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La escuela moderna/X

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IX
La Escuela Moderna: Póstuma explicación y alcance de la enseñanza racionalista (1912)
de Francisco Ferrer Guardia
X
XI

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Ni premio ni castigo

La enseñanza racional es ante todo un método de defensa contra el error y la ignorancia.

Ignorar verdades y creer absurdos es lo predominante en nuestra sociedad, y a ello se debe la diferencia de clases y el antagonismo de los intereses con su persistencia y su continuidad.

Admitida y practicada la coeducación de niñas y niños y ricos y pobres, es decir, partiendo de la solidaridad y de la igualdad, no habíamos de crear una desigualdad nueva, y, por tanto, en la Escuela Moderna no había premios ni castigos, ni exámenes en que hubiera alumnos ensoberbecidos con la nota de «sobresaliente», medianías que se conformaran con la vulgarísima nota de « aprobados » ni infelices que sufrieran el oprobio de verse despreciados por incapaces.

Esas diferencias sostenidas y practicadas en las escuelas oficiales, religiosas e industriales existentes, en concordancia con el medio ambiente y esencialmente estacionarias, no pɔdían ser admitidas en la Escuela Moderna, por razones anteriormente expuestas.

No teniendo por objeto una enseñanza determinada, no podía decretarse la aptitud ni la incapacidad de nadie. Cuando se enseña una ciencia, un arte, una industria, una especialidad cualquiera que necesite condiciones especiales, dado que los individuos puedan sentir una vocación o tener, por distintas causas, tales o cuales aptitudes, podrá ser útil el examen, y quizá un diploma académico aprobatorio lo mismo que una triste nota negativa puedan tener su razón de ser, no lo discuto ; ni lo niego ni lo afirmo. Pero en la Escuela Moderna no había tal especialidad ; allí ni siquiera se anticipaban aquellas enseñanzas de conveniencia más urgente encaminadas a ponerse en comunión intelectual con el mundo; lo culminante de aquella escuela, lo que la distinguía de todas, aun de las que pretendían pasar como modelos progresivos, era que en ella se desarrollaban amplísimamente las facultades de la infancia sin sujeción a ningún patrón dogmático, ni aun lo que pudiera considerarse como resumen de la convicción de su fundador y de sus profesores, y cada alumno salía de allí para entrar en la actividad social con la aptitud necesaria para ser su propio maestro y guía en todo el curso de su vida.

Çlaro es que por incapacidad racional de otorgar premios, se creaba la imposibilidad de imponer castigos, y en aquella escuela nadie hubiera pensado en tan dañosas prácticas si no hubiera venido la solicitud del exterior. Allí venían padres que profesaban este rancio aforismo : « la letra con sangre entra », y me pedían para su hijo un régimen de crueldad; otros, entusiasmados con la precocidad de su prole, hubieran querido, a costa de ruegos y dádivas, que su hijo hubiera podido brillar en un examen y ostentar pomposamente títulos y medallas; pero en aquella escuela no se premió ni se castigó a los alumnos, ni se satisfizo la preocupación de los padres. Al que sobresalia por bondad, por aplicación, por indolencia o por desorden se le hacía observar la concordancia o discordancia que pudiera haber con el bien o con el mal propio o el de la generalidad, y servían de asunto para una disertación a propósito del profesor correspondiente, sin más consecuencias; y los padres fueron conformándose poco a poco con el sistema, habiendo de sufrir no pocas veces que sus mismos hijos les despojaran de sus errores y preocupaciones.

No obstante, la rutina surgía a cada punto con pesada impertinencia, viéndome obligado a repetir mis razonamientos, sobre todo con los padres de los nuevos alumnos que se presentaban, por lo que publiqué en el Boletin el siguiente escrito : POR QUÉ LA ESCUELA MODERNA NO CELEBRA EXÁMEMES Los exámenes clásicos, aquellos que estamos habituados a ver a la terminación del año escolar y a los que nuestros padres tenían en gran predicamento, no dan resultado alguno, y si lo producen es en el orden del mal.

Estos actos, que se visten de solemnidades ridículas, parecen para satisfacer el amor propio enfermizo de los padres, la supina vanidad y el interés egoísta de muchos maestros y para causar sendas torturas a los niños antes del examen, y después, las consiguientes enfermedades más o menos prematuras.

Cada padre desea que su hijo se presente en público como uno de los tantos sobresalientes del colegio, haciendo gala de ser un sabio en miniatura. No le empece que para ello su hijo, por espacio de quince días o un mes, sea víctima de exquisitos tormentos. Como se juzga por el exterior, se viene a la consideración que los dichos tormentos no son tales, porque no dejan como señal el más pequeño rasguño ni la más insignificante cicatriz en la piel..

La inconsciencia en que se vive con relación a la naturaleza del niño y a lo inicuo de le en condiciones forzadas para que saque de su flaqueza psicológica fuerzas intelectuales, sobre todo en la esfera de la memoria, impide a los padres ver que un rato de satisfacción de amor propio, puede ser la causa, como ha sucecedido muchas veces, de enfermedad, de la muerte moral y de la material de sus hijos.

