La dictadura republicana

Deseando que la opinión se manifieste en pro ó en contra de la conveniencia de propagar la idea de la República dictatorial, y en vista de que la prensa, ni la republicana ni la monárquica, se ha ocupado del asunto, recopilo en este folleto unos cuantos artículos de los que he publicado desde el 30 de Septiembre acá, para ver si por este medio consigo que se entere mayor número de personas que las que leen El Motín.
Sé de antemano que muchos de mis correligionarios rechazarán á priori la idea sin tomarse la molestia de examinarla; pero como yo sólo busco la opinión de los que no piensan en ellos mismos al trabajar por la venida de la República, continuaré defendiendo la dictadura, convencido de que sólo en ella y por ella podremos impulsar este país hacia soluciones honradas, justas y progresivas.
Sencillísimo:
Inspirar confianza á los elementos que pueden ayudarnos á traer la República, y ponernos de acuerdo.
Al día siguiente del triunfo nombrar dictador si él ya no se hubiera proclamado, al hombre que lo alcanzase, ó á quien él designara.
Publicar en la misma Gaceta en que se anunciara el nombramiento, ocho ó diez decretos de esos que transforman económicamente la faz de un país.
Y por la tarde, si alguien había hecho méritos suficientes para ser fusilado, que no se aguardase á la madrugada próxima para premiarle sus méritos.
Y con proseguir todas las mañanas, durante ocho ó diez días, publicando decretos inspirados en la justicia y prescindiendo de la ley cuando ambas no marcharan al unísono, y con repetir la operación de la primera tarde cuando fuera necesario (lo sería pocas veces), República establecida y nación salvada.
Y al año, á los dos años, á los tres, cuando ya todo estuviera hecho dictatorialmente, lo mismo las reformas económicas, que las políticas, que las sociales, que las judiciales, que las militares, que las eclesiásticas, y no hubiera el menor asomo de que pudiera perturbarse el orden, entonces sería llegado el momento de pensar en la conveniencia de reunir unas Cortes para que sancionasen la labor hecha.
Claro es que sería mejor, infinitamente mejor, que la República viniera y se consolidase al son del crótalo y del tamboril; que al día siguiente de proclamada, unidos en lazo fraternal todos los ciudadanos, nombráramos por unanimidad un gobierno de hombres de saber y virtud, justos y desapasionados, cuya autoridad fuese por todos acatada, y que convocasen inmediatamente unas Cortes, á donde vinieran hombres serenos, inteligentes, incorruptibles, votados por el pueblo en medio del mayor orden, para que ayudaran al gobierno en su obra de reconstrucción nacional; y que carlistas y liberales, federales y unitarios, el clero y el ejército, la alta banca y el comercio, la industria y la agricultura, la ciencia y el arte, los patronos y los obreros, el anarquismo y el socialismo, todas, absolutamente todas las clases, y todos, absolutamente todos los individuos, entusiasmados y esperanzados, ayudaran noble y desinteresadamente al afianzamiento y la prosperidad de la República.
La ley respetada, la justicia imperando, el orden inconmovible, los perjudicados con el cambio de régimen agradecidos, ningún interés en pugna con otro... ¡qué hermoso, qué sublime sería todo eso!
Ningún republicano disputando por un cargo... Ningún monárquico poniendo obstáculos de ninguna clase á la República... Ningún carlista soñando con su rey... Ningún patrono explotando al obrero... Ningún obrero anhelando comerse la más insignificante partícula de hígado del patrono... Ningún cura predicando nuestro exterminio... Ningún fraile conspirando contra nosotros... El capital ofreciéndosenos espontáneamente... El trabajo suplicando al capital vivir unido á él como los hermanos siameses... ¡qué idílico! ¡qué paradisíaco!
Y si el cielo, regocijado al ver que la Soberbia se había tornado humilde, y la Avaricia generosa, y el Odio amoroso, la Envidia caritativa, la Pereza diligente, y que el interés particular habíase armonizado con el general; si el cielo, repito, regocijado al ver todo eso, acordara también tomar parte en nuestra alegría y quisiera acrecentarla derramando sobre nosotros sus bendiciones, traducidas ora en lluvia oportuna, ora en sol benéfico, ya evitando inundaciones, ya aprisionando aires destructores, ¡qué anticipación más hermosa de las celestiales y eternas venturas!
Garantizadme ¡oh, queridos correligionarios que veláis por la pureza de la respetable, cuanto fornicada señora doña Democracia!, que todo ocurrirá así, y yo renunciaré inmediatamente á mi programa dictatorial.
Pero, permitidme, de no hacerlo, que siga considerándolo como el único capaz de salvar á un país tan desquiciado y tan abatido como el nuestro.
Héme aquí con una idea que, á la altura que hemos llegado, considero la única viable para traer y consolidar la República.
Si mis correligionarios me dejaran solo, no por esto creería haberme equivocado; lamentaría que no me apoyasen, y seguiría luchando, convencido de que si la República no viene de este modo, no vendrá. Y si por una conjunción de milagros estupendos viniera, sería pronto sustituída por el absolutismo que impondría la reacción clerical.
Pese á los optimismos de algunos, nos encontramos ante este dilema: O se establece una República dictatorial para salvar la libertad, ó se da un golpe de Estado para entronizar la reacción. Y suponiendo que realmente fuese un mal la dictadura republicana, siempre sería un mal menor que el absolutismo monárquico.
Iré poco á poco explanando este tema. Mientras tanto, y para que no se suponga que esta idea de la dictadura sólo ha brotado en mi cerebro, allá va lo que el señor Pi y Margall dijo años después de la República, al hacer consideraciones sobre las causas que la determinaron:
«Los que la regían eran además débiles hasta el punto de temer las manifestaciones del pueblo, y harto respetuosos de las leyes para tiempos en que se hacía necesaria una pasajera DICTADURA.»
Desde que el Sr. Pi y Margall escribió eso, los males de España han aumentado en proporción enorme. Y esto explica el que, si él consideró que hubiera salvado la República una dictadura pasajera en 1873, yo predique una larga en 1905.
