La lucha por la vida I: 002

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La lucha por la vida I Primera parte Pío Baroja


En aquel momento apareció en uno de los balcones de la casa vecina una mujer envuelta en amplia bata, con una flor roja en el pelo, cogida estrechamente de la cintura por un señorito vestido de etiqueta; con frac y chaleco blanco.

-Eso, eso produce -repitió la patrona varias veces.

Luego, esta idea debió alterar su bilis, porque añadió con voz irritada:

-Mañana voy a echar el toro al curita y a esas golfas de las hijas de doña Violante, y a todo el que no me pague. ¡Que tenga una que luchar con esta granujería! No; pues de mí no se ríen más...

La Petra, sin replicar nada, dio nuevamente las buenas noches y salió del cuarto. Doña Casiana siguió mascullando sus iras; después repantigó su cuerpo rechoncho en la mecedora y soñó con un establecimiento de la misma especie que el de la vecindad; pero un establecimiento modelo, con salas lujosamente amuebladas, adonde iban en procesión todos los jóvenes escrofulosos de los círculos y congregaciones, místicos y mundanos, hasta tal punto, que se veía ella en la necesidad de poner un despacho de billetes a la puerta.

Mientras la patrona mecía su imaginación en este dulce sueño de burdel monstruo, la Petra entró en un cuartucho oscuro, lleno de trastos viejos; dejó la luz en una silla, puso la caja de fósforos, grasienta, en el recazo de la candileja; leyó un instante en su libro de oraciones, sucio y mugriento, con letras gordas, repitió algunos rezos, mirando al techo, y comenzó a desnudarse. La noche estaba sofocante; en aquel agujero el calor era horrible. La Petra se metió en la cama, se persignó, apagó la candileja, que humeó largo rato, se tendió y apoyó la cabeza en la almohada. Un gusano de la carcoma en alguno de aquellos trastos viejos hacía crujir la madera de modo isócrono...

La Petra durmió con sueño profundo un par de horas, y despertó ahogada de calor. Habían abierto la puerta, se oían pasos en el pasillo.

-Ya está ahí doña Violante con sus hijas -murmuró la Petra.- Será muy tarde.

Volverían las tres damas de los jardines, adonde iban después de cenar en busca de las pesetas necesarias para vivir. La suerte no debió favorecerlas, porque traían mal humor, y las dos jóvenes disputaban, achacándose una a otra la culpa de haber perdido el tiempo.

Cesó la conversación, después de unas cuantas frases agrias e irónicas, y volvió a reinar el silencio. La Petra, desvelada, se abismó en sus preocupaciones; de nuevo se oyeron pasos, pero leves y rápidos, en el corredor; después, el ruido de la falleba de un balcón abierto con cautela.

-Alguna de esas se ha levantado -pensó la Petra.- ¿Qué trapisonda traerá?

Al cabo de unos minutos se oyó la voz de la patrona, que gritaba imperiosamente desde su cuarto:

-¡Irene!... ¡Irene!

-¿Qué?

-Salga usted del balcón.

-Y ¿por qué tengo de salir? -replicó una voz áspera, con palabra estropajosa.

-Porque sí... porque sí...

-¿Pues qué hago yo en el balcón?

-Usted lo sabrá mejor que yo.

-Pues no sé.

-Pues yo sí sé.

-Estaba tomando el fresco.

-Usted sí que es fresca.

-La fresca será usted, señora.

-Cierre usted el balcón. Usted se figura que mi casa es lo que no es.

-Yo ¿qué he hecho?

-No tengo necesidad de decírselo. Para eso, enfrente, enfrente.

-Quiere decir que en casa de la Isabelona -pensó la Petra.

Se oyó cerrar el balcón de golpe; sonaron pasos en el corredor, seguidos de un portazo. La patrona continuó rezongando durante largo tiempo; luego hubo un murmullo de conversación tenido en voz baja. Después no se oyó más que el chirriar persistente del grillo de la vecindad, que siguió rascando en su desagradable instrumento con la constancia de un aprendiz de violinista.



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