La isla del tesoro (Manuel Caballero)/X

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época


CAPÍTULO X
EL VIAJE

Toda aquella noche la pasamos en gran movimiento alistándolo todo, poniendo cada cosa en su lugar y viendo llegar, uno tras de otro, botes llenos de amigos del Caballero, como el Sr. Blandy y otros por el estilo que iban á desearle un buen viaje y feliz regreso. Nunca en nuestro “Almirante Benbow” tuve una noche semejante, ni siquiera la mitad del quehacer que tuve en ésta, y puede creérseme que estaba ya rendido de cansancio cuando un poco antes del alba, el contramaestre hizo sonar su silbato y la tripulación toda comenzó á maniobrar al cabrestante. Pero aunque hubiera sido doble de la que era mi fatiga no me hubiera separado de sobre cubierta. Todo aquello era nuevo é interesante para mí, las concisas órdenes, la penetrante nota del silbato y los marineros moviéndose hacia sus lugares al ténue resplandor de las linternas del navío.

—Y ahora, Barbacoa, suéltanos una estrofa, gritó una voz.

—La conocida, añadió otra.

—Vaya por la vieja conocida, camaradas, dijo Silver que estaba allí de pie, con su muleta bajo el brazo; y al punto prorrumpió en aquella horrible cantinela que me era tan conocida:

Son quince los que quieren el cofre de aquel muerto.

Á lo cual la tripulación entera contestaba en coro:

Son quince ¡yo—ho—hó! son quince ¡viva el rom!

Y á la tercera repetición del coro, empujó las barras del cabrestante al frente de ellos con gran brío.

Mas aun en aquel momento de excitación, ese canto lúgubre me trasladaba con la imaginación en un segundo, á mi vieja posada del “Almirante Benbow” en la cual oía de nuevo la voz de aquel Capitán sobresaliendo sobre el coro entero. Pero muy pronto el ancla estaba ya fuera y se la dejaba colgar, escurriendo junto á la proa. Pronto se izaron también las velas que comenzaron á hincharse suavemente con la brisa, y las costas y los buques empezaron á desfilar ante mis ojos de uno y otro lado, de tal manera que, antes de que hubiera ido á buscar en el sueño una hora de descanso, ya La Española había zarpado gentilmente, empezando su viaje hacía la Isla del Tesoro.

No es mi ánimo referir todos y cada uno de los detalles de ese viaje: básteme decir que fué en extremo próspero; que nuestra goleta dió pruebas de ser una buena y ligera embarcación; que los tripulantes eran, todos, marineros experimentados, y que el Capitán entendía muy bien lo que traía entre manos. Pero antes de que llegásemos cerca de las costas de la Isla del Tesoro, acontecieron dos ó tres cosas que es indispensable referir para la inteligencia de esta narración.

Arrow, el Piloto, pronto se volvió mucho peor de lo que el Capitán había temido: no tenía la menor autoridad sobre los marineros, los cuales hacían con él lo que mejor les acomodaba. Pero no era esto lo peor, sino que uno ó dos días después de nuestra partida comenzó á presentarse sobre cubierta con los ojos inyectados, los pómulos enrojecidos, la lengua torpe y todas las señales más evidentes de la embriaguez. Una vez y otra se le tuvo que mandar á la cala, castigado. Algunas veces se caía rompiéndose la cara; otras se echaba el día entero en su tarimón al lado de la toldilla. Como una reacción, que duraba uno ó dos días, se le miraba sobrio y listo atender á su trabajo, por lo menos pasablemente.

Pero entre tanto nosotros no podíamos averiguar en dónde tomaba lo que bebía; este era el secreto misterioso de nuestro buque. Nuestra vigilancia redoblada y multiplicada nada pudo; fué inútil cuanto hicimos para descubrirlo. Solíamos preguntárselo abiertamente y entonces, una de dos; ó nos reía á las barbas si estaba borracho, ó nos negaba tercamente que se embriagase si acontecía que estuviera en su juicio, protestando que no probaba nada que no fuese agua.

No solamente era inútil en su calidad de oficial del buque, y pésimo como fuente de malas influencias entre los hombres de la tripulación, sino que se veía muy claramente que, al paso que iba, muy pronto acabaría por matarse contra todo derecho. Así es que nadie se sorprendió ni se apenó mucho tampoco cuando en una noche muy oscura en que la mar parecía menos sosegada que de costumbre el hombre aquel desapareció sin que hubiéramos vuelto á verle más.

—¡Hombre al agua!, dijo el Capitán. En hora buena, señores, esto nos ahorra la molestia de tener que mandarle poner grillos.