Los remedios que al comienzo de las enfermedades pudieran salvar al enfermo, suelen ser ineficaces cuando se agrava.
Por lo tanto, la dictadura tendría que ser ahora más enérgica y de más duración que entonces.
Algunos de mis queridos correligionarios se asustan de la palabra dictadura, olvidándose de que en plena dictadura hemos vivido. Cada cual dentro de su fracción ha sufrido la dictadura de su jefe respectivo; sólo que, por el bien parecer, cada uno se ponía la hoja de parra de un directorio, una junta nacional, ó cualquiera otro organismo. Por lo demás, su voluntad y sólo su voluntad era la que predominaba. Y la prueba es que todo el que disentía en algo de lo que pensaba él, era tratado como rebelde.
¿Y para qué aquella dictadura? Para nada revolucionario, ni siquiera grande, ni provechoso siquiera: para mantener el antagonismo entre las masas y tener cada jefe su corte y su partido. Mientras la que yo defiendo es una que impusiera por la fuerza la República.
¿Que esa República no sería la que cada uno de nosotros había soñado? No; pero sería la República. El que la quisiera tomar como punto de llegada, que se parase; y el que la considerase como punto de partida, que avanzara.
Sí; hay palabras que asustan, como hay otras que inspiran confianza: á las primeras pertenece la de dictadura; á las segundas la de democracia.
¡La democracia! Todos los cánticos de alabanza que se le entonen, serán pocos para los que se merece. ¡El gobierno del pueblo por el pueblo! ¿Hay nada más grande ni más justo?
Lo malo es que no hemos dado todavía con el procedimiento para que encarne en la realidad; en España al menos. ¿Pruebas? Basta oir lo que se dice y leer lo que se escribe á propósito de las últimas elecciones hechas por sufragio universal, ciclópeo cimiento de la democracia.
¿Que el Gobierno ha apelado á malas artes para ganarlas? Conformes. Mas esto demuestra una de estas dos cosas: ó que no estamos preparados para la vida democrática, ó que somos un pueblo cobarde é indigno. Y como no íbamos á variar de la noche á la mañana por el hecho de cambiar de régimen, de aquí la necesidad por algún tiempo de una dictadura que nos preparara para hacer luego vida democrática.
«Por la dictadura á la democracia, ya que no sabemos ni podemos ir por otra parte.»
He aquí mi lema.
No podemos negar que la tenemos en las leyes. Pero entre las leyes y su aplicación media un abismo.
Y no es que lo digamos nosotros, los republicanos; lo dicen los monárquicos. Y lo que es más grave; los propios ministros de la Corona.
Hace pocos días pidió en Zaragoza el Sr. Paraíso al ministro de Agricultura, que exigiera á la Compañía del Norte el cumplimiento de la ley que la obliga á construir el ferrocarril del Canfranc. Y contestóle el conde de Romanones, «que esto de hacer cumplir la ley, aunque parece fácil, es muy difícil; porque en España, hasta á los ministros les es muchas veces imposible conseguirlo.»
¿Puede presentarse prueba mayor de que vivimos en plena oligarquía, y que, si trajéramos la República, sería indispensable salvarla por la dictadura?
¿Qué otra solución cabe en un país donde hasta los ministros de una monarquía que cuenta con todas las fuerzas coercitivas, confiesan ya que son impotentes para hacer cumplir las leyes?
¿Cómo no estará esto? ¿A qué extremo no habremos llegado? ¿Qué trabazón de intereses bastardos no habrá aquí, cuando se hacen esas confesiones?
¿Y cómo extrañar que, ante el firme convencimiento de que es verdad que todo está ya desquiciado aquí, subvertido, corrompido, gangrenado, haya quien pida que, de implantarse la República, se ponga en manos del cirujano de hierro, que dijo Costa, para que lave, desinfeccione corte, ligue, arranque, extirpe y queme?
En ninguna de las batallas que viene sosteniendo la democracia desde el año 1854, especialmente desde 1868, ha sido completamente vencida, pero sí ha quedado desorganizada.
¿Qué se hace con todo ejército que se encuentra en esas condiciones? Reorganizarlo, para reñir nuevas batallas hasta alcanzar el triunfo definitivo.
¿Puede organizarse bien en España la democracia dentro del ambiente donde se desorganizó y en manos de los hombres que la desorganizaron? No.
Luego forzosamente hay que ponerla en otras que, sin abandonar ninguno de los principios que constituyen su esencia, los depure y los aplique por otros procedimientos que aquellos cuyos resultados fueron negativos.
Para salvarla, depurarla y purificarla á fin de hacerla entrar en las costumbres, no hay otro remedio que aplicarla desde arriba.
¿Quién tiene poder para ello? Sólo una dictadura nacida de la conjunción del pueblo y del ejército, á cuyo frente se pusiera un militar para garantir la eficacia de la acción.
Trabajemos, pues, todos los demócratas que no formamos parte de las oligarquías imperantes, por llevar al ejército y al pueblo al convencimiento de que deben establecerla.
Y de lo demás ya se encargarán ellos.
Ninguno de nosotros, los que pensamos, creemos que la República puede venir por el camino que seguimos; y á muchos nos asaltan ya temores de que, si cayera en ciertas manos, sirviera su venida para fines contrarios á los anhelados.
Elevémonos todos un poco sobre las miserias políticas; pensemos en que urge sacar á España de su postración, fortalecerla y dignificarla; y en que la dictadura franca, fuerte y liberal, es lo único que aquí no se ha ensayado. Todo lo demás lo ha habido y todo ha fracasado.
Hagamos historia.
Desde 1.º de Enero de 1868 acá, ha tenido España estas formas de gobierno:
Monarquía reaccionaria. Gobierno provisional revolucionario. Regencia. Monarquía democrática. República dirigida por republicanos. República dirigida por monárquicos. Monarquía restaurada. Y dentro de ésta, gobiernos llamados conservadores, liberales, democráticos y clericales.
