La lucha por la vida I: 063

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La lucha por la vida I Tercera parte Pío Baroja


Llegó el cura con otro que traía una estola e hizo todas las ceremonias de la Unción. Cuando el vicario y sacristán salían, Manuel miró a su madre y la vio lívida, con la mandíbula desencajada. Estaba muerta.

El muchacho se quedó solo en el cuarto, iluminado por la luz de aceite, sentado en un baúl, temblando de frío y de miedo.

Toda la noche la pasó así; de vez en cuando entraba la patrona en paños menores y preguntaba algo a Manuel, o le hacía alguna recomendación, que éste, en general, no comprendía.

Manuel aquella noche pensó y sufrió lo que quizá nunca pensara ni sufriera: reflexionó acerca de la utilidad de la vida y acerca de la muerte con una lucidez que nunca había tenido. Por más esfuerzos que hacía, no podía detener aquel flujo de pensamientos que se enlazaban unos con otros.

A las cuatro de la mañana estaba toda la casa en silencio, cuando oyose ruido del picaporte en la puerta de la escalera; después, pasos en el corredor, y luego, el sonido quejumbroso de la caja de música colocada en la mesa del vestíbulo, que tocaba la Mandolinata.

Manuel se despertó sobresaltado, como de un sueño; no se pudo dar cuenta de lo que era aquella música; hasta pensó si se le había trastornado la cabeza. El organillo, después de unas cuantas paradas y asmáticos hipos, abandonó la Mandolinata y comenzó a tocar atropelladamente el dúo de Bettina y de Pippo, de La Mascota

Me olvidarás, gentil pastor, con ese traje tan señor.

Manuel salió de la alcoba y preguntó en la oscuridad.

-¿Quién es?

Al mismo tiempo se oyeron voces que salían de todos los cuartos. El organillo interrumpió el aire de La Mascota para emprender con brío el himno de Garibaldi. De repente cesaron las notas de la caja de música y una voz ronca gritó:

-¡Paco!¡Paco!

La patrona se levantó y preguntó quiénes alborotaban así; uno de los que habían entrado en la casa, con voz aguardentosa, dijo que eran estudiantes de la casa de huéspedes del piso tercero, que venían del baile en busca de Paco, uno de los comisionistas. La patrona les dijo que había un muerto en la casa, y uno de los borrachos, que era estudiante de Medicina, dijo que deseaba verle. Se le pudo disuadir de su idea y todos se marcharon. Al otro día se avisó a las hermanas de Manuel y se enterró a la Petra...

Al día siguiente del entierro, Manuel salió de la casa de huéspedes y se despidió de doña Casiana.

-¿Qué vas a hacer? -le dijo ésta.

-No sé; ya veremos.

-Yo no te puedo tener, pero no quiero que pases hambre. Alguna que otra vez ven por aquí.

Después de callejear toda la mañana, Manuel se encontró al mediodía en la ronda de Toledo, recostado en la tapia de las Américas y sin saber qué hacer. A un lado, sentado también en el suelo, había; un chiquillo astroso, horriblemente feo y chato, con un ojo nublado, los pies desnudos y un chaquetón roto, por cuyos agujeros se veía la piel negra, curtida por el sol y la intemperie. Colgado del cuello llevaba un bote para coger colillas.

-¿Dónde vives tú? -le preguntó Manuel.

Yo no tengo padre ni madre -contestó indirectamente el muchacho.

-¿Cómo te llamas?

-El Expósito.

-¿Y porqué te llaman Expósito?

-¡Toma! Porque soy inclusero.

-Y tú ¿no has tenido nunca casa?

-Yo no.


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