La lucha por la vida II: 119
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La lucha por la vida II Tercera parte | Pío Baroja |
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-No, no; déjame.
Salió Manuel decidido a hablar con el Cojo o con el Maestro. Fue a la carrera al Círculo. Le dejaron pasar; subió al piso primero, y al hombre que solía estar en la puerta de la sala del juego le preguntó:
-Y el Maestro, ¿está en la secretaría?
-No; el que está es don Marcos.
Llamó Manuel a la puerta y pasó adelante. Calatrava estaba en una mesa con un empleado contando fichas blancas y rojas. Al vera Manuel le miró fijamente:
-¿A qué vienes tú aquí, soplón? -exclamó-. Aquí no haces falta.
-Ya lo sé.
-Estás despedido. El jornal no lo esperes.
-No; no lo espero.
-Entonces, ¿a qué vienes aquí?
Vengo a esto. El Garro, el polizonte amigo de usted, me puso en libertad con la condición de que ayudara a coger al que mató a Vidal, y a mí me hacen ir y venir a todas horas, y ya me he hartado de eso, y ya no quiero hacer de polizonte.
-Pues mira, de todo eso, a mí... Prim.
-No, porque si yo no aparezco por casa del cabo, a quien me confió el Garro, me cogerán y me llevarán a la cárcel.
-Bueno; allá aprenderás a no mover la sinhueso.
-No; allá lo que haré será declarar cómo se estafa en este Círculo a la gente...
-Tú estás loco. Tú quieres que te dé dos garrotazos.
-No; yo quiero que le diga usted al Garro que no me da la gana de perseguir al Bizco, y, además, que le mande usted que no me persiga; conque ya sabe usted lo que tiene que hacer.
-Lo que voy a hacer es darte dos patadas ahora mismo, ¡soplón!
-Eso lo veremos.
Se acercó el Cojo a Manuel con el puño cerrado y le largó un puñetazo; pero Manuel tuvo la habilidad de agarrarle la mano, y empujándole para atrás le hizo perder el equilibrio y cayó sobre la mesa y la derribó con un estrépito formidable. Se levantó Calatrava furioso y se fue hacia Manuel; pero al ruido entraron algunos mozos y los separaron. En esta situación apareció el Maestro en la puerta de la secretaría.
-¿Qué pasa? -preguntó, mirando a Calatrava y a Manuel severamente-. Marchaos vosotros -añadió, dirigiéndose a los demás. Quedaron los tres solos, y Manuel explicó el motivo de la cuestión.
El Maestro, después de oírle, dijo a Calatrava:
-¿Es eso de veras lo que te ha dicho?
-Sí; pero ha venido aquí con exigencias...
-Bueno. De eso no hay que hablar. ¿De manera -añadió, dirigiéndose a Manuel- que tú no quieres ayudar a la Policía? Haces bien. Puedes marcharte. Yo le diré al Garro que no te moleste.
Una hora después, Manuel y Jesús habían salido de casa a dar una vuelta. Hacía una noche de calor sofocante; bajaron a la ronda.
Hablaron. Manuel sentía una sorda irritación contra todo el mundo: un odio, hasta entonces amortiguado, se despertaba en su alma contra la sociedad, contra los hombres...
-De veras te digo -concluyó diciendo- que quisiera que estuviera lloviendo dinamita ocho días y bajara después el Padre Eterno hecho ascuas.
Y, rabioso, invocó a todos los poderes destructores para que redujesen a cenizas esta sociedad miserable.
Jesús le escuchaba con atención.