La lucha por la vida I: 048

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La lucha por la vida I Segunda parte Pío Baroja


El Pastiri se aprovechaba, vaciando un vaso tras otro. Era el tal un borrachín, compadre del Tabuenca, que se dedicaba también a engañar a los incautos con juegos de ballestilla. Manuel le conocía de verle en la ribera de Curtidores. Solía ejercer su arte en las afueras, jugando a las tres cartas. Colocaba tres naipes sobre una tablita; uno de éstos lo mostraba; luego cambiaba de lugar los otros dos muy despacio, dejando quieta la carta que había enseñado, y ponía encima de los tres naipes un palito, y apostaba a que no se indicaba cuál era la que había enseñado.

Y no se daba con la carta nunca; tan bien preparado estaba el juego.

Una operación parecida a ésta solía realizar el Pastiri con tres fichas de juego de damas, debajo de una de las cuales ponía una bolita de papel o miga de pan; apostaba a que no se decía debajo de cuál de las tres estaba la bolita, y si por casualidad alguno acertaba, la escamoteaba con la uña.

El Pastiri aquella noche estaba repleto de alcohol y completamente afónico.

Manuel, que había bebido algo de más, sintió el principio del mareo, pensó en el modo de huir disimuladamente; pero cuando se decidió, el hermano de la tabernera cerraba la puerta de la taberna. Antes de que concluyese de hacerlo entró, por la media puerta que aún quedaba abierta, un hombre bajito, afeitado, vestido de negro, con una boina de visera, el pelo rizado y aspecto de andrógino repugnante. Saludó afectuosamente a Leandro. Era un cordero de la casa del tío Rilo, de fama sospechosa, a quien llamaban el Besuguito, por su cara de pez, y por mal mote, la Tragabatallones.

Bebió el cordonero un sorbo de una copa, de pie, y se puso a hablar con voz gruesa, pero de mujer, una voz untuosa, desagradable, recalcando sus palabras con porción de aspavientos y dengues.

No atajaba nadie su verbosidad. El mejor día -dijo- iban a quedar enterrados todos los que vivían en las Injurias, entre los escombros de la Fábrica de Gas.

-Pa mí -añadió- que se debía terraplenar toda esta hondonada; en parte yo lo sentiría, porque tengo buenas amistades en este barrio.

-¡Ay!... Zape -dijo uno de los jugadores.

-Sí, lo sentiría -siguió diciendo el Besuguito, sin hacer caso de la interrupción-; pero la verdad es que poco se iba a perder, porque, como dice Angelillo, el sereno del barrio, aquí no viven más que los de la busca, randas y prostitutas.

-¡Cállate tú, sarasa ¡Tragabatallones! -gritó la tabernera-; este barrio es tan bueno como el tuyo.

-Y en eso no dejas de tener razón -replicó el Besuguito-; porque mira que el Portillo de Embajadores y las Peñuelas hay que verlos. Na, allí el sereno no ha conseguido que se cierren las puertas de noche. Él las cierra, y las abren los vecinos. Porque como todos son de la busca... A mí me dan cada susto...

Se celebró entre algazara el susto del Besuguito, que siguió impertérrito con su charla insubstancial y redicha, adornada de consideraciones y recovecos. Manuel apoyó un brazo encima de la mesa, y con una mejilla sobre él quedó dormido.

-Pero tú, ¿por qué no bebes, Pastiri? -preguntó Leandro-. ¿Es que me desairas? ¿A mí?

-No, hombre; es que ya no puede pasar -contestó el de las tres cartas, con su voz desgarrada, llevando la mano abierta a la garganta. Luego, con voz que parecía venir de un órgano roto, gritó:

-¡Paloma!

-¿Quién llama a esta mujer? -contestó inmediatamente el Valencia, levantando la mirada por entre el grupo de jugadores.

-Yo -contestó el Pastiri-. Que venga la Paloma.

-¡Ah!... ¿Eres tú? Pues no pue ser -replicó el Valencia.

-He dicho que venga la Paloma -repuso el Pastiri, sin mirar al matón.

Éste pareció no oír la frase. El de las tres cartas se levantó molestado por la descortesía, y dando en la manga al Valencia con el revés de la mano, repitió su frase, recalcando palabra por palabra:

-He dicho que venga la Paloma, que esos amigos quien hablar con esa señora.


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