Ir al contenido

La dama joven

De Wikisource, la biblioteca libre.

LA DAMA JOVEN


Aun ardía el quinqué de petróleo, pero icon qué tufo tan apestoso y negro! Para alimentar la carbonizada y exprimida mecha quedaban sólo en el fondo del recipiente unas cuantas golas de aceite mineral, envueltas en impurezas y residuos. La torcida, sedienta, se las chupaba a toda prisa.

Renegando de la luz maldita, subiéndola a cada momento, cual si, a falta de combustible, pudiese mantenerse del aire, las dos hermanas trabajaban con ardor. En medio del silencio de las altas horas nocturnas, se oía distintamente el choque metálico de las tijeras, el rechinar de la aguja picando la seda y tropezando contra el dedal, el crajido de la tela a cada movimiento de la mano. ¡Qué léstima que se apagase el quinqué! Estaban en lo mejor de la faena: mas la luz, que no gustaba miramientos, parpadeó, y con media docena de bafidos y chisporroteos avisó que no tardaría en cerrar sú turbia pupila. La hermana menor levantó la cabeza, respirando y escupiendo para soltar una hebra de seda que tenía enredada entre los dientes.

—¡Dolores!

—¿Qué?—murmuró la mayor, sin interrumpir la costura, —Que nos quedamos a oscuras, chica.

—Si no me das otru noticia...

—Pero es que yo a oscuras no coso. ¿Hay petróleo?

—Ni miaja.

—Cabos de vela?

Tampoco. ¡Echa cabos!

—Pues entonces, ¿qué haces ahf, ionta?

A dormir. A mi ya me duele el cuerpo de estar doblada.

Suspiró Dolores, y el quinqué, suspirando también estertorosamente, dió principió a su rápida agonía. Apenas tuvieron tiempo las costureras de echar la labor sobre un sofá inmedialo, cubriéndola con un lienzo; tal fué de pronta la muerte de aquella angustiada luz. Al quedar en tinieblas, el primer movimiento de las dos muchachas fué soliar la risa. ¿Acertarían con la cama? A tientas, y con las manos extendidas, avanzaron en busca de sus lechos, tropezándose en mitad del camino, lo cual las puso de mejor humor, si cabe.

—Ahora no te equivoques, y por acostarte en la cama te acuestes en el sofá—exclamó Dolores. —Mujer... lo peor será si pongo en la almohada los pies.

Se percibía ruido de corchetes desabrochados, resbale de sayas, música de enagues con almidón; siguió la estrepitosa caldo del calzado y el gemido de los jergones bajo el peso del cuerpo. De una de las camas salió también un rumor confuso, como de voz que mascullaba muy bajito oraciones diferentes. La otra cama no chistó, dando motivo a and interpelación de la rezadora.

—¡Concha!

—¿Eh?

—No rezas hoy, o qué re pasa?

—Mujer... tengo más gana de dormir que de rezar.

—Vaya, que un credo y una salve no le privarán el sueño.

Concha obedeció, y después del rezo dió varias vueltas en la camia, lo mismo que si alguna inquietud la desvelase. Voivió su hermaa a interrogarla. ¿Qué tenía?

—No tengo sueño. Me he despavilado, —Pues mañana ya sabes que hay que madrugar.

—¡Madrugar! ¿Tú qué hora piensas que es?

—¡Qué se yo!... ¿Las dos y media?

—Las cuatro, chica. En el reloj de la Intendencia las acabo de oir.

—¡Mujer, estás local —Sí, sf, descuidate... Las cuatro.

—Ea, pues chililo y a dormir.

Callaron ambas; pero la excitación de la afanosa vigilia producía su efecio, y aunque rendidas y deseosas de sueño, no podían conciliarlo. Era el instante en que se piensa en todo, recordando lo pasado, evocando con terror o ilusión lo futuro. Mientras los ojos ven en la sombra abrirse un círculo de livida luz, una especie de foco trémulo y oscilanteverde, violado y amarillo, la imaginación exaltada acumula cuidados y memorias, un tropel de deseos, esperanzas, dolores muertos que renacen, figuras y escenas ya borradas que vuelven a tomar cuerpo al calor de leve fiebrecilla.

Dolores, la mayor, cavilaba. Tenía doce años más que su hermana, y contaba apenas frece cuando quedaron huérfanas. Se veía tan chiquilla aún, calentando el biberón por la mafianila, antes de salir para el taller donde trabajaba, y metiendo el pezón artificial, tibio y blando, en ia boca del pobre angelito, para que no llorase. Los domingos era dichosa, porque podía tener en brazos todo el día a la nené. Por fin el rollo de carne con patas echaba a andar, y Dolores, hecha ya una mujer, un tanto relevada de sus tempranas obligaciones maternales, empezaba a dejarse tentar, alguna vez que otra, a ir a los bailes de los Círculos de recreo. En Carnaval asistía a fres seguidos, con flores en el pelo v guantes prestados.

Después... un episodio que Dolores no quería recordar, pero cuyos menores detalles tenía grabados, como en bronce, allá en no sé qué rincones del cerebro, donde habita la memo ria de las cosas tristes... Unos amoríos breyes, la seducción, la deshonra, el desengaño...

Historia vulgar y tremenda. La enfermedad trajo de la mano la miseria; el fruto de las entrañas de Dolores, mal nutrido por una leche excusa y pobre, languideció y sucumbió pronto, dejando contagiada a la niña de cuatro años, a Concha, con la horrible tos ferina, ios que arrancaba de sus fiernos pulmones estrías de sangre. No iuvo Dolores fiempo de llorar a su hijo; era preciso cuidar a su hermana, haceria mudar de aires en seguida... Y no po.seía un céntimo, y había empeñado hasta sus botas de salir a la calle y su único mandón. No olvidaria, no, la tarde en que, a cuerpo, tiriiando de frío, entró en la iglesia de San Efrén a rezar una Salve a la Virgen del Amparo. Al lado del camarin clareaba la reja de un contesomario; tras la reja, había un sacerdote. Arrodillada, con inexplicable consuelo, refirió todas sus cuitas. Al otro día la visitabatt dos socias de San Vicente de Paúl; al final de la semana le daban bonos de pan, chocolate y carne: de allí a medio mes colocaben a Concha en casa de una lechera que vivía a dos leguas, en una aldehuela sana y alegre; al mes y medio la niña regresaba robustecida, curada de su tos y acostumbrada a comerse una libra de pan de maíz en un cuartillo de leche. Dolores la adoraba: ya no tenía más pensamiento que aquella criatura. Anhelaba borrar lo pasado y proteger a Concha. Aborrecía a los hombres; que no la hablasen de bailes ni de jaleos. Confesbase, primero cada mes, luego cada domingo. Ya no necesitaba el socorro de los paúles, y se había apresurado a decirselo, redimiéndose, no sin cierto vanidoso contentamiento, de una protección que el artesano laborioso juzga siempre humillante, por lo que trasciende a limosna. Mas le restaba el auxilio moral, la recomendación de las socias, que jamás la consintió carecer de trabajo. Prefería las casas al taller, porque en las cocinas la permitían dar de comer a Concha, y aun le rogaban que la llevase. enamorados de la hermosura y despejo de la rapaza. Así que ésta fué creciendo y pudo coser también, se hizo preciso mudar de sistema y volver a los talleres; no era fácil que en las casas facilitasen labor a dos modistas a un tiempo, y antes se dejaría Dolores cortar una mano que apartarse una pulgada de su chiquilla, alta ya y formada, tentadora como el fruto que empieza a madurar. ¡Eso sí que no! Para desgraciada bastaba ella; a Concha que no la tocase ni el aire; corría de su cuenta defenderla con dientes y unas. Todo cuidado era poco en aquella ciudad de Marineda, donde chicos del comercio, calaveras y señoritos ociosos no pensaban más que en seguir la pista a las muchachas guapas. Temía Dolores, en particular, a los señoritos: ¿por qué no se dedicaban a las de su clase? ¡Tanta señorita sin novio, y las artesanas obsequiadas, perseguidas, cazadas como perdices! Mirando lo que sucedía, era cosa de temblar: ¡cuántas chicas preciosas, que serían buenas si no hubiesen tropezado con un picaro, y que se veían perdidas, desgraciadas para siempre! Unas, leniendo que mantener dos y tres criaturas; otras, descendiendo poco a poco desde el primer desliz hasta caer en la vida airada... Daba compasión. ¡Y el lujo! Eso, eso era lo que ponía a Dolores fuera de sí. ¡Bailes, chaquetas de ferciopelo, disfraces en Carnaval, botitas de a cuairo duros! ¡Muchachas que ganaban una peseta y cinco reales diarios, digame V., por Dios, de dónde lo han de sacar! Ya se sabe: teniendo un oficio de día y otro de noche.

¡Malvadas!

No eran fales soliloquios nuevos en Dolores, sino tan antiguos como las inquietudes respecto a su hermana; mas lo curioso del caso fué que, sin que un solo día dejase de hacer semejantes reflexiones, a medida que Concha se desarrollaba y empezaba a celebrarse su lindo palmiro, despertábase en la hermana mayor esa vanidad característica de las madres, y a costa de privaciones y escaseces la emperejileba y componía, para que no quedase por bajo de las demás, y por el delito de mantenerse honrada, no pareciese la pueren Cenicienta. Con este motivo sufrió Dolores alguna fuerte reprimenda de su confesor, jesuíta sagaz, que la decía: —Si tú misma fomenJos en la chiquilia la presunción, ¿cómo quieres que no te dé a la hora menos pensada un disgusto? Ponia de hábito, anda. ¿No has aprendido en tu cabeza?

¡De hábito! Dolores lo usaba hacía muchos años, desde su desgracia; pero... ¡cubrir con aquella estameña burda el gentil cuerpo de Conchal Prefirio confesarse menos, y se reirajo algo de sus devociones, a fin de no ser renida por su inocente vanidad maternal. Redobló, eso sí, la vigilancia, y se hizo centinela asiduo, infatigable, siempre alerta. Concha era fácil de guardar: no quería salir sola; a los bailes, a los temibles bailes, prefería el teatro, su única afición. Tomaban dos entradas de cazuela, y la niña, colgada de la barandilla, gozaba lo indecible. Al regresar a casa, se sabía de memoria trozos de verso, fragmentos de escenas. Semejante gusto no parecía peligroso, mas el diablo la enreda, y he aquí cómo vino a resultar alarmante. Conservaba Dolores una casa. donde cosía desde tiempo immemorial, y cuya dueña era cuñada del Vicepresidente del Casino de Industriales. la sociedad más floreciente y numerosa de Marineda.

Acababa esta sociedad de organizar una sección de declamación, dirigida por un exactor, y menudeaban en el teatrillo del Casino funciones de aficionados. La parte masculina no estaba del todo mal, ni faltaban aprendices; en cambio las mujeres escaseaban. Al saber las disposiciones dramáticas de Concha, framose en casa del Vicepresidente un pequeño complot; comprometieron a Dolores, que no pudo desenredarse, y su hermana hubo de tomar parte en algunas piececillas.

Nuevo disgusto con el confesor, que censuró agriamente la debilidad de Dolores. Esta, bajando la cabeza, reconoció toda su culpa.

En efecto, con el tal teatro se habla introducido en la existencia de las dos hermanas un elemento de desorden: se trasnochaba, se pasaban las horas muertas discurriendo trajes y adornos; Concha no pensaba más que en estudiar y ensayar su papel; a los ensayos, por supuesto, la acompañialia Dolores, cosida a sus enaguns; con todo, era muy arduo vigilar, en la confusión de entradas y salidas al vesmario y escenario. Prueba de ello fué que ana noche, al regresar a su casa, Concha sacó del bolsillo un papel blanco dobladito, y echándolo en el regazo de la hermana, dijo desenfadadamente: —Mira eso.

Dolores lo cogió palideciendo, con dedos ávidos. Era una declaración amorosa, y al través de las frases, tomadas indudablemente de algún libro de fórmulas epistolario—amatorias, de los volcanes que ardían en el corazón, las amorosas llamas y otras simplezas por el estilo, percibió Dolores así como un olor de honradez, que se exhalaba de la gruesa letra, del tosco papel, y, sobre todo, del párrafo final, que contenía una proposición de casamiento y una afirmación de limpios y sanos propósitos.

Respiró. Al menos, no era un señorito, sino un artesano, un igual suyo, resuelto a casarse.

¡Casar a Concha, ante el cura, con un hombre de bien, era el ensueño de Dolores! Creyó, no obstante, que su dignidad la imponía el deber de enojarse un poco, y de exclamar: —¿Y cuándo te han encajado este papelito, vamos a ver?

—Hoy... Cuando pasé al cuarto para vestirme, alli detrás de la decoración me lo dió.

—Valiente papamoscas! ¿Y tú. qué dices?

—Mujer... ¿Y qué he de decir? Si me pide que le conteste, le diré que hable contigo antes. —Eso es, eso es; las cosas derechilasmurmuró Dolores del todo satisfecha.

