La lucha por la vida I: 092

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La lucha por la vida I Tercera parte Pío Baroja


La Justa, que se enteró, se echó a reír.

Manuel esperó la muerte del toro mirando al suelo; volvieron a salir las mulillas, y al arrastrar el caballo quedaron todos los intestinos en el suelo, y un monosabio los llevó con el rastrillo.

-Mira, mira el mondongo -dijo, riendo, la justa.

Manuel, sin decir nada ni hacer caso de observaciones, salió del tendido. Bajó a unas galerías grandes, llenas de urinarios que olían mal, y anduvo buscando la puerta, sin encontrarla.

Sentía rabia contra todo el mundo; contra los demás y contra él. Le pareció el espectáculo una asquerosidad repugnante y cobarde.

Él suponía que los toros era una cosa completamente distinta a lo que acababa de ver; pensaba que se advertiría siempre el dominio del hombre sobre la fiera, que las estocadas serían como rayos y que en todos los momentos de la lidia habría algo interesante y sugestivo; y, en vez del espectáculo que él soñaba, en vez de la apoteosis sangrienta del valor y de la fuerza, veía una cosa mezquina y sucia, de cobardía y de intestinos; una fiesta en donde no se notaba más que el miedo del torero y la crueldad cobarde del público recreándose en sentir la pulsación de aquel miedo.

Aquello no podía gustar -pensó Manuel- más que a gente como el Carnicerín, a chulapos afeminados y a mujerzuelas indecentes.

Al llegar a casa, Manuel arrojó de sí con rabia el sombrero y las botas y el traje con el cual había ido a la plaza tan ridículo...

Se comentó mucho por el señor Custodio y su mujer la indignación de Manuel, y a él mismo le produjo cierto asombro; comprendía que no le hubiera gustado; lo que le chocaba es que le produjese tanta ira y tanta rabia.

Pasó el verano; la justa comenzó a hacer los preparativos para la boda; Manuel, mientras tanto, proyectaba marcharse de casa del señor Custodio y salir de Madrid. ¿Adónde? No lo sabía; cuanto más lejos, mejor -pensaba.

En el mes de noviembre se celebró la boda de una compañera del taller de la justa, en la Bombilla. No podían ir el señor Custodio y su mujer, y Manuel acompañó a la justa.

Vivía la novia en la ronda de Toledo, y su casa era el punto de partida de los invitados.

A la puerta esperaba un ómnibus grande, en donde cabían una infinidad de personas.

Subieron todos los invitados; la Justa y Manuel se acomodaron en la imperial del coche y esperaron un rato. Se presentaron los novios, rodeados de una nube de chiquillos que gritaban; él tenía facha de hortera; ella, esmirriada y fea, parecía una mona; los padrinos iban detrás, y en el grupo de éstos, una vieja gorda, chata, bizca, de pelo blanco, con una rosa roja en la cabeza y una guitarra en la mano, avanzaba con aire flamenco.

-¡Viva la novia! ¡Vivan los padrinos! -gritó la bizca; contestaron todos sin gran entusiasmo, y echó a andar el coche en medio de la algarabía y las voces de unos y de otros. En el camino fueron todos chillando y cantando.

Manuel, al no ver al Carnicerín allí, no se atrevía a alegrarse, pensando que estaría ya en los Viveros.

La mañana era hermosa, húmeda; los árboles, de color de cobre, iban desprendiéndose de sus hojas secas, a impulso de las ráfagas suaves de viento; surcaban el cielo pálido nubes blancas; la carretera brillaba por la humedad; a lo lejos, en el campo, ardían montones de hojas, y las humaredas espesas corrían rasando la tierra.

Se detuvo el coche en una de las fondas de los Viveros; bajaron todos del ómnibus, y se reprodujeron los gritos y el clamoreo. El Carnicerín no estaba allí; pero se presentó poco después, y en la mesa se colocó al lado de la justa.

A Manuel le pareció el día odioso; hubo momentos en que sintió ganas de llorar. Pasó toda la tarde desesperado en un rincón, viendo cómo bailaba la justa con su novio al compás de las notas del organillo.

Al anochecer. Manuel se acercó a la Justa y, con gravedad cómica, la dijo bruscamente:

-Vamos, tú -y viendo que no le hacía caso, añadió-: Oye, justa, vamos a casa.


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