La cosa es que, desaparecido él, nos encontrábamos enteramente sin piloto y era preciso, en consecuencia, ascender á uno de los tripulantes. Job Anderson, el contramaestre, era el más apto de los de á bordo, así fué que, aunque conservando su título primitivo, pasó á desempeñar el cargo de piloto. El Sr. Trelawney que había estudiado la marina y viajado mucho, como se recordará, tenía conocimientos que le hacían muy útil en aquellas circunstancias, y realmente los puso en práctica ejerciendo la vigilancia propia del piloto en los días en que el tiempo era propicio. En cuanto al timonel Israel Hands, era un viejo y experimentado marino, cuidadoso y astuto, de quien podía uno fiarse en todo y para todo.

Era este el gran confidente de Silver, cuyo nombre me lleva á hablar de nuestro cocinero Barbacoa, como la tripulación lo llamaba.

Á bordo de la embarcación cargaba este su muleta suspendiéndola al cuello por medio de un acollador, á fin de tener ambas manos libres y expeditas lo más que podía. Era digno de llamar la atención el verle acuñar el pie de su muleta contra la abertura de alguna tablazón y apoyándose en ella, despachar bonitamente su cocina, como podría hacerlo algún hombre sano y completo en tierra. Pero todavía era más extraño verle en los días de tiempo más malo atravesar la cubierta. Veíasele trasladarse de un lugar á otro, ya usando su muleta, ya arrastrándola tras sí por medio del acollador, tan rápida y expeditamente como pudiera hacerlo un hombre que tuviera el uso de sus dos piernas. Y sin embargo, algunos de los marineros, aquellos que ya habían hecho otras travesías con él, decían que daba lástima el verle tan abatido.

—Este Barbacoa no es un hombre común; me decía una vez el timonel. Allá en sus mocedades tuvo sus estudios y, cuando se ofrece, puede hablar como un libro. Y valiente, ¡eso sí! Un león es nada comparado con Barbacoa. Yo le he visto despachar á cuatro enemigos, de una sola vez, haciéndoles morder el polvo, y sin tener él una sola arma en la mano.

Toda la tripulación le respetaba y aun puedo decir que le obedecía. Poseía un modo muy peculiar de insinuarse al hablar á cada uno, y siempre hallaba ocasión de hacer á todos un pequeño servicio. Respecto á mí, Silver era siempre extraordinariamente amable y siempre se mostraba contento de verme aparecer en su galera, que tenía siempre limpia y brillante como un espejo: las cacerolas colgaban bruñidas y lustrosas y su loro estaba en su reluciente jaula, en un rincón.

—Ven acá, Hawkins, ven acá, solía decirme. Ven á echar un párrafo con tu amigo John. Nadie más bien venido que tú, hijo mío. Siéntate y ven á oir lo que pasa. Aquí tienes al Capitán Flint—así le llamo yo á mi loro en memoria del célebre filibustero—aquí tienes al Capitán Flint, prediciéndonos el buen éxito de nuestro viaje. ¿No es verdad Capitán?

Y el perico, como si le dieran cuerda se soltaba gritando:

—¡Piezas de á ocho! ¡piezas de á ocho! ¡piezas de á ocho! ¡piezas de á ocho!, y esto con una rapidez tal, que había que maravillarse de cómo no se le acababa el aliento; y no cesaba hasta que Silver no sacudía su pañuelo sobre la jaula del animal.

—Ahora bien, Hawkins, allí donde lo ves, ese pájaro debe tener ya lo menos doscientos años. Casi todos ellos son poco menos que eternos y yo creo, respecto de este, que solamente el diablo habrá visto más atrocidades y horrores que él. Figúrate que éste fué del Capitán England, del célebre y gran pirata England. Ha estado en Madagascar y en Malabar; en Surinam, en Providencia y en Porto Bello. Este asistió á la exploración y repesca de los buques cargados de plata echados á pique, y allí fué donde aprendió su refrán de “Piezas de á ocho” lo cual no es muy de maravillar, porque, figúrate Hawkins, que se sacaron de ellas más de trescientas y cincuenta mil. Concurrió también al abordaje del Virrey de las Indias, cerca de Goa, y al verle ahora, se creería que entonces estaba recién nacido. Pero ya has olido la pólvora, ¿no es verdad Capitán?

—¡Prepárate para el zafarrancho!, gritó el animal.

—¡Ah! este animalito es un joya, añadía el cocinero, alargándole trozos de azúcar que sacaba de sus faltriqueras. Entonces el pájaro se pegaba á los barrotes de su jaula y comenzaba á jurar y á maldecir redondo, de una manera tan llena de maldad, que parecía increíble. Entonces John se veía obligado á añadir:

—El que entre la brea anda, que pegarse tiene. Aquí tienes, si no, á este inocente animalito mío, jurando como un desesperado y no por eso lo debemos acusar. Puedes creer que lo mismo juraría, vamos al decir, delante de monjas capuchinas y frailes descalzos.

Y John entonces se tocaba su melena de aquel modo solemne y peculiar que él tenía y que me confirmaba á mí en la creencia de que aquel era el mejor de los hombres.