Y así sucedió. Dolores no cabía en sí de júbilo. Fué a contar al confesor el caso, y encareció las prendas del mozo, un chico honrado, formal, un ebanista, que tardaría en casarse lo que tardase en poder establecer por cuenta propia un almacén de muebles. Nadie le conocía querida: ni jugador. ni borracho.

Vivía con su madre, muy viejecita. En fin, sin duda la Virgen del Amparo había oído las oraciones de Dolores. Otras andaban tras de los señoritos, de los empleaditos, de los dependientes de comercio: ay para qué? Para salir engañadas, como había salido ella.— Cada oveja con su pareja, hija,—confirmó tranquilamente el Padre.—Sólo que... a pesar de todas las bondades del novio... conviene no descuidarse, ¿eh? Tu obligación es no perderles de vista, hasta que tengan encima las bendiciones.

¡Buena falta le hacía a Dolores el encargo!

¡Perderles de vista! Nunca estuvo más adherida a su hermana. Los novios se veían al salir del raller; él las acompañaba hasta su casa.

Veianse también en el Casino, los días de función o ensayos, sólo brevisimos instantes, pues Dolores no quería dar espectáculo. ¡I.a genre es tan maliciosa! Dando una vuelta en su cama, Dolores pensaba en el día de la boda, el día de la tranquilidad completa, porque desde entonces las dos hermanas coserían en sa propia casa. poniendo un tallercito modesto.

¿Cuándo llegaría tan apetecido instante?

Mientras la hermana mayor soñaba en bodas ajenas, la presunta novia estaba a dos mil leguas de acordarse de semejante suceso. La juventud suele vivir sólo en lo presente, o al menos en lo futuro inmediato. ¡Casarse! ¡Bah!

Claro que se casaría; pero ¿qué prisa corría eso? Lo importante era lo que se preparaba para mañana mejor dicho para hoy, pues ya no distaba mucho el amanecer.—¡Era fatalidad que, justamente durante la época más ahogada de costura, cuando se acercaban los Carnavales, los beiles, los trajes para las mas caradas y comparsas, y no podía ella faliar del taller donde desempeñaba las importantes funciones de aparejadora, se le ocurriese al Casino de Industriales dar una gran función de teatro, para redimir a un socio de la suerie de quinto! Y se ponía en escena una obra de Ayala, Consuelo, muy famosa según decía Don Manuel Gormaz, el director de la sección; y a ella le había focado en el reparto el principal papel, cosa que no dejó de lisonjearla, porque añadia el señor Gormaz que era obra de prueba, digna de una artista... ¡Arlistal ¡Qué bien le sonaba a Concha el nombre! Ser artista era pertenecer a una clase aristocrá tica, superior a la humilde condición de costurera... Artistal En los días de beneficio de las actrices, Concha había leído versos de esos que se arrojan desde las galerias, impresos en papelnchos azules y amarillos, donde tras del epigrafe ca la eminente arrista folana» o a la célebre artista Mengana venia una serie de calificativos y epíletos, entrelazados como guirnaldas de flores. y se las llamaba huries, ruiseñores, ángeles y otras mil cosas así. ¡Una artista: Concha repetía en voz baja, cuando estaba sola, la fascinadora palabreja.

¿Cómo saldría ella de aquel apuro? ¿Se cortaria? ¿Se le olvidarían los versos? Jamás le había sucedido tal cosa; es verdad que al pisar el escenario le latía el corazón muy de prisa; pero luego recobralia todo su aplomo.

Sólo que aquella función era diferente de las demás: iratábase de una comedia en tres actos, y ella nunca había pasado de sainetes y piececillas; además, como el beneficiado era hijo de un portero de la Intendencia, el Intendente, persona sociable y bien quista en Marineda, había repartido las localidades todas entre lo más lucido del vecindario, y se susurraba que la función estaría brillante: lleno completo. En fin, un compromiso gravísimo.

¡Y los trajes! Para Consuelo se precisaban tres diferentes, elegantes todos: el del último acto, descolado y con cola. ¡Qué de mañas, ardides y cálculos representaba la conquista de esos trajes! Vamos, a no ser por la señorita del Intendente, lan franca y tan amable, no acertaba Concha cómo habría salido del apuro. Afortunadamente la señorita fué su providenci desde zapatos blancos de raso hasta flores artificiales y brazaletes, todo se lo prestó. Cierto que eran cosas bastante usadas, y hubo que refrescar, lavar, planchar, alargar o encoger... Y aun no estaba terminada la faena, y quedaba un día solo, y no podía faltar al taller, ni al ensayo general... ¡Imposible que alcanzase el tiempo para todo! ¡Si el maldito quinqué no se hubiese apagado, ya tendría Jisto el trajel ¡Cuánto iban a apretar las uñas al día siguiente! Amanecería pronto? Cavilando así, sintió Concha un estremecimiento de frío y se arropó. Se unieron involuntariamente sus párpados y con indecible hienestar se quedó dormida.

Apenas comenzaba a saborear el dulce reposo, la sacudieron y zamarrearon sin misericordia. La fría luz del alba se colaba por las rendijas de los ventanillos, y Dolores, de bata ya, con una toquilla de estambre muy eurollada al cuello, se disponía a enristrar la aguja y tocaba diana para que la ayudasen. Concha entreabrió los ojos, borracha de sueño, de esc sueño de la primera mocedad, tan parecido al de la niñez en su intensidad reparadora. Fué preciso repetir la sacudida; entonces, de no muy buen talante, echó fuera una pierna para calzarse las babuchas.

Tentadora ocasión de describir, en tan indiscreto minuto, a la futura Consuelo, cuando sus carnes fibias conservan aún la suave morbidez del sueño y la breve camisa descubre mucha parte de su gallarda escultura. Los brazos blancos y puros, los pies rosados por la frialdad del piso. los senos recogidos y breves como capullos de flor, hacen honesta por extremo aquella semidesnudez juvenil, que la claridad del amanecer baña con delicados matices opalinos. Remala el cuerpo una cara oval, sanamente pálida, algo pecosa hacia el contorno de las mejillas; el pelo, rubio como la harina tostada, nace copioso en la nuca y frenie, y desciende en patillas ondeantes hasta cerca del lóbulo de la oreja: entre los labios, gruesos y cortos, brilla como un relámpago la nitidez de la dentadura. Los ojos, aunque hinchados de dormir. no encubren que son garzos, y candorosos rodavía.

Para despejarse, necesitó Concha pasar agua fría por la cara. Dolores, entre tanto, abría las maderas, aseaba un poco el cuartito abuhardillado y encendia en la cocinilla préxima seis carbones para calentar el puchero de cascarilla y la correspondiente leche. En un santiamén se desayunaron. Concha, bien despierta ya, consagraba toda su atención a los frajes. Al lado de la ventana, sobre el quebrado sofá, lleno de hernias de crin que se salía, reposaban las galas de la noche. Concha se acercó a la fiel aliada de la modista, la máquina, que, dada de aceite, limpia, con su carrete enarbolado, con la mesilla reluciente de barniz, aguardaba lo mismo que un centinela, arma al brazo, las órdenes de su jefe.

Dolores se aproximó también, exclamando: —Tú a los volantes y yo al cuerpo.

Salió el famoso vestido de baile. Era de seda azul bajo, algo verdoso ya y salseado por muchas partes; pero merced a la buena idea de Concha, de velarlo con infinitos volantes de furlaluna del mismo color, parecía nuevecito de allí a poco. La cadencia de la máquina se interrumpía a cada volante y el vesfido giraba, giraba como una peonza, todo hueco y cada vez más vaporoso. Al cabo brotó la falda, fresquita, soplada como un buñueloy fué a ocupar su puesto en el sofá al lado de otros pingos, lambién remozados y disfrazados hábilmente, con recogidos lazos y enca jes. Dolores pegaba al cuerpo el último corchefe y orlalt de tul lunco las cortas manguitas. Terininado lo grueso de la labor, dedicáronse a las menudencias y accesorios.

Pendian de una cuerda tendida de un lado a otro de la pared, dos guantes blancos, largos, muy tiesos, con las puntas de los dedos amarillentas y arrugadas, y mientras Concha los soplaba con ardor para despegar aquellas malditas puntas, que delataban el paso ineficaz de la bencina, Dolores, por medio de una plancha caliente, estiraba varios cintajos, lacios como tripas de pollo, dedicándose después a frolar con miga de pan los zapatos de raso y a pegar con goma una varilla del abanico.

Las cosas que iban estando dispuestas pasaban a una cesta, cuidadosamente colocadas; de pronto, Concha se dió una palmada en la frente.

—¿Qué te pasa?

—¡las medias! ¡Que se nos olvidaban las medias!

—¿Qué más da? Liévalas blancas.

—¡Mujer... son tan cursis! ¿Tienes agua caliente?

La pondré a calentar.

—Anda, que se lavan y se secan pronto...

A la noche están sequitas.

En tanto que Dolores jabonaba el par de medias azules, Concha, cosiendo el dedo de un guante, se preguntaba a sí misma en voz alla: —¿Tendrán que hacer esto las cómicas el día que representen?

—No, mujer...—murmuró Dolores.—Esas lo tienen todo arreglado. —Dichosas ellas. A mí me venía bien ahora repasar el papel.

—Pues no te descuides, que pasa ya de las ocho y media. ¡Cuándo se acabarán estos jaleos de teatro! Me duele la cabeza de discu rrir para refrescar vejestorios.

Quedábales aun algo por hacer; pero el tiempo urgía y el taller aguardaba. Convinieron en que a la hora en que Concha fuese al ensayo, Dolores volvería a casa, terminarfa todo y llevaría la cesta al Casino, donde Concha aguardarfa ya para vestirse. Por excepción, una vez nada más, que eso de dejar sola a Concha no estaba en el programa.

—Mujer, no hay remedio—exclamó Concha. Desde el taller al Casino no me morderá ningún perro rabioso.

—No me dan a mí cuidado los perros de chatro patas, sino los de dos—murmuró Dolores, guiñando un ojo.—Conque mucho juicio, ¿eh? Si sale Ramón a acompañarte le dices que se vuelva a su casa, o que te espere en el Casino.

—Bien, bien, ¡Bastante pensaba Concha en Ramón! Todo el día, en el taller, estuvo repasando su papel mentalmente. ¡Don Manuel Gormaz la había encargado tanto que se fijase y que fuviese alma en algunas escenas! Tener alma... ¿sería gritar mucho? No, porque se reirían de ella... ¿Sería pronunciar recalcando, como la que hacía de graciosa? No, eso tampoco... Procuraba recordar las inflexiones de voz de la actriz que había representado Consuelo el año anterior en el Teatro Grande... Lástima no acordarse punto por punto! ¡Si ella supiese que con el tiempo le tocaría representar ese papel! Mientras arreglaba los pliegues de una sobrefalda, o sacaba un patrón por el figurín, Concha repetia entre dientes las redondillas de Ayala, bien ajenas de ser pronunciadas en semejante sitio, Al salir del taller se separaron las dos hermanas, tomando cada una opuesta dirección. Iba Concha distraída, andando rápidamente, cuando alguien emparejó con ella.

—¡María Santísima... qué susio me has dadot El novio se sonrió afablemente, no sin mirar a todos lados, convenciéndose por lin de que Concha iba sola, hecho extraordinario y singular, Manifestó su admiración, diciendo: —¿Y Dolores? ¿Qué milagro es éste?

—No pudo hoy acompañarme... Tenía que acabar de alistar unas cosas. Viene después.

No puso Ramón cara compungida al oir la nueva, y siguió andando al lado de Concha por la calle Mayor, donde algunas tiendas comenzaban ya a encender su alumbrado.

Concha se volvió de pronto toda alarmnada: —Mira, vete, vete... No me acordaba ya...

No puedes acompañarme hoy.

—¿Por qué, chica?

—Porque voy sola... No me hizo otro encargo Dolores.

¡Vaya con la ocurrencia!—exclamó 4 súbitamente enojado. deteniéndose ante un escaparate en que brillaba ya ei gas.—¡Pues the gusta! ¡Sólo eso faltaba! No seas tonta; yo te acompaño. ¿Qué necesidad hay de que se lo cuentes a tu hermana?

Concha le miraba con sorpresa, viéndole de levita. Era una levita negra, arrugada y floja en los sobacos, que caía mal, amién de relucir demasiado, conociéndosele los dobleces de las prendas guardadas mucho tiempo en cajones; no obstante, la negrura del paño y la blancura de la pechera limpia realzaban la varonil presencia de Ramón, mocefón arro gante y guapo, aunque fosco; de ancho pecho, obscura barba, pelo rizoso y grandes y vigorosas manos. Concha se sonrió.

—¿Por qué vienes tan elegante?

—¿No sabes que tengo que cantar en el Orfeón? Ayer toda la noche hemos estado ensayando la Barcarola nueva, Ella bajó la cabeza dándose por convencida; de repente volvió a ocurrirsele lo que diría Dolores.

