La lucha por la vida I: 044
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La lucha por la vida I Segunda parte | Pío Baroja |
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Uno es el Lechuguino -dijo Leandro en voz alta para que le oyera su novia-, un tío que tiene lo menos cincuenta años y anda por ahí echándoselas de pollo; el bajito, del bigote pintado, es Pepe el Federal y el otro, Eusebio el Carnicero, un hombre que es dueño de unas cuantas casas de compromiso.
El arranque fanfarrón de Leandro gustó a una de las muchachas, que se volvió a mirar al mozo y sonrió; pero a la Milagros no le hizo gracia ninguna, y, mirando hacia atrás, busco repetidas veces con la mirada al grupo de los tres hombres.
En esto apareció el que Leandro había designado con el mote de Lechugino, acompañando al corrector y a su mujer. Las tres muchachas se acercaron a ellos, y el Lechuguino invitó a bailar a Milagros. Leandro miró a su novia angustiosamente; ella, sin hacerle caso, se puso a bailar.
Tocaban el pasodoble de El tambor de granaderos. El Lechuguino era un bailarín consumado; llevaba a su pareja como una pluma y la hablaba tan de cerca, que parecía que le estaba besando.
Leandro no sabía qué cara poner, sufría horriblemente: no se decidía a marcharse. Concluyó aquel baile, y el Lechuguino acompañó a Milagros a donde estaba su madre.
-¡Vámonos! ¡Vámonos! -dijo Leandro a Manuel-. Si no, voy a hacer un disparate.
Salieron de allí escapados y entraron en un café cantante de la calle de la Encomienda. Estaba desierto. Dos chiquillas bailaron en un tablado: una vestida de maja, y la otra de manolo.
Leandro, pensativo, no hablaba una palabra; Manuel sentía sueño.
-Vamos de aquí -murmuró Leandro, después de breve rato-. Esto está muy triste.
Salieron a la plaza del Progreso; Leandro, siempre cabizbajo y pensativo; Manuel, muerto de sueño.
En el café de la Marina -dijo Leandro- habrá holgorio.
-Más nos vale ir a casa -contestó Manuel.
Leandro, sin atenderle, bajó a la Puerta del Sol; entraron los dos muy silenciosos por la calle de la Montera y volvieron la esquina de la de Jardines. Era más de la una. Al paso las busconas, apostadas en los portales, con sus trajes claros, les detenían, y al ver el aspecto torvo de Leandro y la facha pobre de Manuel, les dejaban pasar, dándoles alguna broma por su seriedad.
A la mitad de la calle, estrecha y oscura, brillaba un farol rojo, que iluminaba la portada sórdida del café de la Marina.
Empujó la puerta Leandro y pasaron dentro. Enfrente, el tablado con cuatro o cinco espejos, relucía lleno de luz; en el local, angosto, la fila de mesas arrinconadas a una y otra pared no dejaban en medio más que un pasillo.
Se sentaron Leandro y Manuel. Éste apoyó la frente en la mano y quedó dormido; Leandro hizo una seña a dos cantaoras, vestidas con trajes vistosos, que hablaban con unas mujeres gordas, y las dos fueron a sentarse a la mesa.
-¿Qué vais a tomar? -las preguntó Leandro.
-Yo alpiste -contestó una de ellas, que era delgadita, nerviosa, con los ojos pequeños y pintados.
-¿Tú, cómo te llamas?
-Yo, María la Chivato.
-¿Y ésta?
-La Tarugo.