La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid: 11

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Capítulo XI

Continúa la restauración.-Reformas introducidas en el mobiliario y en la indumentaria.-Invención de la pólvora.

Seis meses duró la ausencia de Mujanda; pues aunque el viaje hubiera podido terminarse en menos de la mitad de tiempo, el rey se complacía en prolongar sus visitas más de lo que conviniera a su alta dignidad. Los súbditos no se hartaban de ver a su legítimo soberano, y el soberano no se hartaba de vivir a costa de sus súbditos; y el único atractivo que podía apresurar el regreso del rey a Maya, el amor de sus esposas, estaba neutralizado por otro de igual fuerza, porque los reyezuelos y próceres, conocedores de la afición de Mujanda al sexo femenino, le ofrecían la flor de sus harenes, deseando recoger en cambio algún vástago regio. En este punto, sin embargo, les defraudó su soberano, que en la corte y fuera de ella dio señales de que nunca tendría sucesión.

Mientras tanto yo continuaba en Maya encargado del gobierno y dedicado a implantar algunas reformas menudas, preliminares de otras más importantes, cuya ejecución requería ciertos datos que el rey, por encargo mío, había de recoger en todas las localidades, y reunir en un acta confiada a la pericia de un pedagogo, que juntamente con cuatro uagangas formaba parte de la real comitiva. Sólo tuve que abandonar mi puesto dos veces para asistir a dos ceremonias jurídicas, una en Upala, con cuyo motivo volví a ver al corredor reyezuelo Churuqui, y otra en Lopo, la naciente ciudad creada por mi famosa transacción, donde el listísimo Sungo se veía y se deseaba para conservar el orden entre sus díscolos conciudadanos. Sólo la pesca en el río había podido librarles de morir de hambre, porque estos antiguos siervos manifestaban una invencible aversión al cultivo de la tierra, del que habían hecho cargo a sus siervos enanos; pero los hombrecillos accas, unos solos, otros con sus familias, se habían fugado de Lopo y refugiado en la vecina ciudad de Bangola; el reyezuelo Asato, el hijo del cabezudo Quiganza, les había concedido amparo y los había distribuido entre los uamyeras, sus súbditos, en calidad de siervos, sin que hasta el día uno solo hubiera vuelto a aparecer por su antigua morada. La causa de esta fuga eran, como ocurre de ordinario, las mujeres: los amos querían apropiarse las esposas de sus siervos (que, aunque enanas, no dejaban de apetecérseles), y éstos, conformes en prestarlas a su señor, se negaban a cederlas por completo. Muchos amos, irritados por la resistencia, habían impuesto duros castigos, y en algún caso habían dado la muerte a los pobres accas, que, aterrorizados, escaparon como pudieron, mientras los criminales quedaban impunes, porque la ley no decía nada sobre estos hechos. La población estaba excitadísima contra los de Bangola, a quienes se consideraba como extranjeros y enemigos, y deseaba la muerte de una mujercita acca, muy joven y graciosa, acusada de haber asesinado, durante el sueño, a su señor para vengar la muerte de su marido. En la ley antigua se reconocía la legitimidad de la venganza personal entre gentes de igual condición; por venganza, un hombre libre podía matar a un hombre libre, y un siervo a otro siervo. Si la condición era distinta el crimen no era legítimo, y el autor debía en castigo, si era hombre libre, libertar a toda la familia del muerto y pagar una multa al rey, y si era siervo, sufrir la última pena. El problema planteado era difícil, porque la opinión común negaba a los accas la dignidad personal; y aunque para este caso se les consideró como personas, quedaba aún otro punto obscuro. Un siervo establecido en Lopo, libertado por su dueño sin cumplir las formalidades antiguas, ¿era siervo como antes para los efectos de la ley penal, o gozaba de los privilegios del hombre libre? Era clarísimo en el caso presente que la condición civil había variado, porque la transacción borró de hecho los antiguos procedimientos para manumitir, y que la enana debía sufrir la pena de los siervos, en cuyo lugar se encontraban los individuos de su especie. Yo condené a muerte a la intrépida heroína, mas para librarla hice saber que en la corte no había reos para el próximo afuiri y que deseaba llevármela. Estas transferencias de víctimas de unas ciudades a otras eran muy frecuentes, porque en ninguna se quería celebrar el día muntu sin derramamiento de sangre; pero en el momento actual mi decisión produjo malísimo efecto, y la plebe se encargó de revocarla, amotinándose, apoderándose de la reo, y sacrificándola acto continuo.