—Anda, lárgate, que no tengo gana de fies tas... No quiero oir sermones por causa anya.

—¿Quieres que me vaya? Corriente—pronunció el con despecho—pero también es mucha ridiculez... Seis meses que somos novios, y aun no hemos podido hablar en paz y en gracia de Dios un cuarto de hora.

Díjolo con tal rabia, que Concha, cediendo u un movimiento compasivo, le llamo.

—Bueno, ven... Pero no hay que contarlo, ¿eh? Silencio.

Siguieron su camino, él satisfecho ya, ella un tanto envanecida, allá en el fondo del almapor llevar de acompañante a su novio, un no.vio de levita que podía confundirse con un señorito. Callaban, preocupados por la misma novedad de la situación, y sin despegar los labios, salieron de la calle Mayor al paseo público, a la sazón desierto. Hacía frio. Los árboles sin hojas y las farolas apagadas se perfilaban sobre el gris ceniza del crepúsculo invernal; un pilluelo pasó corriendo, dando un empujón a Concha, que llamó a su acompañante.

—Ramón! ¿Tú qué tienes?

En efecto, perecía pensativo. Con voz algo dura, contestó: —No tengo nada.

—Nada, y vas alif que pareces un mochue.lo. ¿Después de que te dan gusto, llevas ese gesto? —No tengo obligación de estar hoy tan contento como tú.

Y yo, ¿por qué he de estar contenta hoy?

—Porque vas a lucirie, a ponerte muy maja y muy bonita para salir a las tablas.

Echose a reir la muchacha.

—No te rfas—articuló él con acento opaco...—Haz el favor de no reirte, que yo no hablo de broma.

—Pero hombre... ¡no me he de reir! Te enfadas porque me presentaré en las tablas muy compuesta... ¡Pues, no vas tú también con el fondo del baúl encima? Vamos—añadió viendo la fisonomía contrafda de Ramón—no seas majadero; ya sabes que trabajo por compromiso con el Vicepresidente y por complacer al señor de Gormaz... Buenos apuros me ha costado la tal función; hace tres noches que no duermo casi... Maldito el chiste que...

—Sí, si; dices eso, pero olra le queda... Si no te gustase, no irías alli de muestra; no irías.

—¿Tienes ganas de armarla hoy? Pues para eso, pude venir sola.

—No—replicó el con más blandura—no te digo nada, Dios me libre, haz lo que quieras: pero tengo que advertirte una cosila, eso sl; no le parezca mal.

—Vamos a ver qué sale después de tanto preámbulo.

—Cuando nos casemos... —¡De aquí alla!

—Cuando nos casemos—reiteró con firmeza el mozo—yo no consiento que vuelvas a representar, aunque se empeñe Dios del cielo... ¿Te has enterado?

—Bien... De aquí a que suceda eso....

—¿El qué?

Lo del casamiento.

—Yo me entiendo..... Cuando menos se piensa... En fin, ve acostumbrándote a la ideapor si acaso. No me gusta a mif, ni a ningun hombre blanco, queriendo a una mujer como te quiero a ti, oir que dicen en las butacas estupideces y barbaridades... al lado de uno mismo, con la poca crianza que tienen esos brutos de sefioritos, Dios me perdone...

—¿Y qué dicen?—preguntó curiosamente Concha, —Mil desvergüenzas... Que si tienes buen Este, y buen aquél, y... Calla, calla, que yo paso las de San Patricio... Un día hago un disparate.

Concha, may colorada, bajaba la cabeza; por fin, articuló entre enojada y vergonzosa: —¿Y a ti qué te importa lo que digan? Déjalos, hombre.

—De otra ya pueden decir pestes... ¡Pero de ti... que te quiero tanto como a mi madret Lo pronunció con tal fuego y sinceridad, que a pesar suyo la modista se sintió conmo vida, y le miró dulce y amorosamente. Entraban en el jardin público que seguía al paseo, y en el cual la oscuridad era mayor, y completa la soledad y el silencio, a menos que una ráfaga de vientecillo marino sacudiese los siempre verdes evónimus haciéndoles murmurar cosas tristes. Concha se apoyo en el brazo de su novio. Al hacerlo, su codo trapezó con algo que abultaba debajo de la levita.

—¿Qué llevas aquí?—preguntó.

—Nada, —¿Cómo nada, y sobresale que parece un mollete de pan?

—Mujer... si no es cosa que fe importe.

—LA ver, a ver?

De mala gana se desabrochó él y sacó un objeto elíptico, formado de hojas de laurel engomadas, muy tiesas, y rematado en largas cintas blancas con flequillo de oro al extremo.

A pesar de la oscuridad, aun quedaba suficiente luz crepuscular para que distinguiese Concha que era una corona.

¿Y esto?—preguntó afanosamente, entre alegre y furbada.

—Ya lo ves.

—Una corona... ¿Para quién?

—¿Para quién ha de ser?

—¿Para mí? ¡Qué locot ¿Y no me reñías antes por representar?

—Una cosa es una cosa, y otra es otra... Me dio rabia ver que en el beneficio del mes pasado le echaron una corona monstruo a esa tonta de Rosalía Cañales, y a 1i, porque tenías un papel más corto, te conformaron con un ramito de mala muerte... Y pensé para mi: no, pues como represenie otra vez, no se queda sin corona mi Concha del mar... No me hace gracia que fú salgas deslucida.,. Ahí tienes.

—¡Te lo agradezo... te lo agradezco muchot articuló ella cariñosamente, afirmándose más en el brazo que la sostenia.

El la contempló con ansia, y después miró alrededor. Ni un alma en el jardín.

—¿Concha?

—¿Eh?

¿Me quieres?

—Sí, hombre; sl.

—¿Te enfadas si te pido una cosa?

—¿Qué?

—Dame un beso.

Solló Concha el brazo y se hizo atrás. Pareciale que el rumorcillo de los arbustos y el manso gotear de la fuente eran eco de ia voz de Dolores... Y tapándose la cara con las inanos y retrocediendo, gritó alboroiada: —Eso no... Eso no... Estate quiefo.

—¿No, si no quieres, no... No grites, que pensarán que le maro...

Volvió a ofreceria el brazo, en el cual ella se afirmó con recelo; pero al verte triste y ca bizbajo, se aproximo nuevamente. Una invencible curiosidad de virgen la impulsaba a desear la caricia que había rehusado. Estaban próximos ya a salir del jardín, y a corta disfancia de él, como unos cien pasos, resplandecía el iluminado portal del Casino. Inclinó un poco la frente sobre el hombro de Ramóny éste, con arranque súbito y brioso, desprendió el brazo PL .. odearla la cintura, y la besó en la mejilla, con toda su fuerza, devorándola el culis. Concha sintió una ola de calientesangre que henchia sus venas. y percibió al mismo tiempo, con extraña lucidez. un olorcillo a alcantor y pimienta, sin duda emanación de la levita guardada hacía tiempo.

Apresuradamente salieron de jardín, él radiante, ella alur fida y temblorosa. ¡Si Dolores lo supiera! Las manos se la habían puesto frías. y una conmoción singular la imponiu silencio, Su novio la parecía ahora, sin saber por qué, más amable. y a la vez temible. Le miraba a hurtadillas, cual si no le hubiese visto bien antes. Como se uproximasen mucho al Casino, Ramón se inclinó hacia ella, y ella retrocedió instintivamente.

—Mira, Concha, mañana puede que tenga una gran noticia que darte...

—¿Qué?

No, por ahora nada... Por eso no quería hablar, hasta llegar aquí... Mañana te diré... Oye, antes que se me olvide: ¿dicen que tienes que salir hoy escotada?

—Sí, hombre... En el último acto.

—Pues cuidado como le arreglas.., Fl cuerpo aliifo... no quiero que nadie se divierta a cuenta mía.

—¡lesús! exclamó la modista.

Y diez pasos antes de llegar al portal, soltó el brazo de Ramón y echó a andar rápi damente, murmurando: —lasta luego.

Penetró en el edificio. El recinto del teatro se hallaba todavía a obscuras, y en los pasillos, el Conserje barría con afán las puntas de cigarro y los fragmentos de papel. En el escenario ardia un quinqué puesto sobre una consola, y dos o tres candilejas, prevenidas para alumbrar el ensayo. Concha se adelanraba medio a rientas por las lobregueces del pasadizo, cuando un hombre la salió al encuentro, muy apresurado y afectuoso, y la dijo cogiéndola ambas manos y estrujándoselas en expresivo apreton: —Hola, Conchita, hola... Bien venida, hija mía... ¿Qué tal? ¿Se ha repasado? ¿Hemos olvidado el papel? Por aquí, no tropieze V...

Eso es... Ya estamos.

—El papel me parece que lo he de saber, señor de Gormaz—afirmó Conchie, quitándose el mantón y el manto al entrar en el escenario. — Hola. chicas—añadió saludando a dos mujeres que, sentadas en un sofá, repasaban en voz baja, con un rollo de papeles en la mano.

—Abur—contestaron no inuy cordialmente, las saludadas.

Gormaz, previa una fricción que hizo chascar sus palmas, se dirigió a las repantigadas actrices: —Repasen, eso es, un poquito, mientras no vienen los caballeros... Siempre son los úliimos.

Y llamando aparte a Concha, arrimándola a un bastidor donde no alcanzaba la luz de las candilejas, cuchicheó con misterio: —Hoy hay que esmerarse, Conchita! [que esmerarse mucho! No sabe V. lo que pasa?

—¿Que va a venir mucha gente?

La gente... ¡bah! No; es que en cuanto ha sabido Juanito Estrella que dirijo yo esta función, como hoy no la hay en el teatro, a pesar de que también ensayan, the hu escrito que vendiria y... ¡ya ve V. ¡Va V. a representar delante de un gran actor, una gloria nacional, émulo de Romea y de Latorre!

Concha sintió asomos de recelo al oírio; al mismo tiempo, sin darse cuenta del por que, la noticia le fué grata. Conocía de vista a Esirella, director de la compañia que actuaba en on el Teatro Grande; había oido mil veces hablar de su fama; lo cierto es que tenía un modo de representar, que a ella, sin entender gran cosa, le parecía prodigioso. ¡Qué bien sabía hacer que lloraba! ¡Qué divinamente se fingfa moribundo y muerio! ¡Qué expresión en aquella cara! Representar delante de él... ¡Qué vergüenza!

Esto último fué lo que manifestó en alta voz. Gormaz la riñó, losiendo, como siempre que se acaloraba.

—No se me vaya V, a cortar, hija... Por lo mismo que Estrella es inteligente, es indulgente; él también empezó así, de aficionado, en Teatrillos y en liceos, cuando era estudiante, hasta que se aficionó y dejó la carrera para dedicarse a la profesión artistica... Ejeem!

Con que ya ve V... Ea, que ya llegan; a ver como salimos del ensayo.

Arrastró casi a Concha al lado de la consola y del quinqué: en efecto, ya se agitaban allf dos o tres sombras de hombre, charlandocon las desdeñosas actrices Rosalía Cariales y Julia Marqué. Al ver a Concha, los hombres la saludaron galantemente, en especial el beneficiado, encargado del papel de Fernando, y que se creía comprometido por el texto del drama a mostrarse insinuante y tierno con ella. Todo el grupo rodeó apresuradamente a Gormaz, el cual, extendiendo las manos a un lado y a otro, trataba de restablecer el orden. —Don Manolo, empezamos?

—Don Manolo, ¿qué se hace?

—¡Ensayar, señores... bruum!... si ustedesquieren; y ya saben lo que les he advertido: en los ensayos no hay que derrochar voz.

Piano, pianísimo.

El apuntador comenzó a decir, sin entonación ni transiciones, el papel de cada uno, que los actores repetian paseándose con las manos en los bolsillos o columpiándose en la silla. Las actrices, más cohibidas, no se atrevían, al recitar, a moverse del sofá ni a descoser los brazos del cuerpo. Gormaz las romó de la mano, suavemente: —Hijas, accionen Vds. un poco...

—Lo mismo que después? ¿Como si ya fuese la representación?

—No tanto, no tanto! [In poco; si la escena ha de ser de pie, no se dejen Vds, ahí quielas... Y Vds., caballeros, no alcen tanio la voz; jsi ahora no hay público que atiendal Eso... a ese diapasón. Ya verán Vds, como después hay que decirles que se esfuercen, porque no les oirá ni el cuello de la camisa...

¡Fjeem! Húganse cargo de que ahora no deben malgastar sus fuerzas: matizar, pero bajilo...

¡Eh... chss! caballero López. ¿a quién le cuenta V. eso? ¿a la puerta o a esta señorita?

Todo el mundo se rió. Gormaz en los enyasos se ponía nervioso, sudando, tosiendo de fatiga, pasándose a cada rato el pañuelo por la calva frente y por los turbios ojos.