A la mayoría de los profesores, por otra parte, esteriotipadores de frases hechas, inoculadores mecánicos, más que padres morales del educando, lo que les interesa en los exámenes es su propia personalidad y su estado económico; su ser instituídos solamente ponerobjeto es hacer ver a los padres y demás concurrentes a los exámenes, que el alumno, bajo su égida, sabe muchísimo, que sus conocimientos en extensión y calidad exceden a lo que se podía esperar de sus cortos años y al poco tiempo que hace ha estado en el colegio de tan peritísimo profesor.

Además de esa miserable vanidad, satisfecha a costa de la vida moral y física del alumno, se esfuerzan, esos determinados maestros, en arrancar plácemes del vulgo de los padres y demás concurrentes ignaros de lo que pasa en la realidad de las cosas, cor císimo que les garantiza el crédito y el prestigio de la Tienda Escolar.

En crudo, somos adversarios impenitentes de los indicados exámenes. En el colegio todo tiene que ser efectuado en beneficio del estudiante. Todo acto que no consiga ese fin, debe ser rechazado como antitético a la naturaleza de una positiva enseñanza. De los exámenes no saca nada bueno y recibe, por el contrario, gérmenes de mucho malo el alumno. A más de las enfermedades físicas susodichas, sobre todo las del sistema nervioso y acaso de una muerte temprana, los elementos morales que inicia en la conciencia del niño ese acto inmoral calificado de examen son: la vanidad enloquecedora en los altamente premiados; la envidia roedora y la humillación, obstácůlo de sanas iniciativas, en los que han claudicado; y en unos y en otros, y en todos, los albores de la mayoría de los sentimientos que forman los matices del egoísmoun reclamo eficaHé aquí razonado nuestro pensamiento por una escritora profesional, en el siguiente artículo tomado del Boletin : EXÁMENES Y CONCURSOS Al finalizar el año escolar hemos oído, como los años anteriores, hablar de concursos, de exámenes, de premios. Hemos vuelto a ver el desfile de niños cargados de diplomas y de volúmenes rojos, adornados con follajes verdes y dorados ; hemos pasado revista a la multitud de mamás angustiadas por la incertidumbre, y de niños aterrorizados por las temibles pruebas del examen, donde han de comparecer ante un tribunal inflexible a sufrir tremendo interrogatorio, circunstancias que dan al acto cierta desdichada analogía con los que se celebran diariamente en la Audiencia territorial.

Ese es el símbolo de todo el sistema actual de enseñanza.

Porque no se interrumpe solamente nuestro trabajo para sancionarle por marcas y clasificaciones en una época del año, ni en una edad de la vida, sino durante todos nuestros años de estudio y para muchas profesiones durante toda la vida.

Comienza la cosa desde que cumplimos cinco o seis años, cuando se nos enseña a leer : ya en tan tierna cdad, se nos obliga a preocuparnos, no tanto de las «historias» que ese nuevo ejercicio nos permite conocer, ni el dibujo más o menos interesante de las letras, como del premio de la lectura que hemos de disputar; y lo peor es que se nos hace enrojecer de vergüenza si quedamos rezagados, o se nos infla de vanidad si hemos vencido a los otros, si nos hemos atraído la envidia y la enemistad de nuestros compañeros.

Mientras estudiábamos gramática, cálculo, ciencia y latín, los maestros y nuestros padres no descansaban, como impulsados por acuerdo tácito, procurando persuadirnos que estábamos rodeados de rivales que combatir, de superiores que admirar o de inferiores que despreciar.

¿ Con qué objeto trabajábamos ? se nos ocurría preguntar alguna vez, y se nos contestaba que ya obtendríamos el beneficio de nuestros esfuerzos o soportaríamos las consecuencias de nuestra pereza ; y todas las excitaciones y todos los actos nos inspiraban la convicción de que si alcanzásemos el primer puesto, si lográsemos ser más tes que los otros, nuestros padres, parieny amigos, el profesor mismo, nos daría distinguidas muestras de preferencia. Como consecuencia lógica, nuestros esfuerzos se dirigían exclusivamente al premio, al éxito. De ese . modo no se desarrollaba en nuestro sér moral más que la vanidad y el egoísmo.

La gravedad del mal aumenta considerablemente en la época en que se entra en la vida.

El bachillerato es poco peligroso; se reduce a poco más de una formalidad, pero abre la puerta a gran número de carreras en que los concurrentes se disputan cruelmente el derecho a la existencia. Hasta entonces no comprende el joven que trabaja para sí, que necesita asegurarse por sí mismo su porvenir, y se convencerá cada vez más que para ello necesita « vencer» a los otros, ser más fuerte o más astuto. De semejante concepción se resiente toda la vida social.

Hemos encontrado en la sociedad hombres de toda condición y de diferentes edades que no hubieran dado un paso ni hecho el menor esfuerzo si no hubieran tenido la intima convicción de que todos sus méritos les serían contados y pagados íntegramente un día.

