La lucha por la vida II: 023
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La lucha por la vida II Primera parte | Pío Baroja |
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-Caballero, señor don Sergio -y Peñalar se levantó con las gafas en la mano y paseó por el cuarto su mirada oscura de cegato-,está usted en un profundo error. No vengo a pedir limosna, ni son ésos mis hábitos.
Nadie podrá decirlo; vengo -y se caló los lentes con resolución- a cumplir un deber sagrado.
-Concluyamos. ¿Qué deber sagrado es ése? ¡Qué! Basta de farsas. La charlatanería me revienta.
-Permítame usted que me siente. Estoy fatigado -murmuró Peñalar con voz desfallecida- ¿No nos oye nadie?
Don Sergio le miró como una hiena; Peñalar pasó por su ancha frente el pañuelo, lleno de agujeros; luego, dirigiéndose a Manuel, que seguía sumido en el mayor estupor, le dijo:
-Haz el favor, mi querido niño, de salir un momento y espérame. Manuel abrió la puerta del despacho y salió al almacén. Esta maniobra produjo un movimiento de extrañeza en don Sergio.
Te, dulcis conjux, te solo in litore secum Te veniente die, te decedente canebat
Yo, caballero -dijo Peñalar al verse solo con el comerciante-, estoy dedicado a la enseñanza de la juventud.
-¿Que es usted maestro? Lo he oído.
-Estaba de pasante en el colegio del Espíritu Santo cuando se me ocurrió establecerme por mi cuenta.
-Y ha perdido usted el dinero; bueno. ¿Y a mí todo eso qué me importa?
-gritó don Sergio, golpeando la mesa con un libro.
-Perdone usted. Entre mis alumnos tengo este muchacho que acaba de salir de aquí, y que es un prodigio, un niño de unas facultades extraordinarias. Al notar la claridad de su inteligencia y la energía de su voluntad, me interesé por él; le pregunté por su familia, y me dijo que no tenía padre ni madre, y que una señora le había recogido en su casa.
-¿Y a mí qué?
-Espere usted, don Sergio. Fui a ver a esa señora protectora suya, que es una baronesa, y le dije: «El muchacho a quien usted protege es digno de las mayores atenciones y de que se haga algo por su educación». «Su madre no tiene dinero, y su padre, que es rico, no hace nada por él», me contestó la baronesa. « Dígame usted quién es su padre y le iré a ver.»
«Es inútil -replicó-, porque no conseguirá usted nada de él; se llama don Sergio Redondo.»
Al decir esto, Peñalar se levantó y contempló con la cabeza erguida a don Sergio, como el ángel exterminador puede mirar a un pobre réprobo. Don Sergio palideció profundamente, sacó el pañuelo, se frotó los labios, carraspeó. Se comprendía que estaba turbado.
Peñalar observó al viejo atentamente, y viendo que aminoraba en sus arrogancias, se sintió cada vez más evangélico y más moral.
-La baronesa -añadió- me dijo, y perdone la inquebrantable sinceridad mía, que era usted un egoísta y un hombre sin corazón; yo, a pesar de esto -sonriendo dulcemente y sintiéndose ya superevangélico y supermoral-, pensé: «Mi deber es ir a ver a ese caballero». Por eso he venido. Ahora usted hará lo que su conciencia le dicte. Yo he cumplido con la mía.
Después de este párrafo, Peñalar nada tenía que decir, y con la sonrisa de todo el martirologio en los labios, cogió el sombrero, saludó ceremoniosamente y se acercó a la puerta.
-¿Y ese niño es el que estaba aquí? -preguntó en voz baja y vacilante don Sergio.
-El mismo.
-¿Y dónde vive esa mujer, esa baronesa? =-~lamó el comerciante.
-Yo no puedo decirlo. Se lo preguntaré; si ella me lo autoriza, vendré con la contestación.
Y Peñalar salió del despacho.
-Vamos, hijo mío -le dijo a Manuel.
Y con altivo y noble continente, con la cabeza erguida, salió de la casa, llevando de la mano a su querido discípulo, a aquél niño portentoso tan poco apreciado por sus padres.