Quisiera él calentar aquellos cuerpos ineries, sulilizar aquellas mentes forpes, encender aquellas tardas y perezosas sangres con el fuego y la lumbre del entusiasmo artístico.

Sólo que a la media hora de predicar, de espolear, de comunicar impulso, de serlo todo a un tiempo, galán, dama, barba y graciosode dar a éste el modelo de la expresión paréfica y al otro el de la indignación, y al de acá el de la ironía, y al de acullá el del desdén, su rostro se amorataba, el asma le subía en ronquidos y borborigmos a la laringe, se inyectaban sus pupilas, y, medio muerto, se dejaba caer en una butaca, diciendo: —Bruumm... Sigan Vds... sigan.

Cada cual seguia entonces yéndose por do: ide le daba la gana.

Frisaba Gormaz en los sesenta; era coeláneo de Romea, pero más joven, y pertenecía a aquella falange de actores, ya casi extinguida, que amaba el arte y se preciaba de entender de letras, que se asociaba a la gloria tie Hartzenbusch y Zorrilla por la interprelación entusiasta de sus dramas, y que tras de cantar todo el verano, con la cigarra, ha concluido como ella, muriéndose de hambre y irfo, porque la vejez del actor español es penosa cuando alegre su vagabundamo cedad. —La última etapa de Gormaz, inservible ya para las tablas, fué organizar aquella sección en el Casino de Industriales. Todo el mundo le quería bien alll por su afable carácter y su vida arreglada y modesta, pues Gormaz no tenía nada de bohemio, y sus costumbres podían pasar al través del más delgado tamiz de censura.

Lo que es la noche del ensayo de Consuelo, a Gormaz debla de sucederle algo raro.

Estaba como vuelto del revés. El, tan atento, tan deferente con todos los individuos de la sección, sin distinción de sexos ni categorías, no hacía caso de nadie, y sólo se dedicaba a ensayarle bien el papel a Concha. Las orras mujeres que tomaban parte en la representación no tardaron en notarlo y en amostazarse.

La encargada del papel de Antonia. Julia Marqué, catalana ingeria en gallega, hija de un almacenista, era una morena hombruna, con gruesa voz y no leve bozo, muy aplaudida por lo campanudo de su órgano, que daba tono profético y sentencioso a sus menores palabras; la que había de hacer la criada andaluza, Rosalia Cañales, era una estanquerilla redicha, delgada y chatuela, que giraba los ojos, aprefaba la boca y manejaba mucho el abanico; teníanse unibas por dechados, respecti vamente. del género trágico y cómico, y en los ensayos se apoderaban del director, cruci ficándole a preguntas y no dejándole respirar.

Viendo que no les hacía caso, cuchichearon en voz baja y señalaron a Concha. ¡Qué tonta y qué presumida! ¡Porque había atrapado el papel principal, estaba dándose una importancia! ¡Mucho de salir hoy elegante y de cola, y mañana se casaría con un ebanista miserable, y calentaría las sopas en la trastienda sin más cola que la de pegar madera! Y ambas hacían un gesto desdeñoso, indicando que ellas no acepiarían seguramente por marido a hombre de tan poco fuste.

—Aun sabe Dios si se casará—silabeó en voz baja la estanquera.

—Pero mira don Manolo... No hace sino enseñarla, como si fuese a sacar de ahí una cosa que asombre a todo el mundo.

En efecto, a Gormaz todo se le volvía: Conchita, ese brazo. Hija, repita V. esa frase.

No, asf no: un poquito de energia. ¿está V?

Esa escena liay que moverla... debe V. levanturse, volverse a sentar, mostrándose dudosa.

¿A ver cómo escribe V. esa caria?... Bien, bien... así debe V. hacerlo después; no hay que olvidarse.

Concha, sorprendida también de aquel interés exclusivo, sentía que poco a poco se la comunicaba el entusiasmo de Gormaz, contribuyendo a su excitación el instinto femenino, el espectáculo de las dos rivales acurru cadas en el sofá. nerviosas como dos gafas que se disponen a sacar las uñas y mirandola de reojo, con pupila fosforescente. Un sutil calor empezó a difundirse por su alma, transformándole la voz, que con sorpresa de la misma Concha se timbró en nolas peneirantes y apasionadas. Gormaz, observando esta favorable metamorfosis, aplicaba leria a la hoguera.

—Ya ve V. que en este acto está V. celosa... Hay que revelar esos celos en el acento, en la fisonomía... ¡Su marido de V. la está engañando; V, no se ha de quedar tan fresca!

A veces, Concha, cuando decía una frase con vehemencia, avergonzábase un poco y soltaba la risa.

—¡Ay, Dios mío!... Don Manolo, estoy exagerando, ¿verdad?

—No, hija, no... En esa situación hay que poseerse, así como en el primer acto debe Vmás bien aparecer fría y coqueta... ¡Bien dicho, bien! Animo... a la escena con la criada...

Rosalía, hija, ¿me lace V. el favor?

—¿Eh?—murmuro Rosalia con displicencia.

—Pues ahora es la escenita de V..... La carta.

—¡Ay!... V. dispense... Como no se ha fijado V. nada en lo que dije antes, creí que...

Encogióse Gormaz levemente de hombros, y resignandose, prestó alguna atención al dejo sevillano contrahecho de la estanquera. Era preciso activar, porque la hora de la función se aproximaba, y ya dos o tres músicos, con sus instrumentos muy enfundados en bayeta verde debajo del brazo, se asomaban por la puerta de entrada, retirándose después de escuchar algunos minutos curiosamente. El último acto se atropelló un poco, pero Concha sabía al dedillo el papel. y Gormaz, como de paso, pudo aún indicarle varios loques maesiros. Al final le apreto misteriosamente la mano.

—Hasta luego... ¡y a ver cómo nos lucimos!

Concha se dirigió al tocador, donde la esperaba su hermana vigilando la cesta de los trajes, mientras Rosalía y Julia, ocupando todo el hueco del espejo, se daban polvos de arroz por quintales, limpiándose después cejas y pestañas con la foalla húmeda. Como no lenfan trazas de hacer sitio, Dolores grito a Concha en voz alta: —Hija, arrínate al espejo... Estás sin peinar aún, acuérdate...

Las dos usurpadoras del locador se desviaron con majestuoso paso de reinas ofendidas, y empezaron a caizarse en un rincón, secreteando y sin dejar su actitud hostil. El focado de Concha fué corto; su juventud y su fresca tez no requerian gran afeite. Sus ojos brillaban y sus mejillas estaban algo sonrosadas. Al remangarse el pelo con unas agujas de azabache. recordó el beso de Ramón, y se enrojeció hasta la frente. ¡Qué poco había durado! ¿Lo sabría Dolores? ¡Balt! ¿Cómo lo habia de saber? Esforzóse en desechar aquel orden de ideas, recordando que era preciso hacer un esfuerzo para representar bien y que don Manolo no se quejase de ella.

Cuando puso los pies en la escena, el corazón le latió, según costumbre, un poquillo, al ver el aspecto imponente del teatro. Sin que pudiese precisar quiénes eran los espectado.res que llenaban las butacas, atestaban los palcos y se apiñaban en la galería, bien comprendió que estaba alif todo Marineda, la gente fina, el señorio: público inusitado en aquel local, donde por lo regular el elemento dominante eran los socios y sus familias. Distin guía vagamente, sobre el fondo granate del papel que reviste el teatro, la oscilación de una triple hilera de cabezas femeniles adornadas con flores: los colores claros y ricos de los Irajes hacían una decoración abigarrada; y de las butacas subía hacia Concha, como una ola de curiosidad, el reflejo de los cristales de los gemelos instantáneamente clavados en ella, y el susurro de voces que muy quediro pronunciaban o preguntaban su nombre. Zumbáronle algo los oídos, y se le apretó la garganta al articular las primeras frases del papel: pero recordando de pronto un consejo de Gormaz, !

alzó los ojos y fijó en el auditorio una mirada tranquila. Distinguió entonces con más claridad la concurrencia, y respiró. De pronto volvió a alterar su serenidad la cara de Ramónque desde las primeras filas de bulacas acechaba una oieada de su novia. Concha apartó la vista y se dedicó a recitar lo mejor posible.

Gormaz, asomando de tiempo en tiempo entre bastidores su cabeza sudorosa, recorría el teatro, fijándose en un palco entresuelo, el único vacío que quedaba ya; después hacía una señal de inteligencia a Concha, aprobando y animando.

El público, sin embargo, no daba más indicio de agradecer los esfuerzos de Concha que, por parte de los hombres, no quitarle los gemelos de encina. En conjunto, se veía que la representación hacía reir disimuladamente a los que no fastidiaba. Dos o tres carcajadas reprimidas habían resonado ya: una aguda y aflauradilla en un palco, otras en las butacas más sonorus. Por mucho que las señoras pro curasen aparentar que se divertfan y prestaban atención, notábanse los bostezos de a cuarta, mal encubiertos por el abanico. Sotto voce, los espectadores se comunicaban sus impresiones de aburrimiento. ¡Las tales funciones de aficionados! ¡Venir a ver lo mismo que se ve en el teatro todos los días, sólo que echado a perder! Luego ¡qué programa tan largo, santo Dios! ¡Tres actos de Consuelo, el Orfeón, lecjura de poesías y un sainete! No se salía de alli menos de la una. Y el caso es que no cabía marcharse dejándoles con la palabra en in boca, por compromiso con el Intendente, que se picaría, de seguro, si se le hiciese un desaire a su protegido!... ¡Buen tipo tenía el protegido! Vaya un galán para el papel de Fernando! Las patillas postizas se le estaban cayendo: por no saber en qué ocupar las manos, no cesaba de dar vueltas a la cadena del reloj....

¡Pues y las mujeres! ¡Qué modo de vestirse!

Aparre de que no se les oía una palabra, y como estaban siempre pendientes del apuntador para hablar, resultaba que el ucto no concluía nunca... ¡Y qué acción! Lo mismo que esas muñecas a las cuales se les tira de un cordelito y levantan los brazos... La Consuelo pronunciaba más claro; a esa al menos se la entendía bien: ¡pero qué trazas de descarada y pizpirela!...

En las butacas también se comentaba lo indigesto de la función, con otra salsa más picante, y sobre todo, con tan unanimes elogios a la buena cara y simpática voz de Concha, que Ramón se volvió dos o tres veces impaciente y sobresaltado, como si algún bicho le picuse en la nuca. Sólo respiró el pobre novio al caer con pausa el telón tras la fuga de Consuelo. Concha atravesaba los bastidores con su hermana para regresar al focador y vestirse de nuevo, cuando su novio le cerró el paso.

Llamole la atención verle tan fosco y cariaconlecido, y con la mayor inquietud le preguntó: —¿Que hay de nuevo?

—Nada—murmuró él repentinamente. avergonzado, al ver a Dolores, de las ideas fontes que venían ocurriéndosele.

Vas a vestirte? —dijo por decir aigo.

St... abur, que después me cogen el sitio las otras.

Gormaz. que vagaba por allí como alma en pena. la empujó, dándola prisa.

¡Vamos, hiju... vamos!

Sacó después el exactor un cigarrillo, y lo encendió, paseándose inquieto y con taconeo nervioso por la solitariu escena. De ralo en rato pegaba el ojo izquierdo a un agujerillo del lelón, y siempre veía, en el lleno completo y brillante de la sala, el liueco del palco vacíocomo una mella en una hermosa dentadura. Al fin hizo un ademán de júbilo: la puerta del palco se abría, entrando por ella dos hombres; el uno de mediana edad, grueso, lampiño, de pelo negro y liso como el hule, fisonomía enire clerical y chulesca, que Gormaz reconoció por el gracioso o primer actor cómico de la compañía; el otro, viejo, de borbónico perfil, con una de esas caras inteligenies y castizas de pelucona rancia, que aún hoy se ven en aldeanos del centro de Castilla y en algún torero.

Era un rostro movible, donde a intervalos se transparentaba. ya la ironía indulgente, ya la enérgica voluntad, vencedora de los muchos años. La nariz y barba, en demasía aficionadas a gastar conversación, hacían juego con el mondo cráneo. lleno de protuberancias y reluciente como marfil. La apostura era mucho más firme y desembarazada de lo que la edad pedía, y severo y correcto el traje. Así que Gonnaz reconoció a Estrella, de algunos brincos estuvo en su palco.

—¡Manolitot —Juanitol Ejeem! Se agradece, hombre, se agradece la venida. A la verdad, tenfa gusto en que hoy te dejases ver por aquí. Adiós.

Gálvez.

—Pues no faltaba más. Aqui me tienes. Y le daré un aplausillo a tu gente, para que no se te desanime. ¿Eh? Ya nos entendemos.

Estrella sonrefu; Gormaz le miró de an modo singular, y aquella ojeada que se cruzó entre los dos actores acostumbrados a declarar con la expresión tantas cosas, para Estrella fué equivalente a un discurso. Sin embargo, adivinó a medias.

