La lucha por la vida I: 074
Pág. 074 de 97
|
La lucha por la vida I Tercera parte | Pío Baroja |
---|
-Bueno.
-Toma esto para la cabeza -y le arrojó una falda de mujer arrebuñada.
Manuel apoyó allí la cabeza y quedó dormido. Se despertó a la madrugada. Se incorporó y se sentó en el suelo sin darse cuenta de dónde podía encontrarse. Entraba pálida claridad de un ventanuco. Vidal, tendido en el colchón, roncaba; a su lado dormía una muchacha, respirando con la boca abierta; grandes chafarrinones de pintura le surcaban las mejillas.
Manuel sentía el malestar de haber bebido demasiado el día anterior y profundo abatimiento. Pensó seriamente en su vida:
-Yo no sirvo para esto -se dijo-; ni soy un salvaje como el Bizco, ni un desahogado como Vidal. ¿Y qué hacer?
Ideó mil cosas, la mayoría irrealizables, imaginó proyectos complicados. En el interior luchaban oscuramente la tendencia de su madre, de respeto a todo lo establecido, con su instinto antisocial de vagabundo, aumentado por su clase de vida.
-Vidal y el Bizco -se dijo- son más afortunados que yo; no tienen vacilaciones ni reparos; se han lanzado...
Pensó que al final podían encontrar el palo o el presidio; pero mientras tanto no sufrían; el uno por bestialidad, el otro por pereza, se abandonaban con tranquilidad a la corriente...
A pesar de sus escrúpulos y remordimientos, el verano lo pasó Manuel protegido por el Bizco y Vidal, viviendo en Casa Blanca con su primo y la querida de éste, muchachuela vendedora de periódicos y buscona al mismo tiempo.
La Sociedad de los Tres funcionó por las afueras y las Ventas, la Prosperidad y el barrio de doña Carlota, el Puente de Vallecas y los Cuatro Caminos; y si la existencia de esa Sociedad no llegó a sospecharse ni a pasar a los anales del crimen, fue porque sus fechorías se redujeron a modestos robos de los llamados por los profesionales al descuido.
No se contentaban los tres socios con espigar en las afueras de Madrid: extendían su radio de acción a los pueblos próximos y a todos los sitios en general en donde se reuniera alguna gente.
Los mercados y las plazuelas eran lugares de prueba, porque el descuido podía ser de mayor cantidad; pero, en cambio, la policía andaba ojo avizor.
En general, los puntos más explotados por ellos eran los lavaderos.
Vidal, con su genuina listeza, convenció al Bizco de que él era quien poseía más condiciones para el afano; el otro, por vanidad, se lanzaba siempre a lo más peligroso, el coger la prenda, mientras Vidal y Manuel estaban a la husma.
Solía decir Vidal a. Manuel, en el momento mismo del robo, cuando el Bizco se guardaba debajo de la chaqueta la sábana o la camisa:
-Si viene alguno no hagas seña ni nada. Que lo cojan; nosotros callados, hechos unos púas, sin movernos; nos preguntan algo, nosotros no sabemos nada, ¿eh?
-Convenido.
Sábanas, camisas, mantas y otra porción de ropas robadas por ellos las pulían en la ropavejería de la ribera de Curtidores, adonde solía ir de visita don Telmo. El amo, encargado o lo que fuese, de la tienda, compraba todo lo que le llevaban los randas a bajo precio.
Vigilaba esta ropavejería de peristas, de las asechanzas de algún polizonte torpe (los listos no se ocupaban de estas cosas), un hombre a quien llamaban el Tío Pérnique. Este hombre se pasaba la vida paseándose por delante del establecimiento. Para disimular la guardia vendía cordones para las botas y géneros de saldo que le entregaban en la ropavejería.
En la primavera este hombre se ponía un gorro blanco de cocinero y pregonaba unos pastelillos con una palabra que apenas pronunciaba y que se entretenía en cambiar constantemente. Unas veces la palabra parecía ser ¡Pérquique! ¡Pérquique!; pero inmediatamente cambiaba el sonido, se transformaba en ¡Pérqueque! o en ¡Párquique! y estas evoluciones fonéticas se alargaban hasta el infinito.