Y lo mismo con un régimen que con otro, con este gobierno que con aquél, con estos hombres que con aquéllos, España ha vivido en plena oligarquía.
Y pueblo que vive en la oligarquía, no puede esperar la redención sino de un hombre que acabe con ella, ya dentro de la ley, ya fuera de la ley, contra la ley ó sobre la ley.
Que éste pudiera fracasar también, ¿quién se atreverá á negarlo? Pero si tal ocurriera, nos encontraríamos en igual situación que ahora; necesitados de apelar á la fuerza para derrocar la dictadura. Con una ventaja: la de que es más fácil acabar con una dictadura que con una monarquía; la primera no tendría tradición ni intereses creados; la segunda la tiene y los tiene. Y antiguos; y muchos; y grandes.
Y esto no podemos negarlo los que, deseando derribarla, no lo hemos logrado.
«¡Pobre pueblo, sometido á una dictadura!»
Se engañarían los que tal dijeran.
La dictadura que yo propago, favorecería principalmente á los de abajo. ¿Por qué? Por ser los de arriba quienes lo monopolizan todo y lo falsean; quienes dejan de pagar lo que adeudan al Estado; quienes utilizan su influencia para torcer las leyes; quienes protegen y amparan á los criminales que les sirven con el nombre de caciques; quienes ocultan la propiedad; quienes, por último, han hecho y hacen cuanto ha contribuído y contribuye á la ruina y postración de España.
A los de abajo, como no tienen nada ya que perder, nada podría quitarles el dictador, aunque quisiera; esto aparte de que todo dictador tiene forzosamente que apoyarse en las clases populares para reventar á los que se comen á la nación, como los reyes se apoyaron en ellas para acabar con los señores feudales.
Los oligarcas, los que explotan al pueblo y roban al Estado, estos son los que tendrían que temer de la dictadura, que no puede confundirse en ningún caso con el despotismo. Su mismo significado se opone á ello:
Dictador. Magistrado supremo entre los antiguos romanos, que elegían ó nombraban los cónsules en los tiempos peligrosos de la República para que mandara como soberano.
Quedemos, pues, en que la dictadura seria, en primer término, por el pueblo y para el pueblo.
¿Que si no pienso en que, predicando la necesidad de la dictadura, la lógica nos impondría forzosamente aceptarla si la monarquía la implantase? No; no lo pienso. Por esto:
La monarquía no puede imponer la dictadura. Un golpe de Estado nos llevaría al poder personal, al absolutismo. Y con carácter permanente.
La dictadura, esto es, la concentración de poderes en una sola mano, tiene que ser forzosamente pasajera. Impuesta para un fin concreto, desaparecería su necesidad llenado ese fin.
Y la republicana, una vez sepultadas las oligarquías, restablecido el derecho, pulverizada la inmoralidad y robustecido el espíritu de justicia, habría cumplido su misión.
Y entonces sería llegado el momento de que la democracia entrase francamente en escena para legalizar y consolidar su obra.
Hay otra razón para que en la monarquía no quepa la dictadura. Régimen de privilegio, no podría proceder contra los privilegiados, á quienes tienen que dirigirse principalmente los tiros de la dictadura.
Son casos enteramente distintos.
Me anticipo á deshacer esta objeción:
«Ningún demócrata puede aceptar la dictadura, ni aun para hacer triunfar sus ideales.»
¿Cómo que no? Para salvar un pueblo debe prescindirse de los principios, como para la guerra de lo humano, como para curar á un enfermo del alimento; sin que por esto dejen de ser necesarios para la vida del individuo el alimento, para la de la nación lo humano, y para toda agrupación política los principios.
Mas voy á suponer que tienen razón los que tal dicen, y á repetir con ellos: «No; ningún demócrata puede aceptar la dictadura.»
Pero en este caso debemos reconocer que somos unos miserables, sin coraje y sin dignidad, puesto que desde el año 1875 acá venimos soportando mansamente, no una, muchas dictaduras.
La de los gobiernos, que nos han cercenado y nos cercenan á su capricho los derechos consignados en la Constitución.
La de las grandes empresas, que se nos imponen y explotan: Banco, Tabacalera, Trasatlántica, Cerillera, Ferrocarriles, Explosivos, Consumos, etcétera, etcétera.
La del clericalismo, que ha convertido á España en un inmenso convento acaparador, y hecho que perdamos las Filipinas.
La del caciquismo, que nos atropella, nos despoja y nos deshonra.
La de los monopolizadores de todas clases, que han traído la ruina á las poblaciones y la miseria á los individuos.
¿Qué dictador, por tiránico que fuese, podría haber causado más desolaciones y más catástrofes?
Supongamos triunfante la República, y que los eminentes consagrados se ponían al frente de ella dispuestos á hacer cumplir las leyes vigentes, hasta que el pueblo, representado en Cortes, las echara abajo ó las reformase; que tal es su programa.
Supongamos que, abogados antes que gobernantes, y gobernantes primero que revolucionarios, salían por el registro «de los derechos adquiridos, los intereses creados, la ley escrita, la santidad de la cosa juzgada, el respeto á los derechos individuales, anteriores y superiores á toda ley, imprescriptibles é inalienables, y otra porción de timos entre democráticos, conservadores, docentes y forenses, con adornos de constitución inglesa y golpes de krausismo, y dígaseme si á los ocho días de implantada la República quedaba en España una cabeza sana, ni por dentro ni por fuera.
Supongamos que el pueblo se indignaba, se declaraba en abierta rebeldía y pasaba á mayores, haciendo así necesaria la intervención de la fuerza pública, y que, lanzados ya todos en tan funesto camino, se apelaba entonces á la dictadura para salvar el orden, quedando de hecho divorciados el pueblo y el ejército...
Y no supongamos más, porque aquel día quedaría la República herida de muerte, y quién sabe si en peligro la existencia misma de la patria.
