La lucha por la vida II: 085
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La lucha por la vida II Tercera parte | Pío Baroja |
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Al día siguiente, cuando despertó Manuel daban las doce. Hacía tanto tiempo que la primera sensación de su despertar era de frío, de hambre o de angustia, que al encontrarse entre mantas, abrigado, en un cuarto estrecho y de poca luz, pensó si estaría soñando. Luego, de pronto, el recuerdo del suicida de la Virgen del Puerto le vino a la memoria; después, el encuentro con Vidal, el baile de Romea y la conversación en la buñolería con la Rabanitos.
«Habrá venido la buena? -se preguntó a sí mismo. Se incorporó en la cama, y al ver sus harapos colocados sobre una silla no supo qué hacer-. Si me ven vestido así me echan», pensó. Y en la vacilación volvió a meterse entre las sábanas.
Serían cerca de las dos cuando oyó que abrían la puerta del cuarto; era Vidal.
-Pero, hombre, ¿no sabes la hora que es? ¿Por qué no te levantas?
-Si me ven con eso me echan -replicó Manuel, señalando sus andrajos.
-La verdad es que no puedes vestirte de etiqueta -dijo Vidal, contemplando la indumentaria de su primo-. Vaya unos zapatitos de baile -añadió, cogiendo por los tirantes una bota deformada y llena de barro y levantándola cómicamente para observarla mejor-. Es de la última moda de los poceros de la villa. Y de medias, nada, y de calzoncillos, ídem; de la misma tela que las medias. ¡Estás apañado! Ya ves.
-Pues no vas a estar aquí siempre; hay que salir. Yo te traeré ropa mía; creo que te vendrá bien.
-Sí, tú eres un poco más alto.
-Bueno; espera un momento.
Salió Vidal del cuarto y volvió con ropa suya. Manuel se vistió a la carrera. Los pantalones le estaban un poco largos y tuvo que darles vuelta por abajo; en cambio, las botas le venían estrechas y cortas.
-Tienes el pie pequeño -murmuró Manuel-. Has nacido para señorito. Vidal mostró su pie, bien calzado, con cierta coquetería.
-Algunas señoritas darían algo por estos pinreles, ¿verdad? A mí, una mujer que tenga mucha pata no me gusta, ¿y a ti?
-A mí, chico, me gustan todas, hasta las viejas. Hay tan poco donde elegir... Anda, dame un periódico. Voy a envolver estas prendas.
-¿Para qué?
-Para que no las vean aquí. Esto desacredita. Las tiraré a la calle. Lo que es el que encuentre el lío puede decir que le ha caído el gordo.
Envolvió Manuel los harapos con mucho cuidado, hizo un paquete, lo ató con una guita y lo cogió en la mano.
-¿Vamos?
-Andando.
Salieron a la calle; Manuel pensaba que todo el mundo se fijaba en él y miraba el paquete que llevaba y no se atrevía a dejarlo en ninguna parte.
-Tráelo, no seas lila-dijo Vidal; y quitándoselo de la mano, lo tiró a un solar por encima de la tapia.
Salieron los dos muchachos por la calle de la Magdalena a la plaza de Antón Martín y entraron en el café de Zaragoza.
Se sentaron. Vidal pidió dos cafés con media tostada.
«¡Qué aplomo tiene!», pensó Manuel.
Llegó el mozo con el servicio, y Manuel se arrojó sobre una de las tostadas con ansia.
-¡Rediez! -exclamó Vidal, mirándole de hito en hito-. ¡Qué facha de golfo tienes!
-¿Por qué?
-¿Qué sé yo? Porque la tienes.