Yo regresé a Maya disgustado por estos procederes, y para castigarlos, de acuerdo con el listísimo Sungo, envié a los jefes de los destacamentos de Viti y de Unya orden de atacar a Lopo. Al mismo tiempo, para mi tranquilidad, encargué a Sungo que aprovechase la ocasión de matar a Quizigué, del que le dije temer un acto de rebeldía; al frente del destacamento de Viti colocaríamos a Asato, el hijo de Quiganza, más aficionado a las armas que al gobierno; Sungo pasaría a gobernar la gran ciudad de Bangola, populosa y fructífera, como Maya, y su hijo cuarto, deseoso de obtener algún cargo, quedaría de reyezuelo en Lopo. Tan extensa combinación se realizó en seis días; Lopo quedó medio en ruinas, y Cané, el hijo de Sungo, encontró disminuidos sus súbditos en una mitad, pero más dóciles para someterse a sus mandatos.

El gobierno interior de la casa real, a falta de hijos, corría a cargo de la madre de Mujanda, la sultana Mpizi, «la hiena», llamada así porque su amor de madre era tan intenso que, habiéndosele muerto un hijo, le dio piadosa sepultura en su propio estómago. Como en Maya las atribuciones domésticas de un rey no están perfectamente deslindadas de las facultades públicas, tuve que entenderme, para evitar conflictos de jurisdicción, con el ama del palacio, y de aquí nacieron ciertas relaciones íntimas y censurables, no deseadas por mí, en verdad, que si fueron benéficas para la marcha de los negocios públicos, no dejaron de producir murmuraciones y críticas en todas las clases sociales. Desentendiéndome de ellas yo, continué mis trabajos de restauración, deseoso de contribuir, con cristiano desinterés, a la felicidad de los que tanta malquerencia me mostraban, y comencé por algunas reformas de carácter doméstico.

Mi primera innovación fue en el lecho, que era muy incómodo; se reducía a una tarima estrecha y alargada, puesta al ras del suelo de pizarra, más propia para quebrantar los huesos que para reposarlos. Construí para mi uso un catre de tijera, e hice rellenar de plumas dos colchones anchos y una almohada, y con estos elementos compuse un lecho blando y aseado sobre el cual se podía dormir beatíficamente. Mis esposas, ya por curiosidad, ya por deseo de agradarme, solicitaron tener camas como la mía, y yo, instruyendo a los veinte accas que tenía a mi servicio, cuyas facultades imitativas estaban muy desarrolladas, les hice construir catres para todas, en tanto que ellas mismas se cuidaban de hacer los colchones y las almohadas. En el primer día muntu que subsiguió la novedad se hizo pública, y en todas las familias entró el deseo de gozar del precioso invento. Yo no hice de él ningún misterio; al contrario, deseaba que se generalizara y que conocieran las comodidades que producía, para que se mostraran mejor dispuestos a recibir las reformas que vendrían después. Mis esperanzas, sin embargo, no se realizaron por el momento, y conforme se extendía el uso del catre de tijera, se iba aumentando la malquerencia de mis conciudadanos; porque, acostumbrados a dormir casi en el suelo, solían, cuando les molestaba el calor, rodarse instintivamente fuera del lecho y dormir sobre la fresca pizarra; y cuando comenzaron a hacer uso del catre, todas las noches se caían de él, y muchos se hacían contusiones, de las que yo, sin culpa real, era el único responsable. Este mismo inconveniente lo habían sufrido mis mujeres, pero no se habían atrevido a quejarse, y yo lo remedié aconsejando el uso de ligaduras al pecho y a las piernas. Otra de las contras de mi innovación era su costo excesivo, que para las familias numerosas se elevaba a una fortuna, pues el precio de cada juego completo no bajaba de cinco rujus pequeños, o sea dos onuatos y medio de trigo. Por último, en las noches de calor, el lecho de plumas se les hacía insoportable, y más insoportable aún cuando los insectos, abundantes en estas latitudes, se conjuraron también contra mi reforma. El tiempo se encargó de desvanecer estos males; las plumas fueron sustituidas por granzones majados, que antes se perdían en los rastrojos y que no costaban más que la molestia de recogerlos; se empleó otra madera más dura, que resistía los ataques de los insectos; en suma, el catre de tijera, con sus accesorios, se aclimató en el país, y los rudos cuerpos de sus habitantes creo que me lo agradecerán eternamente; pero mi recompensa fue un largo período de impopularidad, de la que participó el dios Rubango, de cuyas mansiones decía yo, así a propósito de éste como de todos mis inventos, haber traído las nuevas ideas.

