La lucha por la vida I: 093
Pág. 093 de 97
|
La lucha por la vida I Tercera parte | Pío Baroja |
---|
Anda. ¡Déjame a mí en paz! -replicó ella con malos modos.
-Es que tu padre ha dicho que para la noche estés en casa. Anda, vamos.
-Oye, niño -dijo el Carnicerín con pausa-. tA ti quién te da vela en este entierro?
-A mí me han encargado...
-Bueno; pues tú te callas. ¿Sabes?
-No me da la gana.
-Te haré callar yo calentándote las orejas.
-¿Usted a mí?... Si usted lo que es es un morral, un ladrón -y Manuel se echó sobre el Carnicerín; pero uno de los amigos de éste le soltó un garrotazo en la cabeza que lo dejó atontado. Trató el muchacho de volver a acometer al hijo del carnicero; dos o tres individuos le empujaron y lo zarandearon hasta ponerle en la carretera, a la puerta de la fonda.
-¡Hambrón!... Golfo -gritaba Manuel.
-Expresiones en casa -le dijo una de las amigas de la justa con sorna
-y canalla novedá.
Manuel, avergonzado y sediento de venganza, medio aturdido aún con el golpe, se tapó la cara con la boina y fue andando por el camino, llorando de rabia. Al poco tiempo sintió alguien que se le acercaba corriendo tras él.
-Manuel, Manolillo -le dijo la justa con voz cariñosa y burlona-, ¿qué tienes?
Manuel respiró fuerte y se le escapó un largo sollozo de dolor.
-¿Qué tienes? Anda, vuelve. Iremos juntos.
-No, no; déjame.
Luego no supo qué resolución tomar, y sin hablar más, echó a correr camino de Madrid.
La carrera secó sus lágrimas y reanimó sus iras. Estaba dispuesto a no volver a casa del señor Custodio, aunque se muriera de hambre.
La ira le subía en oleadas a la garganta; sentía furor negro, vagas ideas de acometer, de destruir todo, de echar todas las cosas al suelo y despanzurrar a todos los hombres.
El prometía al Carnicerín que, si alguna vez le encontraba a solas, le echaría las zarpas al cuello hasta estrangularle, le abriría en canal como a los cerdos y le colgaría con la cabeza para abajo y un palo entre las costillas y otro en las tripas, y le pondría, además, en la boca una taza de hoja de lata, para que gotease allí su maldita sangre de cochino.
Y luego generalizaba su odio y pensaba que la sociedad entera se ponía en contra de él y no trataba más que de martirizarle y de negarle todo.
Pues bien; él se pondría en contra de la sociedad, se reuniría con el Bizco y asesinaría a diestro y siniestro, y cuando, cansado de hacer crímenes, le llevaran al patíbulo, miraría desde allí al pueblo con desprecio y moriría con un supremo gesto de odio y de desdén.
Mientras barajaba en la cabeza todas estas ideas de exterminio, iba oscureciendo. Manuel subió a la plaza de Oriente, y de allí siguió por la calle del Arenal.
Estaban asfaltando un trozo de la Puerta del Sol; diez o doce hornillos, puestos en hilera, vomitaban por sus chimeneas un humo espeso y acre.
Todavía las luces blancas de los arcos voltaicos no había iluminado la plaza; las siluetas de unos cuantos hombres que removían la masa de asfalto en las calderas con largos palos, se agitaban diabólicamente ante las bocas inflamadas de los hornillos.
Manuel se acercó a una de las calderas y oyó que le llamaban. Era el Bizco; se hallaba sentado sobre unos adoquines.
-¿Qué hacéis aquí? -le preguntó Manuel.