La lucha por la vida I: 033B
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La lucha por la vida I Segunda parte | Pío Baroja |
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-Pues cuando ustedes quieran —contestó Leandro-. Eso sí, les advierto a ustedes que hay mala gente por allá.
-¡Oh, yo voy prevenida! -dijo la dama con ligero acento extranjero, mostrando un revólver de pequeño calibre.
Pagó Roberto, a pesar de las protestas de Leandro, y salieron todos del café. Desembocaron en la plaza del Rastro, bajaron por la ribera de Curtidores hasta la ronda de Toledo.
-Si quiere ver la señora la casa donde vivimos nosotros, es ésta -dijo Leandro.
Pasaron al interior del Corralón; un grupo de chiquillos y de viejas se les acercó, asombrados de ver a aquellas horas a una mujer con tan extrañas trazas, y acosaron a preguntas a Manuel y a Leandro. Éste quería que supiese la Milagros cómo había estado allí con una dama, y fue acompañando a Fanny y enseñándola los cuchitriles del Corralón.
Aquí, miseria es lo único que se ve -decía Leandro.
-¡Oh, sí, sí! -contestaba la dama.
-Ahora, si ustedes quieren, vamos a la taberna de la Blasa.
Salieron del Corralón, hasta tomar el arroyo de Embajadores, y siguieron a lo largo de la empalizada negra de un lavadero. Hacía una noche oscura; empezaba a lloviznar. Tropezaron con la vía de circunvalación.
-Tengan ustedes cuidado -dijo Leandro-, que hay un alambre.
Le puso el pie encima. Cruzaron todos la vía y pasaron por delante de unas casas blancas hasta entrar en el barrio de las Injurias.
Se acercaron a una casita baja con un zócalo oscuro; una puerta de cristales rotos, empañados, compuestos con tiras de papel, iluminados por una luz pálida, daba acceso a esta casa. En la opaca claridad de la vidriera se destacaba a veces la sombra de alguna persona.
Abrió la puerta Leandro, y entraron todos. Un vaho caliente y cargado de humo les dio en la cara. Un quinqué de petróleo, colgado del techo, con pantalla blanca, iluminaba la taberna, pequeña y de techo bajo.
Al entrar los cuatro, todos los concurrentes se les quedaron mirando con expresión de extrañeza; hablaron entre ellos y después siguieron unos jugando, otros viendo jugar.
Fanny, Roberto, Leandro y Manuel se sentaron a la derecha de la puerta.
-¿Qué van a tomar? -dijo la mujer del mostrador.
-Cuatro quinces -contestó Leandro.
Llevó la mujer vasos en una bandeja sucia y los colocó en la mesa.
Leandro sacó sesenta céntimos.
-Son a diez -dijo la mujer en tono malhumorado.
-¿Por qué?
-Porque esto es el extrarradio.
-Bueno; cobre usted lo que sea.
La mujer dejó veinte céntimos en la mesa y volvió al mostrador. Era ancha, tetuda, de obesidad enorme, con la cabeza metida entre los hombros, con cinco o seis papadas en el cuello; despachaba de cuando en cuando una copa, que cobraba de antemano, y hablaba poco, con displicencia, con gesto invariable del malhumor.
Tenía aquel hipopótamo malhumorado, al lado derecho, un depósito de hoja de lata con su grifo para el aguardiente, y al izquierdo, un frasco de peleón y un jarro desportillado con el embudo negro encima, adonde echaba el sobrante de las copas de vino.
La prima de Roberto sacó un frasco de esencias, lo ocultó en la mano cerrada, y de vez en cuando aspiraba las sales.
Al otro lado de donde estaban Roberto, Fanny, Leandro y Manuel, un corro de unos veinte hombres se amontonaban alrededor de una mesa jugando al cané.