La lucha por la vida I: 022
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La lucha por la vida I Segunda parte | Pío Baroja |
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Manuel sintió un miedo horrible.
-Me voy -dijo a Vidal.
-¡Anda éste!... -exclamó uno con ironía-. Pues no tienes tú poco sorullo:
De pronto otro de los chicos gritó:
-A najarse, que viene gente.
Echaron todos los de la cuadrilla a correr por el paseo del Canal.
Se veía Madrid envuelto en una nube de polvo, con sus casas amarillentas. Las altas vidrieras relucían a la luz del sol poniente. Del paseo del Canal, atravesando un campo de rastrojo, entraron todos por una callejuela en la plaza de las Peñuelas; luego, por otra calle en cuesta, subieron al paseo de las Acacias.
Entraron en el corralón. Manuel y Vidal, después de citarse con la cuadrilla para el domingo siguiente, subieron la escalera hasta la galería de la casa del señor Ignacio, y cuando se acercaron a la puerta del zapatero oyeron gritos.
-Padre está zurrando a la vieja -murmuró Vidal-. Lo que haya hoy que jamar aquí, pa el gato. Me marcho a acostar.
-Y yo, ¿cómo voy a la otra casa? -preguntó Manuel.
-No tienes más que seguir la ronda hasta llegar a la escalera de la calle del Águila. No hay pérdida.
Manuel siguió el camino indicado. Hacía un calor horrible; el aire estaba lleno de polvo: jugaban algunos hombres a los naipes a las puertas de las tabernas, y en otras, al son de un organillo, bailaban abrazados.
Cuando llegó Manuel frente a la escalera de la calle del Águila, anochecía. Se sentó a descansar un rato en el Campillo de Gil Imón.
Veíase desde allá arriba el campo amarillento, cada vez más sombrío con la proximidad de la noche, y las chimeneas y las casas, perfiladas con dureza en el horizonte. El cielo azul y verde se inyectaba de rojo a ras de tierra, se oscurecía y tomaba colores siniestros, rojos cobrizos, rojos de púrpura.
Asomaban por encima de las tapias las torrecitas y cipreses del cementerio de San Isidro; una cúpula redonda se destacaba recortada en el aire; en su remate se erguía un angelote, con las alas desplegadas, como presto para levantar el vuelo sobre el fondo incendiado y sangriento de la tarde.
Por encima de las nubes estratificadas del crepúsculo brillaba una pálida estrella en una gran franja verde, y en el vago horizonte, animado por la última palpitación del día, se divisaban, inciertos, montes lejanos.