rojas y verdes.)

Bernarda: (Arrojando el abanico al suelo) ¿Es éste el abanico que se da a una viuda? Dame uno negro y aprende a respetar el luto de tu padre.

Martirio: Tome usted el mío.

Bernarda: ¿Y tú?

Martirio: Yo no tengo calor.

Bernarda: Pues busca otro, que te hará falta. En ocho años que dure el luto no ha de entrar en esta casa el viento de la calle. Haceros cuenta que hemos tapiado con ladrillos puertas y ventanas. Así pasó en casa de mi padre y en casa de mi abuelo. Mientras, podéis empezar a bordaros el ajuar. En el arca tengo veinte piezas de hilo con el que podréis cortar sábanas y embozos. Magdalena puede bordarlas.

Magdalena: Lo mismo me da.

Adela: (Agria) Si no queréis bordarlas irán sin bordados. Así las tuyas lucirán más.

Magdalena: Ni las mías ni las vuestras. Sé que yo no me voy a casar. Prefiero llevar sacos al molino. Todo menos estar sentada días y días dentro de esta sala oscura.

Bernarda: Eso tiene ser mujer

Magdalena: Malditas sean las mujeres.

Bernarda: Aquí se hace lo que yo mando. Ya no puedes ir con el cuento a tu padre. Hilo y aguja para las hembras. Látigo y mula para el varón. Eso tiene la gente que nace con posibles.

(Sale Adela.)

Voz: ¡Bernarda!, ¡déjame salir!

Bernarda: (En voz alta) ¡Dejadla ya! (Sale la Criada.)

Criada: Me ha costado mucho trabajo sujetarla. A pesar de sus ochenta años tu madre es fuerte como un roble.

Bernarda: Tiene a quien parecérsele. Mi abuelo fue igual.

Criada: Tuve durante el duelo que taparle varias veces la boca con un costal vacío porque quería llamarte para que le dieras agua de fregar siquiera, para beber, y carne de perro, que es lo que ella dice que tú le das.

Martirio: ¡Tiene mala intención!

Bernarda: (A la Criada.) Déjala que se desahogue en el patio.

Criada: Ha sacado del cofre sus anillos y los pendientes de amatistas, se los ha puesto y me ha dicho que se quiere casar.

(Las hijas ríen.)

Bernarda: Ve con ella y ten cuidado que no se acerque al pozo.

Criada: No tengas miedo que se tire.

Bernarda: No es por eso... Pero desde aquel sitio las vecinas pueden verla desde su ventana.

(Sale la Criada.)

Martirio: Nos vamos a cambiar la ropa.

Bernarda: Sí, pero no el pañuelo de la cabeza. (Entra Adela.) ¿Y Angustias?

Adela: (Con retintín.) La he visto asomada a la rendija del portón. Los hombres se acababan de ir.

Bernarda: ¿Y tú a qué fuiste también al portón?

Adela: Me llegué a ver si habían puesto las gallinas.

Bernarda: ¡Pero el duelo de los hombres habría salido ya!

Adela: (Con intención) Todavía estaba un grupo parado por fuera.

Bernarda: (Furiosa) ¡Angustias! ¡Angustias!

Angustias: (Entrando.) ¿Qué manda usted?

Bernarda: ¿Qué mirabas y a quién?

Angustias: A nadie.

Bernarda: ¿Es decente que una mujer de tu clase vaya con el anzuelo detrás de un hombre el día de la misa de su padre? ¡Contesta! ¿A quién mirabas?

(Pausa.)

Angustias: Yo...

Bernarda: ¡Tú!

Angustias: ¡A nadie!

Bernarda: (Avanzando con el bastón) ¡Suave! ¡dulzarrona! (Le da)

La Poncia: (Corriendo) ¡Bernarda, cálmate! (La sujeta) (Angustias llora.)