—¿Qué? pronunció. —¿Qué, hay algo bueno que ver, eh? ¿Una chica guapa? ¡Ay, Manolo de mi vida! Si yo ya no sirvo de nada. hijo. Estoy para que me saquen en un cesto al so!.

Protestó Gormaz, no sin melancolía: —¡Pues si tú dices eso! [Tú, que con doce añitos más que yo, te atreves con La Aldea de San, Lorenzo y el repertorio de Cano y Echegaray! Tú! ¡pues si tú... eres un roble!

Psh... Los pulmones y la garganta no andan aún del todo mal; pero, hijo mío, el resto... ¿Conque una chica guapa? Pues haz cuenta que yo... como si tal cosa.

—No lo crea V.,—intervino Gálvez, que hasta entonces se había contentado con reir maliciosamente.—Diga V. que no. Es muy faimado, y nos engaña. Más travesuras es él capaz de hacer, que V. y yo juntos.

—Hombre, flale en mí. Dile a esa damisela que llame a otra puerta... o que se entienda con Gálvez.

—Yo no te adelanto nada por ahora... Ya volveré en el entreacto, que va a subir la cortina.

A pesar de todas sus protestas, por aquello de que los ojos nunca envejecen, apenas subió el minúsculo telón, Estrella sacó del bolsillo Irasero de la levita sus gemelos, cuyos cristales limpió primorosamente, asestándolos después a la escena. La mujer que entonces se hallaba en ella, Rosalía Cañales, no le pareció tan bien como esperaba, ni siquiera la mitad y con un fruncimiento expresivo de cejas, casi anudadas sobre su enérgica nariz, bajó los gemelos. limitándose a asistir a la función resignadamente, como persona fina convidada a un espectáculo que nada le importa. Familiarizado con torpezas y gazapos de principiantes durante su larga carrera de neror y director de compañía, no alterzban su plácido reposo ni las salidas y entradas a des—empo, ni el modo de reciter monótono como salmodia de breviario o desmenuzado como picadillo, ni el ento duro, ni los brazos cosidos al cuerpo, ni las caras paradas, como máscaras de cartón. Gálvez le pisó disimuledamente el pie dos o tres veces, por supuesto con blandura. No dió señales de vida. Tal era su actitud cuando salió Concha.

Al verlu, Estrella dijo con indiferencia in1dulgente: Es bonita. hombre: cierto que sí.

Pero apenas hubo pronunciado algunos versos, cuando volvió a limpiar con rapidez los gemelos y a pegarlos a los párpados, endere zándose en la silla para mejor entender. De id atención pasó en breve al interés subido: sacó el cuerpo fuera, y en los palcos proscénicos empezaron a mirarle con sorpresa, mientras en las butacas se levantaban dos o tres cabezas, que pronto, por comunicación eléctrica, hicieron erguirse otras muchas. Poco a poco iodo el teatro se fijó en los movimientos de Estrella. y la gente aburrida, que no acertaba a entretener aquellos actos interminables, se dedicó a observar pacientemente, como se observa en provincia.—donde la telaraña de la curiosidad teje y desteje cada día las mismas malias menudas.—la cara del eminente actor.

No cabia duda: lo que le llamaba la atención en la escena era la chica encargada del papel principal: bien: y por qué? ¿Por lo guapa?

Estrella había sido un gran conquistador en otro tiempo: puede que aun le durase el humor... Tan viejo? ¡Quién sabe! Sin cmbargo, los gestos aprobadores de Estrella desmentian la presunción de un flechazo súbi—Más bien parecía—cosa inverosimil—que lc agradaba el modo de representar de la chica. ¡Bah! Imposible. Gustarle a un aelor de lanto inério una aficionadilla de tres al carto! Y con todo... La verdad es que la muchacha poseía una voz tan fresca, fan clara, de un Timbre fan grato... El caso es que lo hacia mejor que las oiras: a ella se le oía y entendia lodo... Y no decia mal, no señor... Así favorablemente prevenido, pudo ya el público interpretar con exactitud el pensamiento de Estrella: y todas las dudas se disiparon cuando, al decir Consuelo aquella frase fatal que Trastorna la cabeza a Fernando, aquel femenil y perfido no seas ingrato, el actor, ahogando un ¡bravo! entre dientes, uplaudió con brío. CUENTOS DE MARINED.

La concurrencia vaciló un segundo, y por fin, subyugada y convencida, hizo coro al aplauso, y sordos rumores de aprobación corrieron por las butacas. Se daban unos a otros la noticia: —¿Ha visto V?

—Promete mucho esa niña, ¡vaya!

—Cuando Estrella se entusiasma... ¿eh?

Si habrá conocido actrices Estrella?

—Yo ya lo decía en el primer acto. esa chica vale... No sé cómo no se hicieron tistedes cargo desde el principiu...

—¡Hombre, no nos jeringue V! V. no dijo palabra; vayas v. al canario.Ta, ta, ta, yo no lo dije, porque me hubiesen Vds. comido; aquí todos Vds. son partidarios de la Julia Marqué y de la otra...

Bah, bah! Lo cierto es que no nos habíamos fijado, ni V. ni nadie... ¿Y quién es ella? ¿Una modista?

—Si; mis primas la conocen... Una modistilla, dicen que de buena conducta.

—Eso ya... averigtlelo Vargas.

Ramón se metió entre bastidores enojado y sombrío. ¡Todo el teatro haciendo conversación de su novia! Aquella inesperada ovación le daba a él que pensar. Que en Concha pudicse haber facultades artísticas suficientes para explicar el fenómeno, no se le ocurrió ni un instante: creyó sencillamente que Concha era bonita y los espectadores unos truhanes de E. PARDO AZANmarca. Encapolado y ceñudo, llegó adonde estaba Concha recibiendo la felicitación calurosísima de Gormaz: el rostro de éste, sofocado por la asmática tos y dilatado por el placer. parecía un queso de bola de los más rojizos. Al ver a Ramón, aprovechó la coyunnura para escaparse al palco de Estrella, a quien halló en el pasillo fumando y charlando animadamente con Gálvez.

—¿Qué me dices, Juanito?

—¿Chico, de dónde ha salido eso?

—De un taller de modista. Y habrás notado que está enteramente por hacer. Diamante en bruto.

Ssss! Ya se sabe; pero la madera...

Soberbia. De patente. Hoy es el primer dia que trabaja en tres actos. Nunca ha pasado de sainetes.

Y di, hombre: hace tiempo que la enecies?

—Medio ano, o poco más; pero... ¡Ejeem!

Aquí Gormaz entornó los ojos.

—Pero puede decirse que no la he enseado nada... En el ensayo de hoy me he tomado algún trabajo, porque venías tú... Nada más, hijo...

—Pues ¿cómo es eso?

—Te diré... Es que...—y bajó la voz, mieniras jugaba con la cadena de oro de Estrella.Es que aquí... mi posición... ya ves fú... liene sus compromisilios, eh? Aquí todas aspiran a oirse llamar artistas, y a leerlo en los periódicos... Si distinguiesz a esa y me parase más en darle lecciones... se me pondrían las demás como avispas... Una diablura... Que no se puede. Las otras tienen más amigos en la sociedad y en la Junta directiva: hay una que es cuñada del Secretario; otra que es hija del Contador... Ya hoy les tengo hechas un vinagre conmigo, por lo poco que me dediqué ayer a sacar partido de esa... Para darle el papel principal he tenido que urdir mil enredos, diciendo que el de Consuelo es insignificante, y que los verdaderos papeles trágico y cómico de la obra, son el de la madre y la criada... En fin, ya ves que si he de sostenerme en ni puesto, me conviene alguna prudencia...

—Ya estoy... Pero a mi, en tu caso, me seria dificil... ¡Ay, chicol En los tiempos que corremos, cuando se ve algo que promete valer alguna cosa... Porque la verdad es que no hay ni esto... ¡Qué decadencia!

—Permitame V., señor de Estrella... con todo el respeto que V. me merece...—articuló Gálvez, metiendo su cucharada.

—No hay respeto que valga...—exclamó Estrella relampagueándole los ojos y dilatadas las ventanillas de su borbónica nariz.No hay hoy nada, nada, nada, y tres veces nada... Hay un par de galanes regulares... pero E PARDO BAZÁNlo que se llama un actor de facultades y fuerza, un Carlos Latorre, un Julián Romea... ¡A verva V. a hacerme el obsequio de decirme dónde está? Un actor de corazón, de esos que crean papeles de tal manera, que ya nadie puede hacerlos después, como el Sullivan de Romea, per ejemplo. ¿Pues. y las mujeres?... Ahí. ahí quiero yo que V. me replique... ¿Qué hay en mujeres, que hay? Cuatro gatitas que sueltan unos mayidos, que sacan unas colas de raso, y están pensando en ellas toda la noche... ¡Ah!

Los que hemos alcanzado a Bárbara y Teodora Lamadrid y a la pobre Matilde, con aquella gracia suya, y sobre todo, a la Concepción Rodríguez, la sublime trágica... ¿Te acuerdas ú de Concepción Rodriguez?

—¡Que si me acuerdo!—exclamó Gurmaz electrizado a su vez. Aun me parece que la estoy viendo y oyendo, con su voz que llegaba al alma... Di: ¿y no te parece a tí que esta chica fiene un metal de voz que, así que lo trabaje, podrá asemejarse mucho al de Concepción Rodriguez?

—Estaba pensando en decirielo... La voz de esta chica será un lesoro cuando la pueda explotar bien... Además, su figura es sumamenic bella.

—Por ahí le duele a Don Juan—exclamó Gálvez dándole una palmadita en el hombro.

—¡Quiá, hombre: Si a mí no me queda ya sino lo que les queda a los foreros viejos: el sentido. Lina chica guapa... ps... por el hecho de serlo, si uno fuese muchacho, se le podrían decir cuatro cosas... Pero para el arte. ¿qué tiene que ver la belleza?... La fealdad puede vencerse; y si no, diga V.: le parezco yo a Vbonito?

Echáronse a reir Gálvez y Gormaz, y el primero dijo llanamente: —Lo que es bonito, señor Don Juan....

—Pues nunca fuí mejor mozo, y aquí donde usted me ve, aun ha conseguido y consigo a veces que el público llore o se ría... De eso se trata. No obstante, a esa chica no la esforbará su buen físico para los primeros tiempos de la carrera... Además, parece muy niña.

—De diez y ocho a diez y nueve años.

—Pues antes de que sea una gran actriz, será, por de pronto, la primer dama joven de España... Que sí, hombre... La Boldún no fué nunca otra cosa sino una dama joven muy laboriosa y simpática... Esta será encantadora; se escribirán papeles para ella. Esa juventud, ese aire de candor, esa frescura, unidos al talento, ya verá V. lo que dan de sí.

Gálvez sonreía, declarando no haber conocido nunca a Don Juan tan entusiasmado, sin poder desechar la idea de que le agradaba la chica como mujer. En cambio Gormaz, cuya vista penetrante de actor machucho distinguía I. PARDO BAZANmejor de colores, estaba muy hueco, lo mismo que si le locuse alguna parte en el milagro.

Corrió a participar a Concha la opinión de Estrella, y encontró a la modista muy alre.radia. Al principio del entreacto había reñido con Ramón. ¿Pues no tenía éste la peregrina ocurrencia de exigir ahora, a la hora criticaque no se presentase escolada, que se pusiese un cuerpo alio? Por más que le hizo mil observaciones, advirtiéndole que, según decía la comedia, el escote en aquel acto era de rigor; que además, no tenía otra cosa que ponerque era ya imposible discurrir un traie diferenie, él, con obstinación de mula manchega, con la cabeza baja y el gesto torvo, insistió en que, si salla escotada, romperían para siempre. Así es que cuando Concha entró en el focador vestuario, llevaba los ojos preñados de lágrimas. Dolores la interrogó, y ella contó todo en voz baja, rabiosa, prendiéndose con mano febril un grupo de camelias en el pelo y dándose polvos a puñados, sin saber lo que lucia, temblando de despecho y furia. Era la primera vez que disputaban Ramón y ella, ¡y en qué ocasion! Dolores trató de conciliar, de susegar la tormenta.

—Mujer, puedes echarte por los hombros una loquilla de encaje; la que sacó Rosalía en el primer acto... Yo se la pediré presta da... A los hombres no les gustan estas es coraduras, y tienen razón: ¡moda más indecente!

—Déjate de cuentos—articuló furiosa Concha—Es un tonto; bien sabía lo del escote, y no tenía para qué darme ahora este mad rato... Pues no señor, que he de ir lo mismo que pensaba. ¡Mire VI...

