La isla del tesoro (Manuel Caballero)/XIX

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época


CAPÍTULO XIX
EL NARRADOR PRIMERO TOMA OTRA VEZ LA PALABRA—LA GUARNICIÓN DE LA ESTACADA

No bien Ben Gunn hubo visto la bandera, hizo alto inmediatamente, me tomó por el brazo para detenerme y se sentó.

—¡Ah! lo que es por ahora, Jim, allí están tus amigos, con toda seguridad.

—Mas bien creo que sean los rebeldes, le repliqué.

—¡Ca, no!, dijo él. ¿Crees tú que en un lugar como este, al cual no abordan sino piratas, había de venir Silver á enarbolar el pabellón inglés? ¡Ni por pienso! Son tus amigos, Jim, no tengas la menor duda. Además, ya ha habido pelea y me sospecho que los tuyos han llevado la mejor parte y ahora los tienes instalados en esa estacada y reducto que fué construído hace años y años por el Capitán Flint. ¡Ah! puedes creer que el tal Capitán era hombre que sabía lo que traía entre manos. Quitándole lo borracho, era persona que jamás dejaba traslucir su juego. No le tenía miedo á nadie... á nadie más que á Silver. Silver puede jactarse de ello.

—Bueno, pues siendo esto así, como creo que lo es, tanta más razón para que yo me apresure á reunirme con mis amigos.

—Como tu quieras, replicó él. Tú eres un buen muchacho, ó yo me equivoco, pero muchacho nada más y con eso está dicho todo. En cuanto á Ben Gunn, éste se escapa. Ni un vaso de rom podría seducirme bastante para ir allá, ni el mismo rom, ¡no!, hasta que no vea yo á tu Caballero de nacimiento y le entregue eso bajo su palabra de honor. Pero no olvides mis palabras... “el precioso don de su confianza,” esto es lo que tú debes decirle “el precioso don de su confianza...” y al decirle esto le das el pellizco que ya sabes.

Y añadiendo la acción á la palabra, me largó por tercera vez un pellizco, con el mismo aire de confianza íntima que los anteriores.

—Así pues, cuando necesiten á Ben Gunn, ya sabes en donde encontrarle, Jim: precisamente en el mismo lugar en que me has visto hoy. El que vaya en mi busca que lleve en la mano, por señal, algún lienzo blanco, y que vaya solo, enteramente solo. Para esto, añadirás, Ben Gunn tiene sus buenas razones muy particulares.

—Está bien, le dije; creo haber entendido. Vd. tiene algo que proponer y desea Vd. ver, bien al Caballero ó bien al Doctor, para lo cual se le puede encontrar á Vd. en el mismo lugar en que hoy le he hallado, ¿es esto todo?

—¿Á qué horas? ¿Quieres saber también á qué horas, no es verdad? Pues estaré allí diariamente desde el mediodía hasta las seis de la tarde.

—Entendidos, le contesté, ahora ¿no cree Vd. que ya debemos despedirnos?

—Sí; pero mira... cuidado con olvidar las palabras esas: “el precioso don de su confianza” y las otras de “sus buenas razones muy particulares.” Mira que esto es de lo muy esencial... “razones muy particulares,” ¿eh? ¡como de hombre á hombre!

Y sin soltarme el brazo todavía, añadió:

—Creo que ya puedes marcharte, Jim... Pero óyeme... si por desgracia te fueres á tropezar ahora con Silver, ¿no es verdad que ni con caballos brutos te arrancará la confesión de lo que te he dicho?... ¿Verdad que no?... ¡Ah! ¡bueno!... Pero, y si los piratas acampan esta noche en tierra, Jim ¿no podremos esperar que para mañana estén ya un poco menos salvajes?...

Al llegar aquí fué interrumpido por una fuerte detonación, y una bala del pedrero de á bordo vino rebotando entre los árboles y se enterró en la arena á menos de cien yardas de donde estábamos hablando. Sin esperar á más, fué aquella como la señal de nuestra despedida y cada uno de nosotros echó á correr, en dirección opuesta.

Por el espacio de cerca de una hora, frecuentes disparos continuaron haciendo estremecer la isla, y las balas siguieron rompiendo y astillando los árboles del bosque. Yo me iba acercando de escondite en escondite, para evitar aquella especie de persecución de terríficos proyectiles; pero como hacia el fin del bombardeo, aunque todavía no osaba aventurarme á entrar abiertamente en la estacada, en cuyo recinto veía yo que caían las balas con más frecuencia, ya había comenzado á cobrar más ánimo, y después de un considerable rodeo hacia el Este, logré deslizarme entre los árboles de la playa y me tendí allí en observación.

El sol acababa de ponerse; la brisa del mar crujía y revoloteaba entre los ramajes del bosque, encrespando la parda superficie del agua del fondeadero. El reflejo iba ya muy lejos y grandes porciones de playa aparecían descubiertas. El aire, después del terrible calor del día, era más que fresco y yo sentía que me escalofriaba á través de mi jubón.