Los hombres de gobierno lo saben perfectamente ya que obtienen tanto de los ciudadanos por las recompensas, avances, distinciones y condecoraciones que otorgan. Eso es un resto vivaz del cristianismo. El dogma de la gloria eterna ha inspirado la Legión de Honor. A cada paso encontramos en la vida premios, concursos, exámenes y oposiciones: ¿ hay algo más triste, más feo ni más falso? Hay algo más anormal que el trabajo de paración de los programas : el exceso de trabajo moral las inteligencias, desarrollando hasta el exceso ciertas facultades en detrimento de otras que quedan atrofiadas. El menor reproche que se les pueda dirigir consiste en que son una pérdida de tiempo, y frecuentemente llega hasta romper las vidas, hasta probhibir toda otra preocupación personal, familiar o social. Los candidatos serios no deben aceptar las distracciones artísticas, ni pensar en el amor, ni interesarse en la cosa pública, so pena de un fracaso.

¿ Y qué diremos de las pruebas mismas de los concursos, que no sea universalmente conocido ? No hablaré de las injusticias intencionaprey físico que tiene por efecto deformar les, aunque de ellas puedan citarse ejemplos; basta que la injusticia sea esencial a la base del sistema. Una nota o una clasificación dada en condiciones determinadas, sería diferente si ciertas condiciones cambiasen; por ejemplo, si el jurado fuese otro, si el ánimo de tal juez, por cualquier circunstancia, hubiese variado. En este asunto la casualidad reina como señora absoluta, y la casualidad es ciega.

Suponiendo que se reconociese a ciertos hombres, en razón de șu edad y de sus trabajos, el derecho muy contestable de juzgar el valor de otros hombres, de medirle y sobre todo de comparar entre sí los valores individuales, necesitarían aún estos jueces establecer su veredicto sobre bases sólidas. En lugar de esto, se reducen al mínimum los elementos de apreciación : un trabajo de algunas horas, una conversación de algunos minutos, y con esto basta para declarar si un hombre es más capaz que otro de desempeñar tal función, de dedicarse a tal estudio, o a tal trabajo.

Reposando sobre la casualidad y la arbitrariedad, los concursos y los dictámenes que de ellos resultan gozan de un prestigio y de una autoridad universales, que se imponen, no sólo a los individuos sino también a sus esfuerzos y a sus trabajos. La misma ciencia se halla diplomada : hay una ciencia escogida alrededor de la cual no hay sino medianía; únicamente la ciencia marcada y garantida asegura al hombre que la posee el derecho a vivir.

Denunciamos con complacencia los vicios de este sistema, porque en él vemos una herencia del pasado tiránico. Siempre la misma centralización, la misma investidura oficial.

Séanos permitido idear sin ser tachados de utopistas, una sociedad en que todos los que quieran trabajar puedan hacerlo, en que la jerarquía no exista, y en que se trabaje por el trabajo y por sus frutos legítimos.

Comencemos por introducir desde la escuela tan saludables costumbres; dedíquense los pedagogos a inspirar el amor al trabajo sin sanciones arbitrarias, ya que hay sanciones naturales e inevitables que bastará poner en evidencia.

Sobre todo evitemos dar a los niños la noción de comparación y de medida entre los individuos, porque para que los hombres comprendan y aprecien la diversidad infinita que hay entre los caracteres y las inteligencias es necesario evitar a los escolares la concepción inmutable de buen alumno a la que cada uno debe tender, pero de la cual se aproxima más o menos con mayor o menor mérito.

Suprimamos, pues, en las escuelas las clasificaciones, los exámenes, 1las distribuciones de premios y las recompensas de toda clase. Este será el principio práctico.

EMILIA BOIVIN En el número 6, año quinto, del Boletin creí necesario publicar lo siguiente: NO MÁS CASTIGOS Recibimos frecuentes comunicaciones de Centros obreros instructivos y Fraternidades republicanas, quejándose de algunos profesores que castigan a los niños en sus escuelas Nosotros mismos hemos tenido el disgusto de presenciar, en nuestras cortas y escasas excursiones, pruebas materiales del hecho que motiva la queja, viendo niños de rodillas o en otras actitudes forzadas de castigo.

Esas prácticas irracionales y atávicas han de desaparecer ; la Pedagogía moderna las rechaza en absoluto.

Los profesores que se ofrecen a la Escuela Moderna y solicitan su recomendación para ejercer la profesión en las escuelas similares, han de renunciar a todo castigo material o moral, so pena de quedar descalificados para siempre. La severidad gruñona, la impaciencia, la ira rayana a veces hasta la sevicia han debido desaparecer con el antiguo dómine. En las escuelas libres todo ha de ser paz, alegría y confraternidad.

Creemos que este aviso bastará para desterrar en lo sucesivo tales prácticas, impropias de personas que han de tener por único ideal la formación de una generación apta para establecer una sociedad verdaderamente fraternal, solidaria y justa.