Bernarda: ¡Fuera de aquí todas! (Salen)

La Poncia: Ella lo ha hecho sin dar alcance a lo que hacía, que está francamente mal. ¡Ya me chocó a mí verla escabullirse hacia el patio! Luego estuvo detrás de una ventana oyendo la conversación que traían los hombres, que, como siempre, no se puede oír.

Bernarda: ¡A eso vienen a los duelos! (Con curiosidad) ¿De qué hablaban?

La Poncia: Hablaban de Paca la Roseta. Anoche ataron a su marido a un pesebre y a ella se la llevaron a la grupa del caballo hasta lo alto del olivar.

Bernarda: ¿Y ella?

La Poncia: Ella, tan conforme. Dicen que iba con los pechos fuera y Maximiliano la llevaba cogida como si tocara la guitarra. ¡Un horror!

Bernarda: ¿Y qué pasó?

La Poncia: Lo que tenía que pasar. Volvieron casi de día. Paca la Roseta traía el pelo suelto y una corona de flores en la cabeza.

Bernarda: Es la única mujer mala que tenemos en el pueblo.

La Poncia: Porque no es de aquí. Es de muy lejos. Y los que fueron con ella son también hijos de forasteros. Los hombres de aquí no son capaces de eso.

Bernarda: No, pero les gusta verlo y comentarlo, y se chupan los dedos de que esto ocurra.

La Poncia: Contaban muchas cosas más.

Bernarda: (Mirando a un lado y a otro con cierto temor) ¿Cuáles?

La Poncia: Me da vergüenza referirlas.

Bernarda: Y mi hija las oyó.

La Poncia: ¡Claro!

Bernarda: Ésa sale a sus tías; blancas y untosas que ponían ojos de carnero al piropo de cualquier barberillo. ¡Cuánto hay que sufrir y luchar para hacer que las personas sean decentes y no tiren al monte demasiado!

La Poncia: ¡Es que tus hijas están ya en edad de merecer! Demasiada poca guerra te dan. Angustias ya debe tener mucho más de los treinta.

Bernarda: Treinta y nueve justos.

La Poncia: Figúrate. Y no ha tenido nunca novio...

Bernarda: (Furiosa) ¡No, no ha tenido novio ninguna, ni les hace falta! Pueden pasarse muy bien.

La Poncia: No he querido ofenderte.

Bernarda: No hay en cien leguas a la redonda quien se pueda acercar a ellas. Los hombres de aquí no son de su clase. ¿Es que quieres que las entregue a cualquier gañán?

La Poncia: Debías haberte ido a otro pueblo.

Bernarda: Eso, ¡a venderlas!

La Poncia: No, Bernarda, a cambiar... ¡Claro que en otros sitios ellas resultan las pobres!

Bernarda: ¡Calla esa lengua atormentadora!

La Poncia: Contigo no se puede hablar. ¿Tenemos o no tenemos confianza?

Bernarda: No tenemos. Me sirves y te pago. ¡Nada más!

Criada: (Entrando.) Ahí está don Arturo, que viene a arreglar las particiones.

Bernarda: Vamos. (A la Criada.) Tú empieza a blanquear el patio. (A La Poncia.) Y tú ve guardando en el arca grande toda la ropa del muerto.

La Poncia: Algunas cosas las podríamos dar...

Bernarda: Nada. ¡Ni un botón! ¡Ni el pañuelo con que le hemos tapado la cara! (Sale lentamente apoyada en el bastón y al salir vuelve la cabeza y mira a sus Criadas. Las Criadas salen después.)

(Entran Amelia y Martirio.)

Amelia: ¿Has tomado la medicina?

Martirio: ¡Para lo que me va a servir!

Amelia: Pero la has tomado.

Martirio: Yo hago las cosas sin fe, pero como un reloj.

Amelia: Desde que vino el médico nuevo estás más animada.

Martirio: Yo me siento lo mismo.

Amelia: ¿Te fijaste? Adelaida no estuvo en el duelo.

Martirio: Ya lo sabía. Su novio no la deja salir ni al tranco de la calle. Antes era alegre; ahora ni polvos echa en la cara.