Resuelto a seguir con tenacidad la obra emprendida, dedicaba todo el tiempo a preparar sorpresas, y no pasaba día muntu sin que mis mujeres, vehículo inconsciente de la regeneración de su patria, llevasen a la colina alguna nueva relación, que los indígenas, sin dejar de hablar contra mí, escuchaban con interés; no había fiesta completa si faltaba la comidilla habitual, la última cosa que el Igana Iguru había pensado por inspiración de Rubango. Y no era lo menos interesante de estas escenas la forma de que se valían mis mujeres para explicarse, y el público para comprenderlas, siendo casi todas las novedades tan fuera de los usos y del vocabulario del país. Después del lecho siguieron la mesa y la silla. En el país sólo era conocido el taburete para sentarse, y para comer, el suelo; de ordinario, los hombres comían de pie, y las mujeres sentadas, y en cuanto al uso de la vajilla, era muy limitado, porque los alimentos son por lo general secos y se sirven a la mano: pastas de trigo de maíz o de manioc, frutas, legumbres, huevos, pescado seco, y alguna vez tasajos de carne asada, son los platos ordinarios. El uso de las sillas y las mesas producía una verdadera revolución en las costumbres, y tuvo encarnizados partidarios y detractores; en cuanto a la silla, la variación principal estaba en el respaldo, absolutamente desconocido en Maya, y la ventaja sobre el simple taburete era innegable. Las mujeres, que pasan el día sentadas, se declararon en mi favor; pero los hombres estaban en contra porque su costumbre era sentarse en el bajo taburete o en el suelo, cruzar los brazos alrededor de las rodillas, y echar la cabeza sobre éstas para descansar o dormir. Tal postura les parecía más cómoda que permanecer tiesos sobre las nuevas sillas; y en cuanto a retreparse no había que pensar en ello, porque se mareaban y aun se desvanecían mirando un poco tiempo hacía arriba. El principal motivo de la oposición estaba, sin embargo, en que, juntamente con la silla y la mesa, apareció la idea de aplicarlas a las comidas familiares.

Yo había dispuesto, para no aburrirme a solas, que en el patio del harén se colocara una larga mesa, capaz para mis cincuenta mujeres, y que en torno de ella, todos sentados, hiciéramos las comidas en común. Los siervos se encargaban de entretener a los niños y del servicio de la mesa, y después quedaban libres para comer, a su vez, en el patio o en las galerías exteriores de la casa. Esto exigía dos interrupciones de la vida aislada, sostenida por la tradición; pero no me pareció imprudente la reforma, porque, si antes se temía el contacto de las mujeres y los siervos, ahora que éstos eran, con ligeras excepciones, de la raza enana, no había peligro, dado el desprecio con que las mujeres los consideraban. Sin embargo, los indígenas habían conservado rutinariamente la idea de que entre hombres y mujeres no debe haber relación fuera del día muntu, y, aparte de esto, rechazaban el pensamiento de familiarizarse con sus esposas e hijos, de igualarse con ellos, comiendo todos los mismos alimentos, en la misma mesa y a la misma altura. La costumbre autorizaba al padre a comer mejor que los demás, y sólo los hijos mayores eran admitidos en su compañía; las mujeres comían todas juntas, señoras y siervas, madres e hijas, por turnos rigurosos de elección, y los siervos después de su señor, con los jóvenes aún sometidos al cuidado de los pedagogos. Había, por tanto, tres comidas diferentes, según sexo, edad y categoría, y en sustitución de ellas implantaba yo dos, haciendo caso omiso del sexo y la edad. Las ventajas del nuevo sistema eran grandes: las comidas hechas en familia adquirían ciertos atractivos que no podían tener haciéndolas cada cual por separado; se igualaba la condición de las mujeres y de los hijos a la del padre, y se instituían dos horas de reposo de las doce dedicadas al trabajo o a los pasatiempos. En el sistema antiguo la comida era un mero accidente, que no suspendía por completo las faenas ni proporcionaba ningún solaz. A pesar de todo esto, después de algunos días de boga, mi proyecto fracasó, arrastrando en su caída las mesas, sillas y demás accesorios del servicio que yo había ido agregando; sólo contadas familias, entre ellas la mía y la del rey, conservaron en parte el nuevo uso, y muchos vendieron los muebles, que se convirtieron en objetos de adorno y de distinción, siendo así que yo los introduje con propósitos igualitarios. Todos mis buenos deseos se estrellaron contra la incapacidad de los mayas para educarse en el arte de comer, contra el orgullo de los jefes de familia y su errónea creencia de que sus mujeres y sus hijos no eran dignos de equiparárseles, contra la prevención que inspiraba el contacto con los siervos, fuesen o no fuesen enanos. Para ser completamente veraz, no omitiré que las mismas mujeres, que al principio se mostraron partidarias de la silla con respaldo, la rechazaron después y se negaron a comer en familia por conservar viejas preeminencias. Las favoritas, que eran las más influyentes, encontraban preferible comer a solas, tumbadas sobre una piel y eligiendo los alimentos, con tal que sus compañeras de menos prestigio comieran de las sobras y sentadas en sus taburetes o en el suelo.

