La lucha por la vida II: 011
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La lucha por la vida II Primera parte | Pío Baroja |
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-Entonces voy ahora mismo. Manuel dejó la guardilla de Roberto sin despedirse de Álex y se marchó en busca de Bernardo Santín a la calle de Luchana. Era el piso tercero, pero con el entresuelo y el principal resultaba quinto. Llamó Manuel y le abrió un viejo con ojos encarnados, el padre de Bernardo. Le explicó a lo que iba, y el viejo se encogió de hombros y se fue a la cocina, donde estaba guisando. Manuel esperó a que llegara Bernardo. La casa estaba todavía sin muebles; sólo había una mesa y unos cuantos cacharros en la cocina y en un cuarto grande dos camas. Llegó Bernardo, almorzaron los tres y dispuso Santin que el muchacho pidiera una escalera al portero y se dedicase a sujetar y a componer los cristales de la galería.
Después de dar estas órdenes, dijo que le esperaban, y se fue. Manuel, el primer día, se lo pasó en lo alto de una escalera sujetando los cristales con listas de plomo y los rotos con tiras de papel.
Le costó mucho tiempo el arreglar los cristales; después, Manuel colocó las cortinas y empapeló la galería con papel continuo de color azulado.
A la semana o cosa así apareció Roberto con los catálogos. Marcó con lápiz las cosas necesarias que se habían de traer, y le dijo a Bernardo cómo debía poner el laboratorio; le señaló un sitio donde era conveniente hacer un tragaluz para poner las placas al sol y sacar las positivas, y le indicó otra porción de cosas. Bernardo se fijó en lo que le decía y transmitió el encargo a Manuel. Bernardo, además de ser poco inteligente, era un gandul completo. Sólo cuando venía su novia a ver cómo marchaban los trabajos fingía estar atareado.
Era la novia muy simpática; a Manuel le pareció hasta bonita, a pesar de tener el pelo rojo y las pestañas y las cejas del mismo color. Tenía una carita blanca, algo pecosa; la nariz, sonrosada, respingona; los ojos, claros, y los labios, también rojos y tan bonitos que despertaban el deseo de besarlos. Era de pequeña estatura, pero estaba muy bien formada.
Hablaba rozando las erres y convirtiendo las ces en eses.
Parecía bastante enamorada de Bernardo, lo cual a Manuel le chocó. «Es que no le conoce», pensó.
Bernardo, con un convencimiento absoluto de su propia ciencia, la explicaba a la muchacha los trabajos que hacía, cómo iba a poner el laboratorio. Lo que oía a Roberto se lo espetaba a su novia con un descaro inaudito. La muchacha lo encontraba todo muy bien; sin duda, se prometía un porvenir risueño.
Manuel, que comprendía el timo que estaba dando Bernardo, pensaba si no sería una obra de caridad advertirle a la rubia que su novio era un zascandil que no servía para nada; pero ¡quién le metía a él en esto!
Bernardo se llevaba la gran vida; paseaba, compraba alhajas en las casas de préstamos, jugaba en el Frontón Central. Si algo hacía en casa era dar disposiciones contradictorias y embarullarlo todo. Mientras tanto, el padre, indiferente, guisaba en la cocina y se pasaba el día entero machacando en el almirez o picando en el tajo.
Manuel, iba a la cama tan cansado, que se dormía en seguida; pero una noche que no se durmió tan pronto oyó en el otro cuarto a Bernardo que decía:
Voy a mataros.
-¿Le mata? -preguntó la voz del viejo de los ojos encarnados.
-Espera-replicó el hijo-; me has interrumpido.
Y volvió a comenzar nuevamente la lectura, porque no se trataba más que de una lectura, hasta llegar otra vez al: Voy a mataros. En las noches siguientes continuó Bernardo leyendo con un tono terrible. Era éste, sin duda, su único trabajo.
Bernardo no tenía más preocupación que su padre; lo demás le era completamente indiferente; había sacado el dinero a su novia y vivía con aquel dinero y lo gastaba como si fuera suyo. Cuando llegaron la máquina y los demás artefactos de fotografía de Alemania, al principio se entretuvo en impresionar placas, que reveló Roberto; pronto se aburrió de esto y no hizo nada.
Era torpe y bruto hasta la exageración; no hacía más que necedades: abrir la linterna cuando se estaban revelando las placas, confundir los frascos. Roberto se exasperaba al ver que no ponía ningún cuidado.
Mientras tanto, adelantaban los preparativos de boda. Manuel y Bernardo fueron varias mañanas al Rastro y compraron fotografías de actrices hechas en París por Reutlinger, despegaron de la cartulina el retrato y lo volvieron a pegar en otros cartones con la firma «Bernardo Santín, fotógrafo», puesta al margen con letras doradas.