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La escuela moderna/II

De Wikisource, la biblioteca libre.
I
La Escuela Moderna: Póstuma explicación y alcance de la enseñanza racionalista (1912)
de Francisco Ferrer Guardia
II
III

II
La Señorita Meunié

Entre mis alumnos se contaba la Srta. Meunié, dama rica, sin familia, muy aficionada a los viajes, que estudiaba el español con la idea de realizar un viaje a España.

Católica convencida y observante escrupulosamente nimia, para ella la religión y la moral eran una misma cosa, y la incredulidad, o la impiedad como se dice entre creyentes, era señal evidente de inmoralidad, libertinaje y crimen.

Odiaba a los revolucionarios, y confundía con el mismo inconsciente e irreflexivo sentimiento todas las manifestaciones de la incultura popular, debido, entre otras causas de educación y de posición social, a que recordaba rencorosamente que en los tiempos de la «Commune» había sido insultada por los pilluelos de París yendo a la iglesia en compañía de su mamá.

Ingenua y simpática y poco menos que sin consideración alguna a antecedentes, accesorios y consecuencias, exponía siempre sin reserva lo absoluto de su criterio, y muchas veces tuve ocasión de hacerle observar prudentemente sus erróneos juicios.

En nuestras frecuentes conversaciones evité dar a mi criterio un calificativo, y no vió en mí el partidario ni el sectario de opuesta creencia, sino un razonador pri:ate con quien tenía gusto en discutir.

Formó de mí tan excelente juicio. que, falta de afectos íntimos por su aislamiento, me otorgó su amistad y absoluta confianza, invitándome a que la acompañara en sus viajes.

Acepté la oferta y viajamos por diversos países, y con mi conducta y nuestras conversaciones tuvo un gran desengaño, viéndose obligada a reconocer que no todo irreligioso es un perverso ni todo ateo un criminal empedernido, toda vez que yo, ateo convencido, resultaba una demostración viviente contraria a su preocupación religiosa.

Pensó entonces que mi bondad era excepcional, recordando que se dice confirma la regla ; pero ante la continuidad y la lógica de mis razonamientos hubo de rendirse a la evidencia, y si bien respecto de religión le quedaron dudas, convino en que una educación racional y una enseñanza científica salvarían a la infancia del error, darían a los hombres la bonda que toda excepción dad en necesaria y reorganizarían la soc conformidad con la justicia.

Le impresionó extraordinariamente la sencilla consideración de que hubiera podido ser igual a aquellos pilluelos que la insultaron, si a su edad se hubiera hallado en las mismas condiciones que ellos. Así como, dado su prejuicio de las ideas innatas, no pudo resolver a su satisfacción este problema que le planteé: Suponiendo unos niños educados fuera de todo contacto religioso, i qué idea tendrían de la divinidad al entrar en la edad de la razón ? Llegó un momento en que me pareció que se perdía el tiempo si de las palabras no se pasaba a las obras. Estar en posesión de un privilegio importante, debido a lo imperfecto de la organización de la Sociedad y al azar del nacimiento, concebir ideas regeneradoras y permanecer en la inacción y en la indiferencia en medio de una vida placentera, me parecía incurrir en una responsabilidad análoga a la en que incurriría el que viendo a un semejante en peligro e imposibilitado de salvarse no le tendiera la mano. Así dije un día a la señorita Meunié: Señorita, hemos llegado a un punto en que es preciso determinarnos a buscar una orientación nueva. El mundo necesita de nosotros, reclama nuestro apoyo, y en conciencia no podemos negársele. Paréceme que emplear en comodidades y placeres recursos que forman parte del patrimonio universal, y que servirían para fundar una institución útil y reparadora, es cometer una defraudación, y esto, ni en concepto de creyente ni en el de librepensador puede hacerse. Por tanto, anuncio a usted que no puede contar conmigo para los viajes sucesivos. Yo me debo a mis ideas y a la humanidad, y pienso que usted, sobre todo desde que ha reemplazádo su antigua fe por un criterio racional, debe sentir igual deber.

Esta decisión le sorprendió, pero reconoció su fuerza, y sin más excitación que su bondad natural y su buen sentido, concedió los recursos necesarios para la creación de una institución de enseñanza racional: la Escuela Moderna, creada ya en mi mente, tuvo asegurada su realización por aquel acto generoso.

Cuanto ha fantaseado la maledicencia sobre este asunto, desde que me vi obligado a someterme a un interrogatorio judicial, es absolutamente calumnioso.

Se ha supuesto que ejercí sobre la señorita Meunié poder sugestivo con un fin egoísta ; y esta suposición, que puede ofenderme, mancilla la memoria de aquella digna y respetable señorita y es contraria a la verdad.

Por mi parte no necesito justificarme. Confío mi justificación a mis actos, a mi vida, al severo juicio de los imparciales; pero la señorita Meunié es merecedora del respeto de las personas de recta conciencia, de los emancipados de la tiranía dogmática y sectaria, de los que han sabido romper todo pacto con el error, de los que no someten la luz de la razón a las sombras de la fe ni la digna altivez de la libertad a la vil sumisión de la obediencia.

Ella creía con fe honrada : se le había enseñado que entre la criatura y el criador había una jerarquía de mediadores a quienes debía obedecer, y una serie de misterios, compendiados en los dogmas impuestos por una corporación denominada la Iglesia, instituída por un dios, y en esa creencia descansaba con perfecta tranquilidad. Oyó mis manifestaciones, consideraciones y consejos, no como indicaciones directas, sino como natural respuesta y réplica a sus intentos de proselitismo; y vió luego que, por falta de 16gica, puesto que anteponía la fe a la razón, fracasaban sus débiles razonamientos ante la fuerte lógica de los míos.

No pudo tomarme por un demonio tentador, toda vez que de ella partió el ataque a mis convicciones, sino que hubo de considerarse vencida en la lucha entre su fe y su misma razón, despertada por efecto de la imprudencia de negar la fe de un contrario a sus creencias y querer atraérsele.

En su ingenua sencillez llegó a disculpar a los pilluelos comunalistas como míseros e ineducados, frutos de perdición, gérmenes del crimen y perturbadores del orden social por culpa del privilegio, el cual, frente a tanta desgracia, permite que vivan improductivos y disfrutando de grandes riquezas otros no menos perturbadores que explotan lą ignorancia y la miseria, y pretenden seguir gozando eternamente, en una vida ultraterrena, los placeres terrenales mediante el pago de ceremonias rituales y obras de caridad.

El premio a la virtud fácil y el castigo al pecado imposible de rechazar sublevó su conciencia y enfrió su religiosidad, y, queriendo romper su cadena atávica que tanto dificulta toda renovación, quiso contribuir a la institución de una obra redentora que pondría a la infancia en contacto con la naturaleza y en condiciones de utilizar sin el menor desperdicio 33 el caudal de conocimientos que la humanidad viene adquiriendo por el trabajo, el estudio, la observación y la metodización de las generaciones en todo tiempo y lugar.

De ese modo, pensó, que por obra de una sabiduría infinita oculta a nuestra inteligencia tras el misterio, o por el saber humano, obtenido por el dolor, la contradicción y la duda, lo que haya de ser será, quedándole como satisfacción íntima y justificación de conciencia la idea de haber contribuído con la cesión de parte de sus bienes a una obra extraordinariamente transcendental.