La isla del tesoro (Manuel Caballero)/VIII

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época
CAPÍTULO VIII.
LA TABERNA DE “EL VIGÍA.”

En cuanto que hube almorzado, el Caballero me dió una carta dirigida á John Silver, á su taberna de “El Vigía” y me dijo que me sería muy fácil encontrarla, siguiendo la línea de los muelles y estando alerta para cuando viese una pequeña taberna con un anteojo marino de larga vista, por enseña. Lancéme afuera sin dilación todo alborozado con esta nueva oportunidad que se me presentaba de observar más atentamente y más de cerca todos aquellos buques y marineros, y tomé mi derrotero, en consecuencia, por enmedio de una verdadera masa de gentes, carromatos y bultos de mercancías, por ser aquella la hora de mayor quehacer y tráfico en los muelles, hasta que dí, al fin, con la taberna en cuestión.

Era ella, á la verdad, un sitio de solaz bastante aceptable. La enseña estaba recién pintada; las ventanas tenían flamantes cortinas rojas y los pisos aparecían cuidadosamente enarenados. El establecimiento hacía esquina, teniendo una puerta para cada calle, abierta de par en par, lo que hacía que el salón bajo tuviese bastante aire y luz, á despecho de las nubes de humo de tabaco que salían de las bocas de los parroquianos. Eran estos, en su mayor parte, de la marinería del puerto y hablaban en voz tan alta que, al llegar, no pude menos que detenerme á la puerta, vacilante y casi atemorizado de entrar.

Estaba yo en espera del patrón, cuando un hombre salió de un cuarto de al lado del salón, y á la primera ojeada tuve la seguridad de que aquel no era otro que John Silver. Su pierna izquierda había sido amputada desde la cadera, y bajo el brazo izquierdo se apoyaba en una muleta que manejaba con la más increíble destreza, saltando sobre ella con la agilidad de un pájaro. Era muy alto y fuerte, con una cara tan grande como un jamón, rasurada y pálida, pero inteligente y risueña. No cabía duda en que estaba, á la sazón, del mejor humor del mundo, silbando alegremente mientras pasaba por entre las mesas, y soltando, á cada paso, una broma graciosa ó dando una palmadilla familiar sobre el hombro á cada uno de sus parroquianos favoritos.

Ahora bien, si he de decir la verdad, confesaré que, desde la primera mención que el Caballero hacía en su carta, de John Silver, comencé á temer interiormente que este no fuese otro que el “marinero de una sola pierna” por cuya temida aparición vigilé tanto tiempo en el “Almirante Benbow.” Pero me bastó la primera ojeada que eché sobre él para desvanecer mis temores. Yo había visto bien al Capitán, y á Black Dog, y al ciego Pew y creí que ya con eso me bastaba para saber lo que era ó debía ser un filibustero, es decir una criatura, según yo, bien distinta de aquel aseado, sonriente y bien humorado amo de casa.

Todo mi valor me vino inmediatamente; pasé el vestíbulo y me dirijí sin rodeos al hombre aquel, en el lugar mismo en que estaba en aquel momento, recargado en su muleta y conversando con un parroquiano.

—¿El Sr. Silver?, pregunté tendiéndole la carta.

—Yo soy, chiquillo; ese es mi nombre á lo que parece. ¿Y tú quién eres? Y luego como viese la escritura del Caballero en el sobre de la carta, me pareció como que contenía mal un sobresalto involuntario.

—¡Oh!, díjome en voz muy alta y ofreciéndome su mano, ahora comprendo, tú eres el pajecillo de cámara de la goleta, ¿no es verdad? Mucho gusto tengo de verte.

Y diciendo esto tomó la mía en su larga y poderosa mano.

Precisamente en aquel momento uno de los parroquianos que estaban en el lado más retirado, se levantó repentinamente y se precipitó fuera de la puerta que tenía muy cerca de sí, lo cual le permitió ganar la calle en un instante. Pero su precipitación me hizo fijarme en él y le reconocí á la primera ojeada. Era aquel mismo hombre de cara enjuta, á quien faltaban dos dedos en una mano y que fué una vez al “Almirante Benbow.”

—¡Oh! grité yo, ¡deténganlo! ¡ese es Black Dog!

—No me importa mucho quien pueda ser, exclamó Silver, pero no ha pagado su cuenta. ¡Harry, corre y atrápalo!

Uno de los otros que estaban cerca de la puerta se puso en pie de un salto y se precipitó afuera en persecución del fugitivo.

—¡Oh! yo le haré que pague su consumo, así fuera el mismo Almirante Hawke en cuerpo y alma.

En seguida añadió soltándome la mano:

—¿Quién dices tú que es ese?... Black... ¿qué?