Para reconquistar las simpatías del sexo débil acudí a un invento que me desquitó con creces de la caída anterior y que adquirió en todo el país una rápida popularidad: las telas de colores. En Maya sólo eran conocidos, y muy imperfectamente, los colores rojo (o más bien encarnado) y verde; el rojo se obtenía mojando las telas en sangre de búfalo, y el verde, restregando sobre ellas tallos y hojas de plantas jugosas que crecen en los bordes del río. No obstante lo sencillo de la manufactura, era difícil hallar bellas túnicas de color; éste se daba antes de formar la prenda, cuando la tela está en tiras estrechas, como de media cuarta, a modo de pleitas formadas con fibras textiles del miombo y de algunos otros árboles, muy groseramente entretejidas; de suerte que al unir estas tiras con un cabo entrecruzado, dándoles vueltas para formar un largo miriñaque (forma primera de las túnicas, antes que el uso las arrugue y las aje), el color no quedaba compacto, sino muy mal distribuido, y más en las túnicas verdes que en las encarnadas. Yo recurrí al auxilio de punzones de caña, por el estilo de las almaradas que usan los talabarteros, y pude formar telas de gran ancho, de costuras poco perceptibles, y componer túnicas de hechura más fácil y airosa. Estas telas anchas eran sometidas a la estampación en una prensa de madera, compuesta de dos cilindros giratorios, uno de ellos seco, y el otro untado de diversas tinturas minerales y vegetales, en las que representé todos los colores del iris en sus matices más vivos y chillones. Primeramente hice telas de colores lisos y listados, y después, por medio de toscos grabados en la madera, saqué dibujos caprichosos a cuadros y a lunares, y algunos con cabezas representativas de toda la fauna del país.

Mi flaca esposa Quimé tuvo una idea que a mí no se me había ocurrido: emplear estas telas en el adorno de los sombreros, los cuales, creo haber dicho ya, se componían sólo de cuatro hojas anchas y picudas, unidas en forma de pirámide. Como los hombres los usaban de igual forma que las mujeres, fuera de los que por su dignidad llevan en día de gala la diadema de plumas, estos adornos servirían para embellecer a la mujer, y al mismo tiempo para distinguirla del hombre. Hay que tener en cuenta que los mayas de ambos sexos visten del mismo modo, y que los hombres no tienen barba ni otras señales muy claras y visibles de su sexo, para comprender el afán con que los varones procuraban distinguirse de las hembras, ya por el tamaño del sombrero, que algunos agrandaban hasta convertirlo en quitasol o paraguas, ya por la forma de las sandalias, ya por la longitud de las túnicas. El signo más seguro del sexo fue hasta entonces el cinturón, usado sólo por las mujeres el día muntu; pero como este adherente impedía la circulación del aire, era justamente odiado, y muchas lo descuidaban. El pensamiento de la flaca Quimé tenía, pues, extraordinaria transcendencia, y con aplauso de todo el mundo los sombreros de la mujer fueron en adelante cubiertos con retazos de colores y adornados con escarapelas y lacitos en combinaciones muy variadas.