La Española permanecía aun al ancla en el mismo lugar en que habíamos fondeado en la mañana; solamente que en el tope de su palo mayor no flameaba ya, por cierto, la bandera de la Unión Británica, sino la enseña siniestra de los piratas. Desde mi escondite pude ver una nueva luz relampaguear á bordo, y oí una nueva detonación, al par que otra bala zumbaba por el viento, mientras los ecos repetían aun el trueno del disparo. Aquel fué, sin embargo, el último del cañoneo.

Permanecí todavía por cierto tiempo en mi punto de observación, dándome cuenta de la baraúnda y el alboroto que siguieron al ataque. Algunos de los piratas se ocupaban en despedazar con hachas algo que estaba en la playa, no lejos de la estacada: era nada menos que el pobre serení, según descubrí después. Allá más lejos, cerca de la desembocadura del riachuelo se veía el resplandor de un buen fuego brillando entre la arboleda, y entre aquel punto y el buque, uno de los esquifes andaba yendo y viniendo, con sus remeros á quienes poco antes había visto yo hoscos y amenazadores, cantando ahora y silbando como chiquillos, si bien es verdad que sus voces tenían un acento que denunciaba el rom desde á legua.

Pensé, al cabo, que ya podía y debía efectuar mi vuelta á la estacada. Habíame colocado muy abajo en la punta arenosa que encerraba el ancladero hacia el Este y que se halla unida á la Isla del Esqueleto por una cinta de agua de poquísima profundidad. Al ponerme en pie, mis ojos tropezaron á alguna distancia, allá abajo de la punta, con una roca aislada, que se alzaba bastante alta entre los matorrales y que presentaba un notable color blanco. Me ocurrió al punto que aquella debía ser la Peña blanca de que me había hablado Ben Gunn, y que, si un día ú otro necesitábamos de un bote, era ya una ventaja saber á donde podíamos acudir á buscarlo.

Me escurrí luego entre el bosque hasta ganar otra vez la espalda de nuestro baluarte; lo escalé, entré y fuí cordialmente saludado por aquel grupo de leales y valientes.

Pronto concluí de contarles mi aventura y comencé á ver en torno mío, para darme cuenta de nuestra posición. El reducto estaba construído con troncos de pino, sin cuadrar, así el techo como los muros y el piso. Este último se elevaba, en algunos lugares, á un pie ó pie y medio sobre la superficie de la arena. En la puerta se había formado un portalillo ó vestíbulo, bajo el cual la fuente brotaba, arrojando sus cristalinas aguas en un tazón artificial de bien extraña ralea, que no era otra cosa que un gran caldero de hierro tomado de algún navío, con el fondo arrancado, é incrustado allí en la arena.

Bien poca cosa había en aquel recinto, á excepción de la obra misma de la casa; en un rincón una gran piedra lisa, colocada allí para servir de fogón ó brasero, y un tosco cesto de hierro para contener el fuego y ponerse sobre la piedra.

Los declives de la loma y todo el interior de la empalizada habían sido limpiados de árboles que habían servido para la construcción de la casa y de la estacada exterior. Por los troncos, que aun sobresalían de la tierra, podía verse qué soberbio boscaje se había derribado en gracia de la erección de aquel reducto. Todos los desechos y ramas habían sido arrojados lejos ó enterrados en algún vallado, después de la traslación de los maderos. La única verdura que quedaba allí era un lecho de musgo por donde corrían los derrames de la fuente que se escapaban fuera de su tosco tazón de hierro, y á un lado y otro de la corriente algunos helechos, zarzas rastreras y matas pequeñitas, surgiendo penosamente de entre la arena. Muy cerca de la estacada—demasiado cerca para que sirviese de defensa, según oí decir—el bosque se extendía aun denso y elevado, todo de abetos, por el lado de tierra, y mezclado con una gran cantidad de árboles de la vida por el lado del mar.

La brisa fría de la noche de que antes he hablado, silbaba en cada una de las aberturas del rústico y primitivo edificio y hacía caer sobre el piso una continua lluvia de menudísima arena. Teníamos arena en los ojos, arena en los dientes, arena en los oídos, arena en nuestra cena y arena revoloteando en el desfondado caldero de la fuentecilla que parecía una gran olla, á punto de hervir. Nuestra chimenea se limitaba á un agujero cuadrado en el techo, y sólo una muy pequeña parte del humo acertaba á escaparse por allí, en tanto que todo el resto se quedaba revoloteando por la pieza, haciéndonos toser de lo lindo y obligándonos á enjugarnos á cada instante los llorosos lagrimales.

Añádase á esto que Gray, nuestro nuevo aliado, tenía la cara casi cubierta con un gran vendaje á causa de una herida que había recibido en el buque al desprenderse de los amotinados; y que el pobre Redruth aun estaba allí insepulto, rígido y frío, á lo largo del muro, y cubierto con la bandera nacional.

