La lucha por la vida II: 043
I
Pág. 043 de 121
|
La lucha por la vida II Segunda parte | Pío Baroja |
---|
Salieron juntos Manuel y Roberto de la estación del Norte.
-¡Y otra vez a empezar! -le dijo Roberto-. ¿Por qué no te decides de una vez a trabajar?
-¿En dónde? Yo para buscar no sirvo. ¿Usted no sabe algo para mí? En alguna imprenta...
-¿Te decidirás a entrar de aprendiz sin ganar nada?
-Sí; ¿qué voy a hacer?
-Si te parece bien, yo te llevaré al director de un periódico ahora mismo. Vamos.
Subieron hasta la plaza de San Marcial; luego, por la calle de los Reyes, hasta la de San Bernardo, y en la calle del Pez entraron en una casa.
Llamaron en el piso principal, y una mujer esmirriada salió a la puerta y les dijo que aquel por quien preguntó Roberto estaba durmiendo y no quería que se le despertase.
-Soy amigo suyo -replicó Roberto-; yo le despertaré.
Entraron los dos por un corredor a un cuarto oscuro, en donde olía a yodoformo de una manera apestosa. Roberto llamó:
-¡Sandoval!
-¿Qué hay? ¿Qué sucede? -gritó una voz fuerte.
-Soy yo, Roberto.
Se oyeron los pasos de un hombre desnudo que abrió las maderas de un balcón y luego se le vio volver a meterse en una cama grande.
Era un hombre de unos cuarenta años, rechoncho, grasiento, de barba negra.
-¿Qué hora es? -dijo, desperezándose.
-Las diez.
-¡Qué barbaridad! ¿Es tan temprano? Me alegro que me hayas despertado; tengo que hacer muchas cosas. Da un grito por el pasillo.
Roberto lanzó un «¡Ehl» sonoro, y se presentó en el cuarto una muchacha pintada, con aire de mal humor.
Anda, tráeme la ropa -la dijo Sandoval, y de un esfuerzo se sentó en la cama, bostezó estúpidamente y se puso a rascarse los brazos.
-¿A qué venías? -preguntó.
-Pues como el otro día dijiste que necesitabas un chico en la redacción, te traigo éste.
-Pues, hombre, tengo ya otro.
-Entonces, nada.
-Pero en la imprenta creo que necesitan.
A mí ese Sánchez Gómez no me hace mucho caso.
-Se lo diré yo; no me puede negar eso.
-¿Se te olvidará?
-No, no se me olvidará.
-¡Bah! Escríbele; es mejor.
-Ya le escribiré.
-No, ahora; ponle unas letras.
Mientras hablaban, Manuel observó con curiosidad el cuarto, de un desorden y una suciedad grandes. El mobiliario lo componían: la cama de matrimonio, una cómoda, una mesa, un aguamanil de hierro, un estante y dos sillas rotas. Sobre la cómoda y el estante se amontonaban libros desencuadernados y papeles; en las sillas, enaguas y vestidos de mujer; el suelo estaba lleno de puntas de cigarro, de trozos de periódicos y de pedazos de algodón utilizados para alguna cura; debajo de la mesa aparecía una jofaina de hierro convertida en brasero, llena de ceniza y de carbones apagados.