La lucha por la vida I: 060

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La lucha por la vida I Tercera parte Pío Baroja


Hacía unos días, contó Vidal, birlaron entre los dos a un chico una cabra, a orillas del Manzanares, cerca del puente de Toledo. Vidal entretuvo al chico jugando a las chapas, mientras que el Bizco agarraba la cabra y la subía por la rampa de los pinos al paseo de las Yeserías y la llevaba después a las Injurias. Entonces Vidal, señalándole al chico la parte opuesta de la rampa, le dijo: «Corre, que por allá va tu cabra», y mientras el muchacho echaba a trotar en la dirección indicada, Vidal se escabullía en las Injurias y se juntaba con el Bizco y su querida. Todavía estaban comiendo la carne de la cabra.

-Es lo que tú debes hacer -dijo Vidal-. Venirte con nosotros. ¡Si ésta es una vida de chipendi! Ya ves, hace unos días Juan el Burra y el Arenero; que viven en Casa Blanca, se encontraron en el camino de las Yeserías con un cerdo muerto. Iba un mozo con una piara al matadero, cuando se conoce que murió el animal; el mozo lo dejó allá, y Juan el Burra y el Arenero lo arrastraron hasta su casa, lo descuartizaron y hemos comido cerdo sus amigos durante más de una semana. ¡Si te digo que es una vida de chipendi!

Se conocían, por lo que decía Vidal, todos los randas, hasta los de los barrios más lejanos. Era una vida extrasocial la suya, admirable; hoy se veían en los Cuatro Caminos; a los tres o cuatro días, en el Puente de Vallecas o en la Guindalera, se ayudaban unos a otros.

Su radio de acción era una zona comprendida desde el extremo de la Casa de Campo, en donde se encuentran el ventorro de Agapito y las ventas de Alcorcón, hasta los Carabancheles; desde aquí, las orillas del arroyo Abroñigal, La Elipa; el Este, las Ventas y la Concepción hasta la Prosperidad; luego Tetuán hasta la Puerta de Hierro. Dormían, en verano, en corrales y cobertizos de las afueras.

Los del centro, mejor vestidos, más aristócratas, tenían ya su golfa, a ]a que fiscalizaban las ganancias y que se cuidaban de ellos; pero la golfería del centro era ya distinta, de otra clase, con otros matices.

A veces el Bizco y Vidal habían pasado malas épocas, comiendo gatos y ratas, guareciéndose en las cuevas del cerrillo de San Blas, de Madrid Moderno y del cementerio del Este; pero ya tenían los dos su apaño.

-¿Y de trabajar? ¿Nada? -preguntó Manuel.

-¡Trabajar!... pa el gato -contestó Vidal.

Ellos no trabajaban, tartamudeó el Bizco; con su chaira en la mano, ¿quién le tosía a él?

En el cerebro de aquella bestia fiera no habían entrado, ni aun vagamente, ideas de derechos y de deberes. Ni deberes, ni leyes, ni nada; para él la fuerza era la razón; el mundo un bosque de caza. Sólo los miserables podían obedecer la ley del trabajo; así decía él: El trabajo pa los primos; el miedo pa los blancos.

Mientras hablaban los tres, pasaron por la carretera un hombre y una mujer con un niño en brazos. Tenían aspecto entristecido, de gente perseguida y famélica, la mirada tímida y huraña.

-Esos son los que trabajan -exclamó Vidal-. Así están ellos.

-Que se hagan la santísima -murmuró el Bizco.

-¿Adónde irán? -preguntó Manuel, contemplándolos con pena.

A los tejares -contestó Vidal-. A vender azafrán, como dicen por ahí.

-¿Y por qué dicen eso?

-Como el azafrán es tan caro...

Se detuvieron los tres y se tendieron en el suelo. Estuvieron más de una hora hablando de mujeres y de medios de sacar dinero.

-¿No tenéis perras? -preguntó Vidal a Manuel y al Bizco.

-Dos reales -contestó éste.

-¡Anda, convida! Vamos a tomar una botella.

Accedió el Bizco refunfuñando, se levantaron y se fueron acercando a Madrid. Una fila de burros blanquecinos pasó por delante de ellos; un gitano joven y moreno, con una larga vara debajo del brazo, montado en las ancas del último borrico de la fila, gritaba a cada paso: ¡Coroné! ¡coroné!


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