—Black Dog, señor, le contesté. ¿No le ha contado á Vd. el Sr. Trelawney lo de los filibusteros? Pues este era uno de ellos.

—¡Es posible!, exclamó Silver. ¡Y semejante hombre en mi casa! Mira tú, Ben, corre y ayuda á Harry á perseguir á ese. ¿Con que él era uno de esos pillastres, eh? Hola, tú, Morgan, vén aquí, ¿estabas tú bebiendo con ese hombre?

El interpelado que era un viejo bastante cano y con cara color de caoba, se acercó con un continente bastante marino, contoneándose á babor y á estribor.

—Veamos, dijo John Silver, con bastante rigidez, ¿no has visto tú antes de ahora á ese Black... Black Dog? ¡Dí pronto!

—Yo no, señor, contestó Morgan con una reverencia.

—¿Tú no sabías cómo se llamaba, eh?

—No señor.

—¡Rayos y truenos! Tom Morgan; dále gracias á Dios por ello, exclamó el irritado tabernero, porque si yo averiguo que te andas mezclando con canallas de esa ralea, te prometo, por quien soy, que no vuelves á poner un pie en mi casa, entiéndelo bien. ¿Y que te estaba platicando?

—La verdad no lo sé, no puse cuidado.

—¡Es creíble! y luego dirán Vds. que tienen la cabeza sobre los hombros! ¿no es éste un bendito que nada ve? ¿Con que no lo sabes? ¿con que no pusiste cuidado? tal vez ni supiste con quién estabas hablando, ¿no es verdad? ni qué es lo que decía, eh? Vamos, haz por acordarte, ¿qué es lo que charlaba, ¿viajes? ¿capitanes? ¿buques?... vamos, ¿qué era?

—Yo creo que estábamos hablando de estirar la quilla.

—Con que de estirarla, ¿eh? ¡Grande asunto por cierto! Es muy posible, sí...! ¡Anda, vuélvete á tu lugar, haragán!

Mientras Morgan se volvía á su asiento, Silver murmuró casi á mi oído, en un tono muy confidencial, que me pareció en extremo halagador para mí:

—Ese pobre Tom Morgan es todo un hombre honrado; solamente tiene la desdicha de ser estúpido.

Y luego levantando la voz de nuevo, prosiguió.

—Con que veamos,... ¿Black Dog?... pues no, no conozco ese nombre, no por cierto. Sin embargo, tengo cierta idea... sí, yo creo haber visto ya antes á ese agua-dulce por aquí. Entiendo que solía venir antes en compañía de un mendigo ciego.

—Por supuesto, le dije yo con seguridad; puede Vd. creerlo. Yo conocí también á ese ciego. Se llamaba Pew.

—¡Es verdad! exclamó Silver, en extremo excitado ya, ¡Pew! ese era su nombre, á no caber duda. ¡Ah! parecía un tiburón completo, de veras que sí! Así, si ahora cogemos á este Black Dog, ya tendremos noticias que enviar á nuestro buen Patrón el Caballero Trelawney. Ben es un buen galgo; creo que pocos marineros tendrán piernas más ligeras que él. ¡Rayos y truenos! yo creo que debería acogotarlo y traérnoslo aquí bien agarrotado. ¿Con que estaba hablando de estirar la quilla, eh? ¡No le daré yo mal tirón de quilla al belitre si me lo traen!

Todo el tiempo que gastó en disparar esa andanaba de amenazas, no cesó de recorrer el salón de un lado al otro, brincando agitadamente sobre su muleta, golpeando con la mano sobre las mesas y manifestando una excitación tal que hubiera bastado para convencer al juez más ducho y para hacer caer en el garlito al más avisado. Mis sospechas se habían de nuevo despertado con gran fuerza al encontrarme con el Black Dog en la taberna misma de “El Vigía,” por lo cual me propuse tener la mirada atenta sobre el cocinero de La Española y espiar sus menores movimientos. Pero aquel hombre era demasiado vivo, y demasiado zorro, y sobradamente astuto para mí; y así es que pronto me distraje con la vuelta de los dos sabuesos soltados en persecución de Black Dog, los cuales llegaban sin aliento confesando que habían perdido el rastro de su presa en una apretura de gentes y que se habían visto regañados como si fueran ladrones. En aquellos momentos habría yo puesto mi cabeza fiando la inocencia de John Silver.