Amelia: Ya no sabe una si es mejor tener novio o no.

Martirio: Es lo mismo.

Amelia: De todo tiene la culpa esta crítica que no nos deja vivir. Adelaida habrá pasado mal rato.

Martirio: Le tienen miedo a nuestra madre. Es la única que conoce la historia de su padre y el origen de sus tierras. Siempre que viene le tira puñaladas el asunto. Su padre mató en Cuba al marido de primera mujer para casarse con ella. Luego aquí la abandonó y se fue con otra que tenía una hija y luego tuvo relaciones con esta muchacha, la madre de Adelaida, y se casó con ella después de haber muerto loca la segunda mujer.

Amelia: Y ese infame, ¿por qué no está en la cárcel?

Martirio: Porque los hombres se tapan unos a otros las cosas de esta índole y nadie es capaz de delatar.

Amelia: Pero Adelaida no tiene culpa de esto.

Martirio: No, pero las cosas se repiten. Y veo que todo es una terrible repetición. Y ella tiene el mismo sino de su madre y de su abuela, mujeres las dos del que la engendró.

Amelia: ¡Qué cosa más grande!

Martirio: Es preferible no ver a un hombre nunca. Desde niña les tuve miedo. Los veía en el corral uncir los bueyes y levantar los costales de trigo entre voces y zapatazos, y siempre tuve miedo de crecer por temor de encontrarme de pronto abrazada por ellos. Dios me ha hecho débil y fea y los ha apartado definitivamente de mí.

Amelia: ¡Eso no digas! Enrique Humanes estuvo detrás de ti y le gustabas.

Martirio: ¡Invenciones de la gente! Una vez estuve en camisa detrás de la ventana hasta que fue de día, porque me avisó con la hija de su gañán que iba a venir, y no vino. Fue todo cosa de lenguas. Luego se casó con otra que tenía más que yo.

Amelia: ¡Y fea como un demonio!

Martirio: ¡Qué les importa a ellos la fealdad! A ellos les importa la tierra, las yuntas y una perra sumisa que les dé de comer.

Amelia: ¡Ay!

(Entra Magdalena.)

Magdalena: ¿Qué hacéis?

Martirio: Aquí.

Amelia: ¿Y tú?

Magdalena: Vengo de correr las cámaras. Por andar un poco. De ver los cuadros bordados en cañamazo de nuestra abuela, el perrito de lanas y el negro luchando con el león, que tanto nos gustaba de niñas. Aquélla era una época más alegre. Una boda duraba diez días y no se usaban las malas lenguas. Hoy hay más finura. Las novias se ponen velo blanco como en las poblaciones, y se bebe vino de botella, pero nos pudrimos por el qué dirán.

Martirio: ¡Sabe Dios lo que entonces pasaría!

Amelia: (A Magdalena.) Llevas desabrochados los cordones de un zapato.

Magdalena: ¡Qué más da!

Amelia: ¡Te los vas a pisar y te vas a caer!

Magdalena: ¡Una menos!

Martirio: ¿Y Adela?

Magdalena: ¡Ah! Se ha puesto el traje verde que se hizo para estrenar el día de su cumpleaños, se ha ido al corral y ha comenzado a voces: "¡Gallinas, gallinas, miradme!" ¡Me he tenido que reír!

Amelia: ¡Si la hubiera visto madre!

Magdalena: ¡Pobrecilla! Es la más joven de nosotras y tiene ilusión. ¡Daría algo por verla feliz!

(Pausa. Angustias cruza la escena con unas toallas en la mano.)

Angustias: ¿Qué hora es?

Magdalena: Ya deben ser las doce.

Angustias: ¿Tanto?

Amelia: ¡Estarán al caer!

(Sale Angustias.)

Magdalena: (Con intención.) ¿Sabéis ya la cosa...? (Señalando a Angustias.)

Amelia: No.

Magdalena: ¡Vamos!

Martirio: ¡No sé a qué cosa te refieres...!

