La lucha por la vida I: 053
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La lucha por la vida I Segunda parte | Pío Baroja |
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-¿Al cangrejo? -preguntaron todos extrañados.
-Sí; un vapor que pasó a muchas millas, al oír los lamentos del cangrejo pensó si sería la señal de alarma de algún barco náufrago, se acercó a la isla, me recogió, y a los pocos días ya estaba con mi compañía.
Don Alonso, al concluir su narración, hizo una mueca más expresiva y con su torre Infiel se marchó a la calle. El Aristas, Rebolledo y Manuel celebraron las historias del titiritero, y el aprendiz de gimnasta se afianzó más en su idea de seguir trabajando en el trapecio y en el trampolín, para ver aquellas lejanas tierras de las cuales hablaba don Alonso.
Un par de semanas después ocurrió una de las cosas que más impresionaron a Manuel en toda su vida. Era domingo; el muchacho fue a casa de su madre, la ayudó como solía hacer siempre, a secar platos. Vinieron después las hijas de la Petra, y, por cuestión de unas faldas o de unas enaguas que la menor había comprado con el dinero de la mayor, se pasaron las dos toda la tarde riñendo.
Manuel, aburrido de la charla, se fue pretextando una ocupación.
Estaba lloviendo a cántaros; Manuel llegó a la Puerta del Sol, entró en el café de Levante y se sentó cerca de la ventana. Huía la gente endomingada corriendo a refugiarse en los portales de la ancha plaza; los coches pasaban de prisa en medio de aquel diluvio; los paraguas iban y venían y se entrecruzaban con sus convexidades negras, brillantes por el agua, como un rebaño de tortugas. A la hora escampó, y Manuel salió del café; era todavía temprano para ir a casa; Manuel pasó por la plaza de Oriente y quedó en el Viaducto mirando desde allá a la gente que pasaba por la calle de Segovia.
En el cielo, ya despejado, nadaban nubes oscuras, blancas en los bordes, como montañas coronadas de nieve; a impulsos del viento corrían y desplegaban sus alas; el sol claro alumbraba con rayos de oro el campo, resplandeciente en las nubes, las enrojecía como brasas; algunos celajes corrían por el espacio, blancos jirones de espuma. Aún no manchaba la hierba verde las lomas y las hondonadas de los alrededores madrileños; los árboles del Campo del Moro aparecían rojizos, esqueléticos, entre el follaje de los de hoja perenne; humaredas negruzcas salían rasando la tierra para ser pronto barridas por el viento.
Al paso de las nubes la llanura cambiaba de color; era sucesivamente morada, plomiza, amarilla, de cobre; la carretera de Extremadura trazaba una línea quebrada, con sus dos filas de casas grises y sucias.
Aquel severo, aquel triste paisaje de los alrededores madrileños con su hosquedad torva y fría le llegaba a Manuel al alma.
Abandonó el balcón del Viaducto, cruzó por unas cuantas callejuelas, hasta llegar a la calle de Toledo; bajó a la ronda y se dirigió a su casa.
Llegaba cerca del paseo de las Acacias cuando oyó a dos viejas que hablaban de un crimen cometido hacía un instante en la esquina de la calle del Amparo.
-Cuando le iban a coger, él mismo se ha matado -dijo una.
Manuel apresuró el paso por curiosidad y se acercó a un grupo de personas que había a la puerta del Corralón.
-¿De dónde era ese que se ha matado? -preguntó Manuel a Aristas.
-Pero ¡si es Leandro!
-¡Leandro!
-Sí; Leandro, que ha matado a la Milagros, y luego se ha matado él.
-Pero... ¿Es verdad?.
-Sí, hombre. Hace un momento.
-¿Aquí, en casa?
-Aquí mismo.
Manuel, despavorido, subió la escalera hasta la galería. Aún quedaba el charco de sangre en el suelo. El señor Zurro, el único espectador del drama, contaba lo ocurrido a un grupo de vecinos.