Por esto yo, convencido de que irremisiblemente, tarde ó temprano, habría que ir á parar á la dictadura, quiero ver si consigo hacerles comprender á mis correligionarios que se necesitaría proclamarla desde luego, porque sólo así nos salvaría. Impuesta después por exigencias del orden público, no por realizar obra de justicia, la dictadura aceleraría la muerte de la República.
Aun convocándolas el primer día y abreviando los plazos de costumbre, tardarían en reunirse un mes; el tiempo necesario para que la República se salvase ó se perdiera.
Revolución que se para, revolución muerta; y en aquel mes de inacción (porque si no era de inacción tenía que ser de dictadura), amenizado con algún motín local que otro, si no se lo llevaba todo la trampa, les sobraría tiempo á los enemigos para aprestarse á la lucha.
La guerra civil estallaría, y, una de dos: ó la combatíamos democráticamente, es decir, ineficazmente, ó proclamábamos el estado de sitio en toda la Península. Y hénos aquí ya en dictadura completa.
¿No sería, por lo tanto, más razonable, más práctico y hasta más humanitario proclamarla desde el primer instante, para prevenir el levantamiento, ahorrar vidas y evitar gastos?
Viera el clericalismo que veníamos á pegar de veras, y ya se miraría un poquito antes de lanzarse. Seguramente no se lanzaría.
Por el contrario, advirtiera dudas, vacilaciones, empachos de legalidad de aquellos de que no quería morir O'Donnell, y á los quince días no se podría vivir en España.
Nada; que no habría más remedio, antes ó después, que ir á parar á la dictadura.
Hay en España una cuestión que, una vez resuelta, variaría por completo su faz: la del catastro.
Se han ensayado varios procedimientos para resolverla, y no han producido los efectos deseados. ¿Por qué? Porque gobiernan, ó influyen en las Cortes muchos de los ocultadores de las fincas.
Con la monarquía ya hemos visto que es imposible resolver esta cuestión vitalísima. Con la República parlamentaria también lo sería. Unicamente la República dictatorial podría resolverla.
¿Cómo? De modo sencillísimo. Publicando un decreto así, detalle más, detalle menos:
«Artículo 1.º Todo español hará dentro del plazo de sesenta días, á contar desde la publicación de este decreto, declaración exacta y fiel de cuanto posea y esté sujeto á tributación en cualquier forma. Á la relación acompañará nota de las fincas ó industrias que no tributan, y la fecha desde que las disfruta el actual poseedor. Se entenderá, para todos los efectos, que cada declarante sólo tiene aquello que declara. Si resultare luego con algo más, eso quedará á beneficio del Estado.
Art. 2.º Por las fincas é industrias no declaradas, y por las que hayan tributado menos de lo debido, satisfarán sus propietarios las cuotas correspondientes á los años de ocultación desde que las poseen, con el cinco por ciento de demora, imponiéndoseles además una multa.
Art. 3.º Lo que importen las cuotas y las multas, se destinará proporcionalmente á recoger deuda exterior, crear una marina respetable, poner al ejército en verdaderas condiciones de lucha, fomentar la enseñanza y construir canales y pantanos.
Art. 4.º Todo ciudadano español que, pasado el plazo que se fija, denunciare la ocultación de una finca, tendrá derecho á que se inscriba á su nombre en el registro de la propiedad, una vez comprobada por modo rápido la certeza de la denuncia.
Art. 5.º La medida anterior debe tomarse también, en la forma que más convenga, pero aplicada con igual criterio de justicia, contra todos los que detentan bienes del Estado ó no le pagan lo que le deben.»
Un decreto así, sólo podría firmarlo un dictador que contase con el pueblo y el ejército, las dos entidades que saldrían principalmente beneficiadas con él; como saldrían perjudicados los ocultadores, los detentadores y los ladrones de todas clases y categorías.
Estando España infectada de inmoralidad, la dictadura republicana sería el único desinfectante eficaz.
«Artículo 1.º Quedan disueltas desde esta fecha todas las comunidades religiosas en España.
Art. 2.º En el improrrogable plazo de veinticuatro horas después de llegar á cada población este decreto, serán desalojados los conventos, sin permitirle á cada fraile sacar más que el libro de rezo.
Art. 3.º Los municipios se incautarán, bajo inventario, de cuanto exista en los conventos.
Art. 4.º De todas las fincas é industrias que, sabiéndose á ciencia cierta que son de los frailes, aparezcan á nombre de otro, se incautarán también los municipios, enviando relación doble, exacta y detallada al gobernador civil de la provincia, quien mandará una de ellas al ministerio de la Gobernación.»
«Artículo 1.º Todo individuo que desee adquirir una finca, tendrá derecho á pedir al Estado que la expropie y se la adjudique, siempre que ofrezca por ella una tercera parte siquiera más del valor que su dueño le hubiera señalado para los efectos de la tributación.
Art. 2.º Para que se le reconozca el derecho indicado, deberá depositar previamente la cantidad en que aprecie la finca que desee adquirir.
Art. 3.º Si el poseedor se aviniere á tributar con arreglo al aumento de precio señalado á la finca por el que aspirase á comprarla, no podrá el Estado proceder á la expropiación.»
«Artículo 1.º Todo propietario que no cultive las tierras laborables que posea, pagará doble contribución por ellas que por las que cultive.
Art. 2.º Al tercer año de no cultivarlas, tendrán derecho á hacerlo los habitantes del término en que radiquen, sin más que solicitar permiso de los alcaldes respectivos, que harán la distribución de parcelas, y sin tener que retribuir con un céntimo al propietario. Este derecho cesará el año que, después de la recolección de la cosecha sembrada, les avise el propietario de que va á cultivarlas él.
Art. 3.º La contribución deberá pagarla siempre el que cultive las tierras.»
Tampoco estos decretos podría darlos sino una República dictatorial.
«Que nosotros solos podemos traer la República», se me dice. ¿Sí? Pues miel sobre hojuelas.
