La lucha por la vida I: 059

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La lucha por la vida I Tercera parte Pío Baroja


Manuel cruzó despacio el Viaducto, llegó a las Vistillas, miró cómo unos traperos hacían sus apartijos, después de extender el contenido de los sacos en el suelo, y se sentó un rato al sol. Veía, con los ojos entornados, los arcos de la iglesia de la Almudena, por encima de una tapia; más arriba, el Palacio Real, blanco y brillante; los desmontes arenosos de la Montaña del Príncipe Pío, y su cuartel rojo y largo, y la hilera de casas del paseo de Rosales, con sus cristales incendiados por la luz del sol.

Hacia la Casa de Campo algunos cerrillos pardos se destacaban, escuetos, con dos o tres pinos; como recortados y pegados sobre el aire azul.

De las Vistillas bajó Manuel a la ronda de Segovia. Al pasar por la calle del Águila vio que el almacén del señor Ignacio seguía cerrado. Entró Manuel en la casa, y preguntó en el patio por la Salomé.

-Estará trabajando en su casa -le dijeron.

Subió por la escalera y llamó en el cuarto; se oía desde fuera el ruido de la máquina de coser.

Abrió la Salomé y pasó Manuel. Estaba la costurera tan guapa como siempre, y, como siempre, trabajando. Sus dos chicos todavía no habían ido al colegio. La Salomé contó a Manuel que el señor Ignacio había estado en el hospital y que andaba buscando dinero para pagar algunas deudas y seguir con el negocio; la Leandra, en aquel momento, en el río; la señora Jacoba, en el puesto, y Vidal, golfeando y sin querer trabajar.

Se empeñaba en reunirse con un condenado bizco, más malo que un dolor, y estaba hecho un randa. Andaban siempre los dos con mujeres perdidas, en los cajones y merenderos de la carretera de Andalucía.

Manuel contó cómo había estado de panadero y cómo se puso malo; lo que no dijo fue la despedida de casa de su madre.

-Eso no te conviene a ti; debías aprender algún oficio menos fuerte -le aconsejó la Salomé.

Manuel estuvo charlando con la costurera toda la mañana; ella le convidó a almorzar, y él aceptó con gusto.

Por la tarde, Manuel se fue de casa de la Salomé, pensando que si él tuviera más años y un buen oficio que le diera dinero, se casaría con la Salomé, aunque se viese en la precisión de dar una puñalada al chulapo que la entretenía.

Al encontrarse en la ronda, lo primero que se le ocurrió a Manuel fue que no debía ir al puente de Toledo, ni mucho menos a la carretera de Andalucía, porque allí era fácil que se encontrase con Vidal o con el Bizco. Pensó así, efectivamente, y, a pesar de esto, bajó hacia el puente, echó una ojeada por los cajones, y viendo que allí no estaban sus amigos, siguió por el Canal, atravesó el Manzanares por el puente de un lavadero y salió a la carretera de Andalucía. En un merendero, con varias mesas debajo del cobertizo, estaban Vidal y el Bizco entre unos cuantos golfos que jugaban al cané.

-¡Eh, tú, Vidal -gritó Manuel.

-¡Rediez! ¿Eres tú? -dijo suprimo.

-Ya ves...

-¿Qué te haces?

-Nada; ¿y vosotros?

-A lo que cae.

Contempló Manuel cómo jugaban al cané. Cuanto terminaron una de las partidas, Vidal dijo:

-Qué, ¿vamos a dar un paseo?

-Vamos.

-¿Vienes tú, Bizco?

-Sí.

Echaron los tres a andar carretera de Andalucía adelante. Vivían Vidal y el Bizco de randas: aquí, cogiendo la manta de un caballo; allá, llevándose las lamparillas eléctricas de una escalera o robando alambres del teléfono; lo que se terciaba. No iban al centro de Madrid, porque no se consideraban todavía bastante diestros.


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