En el entretanto, el Caballero y el Capitán continuaban todavía sus relaciones en términos muy poco amistosos. El Caballero no hacía gran misterio de sus sentimientos, sino que menospreciaba claramente al Capitán. Este, por su parte, jamás hablaba sino cuando le dirigían la palabra, y aun en esos casos, corto y seco y brusco, y ni una palabra inútil. Reconocía, cuando se le llevaba á un rincón, que había estado injusto y equivocado acerca de su tripulación; que algunos de sus hombres eran tan vigorosos y aptos como él pudiera desearlos y que todos se habían conducido hasta allí perfectamente bien.

Por lo que respecta á la goleta, estaba el hombre enamorado de ella, y solía decir:

Siempre está lista para enfilar el viento, con más docilidad y ligereza que si fuera una buena esposa complaciendo á su marido. No obstante—añadía—todavía no estamos de vuelta en casa, y repito que no me gusta esta expedición.

—Á estas últimas palabras, el Caballero volvía la espalda y se ponía á recorrer la cubierta, dando aquel hombre al diablo como de costumbre.

—Una chanzoneta más de ese hombre, y un día de estos estallo, solía decir.

Tuvimos un poco de mal tiempo, lo cual sirvió para probarnos las buenas cualidades de La Española. Todos y cada uno de los hombres de á bordo parecían contentos, y la verdad es, que hubieran pecado de sobra de exigencia si hubiera sido de otra manera, pues tengo para mí que jamás tripulación alguna estuvo más mimada y consentida desde que el Patriarca Noé navegó en su bíblica arca. Con el menor pretexto doblábase el rom cuotidiano, y el pudding de harina en días extraordinarios, por ejemplo, si el Caballero sabía que era el cumpleaños de alguno de los marineros, y nunca faltaba un barril de buenas manzanas, abierto y colocado en el combés, para que se despachara por su mano todo aquel á quien le viniera el antojo de comerlas.

—Nunca he visto cosa buena salir de tratamientos parecidos, hasta ahora, decía el Capitán al Dr. Livesey. Al que cuervos cría, éstos le sacan los ojos: esta es simplemente mi opinión.

Sin embargo, cosa buena resultó del barril de manzanas como se verá muy pronto, que á no haber sido por él, nada nos habría prevenido á tiempo y habríamos todos perecido á manos de la traición y de la infamia.

Hé aquí lo que sucedió: habíamos hasta entonces navegado á favor de los vientos alisios para ponernos en dirección de la isla que buscábamos. No me es permitido ser más explícito. Y á la sazón bajábamos ya en sentido opuesto manteniendo una asidua y cuidadosa vigilancia de día y de noche. Aquél era ya el último día, según el más largo cómputo presupuesto para el viaje, y de un momento á otro aquella noche, ó á más tardar la mañana siguiente antes de medio día deberíamos llegar á la vista de la Isla del Tesoro. Nuestra proa enfilaba al Sur-Suroeste y llevábamos una firme brisa de baos, con una mar muy quieta. La Española se deslizaba con seguridad, sumergiendo en las ondas de cuando en cuando su bauprés, y produciendo con él algo como pequeñas explosiones de espuma; todo seguía su curso natural desde las gavias hasta la quilla, y todos parecían llenos del más esforzado ánimo, supuesto que ya casi tocábamos con la mano, por decirlo así, el fin de la primera parte de nuestra aventura.

En tales condiciones y ya mucho después de puesto el sol, cuando mi trabajo del día estaba concluido y ya me iba en derechura á mi camarote para dormir, ocurrióseme el deseo de comer una manzana. Subí sobre cubierta. La vigilancia estaba toda á proa, como es natural, en espera de descubrir la isla. El timonel observaba la orza de la vela y se divertía silbando alegremente. Este era el ruido único que se escuchaba, á excepción del rumor del mar que hendía la proa y que murmuraba suavemente sobre los costados de la goleta.

Me lancé gentilmente hasta el fondo del gran barril de las manzanas en busca de alguna, y me encontré con que apenas si habían quedado en sus profundidades una ó dos. Crucéme de piernas tranquilamente en aquel fondo oscuro, sin más intención que la de concluir con mi manzana; pero ya fuese el monótono rumor del mar, ya el suave balanceo de la goleta en aquel momento, el hecho es, ó que dormité por unos instantes ó que estuve á punto de hacerlo, cuando un hombre pesado se sentó repentinamente junto á mi escondite. El barril se estremeció cuando aquel hombre recargó su espalda y ya iba yo á saltar afuera cuando el recién venido comenzó á hablar. Era la voz de Silver y no había yo oído una docena de palabras todavía, cuando ya no hubiera osado mostrarme ni por todo el oro del mundo. Quedéme, pues, allí, trémulo y atento, en el último extremo de la angustia y de la curiosidad, porque aquellas pocas palabras bastaron para darme á entender que las vidas de todos los hombres honrados que iban á bordo dependían de mí solamente.