Una República traída por y para el pueblo, hondamente radical, pudiendo hacer tabla rasa de todo porque á sí propia se bastara y á nadie más que á ella necesitase...
Una República fuerte para infundir respeto dentro y fuera de España, y ofrecer garantías para todo, hasta para el pago de la Deuda exterior...
Una República que surgiera como Minerva armada de todas armas, las de la razón, las de la justicia, las del derecho...
Una República así, sería el sueño de mi vida realizado.
Traedla, traedla pronto, correligionarios...
Mas, creedme: no estorbaría que añadieseis á aquellas armas tan poderosas y tan eficaces, unas cuantas, las más posibles, de las que se fabrican en Trubia, Eibar y Toledo.
Por si acaso aquéllas no surtieran todos los efectos deseados.
Hay republicanos que no están conformes con la dictadura, por creer posible hacer aquí lo que se está haciendo en Rusia, sin pensar en las diferencias que existen entre pueblo y pueblo.
Aquí tenemos en la ley (aunque no en la práctica) garantidos todos los derechos. Allí no.
Allí resurge un pueblo á nueva vida. Aquí vamos al fortalecimiento de lo que hace años existe.
Aquí puede decirse que sólo tenemos dos problemas: el económico y el religioso. Allí tienen el económico, el religioso y el político.
Allí el ejército ha mantenido siempre la reacción. Aquí al ejército debemos la libertad.
Aquí no hay tradiciones seculares que echar abajo. Allí sí.
Allí tienen que encender la luz. Aquí que reavivarla.
El camino que están hoy recorriendo allí, frente al ejército, tardamos aquí cincuenta años el siglo pasado en recorrerlo, desde el 20 al 68, ayudados por el ejército; mejor dicho, ayudándole nosotros.
Como se ve, la situación es distinta. Y, sin embargo, ¿qué le está al pueblo ocurriendo allí? Que cae á millares en la lucha, sin poder triunfar de la fuerza armada; lucha que nosotros no deberíamos sostener aquí, aunque pudiéramos, porque el ejército es carne de nuestra carne, ha sacrificado por la libertad más que nosotros, y ha sufrido y sufre hoy como todos las consecuencias de la inmoralidad reinante.
Y por esto me echo á temblar por la suerte de la patria, que tiene que ir unida á la de la República, cada vez que pienso en que, impaciencias generosas ó egoísmos calculados, pudieran ponernos en estos instantes frente al ejército.
Son ya muchos los que me preguntan si el dictador con que yo sueño sería civil ó militar.
Militar.
Y no podría ser de otro modo, teniendo una misión tan dura que cumplir.
El dictador civil, no pudiendo imponerse por sí solo, necesitaría marchar tan al unísono con el ejército, que parecieran éste y él una cosa misma; es decir, tendría que depender de alguien. El militar no.
En los momentos difíciles, el militar podría disponer de la fuerza sin detalles de trámite. El civil se vería obligado á requerir el concurso de esa fuerza.
El militar no tendría que temer nada del pueblo, una vez que éste lo hubiera proclamado ó aceptado. El civil pudiera temer mucho del ejército, si éste no veía garantida con él su existencia.
El militar infundiría desde los primeros instantes más respeto á todos que el civil. Y la suerte de la República, y acaso la de la nación se jugaría en esos primeros instantes.
Como todos los hombres del republicanismo se hallan muy discutidos y muy quebrantados, el civil no contaría con la autoridad necesaria.
El militar, por el apartamiento de la política en que el ejército ha estado durante tanto tiempo, llegaría al poder libre de todo compromiso. El civil no podría en absoluto sustraerse á las exigencias de partido.
Y tampoco debemos olvidar esto:
Los militares, aun no siendo individualmente mejores que los civiles, nos llevan varias ventajas: el hábito de la disciplina los hace más aptos para el mando; la idea del honor, ayuntada con el espíritu de cuerpo y fortalecida por el amor á la patria, se manifiesta en ellos más viva y potente. Y todo esto infunde confianza y garantiza la unidad de acción.
Creo que si todos los republicanos pensaran detenida, desinteresada y desapasionadamente, acabarían por convencerse de que no hay manera de imponer la libertad y la democracia sino dentro de una dictadura militar. El mismo Sr. Salmerón, al decir que dispondría de la República el que la trajese, ha expresado implícitamente esto mismo. Porque no supongo que haya pensado nunca traerla él.
Queda satisfecha la curiosidad de los correligionarios que me han interrogado; á los que ruego, así como á todos, que se fijen en que, á la altura que han llegado las cosas, y ante los sucesos que se avecinan, la implantación de la República no sería ya cuestión de partido, sino cuestión nacional.
Y en todas las cuestiones nacionales, el primer factor es y debe ser siempre el ejército.
He aquí algunos del discurso pronunciado por el Sr. Castelar en el Congreso la noche del 2 de Enero de 1874:
«Pero antes que liberal y antes que demócrata soy republicano, y prefiero la peor de las repúblicas á la mejor de las monarquías; y prefiero una dictadura militar dentro de la República, al más bondadoso de todos los reyes.
El grande, el ilustre pensador que descubrió el cálculo infinitesimal y que adivinó la ley de la gravitación universal, estuvo en su cuna tan falto de toda inteligencia y de palabra como el último de los imbéciles. Y lo mismo ha sucedido á las repúblicas: la griega fué en su origen una oligarquía; la romana un patriciado; las de la Edad Media una lucha entre caballeros feudales y condotieris y gente de municipio; la holandesa, con haber dado la libertad de conciencia y de comercio al mundo, fué el feudo de algunos señores, que luego rigieron los primeros tronos de Europa; la misma república suiza, que hoy se admira tanto, colección de cantones feudales donde mandaban abades y señores, y á veces hasta monjas; la república francesa, la dictadura más sangrienta y más abominable que han conocido los siglos. La misma república de los Estados Unidos no pudo salvarse sino por diez años de dictadura; que todos los seres, cuanto más perfectos han de ser en su desarrollo, nacen más imperfectos y más débiles. Por consecuencia, lo que yo deseo es que tengamos la República posible; y lo que quiero y se lo digo en su cara al partido republicano, es que tenga la mayor abnegación posible, que se abstenga cuanto pueda del poder y que imite á aquellos artistas de la Edad Media que después de haber levantado las más maravillosas catedrales, no ponían su nombre en una sola piedra.