Magdalena: Mejor que yo lo sabéis las dos. Siempre cabeza con cabeza como dos ovejitas, pero sin desahogaros con nadie. ¡Lo de Pepe el Romano!

Martirio: ¡Ah!

Magdalena: (Remedándola.) ¡Ah! Ya se comenta por el pueblo. Pepe el Romano viene a casarse con Angustias. Anoche estuvo rondando la casa y creo que pronto va a mandar un emisario.

Martirio: ¡Yo me alegro! Es buen hombre.

Amelia: Yo también. Angustias tiene buenas condiciones.

Magdalena: Ninguna de las dos os alegráis.

Martirio: ¡Magdalena! ¡Mujer!

Magdalena: Si viniera por el tipo de Angustias, por Angustias como mujer, yo me alegraría, pero viene por el dinero. Aunque Angustias es nuestra hermana aquí estamos en familia y reconocemos que está vieja, enfermiza, y que siempre ha sido la que ha tenido menos méritos de todas nosotras, porque si con veinte años parecía un palo vestido, ¡qué será ahora que tiene cuarenta!

Martirio: No hables así. La suerte viene a quien menos la aguarda.

Amelia: ¡Después de todo dice la verdad! Angustias tiene el dinero de su padre, es la única rica de la casa y por eso ahora, que nuestro padre ha muerto y ya se harán particiones, vienen por ella!

Magdalena: Pepe el Romano tiene veinticinco años y es el mejor tipo de todos estos contornos. Lo natural sería que te pretendiera a ti, Amelia, o a nuestra Adela, que tiene veinte años, pero no que venga a buscar lo más oscuro de esta casa, a una mujer que, como su padre habla con la nariz.

Martirio: ¡Puede que a él le guste!

Magdalena: ¡Nunca he podido resistir tu hipocresía!

Martirio: ¡Dios nos valga!

(Entra Adela.)

Magdalena: ¿Te han visto ya las gallinas?

Adela: ¿Y qué querías que hiciera?

Amelia: ¡Si te ve nuestra madre te arrastra del pelo!

Adela: Tenía mucha ilusión con el vestido. Pensaba ponérmelo el día que vamos a comer sandías a la noria. No hubiera habido otro igual.

Martirio: ¡Es un vestido precioso!

Adela: Y me está muy bien. Es lo que mejor ha cortado Magdalena.

Magdalena: ¿Y las gallinas qué te han dicho?

Adela: Regalarme unas cuantas pulgas que me han acribillado las piernas. (Ríen)

Martirio: Lo que puedes hacer es teñirlo de negro.

Magdalena: Lo mejor que puedes hacer es regalárselo a Angustias para la boda con Pepe el Romano.

Adela: (Con emoción contenida.) ¡Pero Pepe el Romano...!

Amelia: ¿No lo has oído decir?

Adela: No.

Magdalena: ¡Pues ya lo sabes!

Adela: ¡Pero si no puede ser!

Magdalena: ¡El dinero lo puede todo!

Adela: ¿Por eso ha salido detrás del duelo y estuvo mirando por el portón? (Pausa) Y ese hombre es capaz de...

Magdalena: Es capaz de todo.

(Pausa)

Martirio: ¿Qué piensas, Adela?

Adela: Pienso que este luto me ha cogido en la peor época de mi vida para pasarlo.

Magdalena: Ya te acostumbrarás.

Adela: (Rompiendo a llorar con ira) ¡No , no me acostumbraré! Yo no quiero estar encerrada. No quiero que se me pongan las carnes como a vosotras. ¡No quiero perder mi blancura en estas habitaciones! ¡Mañana me pondré mi vestido verde y me echaré a pasear por la calle! ¡Yo quiero salir!

(Entra la Criada.)

Magdalena: (Autoritaria.) ¡Adela!

Criada: ¡La pobre! ¡Cuánto ha sentido a su padre! (Sale)

Martirio: ¡Calla!

Amelia: Lo que sea de una será de todas. (Adela se calma.)

Magdalena: Ha estado a punto de oírte la Criada.

