La lucha por la vida II: 076
VIII
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La lucha por la vida II Segunda parte | Pío Baroja |
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Algunas veces, Manuel, Jesús y don Alonso iban a dormir a las iglesias. Una noche que se habían tendido los tres en la iglesia de San Sebastián, llena de bancos, el sacristán los hizo salir y los entregó a una pareja de Orden público. Don Alonso trató de demostrar a los guardias que era una persona no sólo decente, sino importante; mientras él peroraba, Jesús se escabulló por la plaza de Santa Ana.
-En la Delegación contará todo eso -contestó el guardia a las explicaciones del Hombre-boa.
Bajaron por una calle próxima, y en un portal en donde brillaba un farol rojo entraron y subieron por una escalera estrecha a un cuarto donde garrapateaban dos escribientes. Mandaron éstos a don Alonso y a Manuel sentarse en unos bancos, y ambos lo hicieron lo más humildemente posible.
-Usted, el viejo, ¿cómo se llama? -dijo uno de los escribientes.
-¿Yo? -preguntó el Hombre-boa.
-Sí, usted. ¿Es usted sordo o idiota?
-No; no, señor.
-Pues lo parece. ¿Cuál es su nombre?
Alonso de Guzmán Calderón y Téllez.
-¿Edad?
-Cincuenta y seis años.
-¿Estado?
-Soltero.
-¿Profesión?
Artista de circo.
-¿En dónde vive usted?
-Hasta hace unos días...
-Dónde vive usted ahora le pregunto, imbécil.
Ahora, pues...
-Pon sin domicilio -dijo uno de los escribientes al otro.
Después tomaron la filiación a Manuel, y éste y el viejo volvieron a sentarse sin hablar, muy intrigados con la suerte que les esperaba.
Los del Orden paseaban por el cuarto charlando; a veces se oía sonar el repiqueteo de un timbre.
De pronto se abrió la puerta y entró una mujer joven, de mantilla, con una gran inquietud en los ojos.
Se acercó a los dos escribientes. -¿Podría ir alguno... a mi casa..., un médico...? Mi madre se ha caído y se ha abierto la cabeza.
El escribiente echó una bocanada de humo de tabaco y no contestó; después, volviéndose y mirando a la mujer de arriba abajo, dijo con una grosería y una bestialidad épicas:
-Eso, a la Casa de Socorro. Nosotros nada tenemos que ver con eso -y volvió la cabeza y siguió fumando.
La mujer paseó sus ojos, asustada, por la delegación; se decidió a salir, dio las buenas noches, que nadie contestó, con voz desfallecida y se fue.
-¡Cagatintas! ¡Canallas! -murmuró don Alonso en voz baja-. ¡Qué les costaba el haber enviado algún guardia para que acompañara a esa mujer a la Casa de Socorro!
Pasaron allí Manuel y el Hombre-boa más de dos horas, y al cabo de éstas los guardias los hicieron entrar en un cuarto en donde paseaba un hombre alto, de barba negra, peinado a lo chulo, con aspecto de jugador o de croupier.