¿Sabéis por qué? Porque yo no necesito la adhesión de los republicanos á la República; lo que necesito es que la sostengan los elementos que no son republicanos, ó que lo son poco, y por eso quiero, usando la frase vulgar, resellarlos para la República.»
Si las intransigencias feroces del señor Salmerón (ese que tan amable se muestra ahora con los catalanistas clericales) no hubieran impedido que la Cámara adoptase las ideas expresadas por Castelar en ese discurso, otra sería hoy la suerte de España.
Hay una dictadura peor cien veces que pudiera serlo la de la espada, y que viene imponiéndose desde la restauración acá, sin provecho ninguno para el país. Y esa dictadura es la de la palabra; dictadura odiosa, porque es más cobarde y casi siempre alcanza por sorpresa lo que no le sería posible en otras lides donde se aquilataran á conciencia y con calma los razonamientos en el crisol de la verdad.
El hombre de gran palabra—y tenemos entre nosotros el ejemplar más precioso,—arrastra sin persuadir, entusiasma sin convencer; y cuando se quiere atajar el mal que ha producido, es tarde ya.
La dictadura de la palabra tiene además el inconveniente de que, como la ejercen tantos y cada cual en provecho exclusivo de su iglesia, introduce tal confusión en los cerebros, que acaba por engendrar el escepticismo. Y el escepticismo mata.
Los dictadores de la palabra han de ser los mayores enemigos de la dictadura militar. Ya han comenzado á demostrarlo.
Cuanto vieron que el ejército en Barcelona tomó una resolución enérgica impulsado por su honor y su deber, que el pueblo republicano lo secundó y que todas las guarniciones de España se adhirieron, lo mismo Maura, que Montero Ríos, que los demás caciques máximos, exclamaron á coro:
«No, eso no. El poder que los militares levantaran, no duraría ni dos meses.»
Lo que pensaban y se callaron, fué esto otro:
«Eso no debe ser; eso sería el fin de todas las oligarquías; eso acabaría con este desconcierto ordenado en que tan hermosamente vivimos; eso desvanecería el conjunto de ficciones legales en que nos apoyamos para gobernar; eso equivaldría á establecer el reinado de la justicia, diosa implacable que pasaría sobre nuestros cuerpos las formidables ruedas de su carro.»
¿Qué pensaría el ejército al oir aquello? Que solamente le reconocen los oligarcas el derecho á permanecer cruzado de brazos ante sus antipatrióticos manejos. No contentos con haberle hecho víctima de sus inexplicables errores ó su criminal proceder en Cuba y Filipinas, quieren que aparezca como cómplice suyo en la ruina completa de la nación.
Por esto, dándole al miedo apariencia de indignación, y fingiendo lo que no sienten, amenazan furiosos y profetizan males que, aun viniendo, resultarían bienes comparados con los que España sufre bajo su dominación.
Son muchos los republicanos que dicen:
—Bien; yo haría el sacrificio pasajero de mis convicciones, si hubiera un hombre á propósito para dictador. Pero ¿dónde está?
—En cualquier parte. Para que surgiera, bastaría con que cuantos aman su patria, y las víctimas todas de las oligarquías dominantes, lo mismo monárquicas que republicanas, clamasen por él. ¿Quién no se creería con fuerzas y alientos para salvar un país, teniendo por base al pueblo, al ejército por sostén, por medio á la justicia y la patria por norte?
Cualquier hombre medianamente ilustrado y amante de su patria sirve para dictador. Convengamos todos en que debe haberlo, y él aparecerá. Todos los seres de la creación vinieron á la vida cuando el planeta estuvo en condiciones de conservársela. Y que España está hoy en condiciones de vivir bajo la dictadura, es innegable.
No necesitando hacer otra cosa que justicia, todo hombre de rectitud y buen sentido sirve para dictador. Hacer cumplir la ley cuando no esté en desacuerdo con la justicia, es más fácil que imponer la injusticia aparentando deducirla de la ley. Lo que hay que procurar es hacer opinión en este sentido. Lo demás vendrá por sí sólo.
Hombre de gran voluntad: es lo que necesita ser el dictador. Y si no tenemos ni siquiera uno de éstos en España, ¿qué farsa estamos representando, y para qué luchar? Dejémosnos llevar por la corriente con fatalismo musulmán, hasta que vengan dos ó tres naciones á echar suertes sobre nuestras vestiduras.
Afortunadamente sobrarían hombres para la dictadura. Así los hubiéramos tenido, ó los tuviéramos para la democracia. Si para algo servimos aquí es para dictadores.
Llegue á todos el convencimiento de que el partido republicano está dispuesto á ir á la revolución por la dictadura, sosteniendo seria y enérgicamente al hombre que la ejerza, y habrá varios que se sientan acometidos del noble deseo de unir su nombre á la salvación de España. Preparada bien la tierra, la semilla mediana da frutos excelentes. No estándolo, ni la semilla mejor fructifica.
Además, no se necesita un superhombre para publicar algo parecido á este:
Artículo 1.º Desde hoy se aplicarán todas las leyes que no hayan sido derogadas por otras.
Art. 2.º El que tuerza, retarde ó falsee la aplicación de alguna, sufrirá la pena correspondiente.
Art. 3.º En aquellos casos en que la ley no alcance á precaver, evitar ó remediar una injusticia, intervendrá la justicia amparada por la fuerza.»
¿Quién no firmaría un decreto así? ¿Y quién no se creería con valor para aplicarlo, contando con el ejército y el pueblo?
