La emancipada: Capítulo 4

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La emancipada de Miguel Riofrío
Capítulo 4

 La mañana del 6 de enero no estuvo en consonancia con el luto y la amargura del corazón de Eduardo. Este corazón necesitaba de un cielo denegrecido, un horizonte caliginoso y una atmósfera funesta, y por desgracia suya a las cinco de la mañana ya se veían distintamente los extensos platanales abrillantados por el rocío; las arboledas que parecían responder con su frescura a las sonrisas del cielo azul; las ardillas que saltaban; los pájaros que en rica variedad cantaban, silbaban y gorjeaban por todas partes; los hombres y mujeres que entraban y salían afanosos por la puerta de trancas de don Pedro de Mendoza, preparando viandas y bebidas para la boda.

 Esta espléndida mañana parecía anunciar un triunfo más bien que un sacrifico.

 Un reloj de péndola acababa de dar nueve campanadas cuando una cabalgata de seis caballeros presididos por don Pedro de Mendoza partió con dirección al caserío principal, llevando en su centro a una mujer cuyo velo verde impedía que sus facciones fueran distinguidas. Este grupo entró a la plaza llamando la atención pública y se detuvo en el corredor de una casa de teja: allí ayudaron a desmontar a la joven del velo verde que entró a la sala y pasó sin detenerse al cuarto del tocador.

 A las once, la plaza estaba cubierta de gente repartida en diversos grupos. A la voz de «la novia va a salir», estos grupos se condensaron y apiñaron acercándose todos a la casa en donde había entrado la joven de velo verde.

 Poco después hubo un movimiento uniforme de admiración, pues se presentó algo que parecía una visión beatífica: era Rosaura con las nupciales vestiduras. Al tocar en el umbral levantó su velo como si le estorbase, y quedó en pública exposición un rostro que no era ya el de la virgen tímida y modesta que antes se había visto rara vez y con gran dificultad. Rosaura mostraba en ese instante no sé qué de la extraña audacia que se revela en los retratos de Lord Byron. Podía decirse que ya su alma era de pólvora y que bien pronto iba a hacer una explosión.

 Mientras los numerosos espectadores desahogaban sus emociones con las voces de: ¡Qué guapa! ¡Qué hermosa!, dijo un joven al oído de la novia:

 —Estamos armados y venimos de parte de Eduardo a ponernos a las órdenes de usted.

 —¡Gracias! —respondió Rosaura y se encaminó al templo en medio del gentío.

 En el convento o casa del cura estaba entre otros hombres, un campesino frescachón, como de cuarenta años, de una tez algo percudida, pero con aquella suavidad de facciones propia de los linfáticos. Su barba era negra y espesa; el perfil del rostro se acercaba más bien al círculo que al óvalo, salvo las protuberancias de una nariz bastante ancha, quijada ligeramente arremangada y labios no muy gruesos, pero sí muy rojos; sus ojos pardos tenían la vana pretensión de mostrarse vivarachos; pero en verdad eran sosegados: lo que más le caracterizaba parecía ser una frente ancha, redonda, de piel sudosa, su garganta hiperbólica y su vestuario: éste se componía de un frac verde de talle alto, pantalón blanco de royal, corbata baya, es decir, el mismo color de los zapatos, chaleco grande de terciopelo azul y sombrero negro aclarinado. Su sonrisa era esencialmente selvática. Con esta sonrisa y con una voz entre bronca, estúpida y sibilante, a causa del defecto de su garganta, dijo este pobre sujeto:

 —Ustedes creerán pues que estoy muerto de gusto ¡tontos! No saben que tengo un miedo tan fiero: me parece que me fueran a fusilar.

 —Pero si la novia es linda, ¿qué más quiere mi don Anselmo? —replicó otro.

 —Mi padre me sabía decir que las lindas suelen ser más ariscas y resabiadas que los potros de serranía, por eso tengo un susto tan fiero.

 En esto se presentó un sacristán vestido de roquete y dijo en alta voz:

 —La novia ha estado aguardando desde las once.

 —Vamos, pues, ¡qué Dios le ayude, mi don Anselmo! —dijeron todos.

 —Amén —respondió éste santiguándose y partió.

 Media hora después estaban en la puerta de la iglesia, de pie y colocados en hilera, don Pedro, don Anselmo, Rosaura, una matrona obesa que hacía de madrina y una muchacha con una aljofaina de plata que contenía trece doblones, un anillo y una gruesa cadena de oro.

 De frente estaba el cura revestido conforme a ritual; éste, entreabriendo un libro que tenía en la mano, se acercó a Rosaura, y con voz gangosa y afectada gravedad le dijo:

 —Señora doña Rosaura de Mendoza, ¿recibe usted por su legítimo esposo al señor don Anselmo de Aguirre y Zúñiga que está aquí presente?

 —No, no, no —dijeron muchas voces como para alentar a Rosaura: este ruido impidió escuchar lo que ella había respondido.

 —¡Silencio! —gritaron el cura y el teniente. En seguida el cura tornó a preguntar:

 —Señora, ¿recibe usted por esposo al señor don Anselmo de Aguirre?

 Rosaura con voz firme y sonora respondió:

 —Sí, señor, lo recibo por esposo.

 —¡¡Qué es esto!! —exclamaron muchas voces y el asombro se pintó en los semblantes. El cura y don Pedro se cambiaron una mirada que quería decir: hemos triunfado.

 La gente se iba dispersando para no presenciar el fin de la ceremonia.