Y con dedo impaciente bajó el ful que rodeaba la linea del escote, como si quisiese aumentar el crimen. Salió a las tablas sofocada aun de haber llorado, con los ojos brillantes y las facciones animadas bajo la capa de polvos que las cubría, colérica, nerviosaadmirable en suma para aquel papel de Consuelo en el último acto, que es todo de celos y frenesies, primero sordos y luego desatados. El público, adverlido ya, la saludó a su entrada con un aplauso, y Estrella enarboló los gemelos. Ramón, deslumbrado por aquella aparición blanca y rubia envuelta en farlatana azul, cegado por el brillo alabastrino de los hermosos brazos y desnudos hombros, espectáculo que hacía lalir dolorosamente las arterias de sus sienes,—azuzado por el rumor lisonjero que acogió la entrada de su noviase levantó de la butace tambaleándose, y por la pueria más inmediata lanzóse al corredor.

Iba tan ciego, que no vió a un caballero gordocon melenas, que le defuvo: —Eh... amigo! ¿A dónde va V? —Ahi fuera... Vuelvo en seguida—contestó el ebanista reconociendo al director del Orfrón.

—No olvidarse... Mire V. que la Barcarola se canta en el otro entreacto.

Ramón salió del edificio como un loco. Al verse fuera, se paró un minuto. La corona le estorbaba allí, debajo de la levita, en el pecho.

La cogió y la despidió, balanceándola por las cintas, a no sé cuantas metros de distancia.

¿Volver al teatro? ¿Oir de nuevo las voces, que penetraban como lancetas en todo lo que él más quería, en la reputación, en la gargania, en la carne de Concha? Jamás. Y silbando, de puro desesperado, la Barcaroladesapareció.

Mientras lanio, Concha experimentaba un sensación muy extraña. Aquel público, aburrido en el primer acto, vacilante en el segundo, ahora se volvía todo ojos y entusiasmo para la joven aficionada. Sólo el que lo ha presenciado puede darse cuenta de cómo se trans euten mucho más rápidamente que por telégrafo—las nuevas en un teatro, paseo 0 reunión de provincia. La muerte o enfermedad repentina, la llegada del personaje notable, la dispula acalorada que puede parar en lance de honor, y hasta la plática amorosu, que naluralmente pasa sólo entre los dos interesados, todo corre y se sabe a los pocos minutos, y CUENTOS DE MARINEDAes asunto de comentarios y aun suele publi carlo la prensa en velados suellos. En el recinto donde Concha trabajaba, durante el corto espacio de un acto a un entreacto, había cundido como mancha de aceite la noticia del efecto producido en el célebre actor Estrella por la modista actriz, y lo que decía de sus facultades; sólo que, coino pasa a menudo en casos análogos, el cuento, al correr, engrosaba, engrosaba. se ponía hidrópico. Ya aseguraban sin rebozo que Estrella quería contraiar a la chica, y que la ofrecia canridades fabulosas. Y estas voces, circulando de un extremo a otro del teatrillo, picaban la curiosidad y hacfan que el público, interesado en la representación, no se aburriese ya mucho ni poco.

Aquel hervor, aquella vida psíquica, por decirlo así, del público, cuyo foco era Concha, se reflejaban en ella comunicándole no sé qué misteriosa animación, no sé qué hormigueo de flúido vital. Lejos de estorbarla, la atención de la concurrencia la estimulaba hasta el punto de que, excitándose al sonido de su propia voz y al eco de los aplausos que ya tácilmente arrancaba, había olvidado por completo la riña con su novio, y embriagada y penetrada hasta lo más Intimo de su sér, sentía esas cosquillas indefinibles, esa corriente magnética que pone en comunicación, por un instante, el alma de un artista con muchos miles de almas; singular amor colectivo—pues no es posible darie otro nombre—que une al individuo con la multitud.

Entre bastidores estaba la serpiente del Jorido ramo que con tanto deleite respiraba Concha. Sus dos eclipsadas rivales, que en el Tercer acto apenas tenian que salir a la escena, desquitábanse hablando fuera de elia a su sabor. En el corrilio inevitable que se forma en semejantes sitios, estaban los amigotes y los parientes de las desdeñadas: jy cómo se esgrimian allí las lenguas! Todo salía en la colada: la actitud de Estrella, la petulancia de la chica, la precipitada fuga de Ramón, avergonzado de las cosas que oía en las butacas a causa del inconveniente escote de su noviala disputa en el entrzacio... Gormaz, arrimado a no sé qué accesorio, se roía las uñasdescoso de intervenir en la conversación; pero impedíale hacerlo el temor de recibir alguna rociada, acusándole de haberlas deslucido, a ellas, Rosalía y Julia, poniendo todo su conalo en ensayar a Concha solamente.

Hubo un momento en que el formidable corro calló de golpe: era que Dolores, deseosa de echar un ojo a la escena, rondaba por allí.

¡Entonces menudearon los codazos y los chsss significativos! Resonó en el teatro una nueva salva de aplausos, y su ruido dió al traste con la prudencia de las dos arlistas posterga das. Dolores, haciéndose la distraída, lo oyó Jodo.

Al salir Concha de la escena, contrastaba el semblante de las dos hermanas, vertiendo satisfacción el de la menor, ceñudo el de la mayor. Concha, sin reparario, se echó casi en brazos de Dolores con alegría de chiquilla.

—¿Has visto como me aplaudieron, has visio?

Anda, anda, ven a desnudarte—murmuró la hermann, extendiéndole por los hombros a foquilla y empujándola al focador.

Apenas estuvieron en él, al desabrocharla el cuerpo, la dijo en voz baja: —¿Y Ramón? ¿Es verdad que no está en el teatro?

—Jesús, mujer... ¿Qué sé yo? Aguarda...

Si. me parece que salió....

¿Que salió? ¿A dónde? ¿Cómo es eso?

—Siendo! ¡También es fuerte cosa que yo te lo he de decir!

—Concha, Concha! No te andes con guasas... Los hombres tienen poco aguante, y se cansan pronto de ciertas cosas... Hoy has llamado la atención de todo el mundo. ¡Dicen de fi primores!... ¿Qué tienes aquí?

—Un alfiler... [lly! Me has pinchado... No, lo que es hoy, entre el otro y fú...

Pronunció esto la niña medio llorando, impresionada, con esa facilidad con que las per sonas nerviosas pasan de la expansión del placer a la del dolor. Y casi en voz alta, a pesar de que Rosalía Cañales se desnudaba allí a dos pasos con el oído en acecho, afirmó que ya la incommodaban tales majaderías, que ella no había hecho nada de malo, y que si Ramón no la quería así, que la dejase. También era iontería de Dolores disgustarse por eso: probablemente Ramón ya estaría de vuelta para cantar... Y si no, buen viaje...—Así que se hubo desnudado, salió aprisa, y al amparo de un bastidor miró hacia la escena.

El Orfeón se ulineaba ya en semicirculo alrededor del foso, ostentando en el centro su charro estandarte azul bordado de plata, sobre el cual se agrupaban coronas y premios gallados en certámenes, una lira de oro, una flor del mismo metal: el director, grave y solícito.

"ccorría las filas colocando bien a cada orfeoLista: el aspecto era muy satisfactorio: casi lodos vestían, con la desmaña peculiar del obrero, levitas negras y calzaban guantes blancos: no sabiendo cómo colocar los brazos, dejébanlos caer a lo largo del cuerpo, buscan do por instinto un punto de apoyo en la decoración. El telón subió, y a la clara luz de las condilejas y del gas vió Concha que su novio no estaba allí. ¡Valiente caprichoso! ¿Dónde se habría metido? Mientras ella cavilaba sobre el asunto, el Orfeón preludiaba la Barcarola, con un suave osconeo hecho sin abrir la boca, que remedaba el silbo del viento y el murmiullo del oleaje, ¡Ya se lo diría de misas mañana! ¡Largarse así. dejándola en una vergitenza delante de todo el mundo, para que aquellas mal intencionadas se riesen de ella!

¡No echarle siquiera la corona!

Entre tanto el Orfeón, sin interrumpir el acompañamiento imitativo, rompía en una melodiosa estrofa, que hablaba de la luna, las buteleras, el bogur, el barquichuelo: Concha oía maquinalmente; sus nervios se templaban, y a la rabieta sucedía una tristeza vaga, un deseo de amor. ¡Pasarle hoy tales cosus! ¡Hoy precisamente, cuando debía su novio estarla tan agradecido! Columpiada por la música, el recuerdo del jardín acudía, dulce, embellecido por la memoria y poetizado por el acompañamiento de la barcarola soñolienta... La sacaron de su distracción dos o tres socios que venían a felicitaria por su brillante triunfo, y el director de un periódico local, que le decía con aire de suficiencia: —Ya sabemos, ya sabemos que tenemos aquí una insigne artista, llamada a dar días de gloria a la Patria...

Estrella se había retirado de su palco, dlespués de hallur breves instantes con Gormaz.

Alguna gente de las plateas, alarmada por el anuncio de la lectura de poesías, desfilaba fam bién, consultando el reloj y haciendo el miestos ruido posible. En las butacas se habrían baslantes claros. Dolores y Concha, habiendo confiado la cesta al conserje, se escabulleron arrebujadas en sus mantones. Encontrábanse cansadas, como gente que no ha dormido en varias noches y ha trabajado siempre. Ambas guardaban silencio, porque tenían en qué pensar. y sus pensamientos no iban acordes. Al recogerse, no hubo conversación de cama a cala.

Cualquier bicho exiraño, cualquier alimaña inverosimil que viesen entrar por la ventana del lejado el día siguiente a eso de las ocho, les causaría menos sorpresa que la aparición repentina de Gormaz, previos dos golpecitos muy discretos a la puerta y un—dan Vás, su permiso?—de lo más respetuoso. Venía el pobrecilio ahogándose con el asma, por la subida a aquel cuarto abultardillado, no muy distante del cielo. Brindáronle atentamente el usiento de preferencia en el quebrado sold; pero él, a fuer de cumplido caballero, lo retusó, contentándose con una silla de rejilla basfante desvencijada. Su arenga salió entre ioses, gargajeos sofocados, y angustiosos anhelos de la respiración. ¿Cómo no habian adivinado a que venía? Pues era bien fácil de suponer, conocidas las buenas disposiciones de Conchita, que no permitían ni por un mo mento dudar quos la había destinado a la gloria escénica. El, sin embargo, relirado ya y fuera del movimiento teatral hacía tiempo, nunca se hubiese atrevido a tomar sobre sí la responsabilidad de darle tal consejo, ni de dirigirle semejante proposición; pero ahora que el eminente Estrella le daba el encargo... Es irella, sí, señor; Estrella le ofrecía el ajuste de un año de aprendizaje con corto sueldo, comprometiéndose, al cabo del año, a contrararla con decentes honorarios, en calidad de dama joven...

Concha escuchaba, con los redondos labios entreabiertos, jos los brillantes ojos en su interlocutor. Aun no había terminado Gormaz su discurso. cuando Dolores, alzándose del sofá tan impetuosamente que lo hizo crugir, se encaré de pronto con el mensajero, exclamando: Me extraña muchísimo, señor de Corinaz, que nos venga V. con esas proposiciones; V., que nos conoce y sabe que mi hermana es una chica honrada. Aqui no entendemos de eso... Mi hermana no ha nacido para cómica; no, señer.

Lina los horrible, una los de tercer grado impidió a Goraz responder al punto. Sacó ja lengun, y se le amorató desde el colodrillo hasra la nuez. Cuando al tin pudo respirarcon voz todavia estrangulada, declamó: E. PARDO DAZÁN—Porque considero que V. no sabe lo que se dice, no la contesto aquí todo lo que me ocurrc. Dolores; sin embargo, entienda V. queque acaba de proferir es..., ¡ejezem, un solemnísimo disparate... No sólo esta señorita, que vive de su trabajo (y hace muy bien y lo apruebo), sino las personus más elevadas; ejem; sí, señor; más elevadas, se considerarían honradísimas con alcanzar la gloria es cénica. ¿está V? ¡Ejemm! ¡Bruuum! ¿V. sospecha lo que es una artista? ¿Cree V. que hay profesión, no digo yo más decente, sino más noble; ejceem, más noble? ¡Que no lia nacido su hermana de V. para cómica! ¡Vaya, vaya!

¡Bruum! ¡Qué cosas oye uno al cabo de sus años!

Dolores, avergonzada, comprendió que habia cometido un yerro de monta. Trato de disculparse.

—Por Dios, señor de Gormaz, que no eru mi ánimo ofender a V.... Solamente quise decir que en esa carrera (V. bien se hará cargo), las muchachas se exponen a... a...

—¿A qué, a qué se exponen? — articuló Gornaz hecho un león.

—A...nada—balbuceó Dolores, recordando con rubor que ella no había sido actriz nunca. Pero el caso es que mi hermana... tiene arreglada... la boda, con un chico de aquí...

—Lo que hay recalcó Gormaz—es que ni CUENTOS DR. MARINEDA V. ni yo somos quién para decidir este asunto... Su hermanita de V. se calla... Pues ella es la que debe hablar: ¿está V? Lo que ella quiera, ¡bruum! al fin se trata de su porvenir.

—Yo supongo que oirá los consejos de su hermana advirtió Dolores.