—Mira tú no más, ahora, Hawkins, dijo este, aquí tienes, un compromiso para un hombre como yo. ¿Qué va á pensar de mí el Caballero Trelawney? ¡Tener yo, aquí, en mi misma casa, á ese hijo de un demonio, bebiendo mi propio rom! No más, ven y díme si no es diablura; y aquí mismo, á mis propios ojos le dejamos todos que tome las de Villadiego! ¡Rayos y truenos! Yo creo, muchachito, que tú me harás justicia con el Capitán. Tú eres un chicuelo todavía, pero vivo como un zancudo. Yo te lo conocí en cuanto que te puse el ojo encima. La cosa es esta: ¿qué puedo yo hacer con esta vieja muleta que es mi apoyo? Cuando yo comenzaba apenas mi carrera de marinero, ya habría sabido yo traerme á ese agua dulce por delante, mano sobre mano, y doblegarlo en una lucha, cuerpo á cuerpo. Sí, entonces lo habría hecho, pero ahora, ¡rayos y truenos...!

En aquel punto cesó de hablar repentinamente, se quedó con la quijada inmóvil y suspensa como si se hubiera acordado de algo.

—¡La cuenta!, prorrumpió al fin; ¡tres pases de rom! ¡mil carronadas! ¡pues no había yo olvidado ya la cuenta!

Y dejándose caer en un banco, al decir esto, prorrumpió en una risotada tan sostenida que las lágrimas concluyeron por rodar sobre su rostro. No pude impedirme el imitarle, así fué que reímos juntos, una carcajada tras de otra hasta que la taberna resonó con los ecos de nuestras risotadas.

—¡Vamos! ¡pues bonita foca soy yo!, dijo al fin, enjugándose las mejillas; tú y yo haremos buenas migas, Hawkins, pues á permitírmelo el diablo cree tú que yo no sería más que pajecillo de á bordo, como tú. Pero ahora, ¡que le vamos á hacer! ya no es tiempo para pensar patrañas. El deber es lo primero, camarada, así es que voy á ponerme en seguida mi viejo sombrero montado y marchar sin pérdida de tiempo contigo á ver al Caballero Trelawney y á contarle lo que aquí ha pasado. Porque, acuérdate de lo que te digo, Hawkins, esto es serio, tan serio que ni tú ni yo saldremos de ello con lo que pomposamente llamaré crédito. Ni tú tampoco, dije... ¡vaya con el tonto! Los dos estamos ahora tontos de capirote. Pero ¡voto á San Jorge, aquel sí que supo hacerla con mi cuenta!

Y diciendo esto, comenzó á reir de nuevo con todas sus ganas y con tal fuerza comunicativa que, por más que yo no encontraba ni sentido, ni maldita sea la gracia á lo que acababa de decir, me ví arrastrado de nuevo á acompañarle en su estrepitosa carcajada.

En nuestra pequeña excursión á lo largo de los muelles se manifestó conmigo el más servicial é interesante compañero, explicándome cerca de cada uno de los principales buques junto á los cuales pasábamos todo lo relativo á su aparejo, capacidad, nación, obras que en ellos se ejecutaban, si el uno estaba á la carga y el otro á la descarga, si el de más allá estaba listo para zarpar y á cada paso entreverando divertidas anécdotas, de navíos y navegantes, ó repitiéndome las frases del tecnicismo de á bordo hasta que yo las aprendía perfectamente. Entonces comencé á creer que aquel hombre era positivamente uno de los mejores marinos posibles.

Cuando llegamos á la posada el Caballero y el Doctor Livesey estaban sentados juntos concluyendo alegremente de apurar una botella de cerveza con su brindis correspondiente, antes de que se pusieran en marcha para ir á hacer á La Española una visita de inspección.

John Silver les refirió lo que acababa de suceder, del pe al pa, con una verba llena de animación y conservando la más perfecta verdad en su relato.

—Eso fué lo que sucedió, ¿no es verdad Hawkins? se interrumpía de vez en cuando, á cuya interpelación, por supuesto, tenía yo que contestar afirmativamente.

Los dos caballeros deploraron mucho que Black Dog se hubiese escapado, pero todos tuvimos que convenir en que nada podía hacerse, por lo cual, después de haber recibido cordiales cumplimientos, John Silver tomó su muleta de nuevo y se marchó á su taberna.

—Todo el mundo á bordo, esta tarde á las cuatro, le gritó el Caballero, cuando ya él iba alejándose.

—¡Bravo, bravo, bravo! clamó el cocinero con entusiasmo y siguiendo su camino.

—Oigame Vd., Sr. Trelawney, dijo el Doctor, por regla general yo no tengo una gran fe en los descubrimientos de Vd., mas por lo que hace á este John Silver debo confesarle que me satisface por completo.

—Un hombre como él es “triunfo” en mano, declaró el Caballero.

—Y ahora, añadió el Doctor, opino que Jim debe venir con nosotros á bordo, ¿no le parece á Vd.?

—Estoy de acuerdo, replicó el Sr. Trelawney. Toma tu sombrero, Hawkins, y vamos á ver ese famoso buque.