Hay quien supone que el dictador se levantaría todas las mañanas pidiendo que le sirvieran salteados los riñones de Fulano, que se almorzaría los hígados de Zutano y se cenaría los sesos de Perengano; cuando se limitaría á decir:
Que devuelva ese las fincas que ha usurpado.
Que declare aquél las que posee.
Que satisfaga el otro lo que al Estado adeuda.
Que se revisen tales expedientes para ver si hubo en ellos lesión para la Hacienda.
Que empapelen á ese juez que ha prevaricado.
Que lleven á la cárcel á aquel gobernador que cobra del juego y se come los fondos de la higiene.
Que destierren á ese cura que predica ideas subversivas.
Que salga para Fernando Póo (por algo nos ha quedado) aquel carlista que conspira, acompañado de aquellos catalanistas y aquellos bizkaitarras que dan mueras á España.
Que impongan una multa crecida á aquel ultramarino que roba en el peso.
Que enchiqueren al empleado ese que tomó dinero por resolver un expediente.
Que en sesión pública del Ayuntamiento sea expulsado por ladrón el concejal Prencejo.
Que cumplan fielmente y en todas sus partes las condiciones de sus respectivos contratos las empresas monopolizadoras.
Que desaparezcan todos los organismos inútiles; Consejo de Estado, Diputaciones provinciales, etc.
Que se castiguen con penas duras los delitos y los crímenes cometidos á la sombra de la Caridad en inclusas, hospitales y asilos.
Que archiven en un presidio por un par de años á aquel tahonero que da el pan mermado, sin perjuicio de la multa que se le imponga.
Que supriman por un año el sueldo á tal obispo, por haber atacado la forma de gobierno existente.
Que encierren, por sodomita, al fraile... (Pero, no; esto no, porque no habría frailes.)
A estas y otras pequeñeces parecidas se limitaría el dictador, mientras no se sublevaran materialmente los enemigos de la República; porque en este caso...
En este caso, ya tomaría las resoluciones enérgicas que exigiera el bien de la patria, sin contemplaciones ni demoras.
Por sabido se calla, que muchas cosas de las antedichas no iba á hacerlas él, sino los que le ayudaran en su labor de saneamiento moral y material. Mas bastaría saber que él estaba resuelto á que las órdenes de sus inferiores se cumplieran sin réplica ni retraso, para que todo Dios bajase la cabeza. Y si alguno se resistía á bajarla, peor para el que lo hiciera.
Como se ve, ni el dictador se comería los niños crudos, ni cometería una injusticia siquiera; y esto haría que fuese aplaudido y apoyado por todos, menos por los ladrones, los pillos y los malos patriotas que pasan por honrados, y que hoy no pueden castigar los monárquicos por no ir contra ellos mismos, ni mañana podrían los republicanos, por falta de fuerza y sobra de escrúpulos democráticos.
Propaguemos, por lo tanto, la dictadura; una dictadura que viniera á hacer cumplir la ley sin menoscabo de la justicia, y que, en caso de duda, pusiera la justicia sobre la ley.
Algunos de mis correligionarios dicen que ellos aceptarían la dictadura propuesta por mí, si no fuera por temor á que, siendo militar el dictador, se impusiera el militarismo.
No comprenden que nada hay que imponga tanto la prudencia como las responsabilidades del poder ó de la representación. Júzguenlo por ellos mismos. El que más y el que menos ejerció de demagogo antes de ir al Congreso. Después... después casi todos se han convertido en mansos corderos, según les dijo una vez Sagasta, sin que berrearan mucho.
Como nacería y se impondría el militarismo, sería si subieran ellos al poder y perpetraran las majaderías que hacen suponer sus torpezas presentes; pero siendo militar el dictador, y tocando las dificultades del gobernar, y recayendo sobre él las responsabilidades, ¿de dónde sacan que el militarismo levantaría la cabeza? ¿Contra quién se iban á sublevar los que mandaban? ¿Contra ellos mismos?
Esto del militarismo es en España una palabra sin significación alguna. ¿Cuándo ha existido? Nuestros militares se han sublevado muchas veces durante el pasado siglo; las más de ellas para imponer la libertad. Puede decirse que ellos han sido el poder moderador. ¿Pero cuándo se han sublevado para aprovecharse ellos del triunfo? ¿No han puesto siempre el poder en manos de un partido político? Aun estando un general al frente del gobierno, el militarismo no ha imperado. Con Espartero imperó el progresismo, con Narváez el moderantismo, con O'Donnell la Unión liberal, con Prim la revolución, con Martínez Campos el partido conservador. ¿A qué viene, por lo tanto, hablar de militarismo, en un país donde los militares se han sacrificado por centenares para elevar á hombres civiles que representaban diversas tendencias políticas, pero nunca para entronizarse ellos, y cuyos hombres, una vez arriba, le dieron un puntapié á la escalera?
Y bien—me dijeron las tres personas con quienes yo hablaba.—El partido republicano que usted nos pinta no es el que existe. Y no serían malos tontos los militares que se comprometieran á traer la República, para encontrarse después con que se apoderaban del gobierno los hombres que hoy están en juego, incapaces los unos, sin alteza de miras los otros, y algunos especialistas en la bullanga y en el halagamiento de instintos poco recomendables.
—Quienes se engañan—les contesté—son ustedes y los militares que piensen así. El partido republicano no lo componen exclusivamente esos que bullen, que charlan y se agitan; hay muchos hombres de gran valía apartados del movimiento político, por falta de condiciones para elevarse poniendo en juego ciertos medios. Y hay además una porción de jóvenes inteligentes sin orientación en política, que se vendrían á la República en cuanto amenguase la influencia de esos señores consagrados, que ni saben atraerlos ni les abren camino para avanzar. Respecto á lo de caer el Gobierno en mano de esos hombres, sólo podría ocurrir en el caso de que los militares quisieran que cayese.
—Es que si los militares no les entregaban el poder, el pueblo se pondría frente á ellos; y calcule usted la situación entonces.