Si se nos hubiera permitido sentarnos á descansar, es claro que todos lo habríamos hecho á pierna tirante; pero el Capitán Smollet no era hombre para eso. Todos fuimos llamados á su presencia y divididos en diversas facciones: el Doctor, Gray y yo para una; el Caballero, Hunter y Joyce para otra. Cansados como estábamos se ordenó á dos de nosotros que fueran por leña, otros dos á arreglar como mejor se pudiera una fosa para sepultar á Redruth; el Doctor fué nombrado cocinero; á mí se me puso de centinela á la puerta de la cabaña y el Capitán se empleó en andar de uno á otro levantando nuestros ánimos y prestando su ayuda material en donde quiera que se la necesitaba.

De vez en cuando el Doctor salía un momento á la puerta separándose de su cocina para tomar un poco de aire fresco y dejar descansar algo sus ojos que ya parecían querer salírsele de las órbitas á causa del humo, y cada vez que venía á mi sitio de guardia me dirigía algunas palabras. En una de sus salidas me dijo:

—Ese hombre Smollet vale mucho más que yo. Y mira, Jim, que el decir yo eso significa mucho.

En otra ocasión vino y se estuvo callado por un corto rato. Luego volvió la cabeza y me preguntó:

—Dime, Jim, ¿ese Ben Gunn es de veras un hombre?

—No podré decirlo á Vd., señor, le contesté. Por lo menos dudo mucho que esté en su juicio.

—Bueno, si es posible la duda, entonces es seguro que sí está, replicó el Doctor. Ya tú comprendes, Jim, que un hombre que durante tres años se ha estado solo en una isla desierta no puede conservar su razón tan cabal como tú ó yo. Eso no es posible dentro de la naturaleza humana. ¿Dices que lo que á él parecía urgirle más era comer un pedazo de queso?

—Queso, sí señor, le contesté.

—Está bien; pues mira tú ahora lo que es venir uno sobrenadando en la abundancia. ¿Has visto mi caja de rapé, no es verdad? Y nunca me habrás visto tomar un polvo: la razón es que en esa cajilla lo que traigo precisamente es un pedazo de queso de Parma, un queso hecho en Italia, y extraordinariamente nutritivo. Pues bueno: ese queso es ahora para Ben Gunn.

Antes de que nos pusiéramos á cenar, dimos sepultura al cadáver del viejo Tom en una fosa cavada en la arena, en torno de la cual permanecimos piadosamente por algún rato tristes y preocupados, con las cabezas, que la brisa de la noche enfriaba, descubiertas en aquel acto solemne.

Buen acopio de leña se había llevado al interior de la cabaña, pero no toda la que el Capitán deseaba, por lo cual, una vez que la hubo inspeccionado nos dijo que esperaba que por la mañana se recomenzara la obra y con una poca de mayor diligencia por esta vez. Cuando todos hubimos tomado nuestras respectivas raciones de tocino y apurado un buen jarro de grog de Cognac, los tres jefes se retiraron á un ángulo de la pieza á deliberar sobre la situación.

Muy bien veíamos que habían agotado su imaginación para resolver qué haríamos, siendo como eran tan escasas nuestras provisiones, que al fin nos veríamos obligados á rendirnos mucho antes de que pudiese llegarnos ni una sombra de socorro. Así, pues, se decidió que nuestra mejor esperanza era la de procurar matar cuantos piratas pudiéramos hasta obligarlos, á una de dos, ó á arriar bandera, ó á largarse al fin con La Española. De diez y nueve que ellos eran ya se veían ahora reducidos á quince, habiendo dos heridos, y por lo menos uno de ellos, el que cayó junto al cañón, de gravedad. Cada vez que tuviésemos batalla, debíamos aprovechar bien nuestra pólvora con gran cuidado de no exponer inútilmente nuestras vidas. Teníamos, además, dos magníficos aliados: el rom y el clima.

Por lo que hace al rom, aunque estábamos á más de media milla distantes del enemigo podíamos oir su barahunda y sus cánticos que duraron hasta bien entrada la noche.

Y en cuanto al clima, el Doctor apostaba su peluca á que, anclados en donde estaban, cerca ó casi en medio del pantano, sin remedios disponibles, por lo menos una media docena de ellos estarían tendidos con fiebre antes de una semana.

—Por tanto, añadió, si no nos matan á todos nosotros de una vez, ya se darán de santos con empacarse en el buque y marcharse con viento fresco á piratear de nuevo por esos mares de Dios, que al fin y al cabo, buque es nuestra goleta que puede servirles para su objeto.

—Será el primer navío que haya yo perdido en mi vida, dijo el Capitán Smollet.

Yo me sentía cansado hasta la muerte, como es fácil figurárselo, así es que en cuanto se me dejó tenderme á dormir, lo cual no sucedió sino después de mucho molestarme, caí en un sueño tan pesado que entre un tronco y yo no había la menor diferencia.

Todos los demás estaban ya levantados mucho tiempo hacía; ya habían almorzado y traído casi doble cantidad de leña que la acarreada la víspera, cuando me desperté con una baraúnda repentina y un rumor desusado de voces.

—¡Bandera de paz!, oí que decía alguno; y luego percibí, casi en seguida que, con una exclamación de sorpresa, añadían:

—¡Es Silver en persona!

Al oir esto, dí un salto y restregándome todavía los ojos, corrí á una de las troneras del reducto.