Criada: (Apareciendo.) Pepe el Romano viene por lo alto de la calle.

(Amelia, Martirio y Magdalena corren presurosas.)

Magdalena: ¡Vamos a verlo!

(Salen rápidas.)

Criada: (A Adela.) ¿Tú no vas?

Adela: No me importa.

Criada: Como dará la vuelta a la esquina, desde la ventana de tu cuarto se verá mejor. (Sale la Criada.)

(Adela queda en escena dudando. Después de un instante se va también rápida hacia su habitación. Salen Bernarda y La Poncia.)

Bernarda: ¡Malditas particiones!

La Poncia: ¡Cuánto dinero le queda a Angustias!

Bernarda: Sí.

La Poncia: Y a las otras, bastante menos.

Bernarda: Ya me lo has dicho tres veces y no te he querido replicar. Bastante menos, mucho menos. No me lo recuerdes más.

(Sale Angustias muy compuesta de cara.)

Bernarda: ¡Angustias!

Angustias: Madre.

Bernarda: ¿Pero has tenido valor de echarte polvos en la cara? ¿Has tenido valor de lavarte la cara el día de la misa de tu padre?

Angustias: No era mi padre. El mío murió hace tiempo. ¿Es que ya no lo recuerda usted?

Bernarda: ¡Más debes a este hombre, padre de tus hermanas, que al tuyo! Gracias a este hombre tienes colmada tu fortuna.

Angustias: ¡Eso lo teníamos que ver!

Bernarda: ¡Aunque fuera por decencia! ¡Por respeto!

Angustias: Madre, déjeme usted salir.

Bernarda: ¿Salir? Después que te hayas quitado esos polvos de la cara. ¡Suavona! ¡Yeyo! ¡Espejo de tus tías! (Le quita violentamente con su pañuelo los polvos) ¡Ahora vete!

La Poncia: ¡Bernarda, no seas tan inquisitiva!

Bernarda: Aunque mi madre esté loca yo estoy con mis cinco sentidos y sé perfectamente lo que hago.

(Entran todas.)

Magdalena: ¿Qué pasa?

Bernarda: No pasa nada.

Magdalena: (A Angustias.) Si es que discutís por las particiones, tú, que eres la más rica, te puedes quedar con todo.

Angustias: ¡Guárdate la lengua en la madriguera!

Bernarda: (Golpeando con el bastón en el suelo.) ¡No os hagáis ilusiones de que vais a poder conmigo. ¡Hasta que salga de esta casa con los pies adelante mandaré en lo mío y en lo vuestro!

(Se oyen unas voces y entra en escena María Josefa, la madre de Bernarda, viejísima, ataviada con flores en la cabeza y en el pecho.)

María Josefa: Bernarda, ¿dónde está mi mantilla? Nada de lo que tengo quiero que sea para vosotras, ni mis anillos, ni mi traje negro de moaré, porque ninguna de vosotras se va a casar. ¡Ninguna! ¡Bernarda, dame mi gargantilla de perlas!

Bernarda: (A la Criada.) ¿Por qué la habéis dejado entrar?

Criada: (Temblando.) ¡Se me escapó!

María Josefa: Me escapé porque me quiero casar, porque quiero casarme con un varón hermoso de la orilla del mar, ya que aquí los hombres huyen de las mujeres.

Bernarda: ¡Calle usted, madre!

María Josefa: No, no callo. No quiero ver a estas mujeres solteras, rabiando por la boda, haciéndose polvo el corazón, y yo me quiero ir a mi pueblo. ¡Bernarda, yo quiero un varón para casarme y tener alegría!

Bernarda: ¡Encerradla!

María Josefa: ¡Déjame salir, Bernarda!

(La Criada coge a María Josefa.)

Bernarda: ¡Ayudarla vosotras!

(Todas arrastran a la vieja.)

María Josefa: ¡Quiero irme de aquí! ¡Bernarda! ¡A casarme a la orilla del mar, a la orilla del mar!


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