—Se equivocan ustedes también en esto. El pueblo apoyaría decididamente al que trajera la República. Está ya cansado de servir de instrumento á esos fantasmones para que vivan y medren dentro de la monarquía.
—Si usted lograra infundir en la mayoría de sus correligionarios esa idea ¡qué fácil sería todo lo demás!
—Lo procuraré. No quiero al morir llevarme el remordimiento de no haber acudido á todos los hombres, ni haber dejado de indicar todos los medios que he creído buenos para restaurar la República que ni serví, ni exploté, ni perdí.
Y no hablamos más.
Para arreglar á España, bastaría con llevar á la práctica lo que se relata en este artículo de un escritor de gran valía, de rara independencia, y que se cree monárquico y conservador: José Fernández Bremón.
«El estrépito era grande; las vigas, sacudidas con fuerza, temblaban como en un terremoto; una nube de polvo enrarecía el aire y quitaba la vista y la respiración. Huían despavoridos los ratones, las moscas salían en tropel por las ventanas, y se refugiaban en las rendijas más estrechas, chinches, arañas, hormigas, cucarachas y polillas.
—¡Ay!—decía una chinche con acento desgarrador.—¿Qué será de mi cría si yo me he salvado con trabajo? La familia se acaba para siempre.
—¿Y la tranquilidad de todos, señora?—repuso una polilla.—Figúrese usted que vivíamos desde tiempo inmemorial en una capa de grana, que nos servía de abrigo y de alimento, y nos han expulsado á garrotazos. Ya no hay propiedad.
—¿Hay nada más respetable que la industria? Pues acaban de destruir en un instante más de cien telas magníficas que represantan el trabajo de millares de arañas. ¡Oh, qué tejidos y qué colgaduras han destruído! ¡Malvados!
—Nada de eso vale lo que el túnel de tablas que había construído y han deshecho. Era una obra de arte—dijo un ratón desconsolado.
¡Asesinos! ¡Ladrones! ¡Bárbaros!—decían en sus innumerables idiomas todos los perjudicados, zumbando, aleteando y atronando la casa con sus gritos.
—Pero ¿qué ocurre?—gritó desde lejos la dueña de la casa á su criada.
—Nada, señora—respondió la Pepa continuando su tarea;—es que estoy sacudiendo con los zorros el polvo de este guardillón.»
Esto es lo que aquí necesitamos. Un hombre que agarre los zorros de la justicia y con mano dura comience á sacudir los intereses creados por los insectos y alimañas de la monarquía. Y para esto no hace falta ese hombre excepcional que piden algunos; basta con uno que sepa manejar bien los zorros, alternando con la escoba.
Y diré más: aunque la dictadura militar no hiciera otra cosa que limpiar el guardillón, habría hecho por la honra y el porvenir de España más que todos los gobiernos que se han sucedido desde el 68 acá.
De todo lo dicho anteriormente, resulta:
Que los gobiernos de la monarquía están corrompidos.
Que los republicanos no cumplimos con nuestro deber.
Que el Parlamento es una comedia y una inmoralidad.
Que el trabajador se muere de hambre ó emigra.
Que la clase media vive en la miseria, engendradora de prostituciones.
Que el caciquismo se impone en todos los terrenos, en el político, en el administrativo, y, lo que es más grave, en el judicial.
Y que se van, por consecuencia de todo eso, borrando hasta las huellas de que aquí hubo honor, coraje y patriotismo.
¿Podemos continuar mucho tiempo de este modo? No.
¿Urge remediarlo? Sí.
¿Puede la monarquía, sostenida por los que á tal estado nos han traído, impedir estos males? No.
¿Podría la República, aplicando desde luego en toda su pureza la democracia, limpiar, sanear y purificar este gran establo de Augías? No.
¿Pues qué otro recurso nos queda sino acudir á un dictador que aplique inexorablemente la ley cuando esté de acuerdo con la justicia, y prenda de ella cuando no marchen al unísono, hasta que, normalizada la vida nacional en todos los órdenes y aspectos, pueda entrar en funciones la democracia, sin los riesgos que ahora correría?
Apelo á todos los hombres de buena fe, sin distinción de partidos y que pongan sobre sus pasiones é intereses la salvación de España.
Vive el partido republicano, como cualquier monárquico, dentro de una porción de mentiras; mentiras que, á puro repetirlas, hemos llegado nosotros mismos á creerlas. Y hora es ya que esto acabe.
Una de esas mentiras es la de que podemos nosotros solos traer la República y conservarla. Aun cuando lo primero ocurriese por causas fortuitas, lo segundo sería absolutamente imposible. Sin la adhesión franca y completa de una gran parte del ejército, no podríamos hacer nada ni cimentar nada. Como él tampoco podría hacer nada provechoso ni estable sin el pueblo.
Aquí de la fábula de Iriarte:
- Al eslabón de cruel
- trató el pedernal un día,
- porque á menudo le hería
- para sacar chispas de él.
- Riñendo éste con aquél,
- al separarse los dos,
- «quedaos, dijo, con Dios,
- ¿valeis vos algo sin mí?»
- Y el otro responde: «Sí,
- lo que sin mí valeis vos.»
- ............................
No lo olviden ni el pueblo ni el ejército. Se necesitan mutuamente.
Si el primero trajere por azar la República, no podría sostenerla sin el segundo.
Si el segundo diera un golpe de Estado absolutista, no podría sostenerlo, porque no le ayudaría el primero.
Para que brote la chispa en la regeneración de España tienen ambos que ponerse en perfecto, leal y duradero contacto.
Ni los solicito, ni los llamo, ni los ofendo ofreciéndoles mejorar sus condiciones económicas para atraerlos, como otros hacen. Unicamente les digo:
Si creéis un día que el patriotismo os señala un derrotero, y á él os lanzáis, contad con que influiré cuanto pueda con los correligionarios que en mí confían, para que os ayuden y os secunden.
Lejos de mí la idea de tomar como instrumentos para traer la República, á los que, de hacerlo, tendrían el derecho y el deber de gobernarla.