El primer día que mis mujeres se presentaron en la colina del Myera luciendo sus vistosas túnicas, todas distintas y a cuál más llamativas y caprichosas, y sus sombreros de última novedad, fue tal la impresión del público, que no hubo atención para las ceremonias sagradas, ni sosiego para los esparcimientos, ni ojos para otra cosa que para contemplar con misteriosa delectación el brillante espectáculo. Veíase a las claras que no había mujer que no quisiera en aquel momento pertenecerme a trueque de obtener una túnica de colores, y que no había varón que no me envidiara mis esposas, con el nuevo atavío resplandecientes de hermosura. La murmuración encontró un tema inagotable, dentro del tema favorito por este tiempo: mis relaciones con la sultana Mpizi, que eran públicas y notorias, porque ésta, con su franqueza nacional, declaraba el secreto a todo el mundo. La arrogante sultana lució aquel día una túnica pintarrajeada con rojas cabezas de león, regalo que yo le había hecho despreciando las habladurías de la plebe; las mujeres de Mujanda, disgustadas ya por el abandono en que las tenía su señor, me dirigían dardos enconados y ardían en celos contra su suegra colectiva.

Otro en mi lugar hubiera explotado el entusiasmo del público, y hubiera convertido la fabricación de telas en una industria muy lucrativa; pero yo no tenía gran apego a las riquezas, y contaba con suficientes y aun sobradas para el sostenimiento de mi casa y mi dignidad; concedía más importancia a mi intento de granjearme el amor de los mayas, y, aunque recientes ejemplos me hubieran demostrado la inutilidad de mis desvelos y de mis sacrificios, persistía en él, confiado en que la innegable bondad que, según se cree, hay en el fondo de la naturaleza humana, se dignaría al cabo asomar la cabeza. Me apresuré, pues, a vulgarizar mi invención, reservando dos puntos: la tintura amarilla y los grabados, que podrían servir de indicio para falsificar los rujus o para hacerles perder gran parte de su mérito. Esta contingencia me pareció muy poco probable; pero nunca está de más que un gobernante peque por exceso de precaución. Fuera de estas especialidades, que, según les dije, eran obra de mi vista, que no podía transmitirles, el resto fue del dominio público desde el día siguiente, en que mi casa estuvo convertida en jubileo. Todos los carpinteros de la ciudad y del reino aprendieron a hacer prensas estampadoras, y todas las mujeres aprendieron a manejar los punzones de caña, a hacer telas anchas y a confeccionar túnicas a la moda; en cuanto a las tinturas, muy pocos supieron prepararlas, tanto por la dificultad que en ello había y por la torpeza natural de estas gentes para las manipulaciones químicas, cuanto por la corruptela que yo introduje de regalarlas a todo el que las deseaba. La molestia que recayó sobre mí por este motivo la di, sin embargo, por bien empleada, puesto que me creó una clientela obligatoria, sobre la que pude ejercer más tarde cierta autoridad.

Por un contraste muy frecuente en la vida gubernamental, esta reforma, que di a luz sin pretensiones, como un ligero entretenimiento impropio de un hombre de Estado, fue muy fecunda en bienes, y quizás la más humanitaria de las que fueron debidas a mi gestión. Hubo un período de paz y de trabajo incesante mientras se renovó por completo la indumentaria nacional; las túnicas sin teñir cayeron en desuso, y muchos siervos accas, que continuaban desnudos como el día de su llegada al país, las utilizaron con gran contentamiento para cubrir sus carnes, y aun no faltó alguno que se ingeniara y consiguiera teñirlas para aproximarse más a sus amos en el parecer. Por último, la educación estética de los ciudadanos dio un gran paso, y el prestigio de la mujer se elevó hasta un punto desconocido, merced a las seducciones que las airosas y elegantes túnicas y los lindos y caprichosos sombreros agregaron a las que ya ellas naturalmente poseían.

Otro invento que corresponde a esta fecunda época, pero que guardé oculto para más adelante como un gran elemento de poder, fue el de la pólvora, que al principio fabriqué en pequeñas cantidades por vía de ensayo. Pude hacer mucha (aunque de calidad bastante inferior) con pocos dispendios, por abundar en el país los elementos indispensables; cerca de Boro existen grandes yacimientos de azufre, con el que se suele untar la punta de las teas para encenderlas mejor; en el Unzu se recoge un excelente salitre, y las márgenes del Myera están pobladas de sauces de diversas especies, sobre todo de mimbreras comunes; pero como me atreví a almacenar grandes reservas temiendo los peligros de una explosión. Con la primera que fabriqué hice cohetes largos, que reuní en haces y escondí en los graneros, en espera de ocasión oportuna para emplearlos con el debido aparato y con fines útiles para la comunidad. Nunca me hubiera atrevido a descubrir imprudentemente las aplicaciones de aquel inocente polvillo negro, que en manos de los mayas hubiera dado al traste en pocos meses con la nación.