—¿V. qué dice, Conchita?

Concha bajó los ojos y murmuró en voz sorda: Yo, qué quiere V.... así de pronto... Estas cosus hay que pensarlas... No sé; me ha cogido tan de susto...

—Ahora sí que ha hablado V. como un libro —dijo Gormaz levantandose.—No es pualada de picaro. Piénselo V., hija mia, pienselo V. todo el día de hoy. Esla noche a las ocho, que ya habrán Vds. salido del tallervuelvo a saber la contestación: porque Estrella, que acaba muy luego su compromiso aquí y se marcha a Zaragoza, necesita conocer lo más pronto posible su resolución de V. Conque hasta luego. ¿eh?

Y desapareció entre varios jejemun! y no pocos bruuni!

Solas ya las dos hermanas, Dolores se cruzó de brazos, y con expresivo meneo de cabeza, se plantó delante de Concha, sin promunciar palabra. Bien entendió Concha el senjido de la mínica, pero a su vez guardó silencio, un silencio que irrilé más a Dolores si cabe, pues veía el propósito de reservarse su opinión y quizá de no consultarla con nadie, ¡Miren Vds, la chicuela! Dolores sentia fermentar en su alma una cólera reprimida, inmensa, la cólera de los que ven de repente al niño que han criado, educado, dirigido siempre, manifestar voluntad independiente, intentar formarse a sí propio su destino. Para Dolores. Concha era aún la niña, más bien hija que hermana menor; una hija a quien había consagrado su juventud, su celibato, su trabajo todo. ¡Y ahora la chiquilla quería sublevarse, quería disponer de su persona, echarse perder, ir a correr el mundo en busca de aventuras, con una compañía de cómicos!

¡Vamos, era para desesperarse aquello! Rom—pió a hablar por fin, en voz irrifada: —¿Qué haces ahí callando. como una tonla? No tienes lengua?

Concha, como si no oyese nada, se levanló, tomó de encima de una silla su manio y empezó a prendérselo delante del espejo, preparándose a salir para el taller. Dolores se le alravcsó delante nuevamente.

—No contestas? ¿Tienes gana de broma?

—Pero que quieres, mujer?— exclamó Concha con acenlo cansado, interrumpiendo su ocupación.

—Que digas lo que le vas a responder a ese... cómico—murmuró con afectado desden. —¡Mujer..., caramba contigo! ¿Qué sé yo lo que le contestaré? Tenemos todo el día para pensarlo, gracias a Dios—añadió con tranquilidad.

—¿Y aun estamos en eso? ¿Cabe duda siquiera? ¿Se te ocurre irte de mona sabia por esos teatros?

—No me marces: —murituró Concha con sus bermejos labios muy contraldos.—Tenemos todo el día por delante; déjame en paz hasta la noche.

Las facciones de Dolores se descompusieron: reapareció en ella, bajo la devota some tida por catorce años de piedad, la hija del pueblo, con sus iras indisciplinadas y sus groseros arrebatos. Cogió a Concha por las muñecas, y zarandeándola rudamente, grilo: —¡Miru... no te doy un bofetón no sc por qué, desvergonzada!

Entornó Concha los párpados, apagando así dos chispas que brillaron en ellos; palideció su tez ya lan mate, y sin decir palabra, sacudió un poco las manos y siguió colocán dose el manto. Cuando estuvo pronta, hizo ademán de salir, y Dolores, al verlo, prendióse el manto a su vez y la acompañó.

Silenciosas, con armado silencio, anduvieron el camino, y ya en el taller, las pocas palubras que cruzaron fueron de terca contradicción por parte de Dolores. Aquella manga no podía pegarse así, la costura estaba lorcida; aquella espalda no ajustaba bien, era menester voiverla a preparar... Lo que más la irritaba era el gorjeo de las modistes, que sin dar paz a la aguja charlaban de los sucesos de la vispera y embromaban a Concha con sus triunfes artísticos y la rabieta que pasarían las otras dos, la estanquera y la del almacenista...

Era casi una gloria para el taller haber derrotado, por medio de uno de sus individuos, a las representantes de otra clase social que ecaso las desdeñaba. Concha, atenta a su trabajo, apenas contestaba más que con leves sonrisas, empuñando su tijera, de pie y con el pecho todo clavereado de alfileres, para sacar un patrón. Allá para sus adentros discurría, discurría... En medio de todos los elogios que había oído la vispera, a ella jamás se le pudo ocurrir la idea de ser actriz de verus. Enfre ambas categorias, la de aficionada y la de acIriz de profesión, juzgaba que existia un abisino infranqueable, como si las tablas del teatro público fuesen de otra madera enteramente distinta de las del Casino. Desde la proposición de Gormaz, la vaila ideal se borraba. ¿Y por qué no? Ela podría ser actriz..., es decir, dominar aquel arte, apenas entrevisto, ponerse e comunicación todas las noches con el público, volver a escuchar aquellos embriagadores aplausos, viajar a ciudades grandes, por ella nunca vistas... Un destino ancho, grande, hermoso... Y por qué no quería Dolores?

¿Por miedo de dejarla? ¡Bah!... Se la llevaría consigo... ¿Por temor de que se perdiese?

¡No parece sino que en Marineda no se perdían a cada paso cientos de muchachas, de allí, del mismo taller, sin necesidad de salir a las tablas a representar!

Echaba estas cuentas hincando alfileres y más alfileres en la chillona percalina. El ruido claro y metálico de la tijera la traía a otro orden de ideas. Aquel destino desconocido le infundía, a la verdad, algún pavor. Ilasta el día de hoy, gracias a Dios, aunque pobres, nunca les había faltado el pan: ella había oido decir que los cómicos a veces pasan hambre, que tienen días de apuro terrible, que salen a la escena muy majos, con mucho vestido de seda y corona de reyes, y a lo mejor sin camisa... Sin ir más lejos, en Marineda se contaba que a Estrella le corrían mal los negocios, que le costaba trabajo pagar a su compañía, que en la fonda estaban algo recelosos... Una noche recordaba haber encontrado a las cómicas y cómicos que salían del ensayo: ellas iban hechas unas brujas, envuellas en loquillas de lana, con impermeables viejos, y todos mezclados, hombres y mujeres... ¿Si tendría razón Dolores?...

El taller, a la sazón, funcionaba activamen te: Concha podía absorberse en sus medifaciones. Un pilluelo pasó por la calle tarareando la Barcarola del Orfeón. Entonces Concha se acordó de su novio. ¿Qué diria su novio si ella se hiciese cómica? ¡Bah! ¿Y qué había de decir después de su comportamiento de ayer?

No la había puesto allí en ridículo, delante de todo el mundo, dándola el desaire de marcharse y de no echarle la corona, precisamente el día en que?... Por un momento interrumpió el claveleo de alfileres, conmovida, a pesar suyo, con el recuerdo del jardín. ¡Vaya un agradecimiento ¡Sólo por eso se alegraba ella de que viese aquel majadero que no le necesitaba y que podía arreglarse de otro modo y buscar se otra vida! ¡Que rubiase Ramón! ¡Cuidado con el día que había escogido para darle un disgusto!

Dolores costa con furor, mientras su hermana preparaba. Sus dedos flacos volaban sobre la tela. Pero a eso de las cuatro, levantóse, dobló la labor y se preparó a salir.

Concha, viéndola descolorida, se aproximó, preguntándola si estaba enferma. Dolores la rechazó con sequedad.

—No voy a casa, no... No tengo nada: ¡Jesús, qué cuidado te tomas! Déjame, déjame... voy a donde tengo que ir: yo volveré a buscarte al acabarse la costura... Y si por casualidad no vengo, sal y espérame en casa. No paró Dolores hasta San Efrén. Al entrar en la iglesia, casi desierta a aquellas horas y bastante obscura, experimentó algún alivio y su cólera amainó instantaneamente. Ya le pesaban los arrebatos de la mañana... No hay cosa más calmante que el reposado y aromático ambiente de los templos. El agua bendita que Dolores tomó al entrar la refrescó la frente y la sosegó las hirvientes ideas. Dirigióse a la izquierda. hacia la capilla de la Virgen del Amparo, cuya devola imagen, alumbrada por una lámpara sola, se destacaba misteriosa y galoneada de oro en el sombrío hueco del camarín. En un ángulo al lado del confesonario, se ucurrucaban dos seres vivientes, dos viejas, la una arrodillada, confesándose con voz sibiante: la otra sentada en un banquillo aguardando su turno. Dolores se determinó a tener paciencia, e hincando a su vez la rodilla ante el camarín, ensartó algunas salves y ave marías, para entretener el tiempo, Cuando las dos viejas salieron arrastrando los pies, apresuróse a tomar sitio al pie de la reja. El confesor se inclinó hacia la penitente: sólo se columbraba de él, al través de la apretada celosfa, una punta de nariz afilada y ascética, y el cóncavo de una oreja inteligente, abierta para escuchar y entenderlo todo. Hablaba bajito, pero muy distintamente.

—Te he visto entrar... the ba parecido que veníus de prisa, y he procurado despachar luego a las que estaban...

Dolores tendió el manto para formar una especie de embudo que la protegiese contra toda indiscreción, y empezó el relato de los sucesos, los episodios de la víspera. la proposición de Gormaz, la actitud de su hermana, todo. A medida que hablaba, su corazón se ablandaba como la esponja al humedecerla, y poco a poco las lágrimas, suaves como el flujo del mar, subieron a los ojos y reshataron por las mejillas. La voz del confesor las detuvo.

—No hay que afligirse... ¡Pues apenas te me apuras! Yo no veo ahí sino imprudencias tuyas y chiquilladas de ella. Bien te adverti que esas funciones y esos teatros eran peligrosos... hasta creo que te había aconsejado formulaente cortar de raiz todo eso... La mayor parte de culpa la tienes tú. Ya ves cómo existe el riesgo donde menos se piensa.

—Sí; sí, serior; es my cierto, pero qué quiere V... Los malditos compromisos... ¡Quien había de pensar también que iban a buscar a mi hermana para cómica! Sólo el demonio puede enredar una cosa así.

—Vamos, ¿qué haces ahora con llorar?

Cálmate, hija.

—Es que veo su perdición segura... La chica es bonita, y yo... en fin... es un nial pen.samiento... Dios me perdone. —Di: ¿qué has pensado?

—A mí nadie me quira de la cabeza que aquel maldito vejete del cómico lo que busca en mi hermana es una muchacha guapa, sana e ino cente... Señor, en el teatro se la comía con los ojos... Yo no quiero, no quiero que mi hermana se pierda: para perdida... basto yo.

—Eso que piensas—murmuró el confesor sonándose, como si quisiese dejar expedita la mariz y el entendimiento—podrá ser un juicio temerario: lo cierto es que esa profesión es sumamente arriesgada, y sólo por favor especial de Dios... No, yo no diré que sea imposible vivir honestamente una actriz... Pero al cabo, el que anda con fuego...

—Se quema, sí, señor, se quena; es mi malanza—aseveró Dolores.

Transcurrieron breves minutos de silencio, durante los cuales sólo se oyó la respiración algo agitada de la modista. Por fin el confesor habló.

—Mándamela aquf— dijo. — Yo le haré ver...

—No quiere, señor, no quiere. Dice que la cartilla sólo manda confesarse una vez al año, y que ella se confiesa ires o cuatro y que le basta bien... Que no peca fanto para tener que confesarse a cada hora... Que ni por tanta confesión es uno bueno... ¡Las muchachas de hoy en día tienen poca religión! Y como oyen mil disparafes en los mismos talleres y los leen en los periódicos...

La punta de la nariz que Dolores veía al Través de la reja se contrajo con severidad: pero dilatóse al punto, como si la llenase el aura de una idea bienhechora.

—¿Por qué no le encargas al novio que se lo quile de la cabeza? A el de seguro le hará más caso que a ti.

—Señor, por desgraciu, desde ayer están rehidos. Él se marchó del teatro furioso. porque elia salía escotada en el último acto.

¡Bah!... riñas de enamorados, y así por celillos y niñerias, poco suelen durar. En fin...

¿Tú dices que ese chico es hombre de bien?

—¡lesús! Pongo por él la mano en el fuego.

—¿Quiere a tu hermana inucho?

—Se le cae la baba con ella.

—Y... crees que se casará?

—Sólo aguarda a tener fondos con que poner establecimiento por su cuenta, y estos días le of decir que le habian hablado de un comerciante que los facilitará con no sé qué fianza o qué garantia de una firma... ¡Lo que es cusarse... no desea el otra cosa!

—Y... tu hermana..afecto?..le profesa grande —Señor... yo qué sé... Estas chiquillas no conocen su bien... Quererle, sí; pero... no es allá una cosa extraordinaria. Ellos... se hablan así... con alguna libertad... eh?

—Quiá! En esa parte tengo la conciencia muy tranquila, señor... No me he desviado de ella un minuto nunca... Cuando él nos aconi paña a la vuella del taller, yo me coloco en medio, y ellos van como dos viejos, formali tos... No se han hablado bajo fres palabras.

