La lucha por la vida II: 055
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La lucha por la vida II Segunda parte | Pío Baroja |
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La hidrópica sobrellevaba sus desdichas con resignación extraordinaria.
Se cebó la desgracia en ella y fue cayendo y cayendo hasta llegar a aquella situación tan triste. No encontró una mano amiga, y sus únicos favorecedores fueron un carnicero y su mujer, antiguos criados de su casa, a quienes había ayudado a establecerse en mejores épocas. La carnicera, que además era prestamista, solfa comprar en el Rastro mantones y pañuelos de Manila, y cuando tenían algo que zurcir o arreglar, se los llevaba a la hija de la hidrópica para que los compusiera.
Esto, la antigua criada se lo pagaba a la hija de sus amos con un montón de huesos, y a veces, cuando quedaba satisfecha de su trabajo, le daba las sobras de su comida.
-¡Moler con la generosidad de la carnicera! -dijo el albañil, que escuchaba la narración de la vecina.
-También la gente del pueblo -repuso Jesús en broma, recordando una frase de zarzuela- tiene su corazoncito.
Los señores de la Conferencia de San Vicente de Paúl, después dé oír tan conmovedora relación, dieron tres bonos a la hija de la hidrópica y salieron del cuarto.
-Ya es feliz esta mujer-murmuró Jesús irónicamente-; tenía que morirse mañana y se muere pasado. ¿Para qué quieres más?
El albañil murmuró:
-Me parece.
El secretario, el de los papeles, recordó un caso análogo al de la hidrópica, y lo llamó curioso y extremadamente interesante.
Cuando los tres señores salían de un pasillo para desembocar en otro, una vieja les llamó, y hablándoles de usía les pidió que la acompañaran, y les llevó, alumbrándoles con una bujía, a un camaranchón o agujero negro abierto debajo de una escalera. Sobre un montón de trapos y arropada en un mantón raído había una chiquilla delgada, esmirriada, la cara morena y flaca, los ojos negros, huraños y brillantes. A su lado dormía un chiquillo de dos o tres años.
-Yo quisiera que unías -dijo la vieja- la metieran a esta chica en un asilo. Es huérfana; su madre, que, con perdón, no llevaba muy buena vida, murió aquí. Ella se ha metido en este agujero y nadie la puede echar, y roba huevos, pan, todo lo que puede, unas veces en una casa, otras en otra, para dar de comer al rorro. Yo quisiera que usias consiguieran que la llevaran a un asilo.
La chiquilla miró con sus ojos grandes, espantados, a los tres señores, y agarró de la mano al chico.
-Esta niña -dijo el secretario, el de los papeles- tiene por su hermano un cariño verdaderamente curioso e interesante, y yo no sé si sería cruel separarlos.
-Estaría mejor en un asilo -añadió la vieja.
-Ya veremos, ya veremos -replicó el señor anciano. Se fueron los tres.
-¿Cómo te llamas tú? -le preguntó Jesús a la chica.