 Cuando el párroco, con gran satisfacción hubo echado la bendición nupcial, y el cortejo se encaminaba hacia el altar, Rosaura volvió el rostro, bajó el vestíbulo y se encaminó resueltamente a la casa de donde había salido para ir al templo. Al advertirlo, salió su padre y le dijo sobresaltado:

 —Rosaura ¿a dónde vas?

 —Entiendo, señor, que ya no le cumple a usted tomarme cuenta de lo que yo haga.

 —¿Cómo es eso?

 —Yo tenía que obedecer a usted hasta el acto de casarme porque la Ley me obliga a ello: me casé, quedé emancipada, soy mujer libre: ahora que don Anselmo se vaya por su camino, pues yo me voy por el mío.

 —¡Malditas leyes! ¡Tiembla infeliz, pues maldeciré a tu madre!

 —Ya había previsto esta amenaza; pero no me da ningún cuidado: Dios es justo. Él está premiando las virtudes de mi madre, y castigará al que se atreviere a maldecir su memoria. Haga usted lo que quiera.

 Don Pedro volvió al templo, pálido y temblando. Un sordo rumor se propaló entre los concurrentes de ambos sexos. El novio y la madrina se habían arrodillado ya en la grada del presbiterio y allí permanecieron como estatuas: el cura cantó su misa con un desentono que movía a compasión y se turbaba a cada paso en las ceremonias.

 A la una de la tarde la plaza era una confusa vocería: movíanse los hombres como abejas: todos exponían sus opiniones en alta voz. De repente sobresalió un grito que decía:

 —¡Muchachos! Han ido a traer presa a la novia de orden del cura y del teniente. Si la traen a defenderla.

 —Sí, sí, a defenderla.

 —No la han de traer porque ya le dieron pistolas cargadas y estaba muy resuelta.

 —Allí viene, muchachos, a defenderla.

 —Al convento, al convento.

 Llegó Rosaura en su alazán hasta el vestíbulo del convento precedida de cuatro hombres de a caballo y seguida de la multitud. Estaba encantadora: sobre su vestido blanco de bodas se había echado una capita grana: su espesa cabellera en dos crenchas flotaba sobre la capa: su sombrerito de jipijapa sostenido por dos cintas blancas sentaba perfectamente en ese rostro encarnado por el calor y animado por la emoción.

 —Que entre —gritó una voz.

 —Que salgan los que quieren hablarme — contestó Rosaura.

 —Que entre, mandan el cura y el teniente.

 —Que salgan, digo, y si se tardan me voy.

 —Que salgan, sí, que salgan —gritó a su vez la multitud.

Salió un vejete de poncho rojo y cuello aplanchado, ostentando las borlas de su bastón de guayuro. Éste dijo con voz que tenía pretensiones de terrible:

 —¿No sabe usted que la hembra casada ha de seguir a su marido porque así lo manda la Ley?

 —Cuando mi esposo quiera que le siga podrá irse delante de mí.

 —¿Quiere usted hacerse desgraciada causando pesares a su padre?

 —¿Le pesará a mi padre que me haya sacrificado por obedecerle?

 —Esta muchacha está muy insolente —dijo el cura—. Es preciso, señor Juez, que usted la mande a rezar algunos días en la cárcel hasta que cese su altanería.

 Rosaura amartilló una pistola de dos tiros y dijo con voz de amazona:

 —Señor cura, aquí hay dos balas que irán veloces hasta el tuétano del atrevido que me insulte: quiere descubrir lo que puede hacer el brazo de una hembra como yo resuelta a arrostrar por todo. Una palabra más y volarán los sesos de mis verdugos: quise perdonarlos a nombre de mi madre; pero ya veo que se empeñan en que descargue sobre ellos mi venganza: ¿lo queréis? Pues enviadme a la cárcel.

 El cura y el teniente político retrocedieron asustados y Rosaura partió sin que nadie se atreviese a detenerla.

 El cortejo del convento quedó hablando contra los malos libros, contra la educación del día, contra el religioso fundador de las escuelas lancasterianas y concluyó por declarar que el pueblo estaba excomulgado, por no haber sacado la lengua a esa muchacha que se había atrevido amenazar con pistolas al buen pastor y al juez de la parroquia. El pueblo tomó a su cargo el asunto dividiéndose en bandos encarnizados: unos veían en Rosaura una heroína y aplaudían con entusiasmo la lucidez de su plan y la gracia y maestría con que acababa de efectuarlo. Otros se limitaban a disculparla diciendo que su vida se había dividido en dos secciones; una de educación bajo las inspiraciones de una madre civilizada, y otra de prueba bajo la acción de un padre que no tenía ni remota idea de lo que pasa en el alma de una joven, en quien los nobles sentimientos han nacido, el instinto de la delicadeza se ha pulimentado, la conciencia de la dignidad humana se ha despertado y un amor sin tacha ha presentado la perspectiva de una modesta felicidad. Según estos, la prueba había sido demasiado violenta, superior a las débiles fuerzas de una virgen y ésta no había podido menos que sucumbir.

 El bando más numeroso era el de los tradicionalistas o partidarios de las fuertes providencias: éstos decían, como el padre de Rosaura, que el hombre ha sido creado para la gloria de Dios y la mujer para gloria y comodidad del hombre; y que, por consiguiente, el uno debía educarse en el temor de Dios obedeciendo ciegamente a los sacerdotes y los jueces, y la otra en el temor del hombre obedeciendo ciegamente al padre y después al esposo, y que el crimen de Rosaura debía ser severamente castigado, para vindicta de la sociedad y ejemplo vivo de todas las hijas. Estos acababan siempre por lamentar los buenos tiempos del Rey y por maldecir la Independencia americana y el nombre de Bolívar.