La lucha por la vida I: 087

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La lucha por la vida I Tercera parte Pío Baroja


La Justa entró en la cocina, y después de mirar las sillas, por si tenían algo que ensuciara su vestido, se sentó en una. Luego habló por los codos, diciendo tonterías a porrillo y riendo ella misma sus chistes.

Manuel la escuchaba silencioso; la verdad es que no era tan guapa como se había figurado, pero no por eso le gustaba menos. Tendría unos diez y ocho años, era morena, bajita, de ojos muy negros y muy vivos, la nariz respingona y descarada, la boca sensual, de labios gruesos. Era algo fondoncilla y abundante de pecho y de caderas; iba limpia, fresca, con el moño muy empingorotado y unos zapatos nuevos y relucientes.

Mientras hablaba la Justa y la oían extasiados sus padres, se presentó en la cocina un jorobado de una de las casuchas de la hondonada, a quien llamaban el Conejo, y que tenía, efectivamente, en su rostro gran semejanza con el simpático roedor cuyo nombre llevaba.

Era el Conejo del gremio del señor Custodio, y conocía ajusta desde niña; Manuel solía verle todos los días, pero no paraba su atención en él. Entró el Conejo en casa del señor Custodio y se puso a decir simplezas y a reírse a carcajadas; pero de un modo tan mecánico que molestaba, porque parecía que detrás de aquel reír continuo debía haber amargura muy grande. La Justa le tocó la joroba, pues sabido es que esto da la buena suerte, y el Conejo se echó a reír.

-¿Te han llevado alguna otra vez a la Delegación? -le preguntó ella.

-Sí; muchas veces... ji... ji...

-¿Y por qué?

-Porque el otro día me puse a gritar en la calle: ¡Aire, quién compra el paraguas de Sagasta, el sombrero de Krüger, el orinal del Papa, una lavativa que se le ha perdido a una monja cuando estaba hablando con el sacristán!...

El Conejo daba gritos formidables y la justa se reía a carcajadas.

-¿Y ya no cantas la misa como antes?

-Sí, también.

-Pues cántala.

El jorobado había tomado, como motivo de escándalo, el Prefacio de la Misa, y substituía las palabras sagradas por otras con que anunciaba su comercio, y empezó a gritar:

-Quién me vende... las zapatillas... los pantalones... las alpargatas... las botas viejas... y las usadas... las lavativas... los orinales y hasta la camisa.

A la justa le producían los gritos del jorobado una risa nerviosa. El Conejo, después de cantar dos o tres veces el Prefacio, tomó el aire de las rogativas y cantó unas cosas con voz de tiple y otras con voz de bajo:

El sombrero de copa... y en vez de decir Liberanos dominé, decía: ahora mismo compraré... el chaleco viejo... una perra gorda daré...

El jorobado tuvo que callarse para que dejara de reír la justa.

De pronto ésta advirtió el entusiasmo de Manuel, y, a pesar de que no le parecía una gran conquista, se puso seria, le animó y le dedicó miradas furtivas, que hicieron latir apresuradamente el corazón del muchacho.

Cuando se fue la hija del señor Custodio, Manuel se quedó como si le hubieran dejado a oscuras. Pensó que con el recuerdo de las miradas incendiarias tendría que vivir dos o tres semanas.

Al día siguiente, cuando Manuel se encontró con el Conejo, escuchó las tonterías que le dijo el jorobado, que siempre estaba hablando del obispo de Madrid-Alcalá, y luego trató de llevar la conversación al tema del señor Custodio y su familia.

-Es guapa la Justa, ¿verdad?

-Psch... sí -y el Conejo miró a Manuel con aspecto reservado de hombre que oculta un misterio.

-Usted la ha conocido de chica, ¿eh?

-Sí; pero he conocido a otras muchas.

-¿Tiene novio?

-Sí lo tendrá. Todas las mujeres tienen novio, a no ser que sean muy feas.


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