La lucha por la vida I: 041
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La lucha por la vida I Segunda parte | Pío Baroja |
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»El gobernador estaba celoso, y la verdad es que la Rosita quería al secretario. Yo no he visto en mi vida un dolor tan grande como el de aquella mujer cuando encontró a su amante muerto. Lloraba y se arrastraba dando unos lamentos que partían el alma. Napoleó lloró también.
»Enterramos al secretario, y a los cuatro o cinco días del entierro nos comunicó el jefe de policía de la isla que la escuela no podía estar más tiempo haciendo de circo, y que nos fuéramos. Obedecimos la orden, porque no había más remedio, y durante un par de años estuvimos andando por pueblos del centro de América, del Yucatán y de México, hasta que en Tampico se deshizo la compañía. Como allá no había medio de trabajar, Pérez y yo nos embarcamos para Nueva Orleáns.
-Hermoso pueblo, ¿eh? -dijo Roberto.
-Hermoso. ¿Ha estado usted allí?
-Sí.
-Hombre, ¡cuánto me alegro!
-Qué río, ¿eh?
-¡Un mar! Pues voy a mi historia. La primera vez que trabajamos en la ciudad, señores, ¡qué éxito! El circo era más alto que una iglesia; yo le dije al carpintero: «Pon el trapecio nuestro lo más alto posible»; y después de hacer esta recomendación, me fui a comer.
»En nuestra ausencia llegó al circo el empresario y preguntó:
Es que los gimnastas españoles quieren trabajar a esa altura?” “Eso han dicho” -le contestó el carpintero. “-Que les avisen que no quiero ser responsable de una barbaridad semejante”.
»Estábamos Pérez y yo en el hotel, y nos dan el recado de que fuéramos en seguida al circo. “-¿Qué pasará?” -me preguntó mi compañero-. “-Ya verás -le dije yo- cómo nos van a exigir que bajemos el trapecio”.
»Efectivamente; vamos Pérez y yo al circo, y vemos al empresario. Era eso lo que quería. “-Nada -le dije-, aunque venga el mismísimo presidente de la República de los Estados Unidos con su señora madre, no bajo el trapecio ni una pulgada. “-Pues se le obligará a usted”. “-Lo veremos.”
Llamó el empresario a uno de policía; le enseñé yo a éste el contrato, y me dio la razón: me dijo que mi compañero y yo teníamos el perfecto derecho de rompernos la cabeza...
-¡Qué país! -murmuró irónicamente Roberto.
-Tiene usted razón -dijo en serio don Alonso-. ¡Qué país! ¡Eso es adelanto!
»Por la noche, en el circo, antes de debutar, estábamos Pérez y yo oyendo los comentarios del público. “-Pero esos españoles, ¿van a trabajar a esa altura?” -se preguntaba la gente-. “-Se van a matar”.
Nosotros tan tranquilos, sonriendo.
»Íbamos a salir a la pista, cuando se nos acerca un señor de sotabarba marinera, sombrero de copa de alas planas y carrick, y gangueando mucho, nos dice que nos podía suceder una desgracia trabajando tan alto, y que, si queríamos, podíamos asegurar la vida, para lo cual no había más que firmar unos papeles que llevaba en la mano. ¡Cristo! Me quedé muerto; sentí ganas de estrangular al tío aquel.
»Temblando y haciendo de tripas corazón, salimos Pérez y yo a la pista.
Tuvimos que darnos colorete. Llevábamos un traje azul, cuajado de estrellas plateadas; una alusión a la bandera del Unichs Steis; saludamos, y arriba por la cuerda.
»Al principio, yo creí que me caía; se me iba la cabeza, me zumbaban los oídos; pero con los primeros aplausos se me olvidó todo, y Pérez y yo hicimos los ejercicios más difíciles con una precisión admirable. El público aplaudía a rabiar. ¡Que tiempos!
Y el viejo gimnasta sonrió; luego hizo una mueca de amargura; se le humedecieron los ojos; parpadeó para absorber una lágrima, que escapó al fin y corrió por la mejilla terrosa.