La lucha por la vida I: 088

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La lucha por la vida I Tercera parte Pío Baroja


-¿Y quién es el novio de la justa?

-Cualquiera; yo creo que es el obispo de Madrid-Alcalá.

El Conejo era hombre de aspecto muy inteligente; tenía la cara larga, la nariz corva, la frente ancha, los ojos pequeños y brillantes y una perilla rojiza y en punta como la de un chivo.

Un tic especial, un movimiento convulsivo de la nariz agitaba su rostro de vez en cuando, y era lo que le daba más semejanza con un conejo. Reía tan pronto con carcajada nerviosa, metálica, sonora, como con risa sorda de polichinela. Miraba a la gente de arriba abajo y de abajo arriba, de manera insolente a fuerza de ser burlona, y para más sorna detenía su mirada en los botones del traje de su interlocutor, e iba danzando con la vista de la corbata al pantalón y de las botas al sombrero. Tenía especial empeño en vestir de un modo ridículo y le gustaba adornarse la gorra con vistosas plumas de gallo, andar con botas de montar y hacer otra porción de extravagancias.

Le gustaba también embromar a la gente con sus mentiras, y afirmaba las cosas que inventaba con tal tesón, que no se comprendía si se estaba riendo o hablando en serio.

-¿No sabe usted lo que le ha pasado esta tarde al obispo de Madrid-Alcalá en las Cambroneras? -decía a algún conocido.

-No.

-Pues que ha ido a hacer una visita para darle una limosna a Garibaldi, y Garibaldi le ha sacado una jícara de chocolate al señor obispo. Se ha sentado el señor obispo, ha tomado una sopa y clac... no se sabe qué le ha pasado; se ha quedado muerto.

-¡Pero, hombre!...

-Es cosa de los republicanos -decía el Conejo, muy serio, y se marchaba a otra parte a propagar la noticia o a contar otro embuste. Se metía en un grupo:

-¿Ya saben ustedes eso de Weyler?

-No; ¿qué ha pasado?

-Nada; que al volver del Campamento unas moscas se la han puesto en la cara y le han comido toda la oreja. Ha pasado por el puente de Segovia echando sangre.

Así se divertía aquel bufón.

Por las mañanas echaba el saco a la espalda e iba al centro de Madrid y anunciaba su oficio por las calles, mezclando en sus pregones a personajes políticos y hombres ilustres, lo que algunas veces le había valido los honores de la Delegación.

Era el Conejo perverso y malintencionado como un demonio; la muchacha de los alrededores que tuviera su lío podía temblar, porque se las apañaba para sorprenderla. Lo sabía todo, lo husmeaba todo; pero, al parecer, no se valía de sus descubrimientos. Con asustar, estaba satisfecho.

-El Conejo lo sabrá -le solían decir algunas veces cuando se sospechaba algo.

-Yo no sé nada; yo no he visto nada -contestaba él riéndose-; yo no sé nada.

Y de aquí no había medio de sacarle.

Cuando Manuel fue conociendo al Conejo, sintió por él, si no estimación, cierto respeto por su inteligencia.

Era tan listo aquel jorobado bufón, que se las arreglaba en el Rastro muchas veces para engañar a sus colegas, que de tontos no tenían un pelo.

Casi todas las mañanas se reunían los traperos en la cabecera del Rastro para cambiar impresiones y prendas usadas. El Conejo se enteraba de lo que necesitaban los vendedores de los puestos, y aquello que querían; él lo compraba a los traperos y se lo revendía a los de los puestos, y entre cambalaches y ventas siempre salía ganando...

En los domingos sucesivos la justa tomó como entretenimiento el entusiasmar a Manuel. La muchacha tenía una libertad absoluta de palabra y conocimiento completo y acabado de todas las frases -y timos madrileños.


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