—Mujer... bien hecho, bien hecho! Pero hasta en lo bien hecho cabe un poco de exageración... Se me figura que tú has exagerado algo, eh?... Todo tiene sus límites...

—Como V. me encargó tanto que la guar dase...

La nariz se agúzó, y su fina punta pareció recalcar una suave ironía.

—Guárdala, sí, muy bien: sólo que ya tanto ror... Para que el corazón se apegue, hay que consentir cienia honrada y lícita franqueza... Si ella estuviese más encariñada con su novio, ahora no la tentaría Satanás por el lado de las tablas.

Dolores miraba atónita aquella nariz severa por costumbre, y la desconocía viéndola tan tolerante, tun benignamente entreabierta. Sin embargo, no dudó: no había recibido alií jamás consejo alguno que no le probase bien seguir.

—Mi parecer es éste, hiju... No confraríes de frente a la muchacha... Si puedes, gana tiempo... Y que el novio procure disuadirla... hablándola... a... solas... es decir... con cieria libertad, ¿eh? Y no te apures... animo.

Dolores se alzó como suele alzarse quien se postra al pie de un confesonario, confiada y serena. Aunque extrañaba algo el consejo.fuerza es decirlo—, su espíritu, acostumbrado a ser allí dócil como el de un niño. reposaba en la opinión ajena. Tomó en derechura el amino del taller, porque ya anochecía y el farotero, dejando un rastro de luz. corría por las calles, enlodadas con la lluvia menuda.

Acercóse a la puerta, y tropezó en ella con un bulto que interceptaba el paso en las tinieblas del portal. Retrocedió asustada: mas la voz la tranquilizó.

—Soy yo, no hay miedo—dijo con aicgre entonación el que era.

—¡Callal Ramón! ¿Está V. aguardando por Concha?

Justamente... y por V. también... Porque lengo una noticia, una gran nolicia que darles.

—¡Alabado sea Dios! ¿Con que ya se le pasó a V. la ventolera de ayer? ¡Qué hombres! ¡Parecen locos, así Dios me salve!

Ramón bajaba la cabeza confuso, según pudo ver Dolores a la luz del farol que encendían enfrente.

—Y qué quiere V.... No, yo conozco que fiene V. razón; hice bastante mal, y estuve un poco acalorado y un poco imprudente. No tiene uno en su mano ciertos prontos, y usted bien conoce que cuando se harta uno de oir alrededor disparates, parece que le dan ganas de romperse. si pudiese, la cabeza conira la pared.

—Vaya, vaya, pues esas furias hay que moderarlas... Concha se disgustó bastante. Y luego la gente maligna, las envidiosas que están rabiando por coger tanto así donde ciavar el diente...

—Pues gracias a Dios —exclamó radiante de Jubilo el mozo ya no habrá por qué aordermos y se acabarán todos esos disgustos. Aqui donde V. me ve, ya tengo los cuarios para el establecimiento, y nos podemos casar, si Concha quiere, en Carnavales, y si no en Pascua...

Por mi, cuanto más pronto....

Dolores, entre contenta y recelosa, le miraba fijamente. Un trabajo de reflexión muy activo se verificaba en su cerebro, estrecho y femenino, pero tenaz y aferrado a las pocas ideas que, o nacidas allí, o sugeridas, se aposentaban en él. Las palabras del confesor no se borraban de su memoria. Ganar tiempo..no contrariar de frente a la muchacha... que el novio procure disuadirla... Si ahora ella daba la fatal noticia al enamorado Ramón; si cuando venía a hablar de proyectos matrimoniales le participaba que se había perdido toda esperanza y que su novia se disponía a levantar el vuelo hacia regiones may distintas de aquellas en que el humilde ebanista moraha, era fácil que éste, de desesperado o de indignado, armase a Concha un escándalo tal, que el carácler vivo y entero de la niia se manifestase con nueva energía, afirmándose en su resolución.

Dolores temía a la poca habilidad del novio.

Además, era difícil decirle aquello al pobre hombre, cuando se mostraba tan contento con eus fondos y su próxima boda.

—Que se lo diga ella como pueda—pensó.Quizá por no decirselo...

Y con determinación repentina, poniendo familiarmente la mano en el hombro del ebunista, exclamó: —Bueno, pues me viene de perillas encontrarle. porque tenía justamente que hacer unas compras bastante lejos, y como Concha no vendría de buena gana, voy yo sola, y V. la lieva a casa. ¿eh?

Abrió el novio la boca, asombrado de taula agnanimidad en la rigida cuñada que, cosida a las enaguas de Concha, había sido hasta entonces un perro de prest; y Dolores, que advirtió su asombro, se dió prisa a añadir en son de broma: —Ya que trae tan buenas noticias, déselus V. mismo; no le quiero quitar ese gusto. Hagame el favor de llevarla... y espérenme los dos en casa, un momentito. Aquí la sorpresa de Ramón se convirtió en pasmo. Dolores encargaba que le esperasen los dos en casa! ¡Le permitía subir al cuarto de Concha, ella que jamás le consentía pasar del primer framo de la escalera! Como el permiso era grato y cuadraba de todo en todo con los deseos de Ramón, guardóse bien de protestar, y murmuro haciéndose el resignado: —Corriente, Dolores se remangó el traje, apreró el manto y salió del portal. Al poner el pie en la callesintió un escrúpulo de devota, y medio volviendo la cabeza, dijo ai novio: —¡Que haya juicio! Vuelvo en seguida.

Echo a correr, lo mismo que si alguien la apremiase. Tomó por una calle retirada, la es trecha dc San Efrén, y para entretener el tiempo y divertir la impaciencia, metióse en una tienda de zarazas y pañolería, e hizo que la enseñasen todas las variedades de madapolán.

Hagostera y grano de oro, distintas encarnaciones de un solo algodón verdadero. Froió las lelas a ver si tenían poca o mucha cal; revolvió lambién las percalinas para forros, y escogió entre varias docenas de carretes de hilo, todos del mismo número, uno que era idéntico a los restantes. Molió a la lendera pidiéndole agujas de las más finas, y refracándose después, eligió unas medianas. Se quejó del lodo y del agua, y acarició a un chi quillo sucio y mocoso que criaba la tendera.

En todas estas ocupaciones no pudo invertir más de un cuario de hora a lo sumo, y le parecía poco tiempo. ¿Para qué? Ni ella misma lo sabía. Otras veces se le figuraba, al conirario, que había transcurrido mucho. ¿Mucho?

Y por qué? No se lo explicaba rampoco. Sin embargo, esta última idea prevaleció, y envolviendo en un papel sus compras. tomo hacia su casa. Para llegar a ella tenia que cruzar por delante de la iglesia de San Efrén: allá en lo alto del pórtico, vió vagamente la figura de piedra del Sanio: recordó los consejos del confesor, y, tranquilizada, unduvo más despacio, y aun se paró en otro tenducho a comprar cera para la plancha y no sé qué más fruslerías. Cuando llegó a su lóbrego portal habria pasado cosa de una hora.

Al empezar a apechugar con la escaleraque ya por costumbre recorria a obscuras, oyó, un framo mes arriba, el restallido de un fosforo, y le pareció que delante de ella subían dus personas. Aceleró el paso a fin de apro vechar la luz, y un jejemm! muy caracterizado ie reveló inmediatamente la presencia de Gormaz, que solícito y quemándose los dedos, alumbraba aquellas tenebrosidades para que los setenta y pico de anos del insigne Estrellase estrellasen contra un escalón.

En seguida conoció Gornaz a Dolores, mas no había olvidado el episodio de la mañana. Dirigióse a la modista con dignidad, y procurando sostener la cerilla quieta un momento, le preguntó si estaba su hermana, como dándole a entender que sólo a Concha correspondía honor de aquella visita. Fiel a su sistema de diplomacia, Dolores contestó que ya debía Concha estar de vuelta, porque era muy hora de que hubiese regresado dei taller; y añadió unas cuantas frases de sentimiento por lo obscuro de la escalera, la molesla que se tomahan, y lo cansado que era subir tanto. Añadió por vía de consuelo: Ya sólo faltan dos pisos.

Subiéronlos como pudieron, a puñados, a fuerza de cerillas y de [cjemm! cada vez más fatigosos por parte de Gormaz: Estrella no revelaba el peso de la vejez sino en la resomancia del pie, fardo en volver a alzarse después de que se sentaba en un peldaño. A la puerta de las modistas, Dolores dijo a Gormaz, que buscaba la campanilla a fienas: —No hay necesidad... Aun está puesto cl llavin.

En efecto, la llave, olvidada en la cerradura, probaba una distracción notoria en la persona que había entrado primero. Bastó con hacer girar el picaporte para que pudieran enIrar los visitantes, y encontrarse al punto en el único salón de aquel palacio modistil. El quinqué, bien despabilado, ardia con clara luz sobre la mesilla de la máquina: la habitación arregladita, con sus dos camas limpias, revelaba cierto bienestar humilde; y en el sofá, libre a la sazón de todo estorbo de frajes, una pareja se hablaba muy de cerca, casi al oído, en esa estrecha proximidad que origina un solo estado del alma; actitud elocuenre, que con ninguna otra se confunde. Separáronse y levantáronse de pronto al ver entrar gerle, ella confusa, encendida y casi sin habla, él serio y sorprendido. No era Gormaz hombre de pararse en tales frusierias, ni menos Estrella; y ambos, en su agitada vida de comediantes, habían visto hartas cosas, para que les asustase un coloquio amoroso; así es que Gormaz, haciendo caso omiso de Ramón, se adelanto hacia la chica, y sin preámbulos.

—Conchita—dijo—aquí está el señor EsIrella en persona, y viene a saber la respuesta de lo que hablamos esta mañana.

No sabía Concha qué cara poner, y se desvivía ofreciendo a los dos actores sitio en ci sofá, y balbuciendo mil disculpas por recibirles de aquel modo, como si ella pudiese recibiries de otro. Gormaz cortó el hilo de sus cumplimientos, repitiendo: —No se moleste V.. hija... Estamos perfecfanente... Sólo queremos saber la contestacien: nada más. —Eso es añadió Estrella con su campe chana corfesiu...—Hable V., hija, porque sentiríamos mucho molestarta.

Concha lanzó a Dolores una mirada oblicua, implorando socorro; pero Dolores, firme en la senda emprendida, no pestañeó.

—Qué sé yo...—murmuró la niña.—Lo que quiera mi hermana.

Ramón. de pie. presenciaba la escena sin comprenderla.

—Tome V. asiento, joven—indicó Gormaz.

—Mil gracias, estoy bien.

Dolores, haciéndose la desentendida, contestó apaciblemente: —No, hija, quien debe decidir eres tú... Yo no tengo vela en este entierro. Al fin se trata de una cosa para roda la vida... Me lavo las manos.

—Su hermanita de V. piensa muy acer—adamente afirmó Gormaz...—Conque usted, Conchita, V. ha de resolver... Sea usted franca.

Concha miró al suelo, reiorció la mano izquierda con la derecha, exhaló un teve suspiro, y al fin declaró: —Pues yo... a la verdad... confieso que..que no me gusia, vamos, que no pienso... tra bajar... para el teatro. No señor; he reflexionado, y no me resuelvo a eso.

Estrella y Gormaz se levantaron a un tiem pu, algo mohinos. Los dos comprendían que era ocioso y desairado insistir. Pidieron mil disculpas, como gente corrés que eran, y no lardaron en bajar la escalera que tan trabajosamente habían subido, alumbrándoles esta vez, con un encendido cabo de vela. Dolores, que no les soltó hasta verles en el portal.

Cuando ambos actores salieron a la calle, la hermana mayor que acababa de murmurar i vayan Vds. con Dios muy meliluo, alzó le mano y les hizo enérgicamente la cruz, diciendo entre dientes: —Y que nunca más parezcáis por aquí, amen.

Gornaz y Estrella caminaron silenciosos breves instantes: de pronto, volviéndose, se encararon el uno con el otro, seguros de expreser un misme pensamiento. Gormaz meneó la cabeza: —Con el novio hemos tropezado, Juanillo.

No hay peor fropiezo—afirmó Estrella sacando la petaca...—¡Y qué lástima de chica!

¡Decir que tiene la voz de Concepción Rodríguez; ¡Volo a sanes! ¡No se vería deniro de un año oira dama joven como ella! Juraría que se le pasaban ganas de venirse... Ahí se queda para siempre, sepultada, obscurecida...

—¡Bah! murmuró Gormaz. Y quién sabe si la acierta. hijo! A veces en la obscuridad se vive más sosegado... Acaso ese novio, que parece un buen muchacho, le dará una felicidad que la gloria no le daría.

—¿Ese?—exclamó Estrella cortando con los dientes la punta del puro.—Lo que le dará ese bárbaro será un chiquillo por año... y si se descuida, un pie de paliza.