La lucha por la vida I: 056
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La lucha por la vida I Tercera parte | Pío Baroja |
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A Manuel, que estaba curado de espanto, porque en la Corrala había más de una combinación matrimonial parecida, no le asombró la cosa; lo que le indignaba era la tacañería del tío Patas y de su gente.
Toda la escrupulosidad que no tenía la mujer del tío Patas en otras cuestiones, la guardaba, sin duda, para las cuentas. Acostumbrada a sisar, conocía al dedillo las socaliñas de las criadas y no se le escapaba un céntimo: siempre creía que la robaban. Era tal su espíritu de economía, que todos en casa comían pan seco, confirmando el dicho popular de que «en casa del herrero, cuchillo de palo».
La cuñada, mujer cerril, de nariz corta, mejillas rojas, de pecho y caderas abundantes, podía dar lecciones de sordidez a su hermana, y en cuestión de falta de pudor y de dignidad la aventajaba con mucho. Solía andar por la tienda despechugada, y no había repartidor que no la diese un tiento en la pechera.
-¡Qué gorda estás, oh! -la decían los paisanos.
Y no parecía sino que toda aquella grasa tan manoseada no la pertenecía, porque no protestaba; pero si alguien trataba de escamotearla en la cuenta algún panecillo, entonces se ponía hecha una fiera.
Los domingos, por la tarde, el tío Patas, su mujer, su cuñada y su hijo solían jugar en la calle, al mus, en una mesita, en medio del arroyo; nunca se atrevían a dejar la tienda sola.
A los tres meses de entrar Manuel allá, la Petra fue a ver al tío Patas, y le dijo que diera al chico algún jornal. El tío Patas se echó a reír: le parecía la pretensión el colmo de lo absurdo, y dijo que no, que era imposible: que el muchacho no ganaba el pan que comía.
Entonces la Petra buscó otra casa para Manuel, y lo llevó a una tahona de la calle del Horno de la Mata a que aprendiera el oficio de panadero.
En la tahona, para comenzar el aprendizaje le pusieron en el horno a ayudar al oficial de pala. El trabajo era superior a sus fuerzas. Se tenía que levantar a las once de la noche, y comenzaba por limpiar con una raedera unas latas de hierro, en donde se cocían bollos, pasándolas, después de frotadas, con una brocha untada en manteca derretida; hecho esto, ayudaba al oficial de pala a sacar la brasa del horno con un hierro; luego, mientras el hornero cocía, iba cogiendo tablas pesadísimas, cargadas de panecillos, y las llevaba del amasadero, a la boca del horno; y cuando el oficial metía los panecillos dentro, volvía Manuel con las tablas al amasadero. A medida que el pan salía del horno, lo mojaba con un cepillo empapado en agua, para dar brillo a la corteza. A las once de la mañana se concluía el trabajo, y en los intervalos de descanso, Manuel y los trabajadores dormían.
La vida allí era horriblemente penosa.
La tahona ocupaba un sótano oscuro, triste y sucio. Estaba el piso del sótano por debajo del nivel de la calle, a la cual tenía unas ventanas con cristales tan oscurecidos por el polvo y las telarañas, que no dejaban pasar más que luz turbia y amarillenta. A todas horas se trabajaba con gas.
Se entraba a la tahona por una puerta que daba a un patio grande, en el cual se levantaba un cobertizo de cinc agujereado, que protegía de la lluvia, o trataba de proteger al menos, las cargas de ramaje de retama y las pilas de leña allí amontonadas.
De este patio, por una puerta baja, se pasaba a un largo corredor, estrecho y húmedo, negro por todas partes, y en el cual no se veía más que allá en el fondo el cuadrado de luz de una ventana alta con unos cuantos cristales rajados y sucios, por donde entraba claridad triste.
Cuando los ojos se acostumbraban a la penumbra reinante, se veían en las paredes del corredor cestos de repartir, palas del horno, blusas, gorras y zapatos colgados en clavos, y en el techo, gruesas telas de araña plateadas y llenas de polvo.
A ambos lados del pasillo, y a la mitad de su longitud, se abrían dos puertas frente por frente: una daba al horno; la otra, al amasadero.
El sitio del horno era anchuroso, con las paredes recubiertas de hollín, negro como una cámara oscura; un mechero de gas brillaba en aquella caverna, sin iluminar apenas nada. Delante de la boca del horno, en un tinglado de hierro, estaban colocadas las palas; arriba, en el techo, se entreveían tubos grandes de chimenea cruzados.
El amasadero, menos negro, resultaba más sombrío que la cocina del horno; a su interior llegaba una luz pálida por dos ventanas que daban al patio, con los cristales empañados por el polvo de la harina. Veíase siempre allí a diez o doce hombres en camiseta, agitando los brazos desesperadamente sobre las artesas, y en el fondo del local una mula movía lentamente la máquina de amasar.